Holocausto (37 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Una noche húmeda y pegajosa me encontraba agazapado en un soto, en el lindero de una carretera que conducía a la ciudad más cercana, junto con el tío Sasha, Yuri y otros cuatro de nuestro grupo. Teníamos las caras ennegrecidas. Cada uno de nosotros empuñaba un viejo fusil de caza.

—¿Asustado? —preguntó Sasha.

—Sí —contesté—. Jamás he tenido tanto miedo.

—Procura que no te cojan. ¿Recuerdas lo que te he dicho?

—Me torturarán. Me obligarán a confesar dónde estáis.

—Así es. Suicídate, si te ves obligado a ello.

No quería que me capturaran ni tampoco quería suicidarme. Y, pese a todas mis baladronadas ante Helena, a mi insistencia de que quería vengarme de ellos, estaba aterrado, preguntándome si sería capaz de matar a alguien. Había odio en mí, mucho odio. Pero entonces descubrí que tenía mucho menos valor del que me había imaginado. En aquellos momentos de espera, me sentía menos despreciativo hacia aquellos judíos a los que había visto someterse calladamente, cumpliendo órdenes sin rechistar, permaneciendo desnudos, sin protestas, junto a las fosas.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté.

Sasha se llevó un dedo a los labios.

—¡Ssssh! Ya los oigo.

Nosotros también los oímos. Pisadas de botas por la carretera. Un hombre cantando. Voces.

—¿Alemanes? —pregunté.

—Milicia ucraniana —aclaró Sasha.

—¿Son ellos los que buscamos?

—Queremos sus armas sus proyectiles y sus botas, muchachos. Además, han estado matando judíos desde que llegaron aquí los primeros alemanes. ¿Sabes que esos malditos tienen todo un ejército, un ejército, luchando por los nazis?

Sentí que las manos me temblaban sobre el gatillo del arma. Disponíamos de tan escasa munición que ni siquiera habíamos podido hacer prácticas de tiro. Pretendíamos disparar armas vacías contra blancos de papel. Y, además, me sentía hambriento hasta dolerme el estómago. En el campamento de familia comíamos muy poco.

Aparecieron seis hombres con uniformes de la SS en la carretera. Era evidente que no pensaban en peligro alguno, ya que iban en formación cerrada: uno, cantando y los demás, charlando. Llevaban los fusiles colgados del hombro. Uno de ellos parecía estar borracho y le sostenía un compañero.

—¡Fuego! —gritó Sasha.

Necesité un instante para reaccionar. No me parecía justo. Les estábamos matando igual que ellos asesinaban a los judíos. Sasha me dijo después que eso se debía a demasiados partidos de fútbol, apretones de manos, ideas de actitudes deportivas y todos esos ideales de colegiales.

Disparamos contra ellos nuestros fusiles. Al instante cayeron tres hombres. Uno chilló y empezó a dar saltos sobre un pie. Otro corrió a cubrirse y empezó a disparar una pistola ametralladora contra los matorrales tras los que nos ocultábamos. El último echó a correr.

Yuri salió arrastrándose. Él y Sasha empezaron a rodear al hombre que disparaba con el «Schmeisser». Sasha me gritó.

—¡Coge a ese que huye!

Pude distinguirle cojeando carretera abajo, de regreso a la ciudad. Corría torpemente, obstaculizado por el arma y el macuto. Las balas llovían describiendo trazos amarillos en la noche. Afortunadamente, el hombre de la pistola ametralladora, que debía de ser el jefe del grupo, estaba demasiado ocupado con los atacantes. Pudo haberme derribado de un disparo en un abrir y cerrar de ojos, mientras corría detrás del fugitivo.

Sabía que podía alcanzarle. Siempre tuve gran facilidad para correr. Cuando me encontraba tan sólo a un metro de él, vi que respiraba de forma entrecortada, jadeante. Le golpeé en la espalda con la culata del fusil.

