Holocausto (31 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Kovel se levantó.

—Al parecer, soy incapaz de hacerles comprender que el genocidio de los judíos ocupa el centro de su plan.

Les importa menos perder terreno aquí o allá, cualquier invasión, guerra en dos frentes, que matar judíos. Ése es su principal objetivo.

—¡Tonterías! —exclamó Kohn—. Ni siquiera Hitler puede ser hasta tal punto lunático.

La discusión prosiguió durante algún tiempo. Kohn perdió la votación. Mi padre y mi tío se alinearon con los que abogaban por la resistencia.

Mi madre había estado escuchando en la pequeña habitación contigua. Al término de la discusión entró, con su aspecto de gran dama y elegancia a pesar de su vestido viejo, excusándose por su alborotado pelo, y entregó a mi padre el dinero que en su día cosiera en el forro del abrigo.

—¡Ah! —dijo mi padre—. Para los niños…

—No, Josef. Para comprar armas.

En enero de 1942, Muller cumplió al fin con su palabra. Hizo que trasladaran a Karl al estudio de los artistas en Buchenwald, un lugar privilegiado para trabajar, ya que permanecía siempre en el interior, estaba caliente y los artistas formaban un grupo más bien privilegiado.

Y lo que les permitía disfrutar de esa posición era la vanidad de los hombres de la SS a quienes les gustaba que les pintaran sus retratos y aún más, que les dibujaran con brillantes colores sus supuestos árboles familiares, intrincados diagramas genealógicos.

En el estudio, Karl había entablado amistad con un artista pequeño y frágil, procedente de Karlsruhe, llamado Otto Felsher. Anteriormente, Felsher había sido un renombrado retratista y, por ello, se había convertido en el favorito de los guardias, pese a que, al igual que Karl, le habían golpeado y hecho pasar hambre antes de decidirse a recurrir a sus dotes artísticas.

Pero la realidad era que, pese a que recibían mejor trato, Karl y Felsher detestaban el trabajo que se les había asignado.

—¿Y cómo va el árbol genealógico de Muller, Weiss? —solía preguntar Felsher.

—Una mentira tras otra. ¡Qué forma tienen de prostituirnos!

—Es una manera de sobrevivir.

Karl se queda mirando el árbol genealógico, multicolor e intrincado que estaba dibujando para Muller.

—El bastardo me ha hecho pintarle a Carlomagno y Federico el Grande.

Felsher se echó a reír.

—Tienen envidia porque nosotros nos remontamos hasta Abraham.

—Bueno. Para lo que nos ha servido… El sargento Muller les visitaba diariamente para ver los progresos que hacían en el trabajo.

—Formidable, Weiss, formidable. Y no te olvides de los dos Cruzados.

—Aquí están —dijo mi hermano.

El rostro de Muller resplandeció.

—Cuando todo esto haya terminado, tal vez tú y yo podamos ser amigos. ¿Quién sabe? Con Estados Unidos interviniendo en la guerra, quizá, necesite de un judío para que diga cosas agradables de mí.

—No cuente conmigo, Muller.

El hombre de la SS sacó una carta de un bolsillo de su guerrera.

—¿Después de todo lo que he hecho por ti? Tu mujer estuvo ayer aquí. La carta mensual de la rubia Inga.

—No la quiero.

—Claro que sí, Weiss.

—Hiciste que pagara el precio usual, ¿no?

Muller se encogió de hombros.

—Llegó sin franqueo. Sí, tuvo que pagar. Puede permitírselo.

—Aléjate de mí. No quiero volver a oír hablar de ella. Díselo… no quiero más cartas, nada más de ella. Y yo tampoco le escribiré.

Muller sacó la carta y la metió a la fuerza en el bolsillo del traje a rayas de presidiario de Karl.

—No volverá más por aquí; así que eso ya no tiene importancia. Os van a trasladar. A ti y a Felsher. Nos han pedido un par de los mejores artistas.

—¿Trasladados?

