Holocausto (28 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Seguramente, el Ejército Rojo habrá dejado atrás sus espías para que desaten esta oleada destructiva.

Blobel y yo nos detestamos mutuamente, sobre todo desde la escena de pocos días antes, cuando él me humilló haciéndome disparar contra una mujer. Y el hecho es —lo he averiguado poco después— que él no aprieta nunca el gatillo, simplemente da la orden. Sea como fuere, el desastre que nos ha sorprendido en Kiev me ofrece la oportunidad de hacérselo pagar.

—Su inteligencia deja mucho que desear —le dije, mientras él corría alocado de un teléfono a otro recibiendo partes sobre más muertes y más devastación en el capital de Ucrania.

—¡Claro! —bramó—. Estamos tan ocupados fusilando judíos que no nos queda nadie disponible para vigilar al Ejército Rojo.

—Se supone que usted debe hacer ambas cosas.

El estampó el auricular en su horquilla.

—¡Sí! ¡Y ya le veo chivándose de mí a Heydricht y a Himmler! ¡Ese borracho bastardo, Blobel, con sus desgalichadas operaciones…! Bien, ¿por qué ignoraba usted que el Ejército Rojo había minado la ciudad? ¿Cómo creen ellos que nos pasamos el día? ¿Bebiendo vodka y jodiendó a bailarinas?

Las explosiones dieron fin, pero una espesa niebla compuesta de polvo y yeso pulverizado se cernió sobre la demolida ciudad. Miré por la ventana: varias encuadras de la SS iban acorralando a la gente… cualquier transeúnte perdido por la calle. Entretanto, el Ejército ruso se disolvía; quienes no habían sido hechos prisioneros huían hacia el Este. Me consuelo diciendo que han defendido Kiev de forma lamentable, se les ha superado en todos los órdenes, potencia de fuego y habilidad estratégica. Según se rumorea, el «gran Stalin» sufre una tremenda depresión, no tiene siquiera ánimos para leer los partes del frente, y está a punto de rendirse.

Entonces se me ocurrió una idea.

—Escuche, Blobel —dije—, me toma usted por un enemigo, pero no lo soy. Aún podemos salvar algo de este naufragio.

—¿Cómo? ¿Cobrando el seguro del «Hotel Continental»? El sarcasmo de Blobel me incomodó. Ahora tengo la absoluta convicción de que mi inteligencia es superior a la suya. Por tanto, podré doblegarle y hacerle aceptar mis decisiones, aunque él tenga superior graduación.

—Ninguno de nosotros dos ofrecerá una imagen airosa cuando se archive este informe —dije—. ¿Por qué no achacamos esta catástrofe a los judíos en vez de intentar justificar nuestra imprevisión respecto a los campos de minas montados por el Ejército Rojo?

¿Esos ancianos barbudos? ¿Esos chicos con patillas rizosas? ¿Esas mujeres sucias?

¿Una gente semejante va a minar una ciudad y casi destruirla? Blobel eructó y se desabrochó el cuello.

Le expliqué pacientemente que las falsedades al servicio de una verdad suprema, las declaraciones y acciones extremas en persecución de un grandioso objetivo, tienen absoluta validez. Los judíos son medio y fin a un tiempo. Se lo repetí hasta la saciedad. Berlín aceptaría nuestra interpretación en todos los niveles. No necesitaríamos aducir más pretextos para matarlos; pero el imputarles la destrucción de Kiev causaría un impacto emocional y estratégico, y parecería plausible a todo el mundo. Por añadidura, nos valdría el apoyo incondicional de grandes sectores de la población ucraniana, y paliaría cualquier posible crítica del exterior… si corriese algún rumor sobre los Einsatzgruppen.

Recordé a Blobel su sardónico comentario: si uno mata diez judíos, le costará menos liquidar ciento, y, menos todavía, mil.

Acto seguido, mi interlocutor cogió el teléfono y ordenó una nueva redada.

RELATO DE RUDI WEISS.

