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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (36 page)

—¿Estás seguro?

—En 1935, fui sometido a la correspondiente investigación. ¡Santo Cielo, mi general! ¿Cómo es posible que al cabo de siete años de leales servicios pueda surgir algo semejante…?

—Estoy de acuerdo contigo. Por desgracia Himmler ha recibido otra igual. Me temo que va a querer un nuevo informe sobre ti. Antecedentes familiares y todo eso.

—¿Y no le ha dado usted plenas garantías sobre mí?

—Ya sabes lo que ocurre en el servicio. Himmler y yo tenemos nuestras rivalidades. Me temo que tú te encuentras en medio.

—¿Tiene alguna idea de quién ha enviado esa insidiosa nota?

—Podrías elegir entre docenas. Es una forma de atacarme a mí.

Me quedé petrificado.

—Pero usted es el segundo en el mando. Todo el mundo sabe que dirige la SS y la SD, así como el programa de Restablecimiento Judío.

—Precisamente eso es lo que les indispone contra mí. Verás, Erik, yo sé mucho sobre todos ellos, desde el más alto al más bajo. Sé que muchos de ellos son una pandilla de matones y canallas. De utilidad para nosotros, pero no el tipo de individuos que puedan satisfacer a hombres como nosotros. Nosotros somos intelectuales, Erik… intelectuales armados, si así lo prefieres. Pero la mayoría de ellos no son más que una partida de malditos bribones.

En las paredes había fotografías de algunos de nuestros principales líderes, y Heydrich los iba etiquetando a medida que pasaba junto a ellos.

—Goering, un toxicómano y siempre dispuesto al soborno. Tendrías que verlo con su toga romana, perfumado, con las uñas de los pies pintadas y las mejillas con rouge. Rosenberg… una amante judía. Goebbels… escándalo tras escándalo. ¿Himmler? Algo turbio por parte de su mujer. Y luego nos encontramos con dignatarios como Streicher y Kaltenbrunner que son prácticamente delincuentes comunes. Ésa es la razón de que el Führer necesite a su alrededor algunos cerebros, Erik. Gente como nosotros.

—Confío en que jamás llegaré a convertirme en miembro de su galería de canallas —declaré por toda respuesta.

Dirigióse de nuevo a su escritorio, sonrió y dejó caer el papel con las falsas acusaciones.

—¿Por qué habrías de hacerlo? —Y mientras yo me sentía temblar en mi fuero interno añadió—; Dando por descontado de que esta carta sea, como tú aseguras, un montón de embustes.

Me siento intranquilo. Tanto por la campaña de insidias que han desatado contra mí, como por las revelaciones de Heydrich respecto a nuestros líderes, ¿Hasta qué punto es verdad? ¿Y en qué proporción está destinada a asustarme, a demostrarme el amplio radio que alcanzan sus poderes? No logro llegar a una conclusión. —Me digo a mí mismo que todos los grandes hombres tienen sus fallos. Por ejemplo, en los círculos de la SS se cree firmemente que Roosevelt es sifilítico. De ahí su confinamiento en una silla de ruedas. Y todo el mundo sabe que Churchill es un borracho.

Pero lo que me resulta extraño es que Heydrich me hable con tal libertad, con tal burla, de nuestros jefes. En definitiva, tienen poder de vida y muerte sobre millones de seres humanos.

¿Existe alguna vaga, leve posibilidad de que algo no ande bien en algunos de nuestros líderes y en el tipo de guerras que fomenta, en el Gobierno que han formado? Pero, por otra parte, no hay más que ver cómo nos hemos conseguido el respaldo de todos los estratos de la vida alemana… ¡la Iglesia, el mundo de los negocios, las corporaciones, los sindicatos, los educadores! El pueblo alemán, los herederos de Goethe y Beethoven no pueden dar su aprobación a criminales, considerándolos como sus profetas y reyes. Heydrich exageraba, acaso para inspirarme cierto temor. ¿O será tal vez la influencia de su antepasado judío?