—Bueno, tenéis fama. El estudio de Buchenwald es famoso. Os necesitan y también a algunos de nuestros hábiles trabajadores, para un nuevo campo en Checoslovaquia: Therensienstadt. El ghetto paradisíaco.

Reservado para los judíos con mayores merecimientos. Un lugar de vacaciones.

Muller les guiñó un ojo, suspiró como si fuera a terminarse una vieja amistad.

—Echaré en falta hacer de correo para ti, Weiss. Pero creo que tendré que buscar la forma de poder ir a Berlín con permiso más frecuentemente.

En los campamentos, Karl había adquirido una mayor dureza, se había hecho más correoso, pese a la espantosa dieta y las lamentables condiciones. Ahora mostraba cierta audacia, de la que había carecido en su juventud.

Al alejarse Muller, mi hermano se abalanzó hacia él.

—No lo hagas, Weiss —le aconsejó Felsher—. No merece la pena.

—¡Ese hijo de puta! Ha utilizado a mi mujer como un hombre usa una sierra o una brocha de pintar… —

—¡Mándale al infierno! —exclamó Felsher.

Karl estrujó la carta y la tiró al suelo. Permaneció sentado, silencioso, ante la mesa de dibujo, con la mirada fija en el falso árbol genealógico. Felsher recogió la carta del suelo y se la entregó.

—Escucha, muchacho —le dijo—. Hoy día, ya nada es lo que parece. Vamos, leéla. Sé tolerante.

Karl asintió. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Abrió la carta (por la cual Inga había pagado a Muller el precio habitual), y la leyó:

Mi muy amado Karl, mi queridísimo esposo:

Te echo tanto de menos. Cada día más. Al menos, ahora podemos comunicamos y eso es bueno, pero me hace sentir aún más la nostalgia de ti. Debemos conservar la esperanza. He acudido a varias oficinas del Gobierno, pero dicen que no puede volver a abrirse tu caso. He encontrado otro puesto de trabajo que parece algo mejor, como secretaria del jefe de una pequeña fábrica que produce maquinaria agrícola. Es extraño. Hace ya varios años que estamos en guerra, y, sin embargo, las fábricas y las corporaciones particulares no parecen sufrir lo más mínimo. Nuestros sueldos son altos; hay suficiente comida. Aparte de los hombres que se encuentran en el frente, la población civil vive bastante bien. La gente parece algo inquieta de que Norteamérica haya entrado en la guerra, pero confían en que Rusia se derrumbe antes de que llegue su ayuda; e Inglaterra se rendirá. A propósito, mi jefe sabe que tengo a mi esposo en prisión, pero está dispuesto a hacer caso omiso de ello —al parecer, figuro en alguna lista como una «deshonra de la raza»—, ya que, según dice, soy la secretaria más trabajadora y que menos se queja de todas cuantas ha tenido. (No te preocupes, cariño. Es gordo y viejo. Además, es un devoto luterano). Quisiera tener más noticias de tu familia. De Rudi, ni una palabra. Se ha esfumado. Milagrosamente hace una semana llegó una vieja carta de tu madre desde Varsovia. Parece que los dos se encuentran bien y que ambos trabajan. Tu madre dice que la vida no es fácil, pero sí soportable. Jamás debemos perder la esperanza, cariño. Para que estas cartas te lleguen he tenido que hacer cosas y confío en que comprenderás…

Karl alisó con cariño la carta y, doblándola, volvió a metérsela en el bolsillo de la camisa.

Durante un tiempo, ni él ni Felsher pronunciaron ni una palabra. Al fin, Felsher dijo:

—He oído hablar de ese Theresienstadt, Weiss. Se supone que es un campo modelo, una auténtica ciudad para judíos. Acaso tengamos suerte. Tal vez permitan, incluso, que tu mujer vaya a verte. Yo, como no tengo familia, lo mismo me da un lugar que otro.

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín Enero de 1942.

Unas palabras de introducción antes de que me ocupe de esta entrada en el Diario, relativa a la Conferencia Gross-Wannsee, del 20 de enero.