A pocos kilómetros de Kiev —esto sucedía el 29 de setiembre de 1941— se nos ordenó bajar de los camiones y carromatos para proseguir la marcha a pie.

Hacía mucho calor. Nos asfixiaban las amarillentas polvaredas. Se disparaba contra los que tropezaban y caían. Los centinelas les volaban la cabeza con pistolas o fusiles. Helena empezaba a temblar. Yo la atraía hacia mí, intentando contener un ataque de histerismo.

Más adelante, Helena entabló conversación con un hombre que marchaba delante de nosotros en la columna: iba bien vestido, parecía educado y decía ser maestro de escuela. Ya no recuerdo su nombre… un tal Liberman o Liebowitz.

—Nos llevan a un campo de trabajo, según he oído decir a un guardia —informó casi alegremente—. No puede ser demasiado malo. Por lo menos nos alimentarán.

—Sí —terció una mujer—. Dicen que lo hacen por nuestro propio bien, para protegernos de los ucranianos.

—¿Dónde está ese campo? —preguntó Helena—. ¿Está muy lejos de aquí?

—¡Bah, no mucho! —repuso el maestro—. Algo más allá del cementerio judío. Un lugar llamado Babi Yar.

Helena se volvió hacia mí.

—Extraño nombre. Babí Yar… Significa Barranco de la Abuela.

Yo le susurré:

—El lugar adonde nos encaminamos no es ningún campo de trabajo. Ellos quieren desquitarse de lo sucedido en Kiev. No creo ya nada de lo que nos digan. Vamos a huir tan pronto como se nos ofrezca la ocasión.

—No… Rudi…

—Te arrastraré por el pelo.

Miré a los pobres judíos de Kiev…, los viejos, los débiles, los ortodoxos, parejas jóvenes, mujeres con niños en brazos. Ellos lo creían; algo dentro de sí les impulsaba a creer. Pero ¿acaso habíamos sido más listos nosotros en Alemania, tan orgullosos de ser alemanes, tan modernos y refinados?

Un convoy motorizado del Ejército alemán nos adelantó rugiendo…, vehículos de mando, camiones, motocicletas. Vi en la trasera de cada vehículo ametralladoras con sus cañones apuntado y cajas de munición a montones.

La columna mecanizada levantó una densa polvareda, una nube ponzoñosa, sofocante, pues la calzada estaba reseca y no pisábamos tierra, sino un polvillo amarillento y fino como ceniza. Apenas se levantó aquel polvo cegador envolviendo nuestras filas, haciendo toser y escupir a los centinelas SS, quienes se cubrieron el rostro con sus bufandas, agarré del brazo a Helena y la arrastré fuera de la carretera. Rodamos por el declive hasta una acequia. Allí esperé unos instantes. Pasó, atronador, un segundo convoy. De nuevo la columna caminante quedó envuelta en una nube de tierra polvorienta. Aproveché esa oportunidad y tirando de Helena de la manga, corrimos agachados hasta un bosquecillo de arces y robles. La hierba silvestre, alta y espesa, nos ocultó. Pronto perdimos de vista la columna, que entretanto se había incrementado y casi parecía extenderse hasta Kiev.

Descansamos debajo de un saliente rocoso. Helena se acurrucó entre mis brazos y lloró quedamente. ¡Era tan pequeña, tan valiente y tenía ya tantos lazos conmigo! Muchas veces me he preguntado cómo podía ser posible que una criatura tan joven y frágil tuviera tanto temperamento, pudiera ser tan amorosa y ardiente. Sus antecedentes eran modestos. Hija de un tendero, sionistas patéticos, judíos corrientes de Praga. Pero su casta innata —cuyo origen no me explico— le hacía expresar su amor y una profundidad de sentimientos que me recordaban en muchos aspectos a Anna, la hermana perdida.

—Algún día me casaré contigo —dije.

—¡No me tomes el pelo, Rudi!