Chelmno, Polonia Junio de 1942.

Hoy, 17 de junio, viajé con el coronel Artur Nebe detrás de uno de esos camiones de experimentación. Fue toda una experiencia. En realidad, fue tan intensa que llegué a olvidar la campaña de difamación contra mí.

Nebe y yo circulábamos en un coche del Estado Mayor con chófer por una polvorienta carretera secundaria.

Delante de nosotros, y a cierta distancia, avanzaba trabajosamente un inmenso camión subiendo la pendiente.

Era un vehículo de color verde sucio, totalmente cerrado, sin ventanas, que llevaba un letrero que decía autobús del ghetto.

—La cuesta —comentó Nebe—. Dentro van cerca de cuarenta. Demasiados.

—¿Cuánto tiempo dura el proceso?

—Bueno, varía. Diez, doce minutos. Más tiempo, cuando el camión está tan sobrecargado. La presión del gas puede ser irregular y, a veces, tarda mucho tiempo en acabar con ellos.

—¿Y es éste su método más eficaz?

—Estamos ensayando, Dorf, estamos ensayando.

No me gusta nada. Parece una forma poco efectiva de solucionar nuestro problema. Capitonés y camiones por toda Polonia y Rusia, abriéndose paso entre gruñidos y lamentos por todo el campo. En vez de dejar que el monóxido de carbono contamine la atmósfera, se podría hacerlo circular dentro de un espacio cerrado y utilizado para «reinstalar» a los judíos. En varios campos existen instalaciones permanentes que utilizan el monóxido de carbono procedente de motores diesel, pero también se encuentran en una etapa más o menos experimental. Por ejemplo, a casi todos los judíos de Lublin se les aplicó este tratamiento especial con gases en el campo de Belzec. Otros centros similares están ya preparados para empezar a operar: Treblinka, Auschwitz, Sobibor. Pero hasta ahora no hemos encontrado el método perfecto aunando la rapidez, la eficacia, el aniquilamiento y, si pudiera permitirme la expresión, cierto elemento humano que permita acabar rápidamente con los sufrimientos.

—Habrá que cambiar el diseño de esos camiones —observé.

—No fueron construidos para este tipo de cosas —alegó Nebe.

De nuevo el camión comenzó a jadear, casi deteniéndose al poner el conductor la primera marcha.

—¿Cómo es por dentro? —inquirí.

—Bueno, arañan y rascan continuamente. A veces puede oírse cómo golpean en los costados.

Agucé el oído mientras escuchaba.

—Ahora no. El motor del camión hace demasiado ruido.

Al cabo de otros cinco minutos de rodar por la polvorienta carretera —la pendiente era menos pronunciada, por lo cual el conductor pudo hacer un mejor tiempo—, el camión giró en dirección a un campo, luego a un denso bosquecillo. Me llegó al olfato un hedor familiar: el de cuerpos corruptos. Las moscas proliferaban por doquier.

Nebe consultó su reloj.

—No está mal. Media hora desde el campo de Chelmno. Indudablemente, estarán todos acabados.

Hice un ademán negativo con la cabeza.

—No es ésa nuestra idea. Quemaremos motores de camión a través de toda Polonia. Demasiado costoso y laborioso.

Nebe se mostró de acuerdo conmigo.

—Sí, se necesitan nuevos métodos. El coronel Blobel, el coronel Ohlendorf y yo tratamos con frecuencia sobre este asunto.

—¿De veras? ¿Y de qué más tratan en esas reuniones?

—De muchas cosas.

—¿Acaso se dedican a escribir cartas anónimas a Himmler y Heydrich con referencia a algunos de sus colegas?

—No sé de qué me habla, comandante.

—¿No lo sabe?

