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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (25 page)

Sus modales obscenos y ficticios le ayudan en su trabajo. Yo deberé cultivar una defensa idéntica. Puedo desahogarme en estas páginas. Según he oído contar, Ohlendorf, otro jefe de Einsatzgruppen, ha conseguida intelectualizar su trabajo. Como es catedrático, experto economista y experto en Derecho, ve la eliminación de los judíos como una necesidad social y económica. Seguramente yo soy tan genial y valeroso como Ohlendorf; procuraré imitarle.

Después del fusilamiento se me ocurrió una idea: no hay futuro para los judíos en Europa. Se les desprecia universalmente, cualesquiera sean las razones. Nosotros estamos solventando un problema de proporciones casi mundiales. Nuestros medios y nuestros fines son análogos. Negándoles el pan y la sal, prestamos un gran servicio a la Humanidad. Cierto crítico de nuestro movimiento nos apodó una vez «bohemios armados». Pues bien, yo me alegro de ser uno.

También aprendí con aquel primer fusilamiento —una vez recobrada mi compostura— que cuando hago pesar mi considerable autoridad, actuando como el «brazo derecho de Heydrich», puedo sofocar cualquier sentimiento de piedad que aflore contra mi voluntad. Por ejemplo, observé que había varios paisanos presenciando la ejecución, y que dos espectadores por lo menos —uno militar— tomaban fotografías instantáneas y películas. Además, un paisano vestido con una polvorienta trinchera estaba tomando notas en un pequeño bloc.

Para apartar mi mente dé aquellos cadáveres —enjambres de moscas se posaron de inmediato sobre ellos—, reprendí con voz tonante a Blobel por montar un espectáculo público. Según me explicó, los paisanos eran campesinos ucranianos que disfrutaban contemplando la ejecución de sus eternos enemigos. Los fotógrafos tomaban instantáneas por pura diversión. Allí no había nada oficial. El individuo de la trinchera era un periodista italiano.

Le ordené que los ahuyentara sin demora. No habría más prácticas fotográficas ni testigos periodistas.

Verifiqué con sumo alivio que, sumiéndome en esos deberes nimios, lograba sobreponerme a cualquier sentimentalismo residual acerca de las víctimas. Hasta se me antojaron muy pronto simples bajas, un producto derivado de nuestra campaña. Esta guerra —como dijo Hitler— no se parecerá a ninguna otra guerra de la historia humana, no «se la hará con métodos caballerescos».

Se hizo formar a un segundo grupo de judíos. Esta vez hubo menos fatalismo. Varias mujeres gritaron, se mesaron los cabellos. Una se arrojó sobre un guardián de la SS, le abrazó las piernas, intentó besarle las manos, los pies. Al hombre le costó trabajo desembarazarse de ella, tuvo que darle algunas patadas.

—Heydrich tendrá un informe minucioso sobre esta desdichada operación —declaré.

Dando órdenes tajantes, integrándome por completo a la cadena del mando, me fue posible desentenderme de aquellas gentes plantadas ante la fosa. Algunos ancianos barbudos, semejantes a profetas, entonaron oraciones en hebreo. Se oyó un plañido exótico. Desde luego, los judíos tienen gran experiencia para morir como víctimas propiciatorias. Han conseguido hacer de ello una rutina, un procedimiento talmúdico o algo parecido.

Eichmann se ha explayado a menudo sobre esa singularidad. Dice que eso les facilita la muerte.

Blobel se apartó de mí.

—¡Foltz! —gritó—. ¡Dé la orden!

Una vez más tabletearon los fusiles ametralladores. Aquello me sonó como el resquebrajamiento de la tierra con el impacto de un meteoro.

Más judíos cayeron sobre los cuerpos de quienes habían muerto pocos minutos antes. A lo lejos, un tercer grupo, desnudo y trémulo fue conducido hacia la fosa. Y en la distancia varios camiones militares siguieron descargando más judíos.

