Holocausto (41 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

—¡No cederemos! ¡No mientras yo esté aquí!

—Y, en definitiva, ¿qué tienes? Un artista de tercera clase. Y donde debiera tener el corazón, sólo me encuentro con un trozo de arcilla. ¿Crees acaso que en estos campos la gente se hace mejor? No. Los artistas que están ahí fuera son excepción. Tenemos una especie de… camaradería. Pero la mayoría de los prisioneros se matarían entre sí por un trozo de pan. Yo casi estuve a punto… hace mucho tiempo.

Inga se sentó en el borde del camastro, indicándole que se sentara junto a ella. Karl obedeció como un niño bueno.

—Recuerdo cuando tu padre se marchó a Polonia —dijo Inga—. Cómo besó a tu madre y recomendó a los niños que fueran valientes. Luego me dijo que recordara el latín: Amor vincit omnia. El amor lo puede todo.

—Ni con todo el amor del mundo se podrá impedir que utilicen sus armas, sus estacas y sus prisioneros. Y ló peor de todo, su diabólica astucia.

—Sé cuánto has sufrido, Karl. Lo sé. Pero estamos juntos de nuevo. Puedo ayudarte.

Karl se levantó y dejó caer la cabeza sobre los brazos apoyados contra el muro.

—No debiste venir. Déjame que extraiga lo mejor que hay en mí. Tú y ese maldito Muller…

—Por favor, no hables más de él. Por favor, Karl. Dices que en estos campos suele aflorar lo peor de la gente. Que matan por un pedazo de pan. Tú y yo seremos diferentes.

—Hasta qué punto fuiste diferente cuando… Se disponía a comenzar de nuevo con las acusaciones respecto a Muller, pero se contuvo. Sentada en la estrecha yacija, con la espalda erguida y las manos cruzadas, seguía siendo tan hermosa en su estilo fuerte y sereno, como el día en que la viera por vez primera en la escuela de arte, una secretaria impecable, eficiente. Karl había luchado constantemente con mis padres para casarse con ella. Por primera vez en su vida había mostrado decisión, negándose a doblegarse ante la voluntad de mamá. (Anna y yo le habíamos animado. Le dijimos que le respaldaríamos hasta el fin).

Ahora recordaba cómo había luchado por su amor. Y lo buena que había sido con él. Habían sido visitantes infatigables de los museos, jamás se perdieron la inauguración de una exposición artística, siguieron cursos siempre que pudieron permitírselo. Hablaron mucho sobre una posible visita a Italia. La más preciada posesión de Karl era un libro sobre el arte en el Renacimiento que Inga le regalara al cumplir los veintidós años. Acaso afluyeran a la mente de Karl todos aquellos recuerdos.

El pecado, si pecado era, que ella cometiera con Muller, tenía que considerarse por un esfuerzo para llegar hasta él, para proporcionarle el apoyo de_ sus cartas, para que pudiera saber que aún seguía preocupándose por él. Ahora empezaba a comprenderlo.

—Sé que algún día seremos libres, Karl —aseguró Inga—. Tú has sufrido más que yo. Quiero compartir tus sufrimientos. Quiero tener hambre, frío y que me desprecien. Compartiremos las cosas malas igual que hemos compartido tantas cosas buenas. ¿Recuerdas las vacaciones que pasamos en Viena? ¿Cuándo no lograba convencerte de que abandonaras las salas repletas de Rembrandt?

Karl sonreía. Volvían a él los recuerdos, suavizando sus sentimientos hacia ella. Habían compartido muchas cosas.

Habían experimentado tantas veces aquella comunión, aquella elevación espiritual ante una gran obra. Karl me contó que una vez, en Amsterdam, él y Inga tuvieron que sentarse, pensar y permanecer silenciosos cogidos de las manos ante «Vigilancia nocturna».

—Eres mi marido y te amo —dijo ella—. Ven a sentarte junto a mí. Jamás te abandonaré.