Cayó. Gimió. Le obligué a ponerse en pie y me quedé mirándole. Era un muchacho. Tal vez tendría dieciséis años, unos molletes sonrosados, mirada estúpida y pelo largo de color dorado. Le arrastré hasta el soto. Los disparos habían cesado. Todos los demás ucranianos habían muerto. Yuri y el resto los estaban despojando de las armas, cinturón de municiones, botas y todo cuanto pudiera ser útil.

Por mi parte, desarmé a mi cautivo, empujándole luego hacia Sasha. Cayó al suelo y se abrazó a mis botas.

Sollozaba y murmuraba en ucraniano, pero no entendí una sola palabra de lo que decía.

—Llévatelo a los matorrales y mátalo de un disparo —ordenó Sasha.

—¿Qué dispare…?

—He dicho que lo mates.

—Pero ¿por qué? Es sólo un muchacho. ¿No podemos dejarle ir?

Sasha me arrebató el fusil.

Si tú no lo haces, lo haré yo. Esta pequeña mierda ha matado judíos como si fueran moscas. Si le dejas con vida, regresará a la aldea y se traerá a los de la SS. Dispara contra él.

Tenía razón. Estábamos realizando una guerra desesperada. Arrastré al chico al bosque, le empujé y murmuré algo sobre atarlo. Luego, apuntándole con el fusil a la cabeza se la volé de un disparo.

Me temblaban las manos. Empecé a llorar.

Sasha no me prestó atención cuando salí de la espesura. Estaba dando órdenes al grupo, indicándoles que se apresuraran.

—Ya está bien, ya está bien. No necesitamos su ropa interior. Sólo las botas, los correajes, las armas. Vamos, en marcha.

Abandonando la carretera, corrimos hacia el bosque, manteniéndonos separados. Caminábamos rápidamente. El campamento se encontraba a unas dos horas de camino. Yo avanzaba solo a través del oscuro bosque, tropezando, apartando las ramas, sin perder de vista a Yuri, que iba delante de mí. Jamás había matado a nadie. Bueno, había alardeado mucho, repitiendo a Helena una y otra vez lo mucho que ansiaba la venganza. Pero la vista de la aterrada mirada de aquel estúpido chico, la consciencia de que estaba muerto, de que jamás volvería a ver salir el sol, o la cara de una muchacha, como que tampoco nadaría de nuevo en un lago de aguas claras… todo ello me atormentaba, y me preguntaba si, en realidad, sería el vengador sediento de sangre que me imaginaba.

Una cosa sabía de mí. Que matar era horrible, depravado. Jamás me acostumbraría a ello. Uno mata para sobrevivir, para mantener con vida a los seres queridos. Nada bueno puede resultar de poner fin a las vidas de otros. Aquel chico ucraniano tenía padres, una familia, esperanzas. Igual que millones de nosotros que ahora estábamos muriendo sin motivo alguno.

Me consolé a mí mismo. Eran asesinos reconocidos, pagados, inmisericordes en la caza y subsiguiente muerte de judíos. Mi corazón debería exultar, sentirse triunfante. Pero ya no era un rey David guerrero, ufanándome de haber matado a millares. Me sentía desgraciado, frío, vacío. Y, lo que aún era peor, empezaba a preguntarme si nuestra resistencia tendría algún fin, si serviría de algo el «campamento de familia» de Sasha, su endurecida decisión de huir, atacar, matar. Pero llegué a la conclusión que sí debía tenerlo. Los nazis habían decidido que todos nosotros debíamos morir y la muerte que Sasha había elegido era mejor que la que tenían reservada a todos y cada uno de los judíos de Europa.

De regreso al campamento, exhausto, me tumbé en la yacija de la cabaña que compartía con Helena y otra pareja, y me quedé mirando las tablas desprendidas del techo.

—Era un muchacho. Tendría unos dieciséis años —repetí.

—No hables más de ello, Rudi.