No quería seguir con aquella conversación. En consecuencia, me hizo un ademán para que le siguiera hasta el camión, donde el conductor y otro hombre de la SS, ayudados por algunos obreros polacos, estaban sacando cuerpos desnudos de la parte trasera del camión. Nos cubrimos el rostro con pañuelos. El olor a heces y sangre era realmente insoportable. Los cuerpos ofrecían un aspecto grotesco, sucios de marrón y rojo, con los ojos desorbitados, las bocas en un rictus retorcido, como si hubieran muerto en prolongada agonía.

Dé repente, pude ver que el sargento sacaba de debajo de un cuerpo una forma pequeña. Luego, empujando, sacó otra. Eran niños, tal vez de seis o siete años. Uno de ellos era un chiquillo con la extraña cabeza afeitada y rizadas patillas, semejante a los que yo había visto entre los judíos ortodoxos en el Este. Estaban vivos, se arrastraban, emitían sonidos sordos.

El sargento los mató rápidamente de un disparo en la nuca.

Se acercó al coronel Nebe y le saludó.

—Todos muertos, mi coronel, excepto los dos niños. Algunas veces los protegen las madres.

Volvimos junto al automóvil del Estado Mayor.

—Mal asunto —comentó—. Muy malo.

—Sí, uno llega a conmoverse, aunque se trate de judíos. Algunos de los hombres no pueden resistirlo.

Miré con desprecio a Nebe. Había ordenado la matanza de centenares de miles. Con toda seguridad, aquéllas eran las lágrimas de cocodrilo que jamás nadie haya vertido. Duro y frío como mis amos, había suprimido en mí todo instinto de piedad. Me había resultado relativamente fácil dar de lado la humanidad de aquellos de quienes librábamos al mundo. Se puede llegar a realizar milagros con la voluntad.

—No es eso a lo que me refiero —le aclaré—. Resulta absolutamente ineficaz y ruinoso.

RELATO DE RUDI WEISS

En Theresienstadt, Karl se había introducido dentro de un círculo de artistas que trabajaban en secreto con enormes riesgos para ellos y sus familias, con el fin de dejar un testimonio verídico del campo.

Se unió a Frey, Felsher y los demás artistas con vigor y toda su habilidad artística. Ya no recibía noticia alguna de Inga y, por su parte, pretendía que no le importaba.

María Kalova, una de las artistas, le recordaba iracunda ante otro «equipo de inspección» que visitaba el campo, mostrándose de acuerdo en que los judíos no tenían realmente motivo de queja.

—Otra inspección de la Cruz Roja —anunció María.

Karl rió con amargura.

—Han logrado engañar al mundo. O, tal vez, maldito lo que le importa al mundo. Lo que no alcanzo a comprender es que a nadie se le ocurra preguntar qué derecho tienen para encarcelarnos. Parece predominar la opinión de que está bien que se encarcele a los judíos y se les trate como a perros, siempre que no se les asesine.

Frey se acercó al ventanal del estudio.

—No estoy tan seguro de que no estemos siendo asesinados. Y no me estoy refiriendo a quienes mueren aquí a causa de enfermedad y hambre o a las ejecuciones como represalia.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Karl.

—Asesinato sistemático. Grandes grupos de gente. Un policía checo me dijo algo sobre trenes que se envían a Polonia… historias respecto a nuevos campos.

Volvieron a sus tableros de dibujo.

Karl estaba trabajando en un gran cartel. Rostros felices. Gente trabajando. Podía leerse; trabaja, obedece, muéstrate AGRADECIDO. De súbito, tirando el pincel, dejó caer la cabeza entre las manos.

María trató de consolarle.

—No te recrimino. Todos nos sentimos así algunas veces.

—¿Por qué han llegado a dominar como lo han hecho? ¿Acaso nadie les ha dicho no jamás? —Levantó la vista—. ¿Te he hablado alguna vez de mi hermano pequeño, de Rudi?