Karl cayó de rodillas frente a ella y hundió la cabeza en su falda. En la oscuridad, fueron de nuevo marido y mujer.

Como Karl ya sabía y Frey se temía, la vida en Theresienstadt era una inmensa falsedad. Se exigió que Inga viviera en las barracas destinadas a las mujeres cristianas. Karl seguía residiendo donde siempre, abarrotados, cuatro personas por cada estrecha tarima, varios centenares en un edificio concebido para albergar a cuarenta.

Cierto día se produjo una conmoción en las calles. Frey miró desde el gran ventanal y vio un destacamento da la SS con fusiles, en posición de disparar y corriendo a paso ligero por la calle. Se dirigían directamente al estudio.

De repente se abrió la puerta y el destacamento invadió la habitación. Se ordenó a todos que permanecieran en pie pegados a la pared. Nadie se atrevió a hablar.

María recuerda que algunos de los artistas miraron a Felsher como diciendo: «Nos has descubierto… han encontrado esos bocetos». Destrozaron las mesas, arrancaron los paneles de las paredes, volcaron los caballetes. Registraron el almacén de arriba abajo. Los cajones de los archivadores donde Frey conservaba las pinturas, pinceles y todas las existencias fueron vaciados y arrojados por doquier.

Lo que la SS no podía saber era que todos los dibujos y pinturas acusadoras habían sido retirados el día anterior. Estaban a salvo, protegidos. Seguían en el campo, pero ocultos en otro sitio.

DIARIO DE ERIK DORF.

Theresienstadt Abril de 1943.

Ante mi sorpresa, Eichmann se mostró más bien indiferente respecto al asunto de las pinturas de «propaganda del horror». Sin embargo, ya sé por qué. Goza del favor de Kaltenbrunner debido a su sistema de transporte.

—Auschwitz progresa a toda marcha, y si alguna culpa se deriva del asunto existen secretos; sabe positivamente que recae sobre mí toda la responsabilidad de descubrir al artista culpable y las obras de arte restantes.

Rahm, el comandante en jefe de Theresienstadt, se encontraba presente mientras examinábamos los bocetos que llevara conmigo desde Berlín.

—¿Tiene alguna idea de quién es el autor? —le preguntó Eichmann.

—Puede ser cualquiera entre una docena. Mimamos a esos malditos, les concedemos privilegios… y miren cómo nos pagan. Me gustaría colgar a todo ese hatajo de granujas.

—Tranquilícese, comandante —dijo Eichmann.

Luego procedió a examinar los dibujos con mirada de conocedor. Eichmann posee esa maravillosa cualidad de frialdad. Aun cuando esté en plena tarea de condenar a muerte a millares de personas, es capaz de apreciar un paisaje o alguna hermosa pieza de cerámica.

Rahm y yo nos preguntábamos por qué Berlín sudaba tinta y se mostraba tan enfurecido respecto a aquellas cinco pinturas. Y el propio Eichmann parecía indiferente. —En realidad, no son malos —manifestó—. Una especie de Georg Grosz en decadencia, pero quienquiera que los haya hecho posee talento.

—Berlín exige la identidad de cada uno de los artistas implicados —declaró—. Y también quieren cada una de las obras secretas que existan, pintura, dibujo, lo que sea. Asimismo los conspiradores que los sacaron a hurtadillas del campo. Theresienstadt no puede ser difamada con tan repugnantes dibujos.

Rahm sacudió la cabeza semejante a la de un toro. —Todo ese jaleo por unas horribles pinturas.

—A los judíos se les ha de mantener quietos, confiados —expliqué—. Tenemos que proceder a la solución final de manera rápida y ordenada. En los campos orientales se han producido rebeliones sin importancia.

Eichmann golpeó sobre la mesa con su látigo. —Tráigalos —exigió. Rahm salió.

Eichmann me hizo un guiño.