—Yuri dice que era de los que matan judíos por la paga, por una hogaza de pan.

—Por favor, Rudi, por favor… déjalo ya —me suplicó Helena.

—Jamás había matado antes a nadie.

—Tenías que hacerlo.

—Su nuca… parecía que se alejaba flotando. Mira, todavia llevo su sangre en la guerrera.

Helena tomó un trapo mojado y empezó a frotar la mancha oscura.

—Te hubiera matado. Ha matado a centenares.

—Sí. Debería estar contento. Bailando. Pero no somos como ellos. No podemos hacer eso y sentimos felices.

Ellos, probablemente, se emborrachan, bailan y fornican después de matar judíos.

Quedamos callados. Fuera, podía oír a Sasha, incansable, activo, haciendo el inventario del botín obtenido durante la incursión. El premio gordo eran las pistolas ametralladoras. Ahora podíamos lanzarnos tras algunos alemanes.

—¡Mi pequeño, mi pequeño! —decía Helena—. ¿Por qué nos harán vivir de esta manera?

—No lo comprendo. Mis padres tampoco lo entendían y ahora, probablemente, estarán muertos. Acaso sea él quien lo entienda. Matar o que te maten.

—Queremos vivir, Rudi, eso es todo. Tú mismo lo has dicho.

—Eso no es suficiente. ¿A dónde iremos? ¿Quién nos quiere?

—Bueno, Rudi… a Palestina: Eretz Israel. El señor y la señora Weiss.

—¿Yo? ¿Recogiendo naranjas?

—Te obligaré a hacerlo. Soy tú mujer. Bésame.

—En efecto, lo eres.

Nos abrazamos. Helena me besaba una y otra vez, en los ojos, la nariz, en las orejas y el cuello.

—Campos de naranjas y cedros. Y aldeas campesinas. Y el mar azul.

—Casi estoy por creerte. No del todo, pero casi.

—Debes creerme.

Me serené. Por un momento, Helena me había hecho olvidar al muchacho que había matado. Se oían risas fuera de la cabaña: judíos con armas. De nuevo quería formar parte de ellos. Resultaba extraño lo breves que habían sido mis dudas, mis temores.

—Salvaste mi vida en Praga —dije—. Te debo un viaje a esa gran patria sionista de la que hablas continuamente.

Un viaje, no. Nuestra vida. Donde no puedan encarcelamos, ni golpearnos o matarnos. O incluso insultarnos.

Hundí la mirada en sus ojos oscuros, ligeramente rasgados.

—Mi pequeña y morena esposa checoslovaca, ¿Recuerdas la primera vez que hicimos el amor en Praga? ¿En aquel helado apartamento?

—No me avergüences, Rudi. Me haces sentirme como… como una mujer de la calle.

Fue hermoso. Lo mejor que jamás hice en mi vida.

—Para mí también, Rudi.

—Cada vez que estamos juntos, casi me hace enloquecer la maravilla de ello. Dos personas tan íntimas e intensamente unidas. No sólo los cuerpos, Helena, sino como si fuésemos una sola persona. No sé… Dios, la Naturaleza, algo que decide que así es como debe ser. De la misma forma que florece una flor.

—Lo sé, amor mío —replicó ella—. Y ése es el motivo de que no muramos. Jamás moriremos.

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín, Junio de 1942.

Hoy, 4 de junio de 1942, ha muerto Heydrich.

Mi jefe, mi héroe, mi ídolo. El hombre más inteligente que jamás haya conocido. Estoy destrozado, inconsolable.

Hace seis días unos terroristas checos lanzaron una bomba debajo de su coche cuando se dirigía a Praga.

Me ofrecí al punto para trasladarme junto a él, en su lecho de muerte, pero Himmler me disuadió. La oficina debería seguir funcionando. Heydrich resultó con la columna vertebral fracturada y su agonía fue terrible.

Corre el rumor de que en su lecho de muerte expresó un profundo arrepentimiento por cuanto había hecho.