A estas aturas sabía ya cómo dominarme. La portentosa magnitud de esta operación (sé que hay cientos de ellas desde el Báltico hasta el mar Negro) me permitía hacer caso omiso de lo que cabría conceptuar como enorme crueldad. Esas gentes eran nuestros enemigos, adversarios raciales cuya descendencia podría destruir Alemania, cuyos ardides, tesoros y conceptos malignos podrían acabar con la civilización aria.

He tardado bastante tiempo en asimilar la verdad absoluta inherente a las convicciones de Heydrich, inculcadas por el Führer y Himmler. Pero tienen que representar la verdad. Un pueblo tan dinámico, artístico e inteligente como el alemán, no participaría en semejantes actos si lo que hiciera no fuese obligatorio y saludable para el futuro de la nación, Fortalecido por ese razonamiento me encaré con Blobel.

—Me propongo presentar un informe negativo sobre usted, mi coronel —dije.

—¿Se propone qué?

—Usted debe limpiar de elementos civiles esta zona. Nadie tomará fotografías, ni los SS siquiera. ¿Entendido?

A un lado de los fusiles ametralladores, algunos SS, incluido Foltz, comenzaron a registrar las ropas. Uno enarboló unas bragas y las agitó en el aire entre grandes risotadas.

—Y tampoco se deberá tolerar esos espectáculos —agregué—. Toda propiedad de los emigrantes judíos pertenece al Estado.

—Ahorre esas estupideces de mierda para sus conferencias.

—También daré parte de su lenguaje. Heydrich me ordenó que inspeccionara los Einsatzgruppen. Él suyo incumple lastimosamente las normas establecidas.

Su rostro carnoso y colérico se puso escarlata. Las facciones porcinas quedaron salpicadas de rojo.

¿Incumplir? ¿Yo? Le diré una cosa, Dorf. Oblendorf, Nebe y todos nosotros le estamos vigilando estrechamente. Descubrimos a un espía apenas lo vemos.

—No pretenda intimidarme, mi coronel. Yo hablo con Heydrich cada día.

Él farfulló algo, pero no pudo encontrar las palabras adecuadas. Así como se puede infundir temor a los judíos quebrantando su voluntad y su alma, también es posible amedrentar incluso a un coronel Blobel… si se cierne sobre él la amenaza de humillaciones, desenmascaramiento o hasta muerte. Nuestros hombres en campaña conocían bien la naturaleza de Heydrich. Él no temía nada ni a nadie. Y yo, como emisario suyo, me regodeaba con ese poder.

El sargento Foltz condujo a otros cincuenta judíos hasta la fosa. Abajo, los tiradores continuaban sorbiendo su coñac y fumando muy tranquilos.

Esta vez, mi reprimenda surtió efecto. Blobel ordenó al sargento que despejara el campo de ucranianos, periodistas y fotógrafos.

Las armas abrieron fuego de nuevo; los judíos cayeron. El montón aumentó tanto que, según supuse, cuando se le agregaran unos pocos grupos más, sería necesario utilizar los tractores para cubrir los despojos y algunas cuadrillas de judíos deberían empuñar las palas para enterrar a sus propios muertos.

De repente, Blobel agarró mí funda de cuero negro y sacó la «Luger» que yo había utilizado sólo una vez en la galería de tiro SS de Berlín.

—¿Oué hace? —protesté.

—Ahí se mueven algunos todavía —dijo riendo—. Vaya y remátelos usted mismo. Ya conoce el viejo proverbio popular. Uno no es un hombre mientras no haya matado a un judío.

Le conminé a que pusiera mi arma en su funda. Sin hacerme caso, me la plantó en la mano derecha.

Soldado burocrático. Capitán del papeleo. ¡Puñetero escribiente! ¡Vaya allí y dispare contra unos cuantos!

—Todos parecen muertos.