—Parece que le están presionando algo, comandante.

—¿Presionando?

—¿Conoce bien el Antiguo Testamento? «Y entonces apareció un nuevo rey en Egipto que no conocía a José». Kaltenbrunner es nuestro rey, ¿eh, Dorf?

Sabía lo que quería decir, pero no contesté. Mi carrera había ido rápidamente en ascenso mientras vivió Heydrich. Y ahora…

—Pero tiene razón en que no deben surgir impedimentos para el plan de reinstalación —prosiguió Eichmann—. ¿Acaso tiene idea de las presiones a las que me encuentro sometido? Estamos liquidando el último de los ghettos polacos. Varsovia es el único hueso duro de roer que queda. Todos los judíos que siguen en Viena, Luxemburgo, Praga y Macedonia, van a ser trasladados directamente a Treblinka para que vayan a reunirse con su Dios judío. Vamos a entregar al Führer una Europa libre de judíos, Dorf.

Un nuevo mérito suyo, Eichmann.

Rahm y un cabo de la SS volvieron con tres prisioneros. Eran hombres de aspecto corriente. A diferencia de los inquilinos de otros campos que vestían los trajes a rayas, estos hombres llevaban ropas de paisano —camisas y pantalones de trabajo, marcadas naturalmente, delante y a la espalda, con la estrella amarilla, y parecían algo más saludables que el prisionero corriente—. Todos ellos eran artistas y todos sospechosos.

Eichmann se presentó y luego les dijo quién era yo. Sus modales eran corteses, aunque autoritarios.

—Dígannos a su vez, por favor, sus nombres, lugar de nacimiento y todos los demás datos pertinentes.

—Otto Felsher, Karlsruhe —dijo el más insignificante y más viejo del trío.

—Emil Frey, Praga.

—Ese gran maldito es el jefe del grupo —intervino Rahm—. Concédame una hora con él y lo descubriremos todo.

—Karl Weiss, Berlín.

Era alto y delgado, encorvado, con un rostro triste, aunque de facciones perfectas. Un hombre de pensamientos profundos.

—Muy bien —dijo Eichmann—. Ahora les ruego que vayan acercándose por turno y me digan quién de ustedes es el responsable de esas pinturas horrendas.

Rahm empujó a Frey por la espalda.

—¡Muévete!

Los tres hombres se aproximaron a la gran mesa de escritorio. (La oficina está muy adornada y bellamente amueblada. El mobiliario procede de una de las casas judías más lujosas de Praga). Ordené los dibujos sobre la mesa: «Esperando el final», «La raza superior» y «Niños del ghetto», entre otros.

—¿Bien? —preguntó Eichmann.

Ante mi asombro, Frey, el hombretón de quien se decía que era el líder, indicó dos pinturas.

—Estas dos son mías —confesó.

Felsher señalo otra.

—Mía.

Weiss señaló las dos restantes.

—Yo hice éstas.

—¡Espléndido! —alabó Eichmann—. Ya estamos poniendo las cosas en claro. Siéntense todos.

Así lo hicieron. Eichmann les ofreció cigarrillos, les sonrió. Era evidente que estaban aterrados, sabían lo que ocurría en el «Kleine Festung», y parecían más que dispuestos a cooperar.

—Y ahora vayamos al fondo de la cuestión —expuso Eichmann—. El comandante Dorf ha viajado desde Berlín para descubrir cuántas más de estas atroces pinturas exísten, dónde están escondidas y quiénes son sus contactos |en el exterior que les están ayudando a sacarlas. Con toda seguridad, estas cinco no son las únicas y también es indudable que abrigan la intención de inundar el mundo con ellas y contar falsedades sobre nosotros. ¿Frey?

—No hay más pinturas.

—¿Weiss?

Aquel hombre, que me resultaba vagamente familiar, bajó la cabeza.

—No hay ninguna. Ésos fueron los únicos dibujos que hicimos.