Hace algunos meses, Heydrich dejó escapar una información de gran importancia. En algún momento del verano de 1941, cuando nuestro Einsatzgruppen se dedicaba a limpiar Rusia, el Reichsführer Himmler convocó a su despacho a un hombre llamado Rudolph Hoess, jefe de un campo de relativa importancia en Auschwitz, Polonia, y le dijo: «El Führer ha ordenado que se dé una solución definitiva a la cuestión judía».

Himmler volvió a subrayarlo aproximadamente un mes después durante una alocución que hiciera a Blobel, Ohlendorf y los otros (yo no me encontraba presente), durante la cual les aseguró que ellos no «tendrían responsabilidad personal alguna por la ejecución de la orden y que la responsabilidad correspondía absolutamente al Führer».

Menciono esta alocución porque tengo la extraña sensación, llamémosla intuición, de que si algo va mal… Dios no lo quiera, si perdemos la guerra o nuestra diplomacia no logra desunir a los Aliados y éstos siguen luchando y descubren los campos, si se desentierran los cuerpos… algunos supuestos historiadores tratarán de culparnos a nosotros. Y por nosotros, me refiero a los más decididos, a los consagrados hombres de la SS, los Himmler y los Heydrich y… por qué no, los Dorf.

Al Führer se le calificará, simplemente, como «otro de esos políticos alemanes» ignorante de todos los horrores.

Y lo curioso es que, mientras de forma astuta jamás utiliza palabras tales como «asesinato» o «exterminio», el Führer ha hecho constar, con claridad meridiana, tanto de palabra como por escrito, lo que quiere que se haga con los judíos. Incluso llego a tener la descabellada sensación que la negación de la tierra a los judíos es su objetivo primordial y supera en mucho al sometimiento de los eslavos, el castigo a Francia y hasta el mundo dominado por Alemania. Admito que es una idea más bien estúpida, pero el énfasis que concede a nuestro trabajo, los privilegios de que gozamos y la facilidad con que Himmler obtiene cuanto desea me ha llevado hasta esa peculiar conclusión.

Seguramente, Hitler no tiene consciencia de cada uno de los judíos contra los que disparamos o a los que colgamos; incluso es posible que no conozca las estadísticas exactas de la reducción de los ghettos rusos. Pero lo sabe, lo sabe. Ha dicho demasiadas veces que nada sucede sin que él lo sepa. Y, sin embargo, estoy seguro que en los próximos años se culpará a personajes de menos importancia como los principales responsables de este tétrico trabajo y algunos escolares tratarán de apartar de él la culpa.

Los ayudantes más cercanos a Hitler también saben lo que está ocurriendo. El año pasado, semanas antes de la invasión de Rusia, Goering escribía a Heydrich asignándole la tarea «de llegar a una solución lo más ventajosa posible sobre el problema judío». No creo que esto significara que los instalara en granjas y aldeas.

Goering quiere un informe completo «sobre el conjunto de planes relativos a las medidas de organización, reales y materiales necesarias para alcanzar la deseada solución del asunto judío».

(Otro apartado: Durante años, muchos judíos influyentes han considerado a Goering como posible mediador para ellos, un tipo que es «blando» en lo que se refiere a medidas antisemíticas y capaz de impedir que Himmler y otros intransigentes raciales lleven hasta el extremo tal política. ¡Menuda sorpresa se llevarían si leyeran sus comunicados a Heydrich!). Naturalmente, jamás existió la menor duda en la mente de nadie sobre lo que significa la «solución definitiva», aunque rara vez hablamos de ello. Sólo los locos como Hans Frank parlotean de cómo van a aniquilar a los judíos, como si fueran piojos. Pero, por nuestra parte, hemos reducido sus áreas de responsabilidad a Polonia, de manera que ahora sólo es un figurón, una marioneta de la SS. En la actualidad, nos ocuparemos nosotros y cumplimentaremos los deseos del Führer de manera tan callada y eficiente como sea posible.