Himmler no ha perdido tiempo en castigar a los culpables. En Praga y Brno, han sido ejecutadas mil trescientas personas para vengar al líder caído. Y una aldea llamada Lidice ha sido arrasada, matando o deteniendo a todos sus habitantes. Goebbels, que nunca estuvo íntimamente asociado, con mi difunto jefe, mandó fusilar, en Berlín a ciento cincuenta y dos rehenes judíos. En adelante, el programa de reinstalación de los judíos se le llamará «Operación Reinhard», en memoria suya.

El día en que Heydrich sufrió el atentado, 29 de mayo, Marta y yo tuvimos una penosa escena. En casa, la situación se ha puesto tirante. Sigue mostrándose abnegada, amante, pero siempre está diciendo que no tengo suficiente ambición. Y debo confesar que mi apetito sexual y mis atenciones hacia ella se han reducido. Acaso un psicólogo pudiera explicarlo. Pero he visto demasiados cuerpos desnudos, cuerpos judíos, deleznables, despreciados, sucios, condenados, vivos un instante y muertos y ensangrentados al siguiente, que, de cierta manera extraña, me repugna pensar en el cuerpo, en cualquier cuerpo. ¿Acaso sea más importante el sentido abstracto de la vida, en nuestras mentes y en nuestras almas? ¿No se encontrarían más próximos a una gran verdad los venerables santos y ermitaños que ignoraban sus cuerpos?

Así pues, aquella cálida noche de mayo, antes de recibir las noticias, me encontraba sentado en la cama, fumando, incapaz de dormir, pensando en aquellos cuerpos amontonados, en cómo los judíos caían unos sobre otros en Minsk, Zhitomir, Babi Yar, en cientos de lugares.

Marta se despertó.

—¿Algo anda mal, Erik?

—No, querida. Lamento que el humo te haya molestado.

—No duermes bien. Al menos, desde aquel último viaje al Este.

—No me pasa nada. Sólo un poco cansado. Tú eres quien tienes que cuidarte, cariño. Por los niños.

Descansó la cabeza sobre mi pecho. Uno de sus brazos me rodeaba la cintura. Sentí repulsión, pero no me moví.

—No debes ocultarlo, Marta, desde aquel día en la consulta del médico, fíjate hace ya siete años, supe que estabas enferma. Tú siempre has quitado importancia a tu enfermedad y te admiro por ello. Eres más valerosa que tu marido con su uniforme negro y su «Luger».

—¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¿Con todos los peligrosos trabajos que has llevado a cabo? ¿Con todas las cosas importantes que has hecho para Heydrich?

Le aparté el brazo y, tras sentarme en el borde de la cama, encendí otro cigarrillo.

—Mucho me temo que la guerra esté perdida, Marta. Tal vez ya se perdió el día en que intervinieron los norteamericanos. Su industria y sus tropas acabarán con nosotros. Suministrarán a los rusos y éstos no tendrán misericordia con nosotros.

—No. No lo creo.

—He oído a los jefazos. Ya hablaban de tratos… de enfrentar a Occidente con los soviéticos. Pero no dará resultado.

—Ganaremos la guerra.

—Piénsalo así, si te sientes mejor, cariño —le aconsejó—. Pero veo lo que está ocurriendo.

—No debes hablar nunca de esta manera, Erik.

Está forjada en acero.

—Escúchame, Marta.

Apagué el cigarrillo y me volví hada ella. Y entonces dejé de hablar.

Hacía una semana había visto a los hombres de Nebe meter a empujones en el camión gasificador a una joven judía. Era rubia, de tez blanca, más bella que mi mujer. Se había negado a desnudarse. Los guardianes le arrancaron la ropa, y luego, dándole puntapiés en las nalgas como si fuera un animal, la obligaron a entrar en el camión letal con porras de goma. Por un instante, vi el rostro de aquella mujer en vez del de Marta.

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