—Nunca se sabe a ciencia cierta, Los judíos son como pelotas de goma. Siempre rebotan. Adelante… veo que algunos se mueven.

¿Qué podía hacer yo? Mi integridad personal no corría, riesgo alguno. Los judíos no me dañarían. Habían muerto como ovejas, como mininos indefensos. Las palabras de Heydrich me alentaron cuando descendí por el arenoso declive hacia el fétido pozo. El judaísmo en el Este es la fuente del bolchevismo y, por tanto, se le debe barrer con arreglo a los objetivos propuestos por el Führer.

—¡Es como comer tallarines! —me gritó desde lejos Blobel—. Una vez empiezas, ya no puedes parar. —Sus secuaces se rieron entre dientes—. ¡Consulte con mis hombres, capitán! —vociferó—. Una vez has matado diez judíos, los cien siguientes resultan más fáciles, y los mil siguientes son ya pan comido.

El sargento Foltz me precedió camino de la fosa. Nos abrimos paso entre los cuerpos ensangrentados y desnudos. Todos parecían, cosidos con puntadas rojas. ¡Qué poco se necesita hacer para matar a un hombre!

¡Asombroso! Muertos, los judíos ofrecieron un aspecto más natural que cuando estaban vivos, esperando inmóviles, rezando, aceptando su destino.

—Ahí hay una, señor —indicó Foltz, Señaló a una joven de larga cabellera castaña. Ojos implorantes.

Aparentemente, las balas le habían penetrado por los hombros, abriendo un surco sangriento, pero sin tocar ningún órgano vital.

Me tendió un brazo largo, bien formado —haciéndome recordar los suaves brazos de Marta— y sus ojos entreabiertos me miraron de hito en hito.

—El poner fin al sufrimiento de estos pobres bastardos es un acto caritativo, señor —declaró el sargento Foltz—. Ésta tiene apenas veinte años.

Titubeé. Vi otra vez a Marta, con tanta claridad que casi pronuncié su nombre. Se me nublaron los ojos mientras contemplaba aquella escena: la cuadrilla de verdugos SS mirándome desde arriba, las armas calladas, los hombres bebiendo coñac, la pradera verdeante, el bosquecillo, la ancha y ensangrentada fosa despidiendo ya ese hedor metálico de la sangre, los enjambres de moscas ávidas… Lo vi todo como si estuviera bajo el agua o en otro planeta haciendo una vida que no era la mía.

—¡Dispare, Dorf! —gritó Blobel.

Los ojos de la mujer buscaron los míos. Aunque estuviera casi muerta, quedaba un hálito de vida en ella. Pero no pudo levantar otra vez el brazo. Ojos oscuros, rasgados. La larga melena castaña me recordó a una chica que conocí antaño, cuando estudiaba bachillerato. ¿A qué venían estos pensamientos erráticos? La convicción se sobrepuso a ellos. Nuestros actos están justificados por su propia monstruosidad. Uno no puede hacer semejantes cosas a menos que sean intrínsecamente acciones meritorias, partes de un plan grandioso que conmoverá al mundo.

Apreté el gatillo tal como se me enseñara en aquel breve cursillo de la academia de la SS. La detonación fue de una suavidad sorprendente, casi como un arma de juguete. A distancia tan corta se desintegró una sien.

Huesos, sangre y trozos de cerebro me salpicaron las botas. Se me revolvió el estómago y me costó mucho no soltar el almuerzo que subía a la garganta. —Ésa es la cuestión, señor —observó Foltz—. Uno se habitúa después de unas cuantas veces. A ellos no parece importarles. Jamás he visto gente como ésta.

Sin duda, el hombre tenía razón. Me hacía pensar que estábamos casi coligados con los judíos para proceder a su destrucción. ¿Cómo explicar, si no, la facilidad con que los eliminábamos?