De cualquier forma, los acontecimientos descritos anteriormente y otros hechos interesantes, tales como la construcción de determinados campos secretos en Chelmno y Belzec, Polonia, donde se estaban ensayando unos sistemas nuevos y únicos para solucionar el problema judío, condujeron a la reunión en Gross-Wannsee, el 20 de enero.

Además de Heydrich y de mí, se encontraban presentes en la reunión trece hombres. Se celebraba en las oficinas de la RSHA —Oficina Central de Seguridad del Reich—, cuyo jefe es Heydrich y que se ocupa directamente de los asuntos judíos en el suburbio berlinés de Gross-Wannsee.

Lo que me llamó la atención, a medida que los hombres iban reuniéndose y charlaban de cosas triviales, es que no sólo se encontraban presentes altos jefes de la Policía y la SS alemanas, sino también cinco subsecretarios civiles. Ningún sector del Gobierno alemán civil, político o militar, debería quedar excluido de nuestros planes. (Mientras observaba a aquellos individuos civiles me preguntaba qué excusas tendrían ya preparadas en sus ágiles cerebros si, llegado un día, les hicieran preguntas). Eichmann estaba presente. Para entonces, éramos ya bastante buenos amigos. Mis tensas relaciones con algunos de los jefes de Einsatzgruppen, de manera especial con el patán de Blobel y el astuto de Artur Mebe, me predisponían cada vez más a buscar el respaldo de Eichmann, ya que siempre le había considerado racional, amable y con una mente abierta.

—Bien, bien, Dorf —dijo una vez que me hubo preguntado por Marta y los chicos—. Se avecinan nuevos acontecimientos. Ese asunto de Auschwitz.

—Algo he oído.

—He estado allí recientemente. Himmler ha dado luz verde a Hoess. Estoy tratando de coordinar horarios de trenes y todo eso con Hoess.

—¿Y por qué en Auschwitz?

—Bueno, cuenta con una excelente red ferroviaria. Mucho espacio para garantizar el aislamiento. Y por allí, judíos a montones. Polonia constituye nuestro auténtico problema. Todos esos nuevos emplazamientos —Chelmno, Belzec, Sobidor— estarán en Polonia. —Inclinándose hacia mí, susurró—: El Führer no quiere que el santo suelo de Alemania se contamine con sangre judía, ¿comprende?

—Perfectamente.

Quedé sorprendido ante mi fría reacción frente a aquella información. Al ser la SS, incluida la RSHA, un auténtico laberinto de competidores, ya que a veces Himmler da un rodeo para evitar a Heydrich o le mantiene ignorante, y aunque tenía conocimiento de aquellos nuevos campos, no estaba completamente seguro de lo que estaba ocurriendo. Mi principal zona de responsabilidad seguía siendo la campaña rusa.

Hans Frank me vio al entrar en el salón de conferencias y, cogiéndome del brazo, me alejó de Eichmann.

—He oído que hay nuevos campos. No te hagas el tonto, Dorf. Trata de olfatear un poco de gas, de saborearlo.

Le aparté la mano y escuché que farfullaba a uno de sus ayudantes:

—¡Vaya reunión! Heydrich, semijudío, y Dorf, un leguleyo berlinés.

Comenzó la conferencia.

Heydrich hizo patente a todos los reunidos, muy en especial a los civiles entre los que se encontraban personalidades, tales como los subsecretarios de Asuntos Exteriores y del Ministerio del Interior, que él, Reinhard Heydrich, era el instrumento elegido por el Führer para «la solución final de la cuestión judía».

Other books

Ruined by Amy Tintera
Fake Out by Rich Wallace
February by Gabrielle Lord
The Undead Kama Sutra by Mario Acevedo
92 Pacific Boulevard by Debbie Macomber
Shapeshifters by Amelia Atwater-Rhodes
Identical by Ellen Hopkins
Skeletons in the Closet by Hart, Jennifer L.