—No, sólo de tus padres y de tu hermana pequeña. —Tras un instante de vacilación añadió—: Y sobre Inga.

—Rudi… huyó. Era más valiente que cualquiera de nosotros o tal vez algo loco. Ahora ya estará muerto o quizás haya matado a algunos de ellos. Tenía cuatro años menos que yo, pero solía defenderme en las peleas callejeras. Pienso mucho en él.

—Parece que has tenido una familia maravillosa. Me gustaría haberlos conocido.

—Jamás volveré a verlos. Y en cuanto a Inga, ¡maldita sea! No quiero volver a verla nunca.

María le cogió la mano. Era una mujer que había cumplido largamente los cuarenta, aún atractiva y de naturaleza compasiva. Su marido había sido líder de la comunidad judía de Bratislava. Se lo llevaron y lo fusilaron el primer día de la ocupación alemana. (Ahora ella vive en Ramat Gan, cerca de Tel Aviv, y es directora de una escuela de arte. Nos hemos hechos buenos amigos).

—No debes condenarla tan sólo porque sea alemana, cristiana, Karl.

—No es ése el motivo. Me enviaba cartas cuando estaba en Buchenwald y recibía las mías. Aquel sargento de la SS que conociera antes de la guerra… un amigo de la familia. Era quien nos servía de correo.

—Eso no es un crimen.

—Cobraba un precio por sus servicios. Y ella le pagaba.

—Lo hacía por ti, Karl. Para poder saber de ti, para escribirte. Por lo que me cuentas, ésa era su única razón.

Karl se reclinó hacia atrás suspirando.

—Lo malo del caso es que ella siempre fue más fuerte que yo, María. Yo quería que ella fuese más fuerte.

Para luego doblegarse ante ese canalla de Muller… —No eres tan débil como crees —dijo María Kalova—

Eres un artista soberbio.

—Un baldado. Un pintamonas. Constituí una decepción para mis padres, en especial para papá. Los dos, Rudi y yo. Jamás respondimos a lo que ellos esperaban.

—Estoy segura de que te querían mucho. Igual que Inga aún te ama.

—Debía haberse negado a Muller.

—No debes odiarla por eso. Cuando la vuelvas a ver, y estoy segura de que la verás, debes decirle que la has perdonado.

Karl no quería sentirse reconfortado.

—Ya oíste lo que decía Frey. Todos moriremos. No habrá reencuentros felices.

—Debes tener más esperanzas.

Karl alzó el cartel que estaba terminando. Debajo había unos apuntes al carboncillo, uno de los dibujos secretos que hacían los artistas, historias pictóricas de las aterradoras condiciones en los campos, de la bestial falta de humanidad de los alemanes.

Se llamaba «Rostros de ghetto», y representaba una masa de niños hambrientos, de ojos hundidos, alargando sus escudillas, suplicando que les dieran más comida. Era un dibujo atormentador, aterrador. Lo vi en Theresienstadt, cuando fui allí después de la guerra.

—Ten cuidado, Weiss —le advirtió Frey.

—Me da igual que me descubran.

—No se trata sólo de ti —alegó Frey—. Algunos de nosotros estamos complicados. Cuando te uniste a nosotros, estuviste de acuerdo en mantener ocultos esos trabajos y hacerlos sólo de noche.

Mi hermano se quedó mirando los rostros que había dibujado. María jura haberle escuchado preguntar, a nadie en particular:

Rudi… ¿dónde estás, hermano?

Para julio de 1942, disponíamos de suficientes armas para empezar con las incursiones contra nuestro enemigo. O, más bien, nuestros enemigos. Por gran parte de Ucrania patrullaba la milicia local. Vestían el mismo uniforme que los de la SS, con una insignia especial, y colaboraban enérgicamente en el asesinato y tortura de judíos o de cualquiera que los nazis consideraran que representara una amenaza para su dominio en la Unión Soviética.

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