—Yo me ocuparé de los demás, señor —ofreció Foltz. Le oí como si me estuviera hablando por teléfono desde gran distancia—. Enfundé la «Luger». No miré más a la joven que acababa de matar. Si mis subalternos mataban miles, centenares de miles, yo tenía el deber de matar por lo menos uno. En cierto modo, Blobel había hecho bien imponiéndome ese acto, aunque ello no me impida seguir detestando al hombre.

Blobel me recibió entre aplausos, gesticulaciones y guiños a sus sicofantes. —Buen trabajo, Dorf —alabó—

Von Reichenau dice que dos balas son suficientes para un judío. Usted lo ha hecho sólo con una.

La conversación fue interrumpida momentáneamente por unas ráfagas de armas automáticas. Más judíos agonizaron. Ahora estoy ya convencido; creo en el acierto de esta, acción. Ellos no tienen más finalidad que la de morir.

RELATO DE RUDI WEISS

Aquel muro fue estrangulando lentamente la vida en el ghetto. Fue construido pretextando un fin sanitario, para contener la propagación del tifus. En realidad, fue una inmensa prisión donde se esperaba que los judíos murieran de extenuación hasta tanto se aplicara la solución final.

No obstante, los judíos siguieron infiltrándose en el «campo ario». Muchas mujeres en busca de alimentos para sus hijos. Entre ellas, una enfermera llamada Sara Olenick, quien trabajaba con mi padre en la sala pediátrica del hospital. Pues bien, Sara fue sorprendida y arrestada.

Mi padre, encolerizado, visitó al jefe de Policía del ghetto, un judío llamado Karp, quien se había convertido al catolicismo para ganarse el favor de los SS.

—Quiero que se ponga en libertad a Sara Olenick —dijo mi padre.

—Es una contrabandista.

—No me venga con historias, Karp. Ella cruzó el muro en busca de pan para sus hijos.

—Ella conoce el reglamento. Nada de contrabando.

—Suéltela, por favor. Se la necesita en el hospital.

—¿No habrá ahí cierto esnobismo social, doctor? ¿Habría solicitado usted con tanta ansiedad la excarcelación si hubiese sido una mendiga o la mujer de un obrero?

—¡Claro!

—Entonces puede presentar su solicitud para las ocho.

—¿Ocho?

El hombre condujo a mi padre hacia una ventana de su despacho y señaló el patio carcelario, abajo. Allí había ocho mujeres de distintas edades, entre ellas Sara Oienick.

—¿Por quién me toma? —se lamentó Karp—. ¿Le parezco quizás un monstruo? Se me da órdenes y si no las obedezco, me ahorcan. Esa chica, Rivka, una mendiga, tiene dieciséis años.

—¿Cuál es su crimen?

—El mismo. Contrabando, Atravesó el muro y consiguió leche para su hijo bastardo.

Mi padre hundió la cabeza e intentó rezar. Todo fue inútil Él mismo se sintió maniatado, encarcelado.

—Karl, usted es judío. Apele a sus amos…

—Yo era judío. Así salvé el cuello.

—Pero usted conoce bien a los SS, Ejerza su influencia. No puede permitirles… Karp se enfureció.

—¿Quién diablos se cree usted para hablarme así? ¡Usted y su hermano Moses, tan encumbrados y poderosos en ese Consejo! ¿Acaso no recibe también órdenes de los alemanes? ¿Acaso no se inclina sumiso y actúa como le mandan? Listas negras, cuadrillas de trabajo, delincuentes… Déjese de sermones. Si quiere ser un héroe, presente su queja a los SS. ¡Inténtelo!

Mi padre miró otra vez hacia el patio y observó a Sara… una mujer alta, digna, de gran paciencia y afabilidad.

Luego dio media vuelta y se marchó.

Las ocho mujeres acusadas de «contrabando» fueron fusiladas pocos días después. La Policía judía se negó a ejecutarlas, y entonces fueron algunos polacos del exterior quienes desempeñaron la misión.

Una multitud se congregó ante la prisión para rezar y protestar.

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