—Lo digo en serio. Pero ahora levántate, chiquita. Antes del matrimonio debemos seguir jugando al escondite.

DIARIO DE ERIK DORF.

Kiev Setiembre de 1941.

Extraordinaria cooperación la de los judíos cuando les ordenamos preparar una maleta, llevar alimento para una jornada, concentrarse en ciertos puntos de la ciudad y estar dispuestos al traslado hacia campos de trabajo.

Esta mañana he ido con el coronel Blobel y sus ayudantes a Babi Yar para comprobar cómo marcha la operación. Desde luego, se ha hecho correr ya la voz por toda Kiev de que los judíos han volado la ciudad.

Evidentemente, el Ejército Rojo se muestra conforme con esta historia. Y la población civil ucraniana parece casi gozosa. Por lo pronto, se han incorporado numerosas escuadras a nuestras filas como auxiliares de los SS.

Inspeccionamos con prismáticos el barranco a nuestros pies el lugar denominado Babi Yar. Blobel se rió y dijo:

—Un poco más allá está el cementerio judío de Kiev. Muy adecuado, ¿no le parece, Dorf?

—Así lo supongo. Desde luego, todos los informes deben referirse a ello como una reinstalación.

—Justamente no que se les dice y lo que creen. Campos de trabajo. Para su propia protección. Los rabinos y otros líderes les han hecho ver la necesidad de obedecer.

—Es asombroso su sentido de cooperación —comenté.

—Son infrahumanos. Descendientes de otra rama de la raza humana. Himmler lo demuestra cada día. ¿Sabe usted que nuestro querido Reichsführer colecciona cráneos judíos y se pasa las horas muertas tomando medidas para compararlos con los cráneos arios? Mientras hablábamos, observé más allá del arenoso barranco una inmensa concentración de judíos, un verdadero mar. Y moviéndose con admirable orden.

—¡Dios mío! —exclamó Blobel—. Esperábamos recibir a seis mil más o menos y se han presentado treinta mil.

Era realmente fantástico.

—Quizá piensen que el destino reservado para ellos, sea cual fuere, es la expiación —dijo Blobel gesticulando irónico—. Kiev está ardiendo todavía por culpa de esas malditas explosiones judías.

Cubriéndome los ojos con una mano, vi miles de personas, unas bullentes, otras estáticas, en ordenadas filas, otras descendiendo de camiones y carromatos. Literalmente un lago, un mar interior de judíos. Se inició el desnudamiento. Aquello causó un extraño efecto: en las zonas delanteras, próximas al barranco, los cuerpos semejaron un amasijo formidable de carne blanquecina y sonrosada, mientras que, en la retaguardia, los judíos fueron una masa pardusca donde sólo destacaban los rostros pálidos para darles cierta apariencia de humanidad.

Entretanto, me había revestido de un caparazón, por decirlo así, de una armadura para cubrir cualquier compasión o piedad que me restara. El recordar las palabras de Heydrich no representa ya un gran esfuerzo para mí; Éstos son los enemigos mortales de Alemania en cualquier sentido imaginable.

Pregunté a Blobel sobre los periodistas extranjeros.

—Mantenidos al margen. Ahora mismo se les está mostrando los daños causados por bombas e incendios en Kiev.

—Bien. ¿Y los ucranianos?

—Se les ha prohibido pasar por aquí, salvo los que nos ayudan en esta acción. De todas formas, los judíos les importan una mierda.

Los primeros grupos de judíos desnudos fueron conducidos hasta el borde del barranco. Se les hizo arrodillarse allí. Un hombre alzó ambas manos sobre la cabeza, no sé si para rezar o suplicar. Allí se aplicó una nueva técnica, quizá con objeto de ahorrar munición. Se liquidó a los judíos, uno por uno, mediante un tiro en la nuca. Militantes SS armados con pistolas caminaron, simplemente, a lo largo de las filas y los fueron despachando.