Al instante descubrí que estaba realmente aterrado; él sería quien nos diera las respuestas.

—¿Felsher? —prosiguió Eichmann.

—Son… son…

—Prosiga, por favor —le animé—. Díganoslo.

—Son… son las únicas pinturas que hicimos de esa manera. El comandante conoce nuestro trabajo. Carteles, retratos…

Rahm abofeteó con el dorso de la mano la cara de Felsher.

—Mientes, rastrero kike. Habla.

—No… no hay… otros.

Eichmann hizo una indicación a Rahm de que no volviese a golpearle y, con los modales de un maestro de escuela, empezó a pasar delante de los tres.

Se detuvo frente a Weiss y preguntó:

—¡Usted! ¿Cuál es la función del arte?

¡Cómo disfrutaba con su papel! Un hombre cultivado, crítico, coleccionista.

—¿La función del arte? —repitió Weiss—. Berenson dijo que la función del arte era la de realzar la vida… El rostro de Eichmann se congestionó.

—¡Soberbio! ¡Maravilloso! ¡Realzar la vida! —Luego, señalando los dibujos, gritó—: ¿Y esto le llaman realzar la vida? ¿A esta basura, a esta porquería? ¿Cómo se atreven a distorsionar la realidad de esa manera pretendiendo llamarlo arte?

—Es la verdad —contestó Weiss.

Y lo dijo con voz suave, persuasiva… y al momento recordé al médico judío que conociera hacía años. Pero Weiss es un nombre muy corriente. En Berlín los hay a millares.

—Entonces dígame cómo es posible que la Cruz Roja haya inspeccionado este campo una docena de veces sin encontrar jamás tales condiciones.

—Se les engañó —declaró Weiss.

Esta vez, Rahm le abofeteó a él. De la nariz del hombre brotó un chorrito de sangre, Me levanté.

—Sea razonable, Weiss. Soy berlinés como usted. Y los berlineses somos gente práctica. No se les castigará.

Ustedes gozan aquí de privilegios. No tienen más que decirnos quiénes son sus contactos en el exterior. Cómo piensan sacar todo esto.

——No tenemos contactos.

Rahm estaba farfullando algo a Eichmann.

—Déme una hora con estos malditos embusteros y verá el, resultado. Con todo el respeto debido, mi coronel, no aprecian sus conferencias de arte.

—¿Weiss? ¿Ustedes dos? —pregunté—. ¿Están dispuestos a cambiar de idea?

No contestaron. Frey, el hombretón, miró con firmeza a los otros dos.

Intenté un nuevo sistema.

—El comandante me ha dicho, Weiss, que tiene una encantadora esposa aria que ha llegado recientemente aquí.

Se enderezó, poniéndose lívido.

—Estoy seguro de que ella desearía que confesara la verdad —añadí.

—Estoy diciendo la verdad.

—¿Felsher? —pregunté.

Estaba seguro de que aquél era el eslabón más débil.

—Yo… yo…

Ante mi asombro, mi paisano berlinés, Weiss, le cogió del brazo.

—No hay nada que decir.

—¡Deje que conteste él! —vociferó Rahm.

—No… nada —repuso Felsher.

Sugerí a Eichmann, en un susurro, que hablaría con Weiss. Muchos judíos, pese a sus intentos de valentía, pueden ser inducidos al acuerdo, a la sumisión, simplemente hablando. Quizá se deba a su herencia de debates talmúdicos.

Me llevé a Weiss a un rincón de la habitación.

—¿No nos conocemos? —le pregunté.

—Lo dudo.

—Escuche, Weiss. Olvídese de todos esos austríacos y checos. Un berlinés es un berlinés.

—Los berlineses me han tenido en prisión durante cuatro años. Los berlineses enviaron a mis padres a Varsovia.

—Bueno, acaso pueda hacerse algo a título de compensación. Díganos dónde están las pinturas. Tal vez yo pueda lograr algo.

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