—Inquirí. —Estoy haciendo un experimento. Si requiere demasiado tiempo, volveremos a las ametralladoras, Se golpeó una bota con la fusta.

—Esto resulta ya tedioso, Dorf. Marchémonos. Durará varios días. Daré orden de alejar a los judíos que esperan su turno, para evitar el pánico. También quiero poner a prueba el sistema empleado por Ohlendorf. Él lo llama «método sardina».

—¿Sardina?

—Sí. Una primera fila de judíos se tienden sobre el fondo de la fosa, bien apretados. ¡Pum, pum! Muertos. El siguiente grupo se coloca sobre ellos en sentido contrario, es decir las cabezas sobre los pies de los muertos.

¡Pum, pum! Listos. Y así sucesivamente hasta llenar la fosa.

Nos alejamos del barranco mientras aumentaban los disparos junto con los lamentos y alaridos. Sin embargo, pareció reinar un curioso silencio sobre aquel escenario.

Varios centinelas estaban apostados en la cercana carretera donde nos esperaban nuestros coches.

Ante esa barrera había un hombre alto, vestido de paisano, evidentemente alemán, que estaba mostrando su documentación a un cabo SS y exigiendo que se le permitiera entrar en el área.

—Trabajo a las órdenes directas del mariscal Von Brauchitsch —dijo el hombre encolerizado—. Aquí están mis documentos. Y aquí su carta.

—Lo siento, señor, pero no se permite el paso por este punto.

El hombre levantó la cabeza con decepción e ira y entonces vi que era mi tío Kurt.

—Los equipos que construyen carreteras en esta zona están a mi cargo —declaró—. Hoy se tenía que inspeccionar ese barranco.

—Lo siento, señor. Zona de seguridad.

Caminé hacia Kurt y le dije:

—Tiene razón, tío Kurt. La zona está acordonada.

Kurt me miro atónito y luego sonrió. Nos dimos un fuerte abrazo. Me alegró sinceramente este encuentro casual. Pues uno añora siempre el hogar y la familia. Por lo general, me tropiezo con Kurt una vez al año, pero es un pariente bueno y leal; estaba muy unido a mi pobre padre.

—¡Erik! —exclamó—… ¡Sabía que estabas en Ucrania! Antes de marchar hablé con Marta, pero ella no supo decirme dónde te hallabas exactamente. ¡Cuánto me alegra verte!

Le presenté a Blobel, quien no pareció muy impresionado, si bien nos invitó a tomar unas copas en su despacho más tarde, cuando llegase el «recuento».

—¿Recuento? —inquirió Kurt.

—¡Bah, cosas de los ejercicios militares!

El coche militar de Blobel arrancó.

Kurt contempló admirado mi uniforme.

—¡Vaya, vaya! El rapaz de mi hermano Klaus. ¡Y fíjate ahora! Un calvatruenos del Reich. Un comandante en la temible SS, ni más ni menos. Me cuesta creerlo, Erik.

—La guerra nos hace cambiar.

—No creo que hayas cambiado. Sigues pareciendo aquel muchacho apuesto de dieciocho años.

Aunque yo no haya sido nunca una persona particularmente vanidosa —lo aseguro con toda franqueza—, entonces me complacieron los comentarios de mi tío Kurt, Si conservara el porte de un joven candido, tanto mejor. Porque el acero forjado en mi carácter es interno. El hombre que contempla ahora estoicamente los fusilamientos masivos y se atreve incluso a meter una bala en el cráneo de una muchacha, no evidencia cambios superficiales. Mi mujer no me verá ninguna cicatriz ni percibirá el endurecimiento dentro de mi ser.

¡Ah, sí, he cambiado mucho! Pero Kurt no se ha percatado. Soy un soldado, un guerrero de primera línea en el avance alemán hacia la conquista. Además, tengo mucha suerte, porque (a diferencia del alcohólico Blobel y el servil Nebe) conservo la apariencia resplandeciente de un joven oficial, varonil e inteligente, dispuesto a mostrarse compasivo y justo.

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