Holocausto (33 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Mientras masticaba el mío, empecé a reflexionar.

—Aquí nos encontramos, la perfecta familia berlinesa. Papá, mamá y el gato. Pero jamás viviremos en Berlín, Helena.

—Y tampoco en Praga. Iremos a Eretz Israel.

Colocándose a mi espalda, me pasó los brazos por el cuello.

—No importa —dijo—. Donde estés tú seré feliz.

—Y yo también.

—Y nuestros hijos.

Acaricié al hambriento gato.

—Jamás podrán creer las historias que les contemos. Nuestra huida de Praga, llegando a Hungría, a Rusia.

Helena rió.

—¡Más les valdrá creerlas! ¡Más les valdrá creer hasta la última palabra!

La cogí en mis brazos.

—Puedo ver a mi hijo, Helena. Una especie de pequeño monito, con tus ojos checos y tu terrible acento checo, burlándose de mí. «Papá, estás repleto de knockwurstl». Helena volvió a reír, pero era sólo para ocultar su desmoralización. ¡Pobre y frágil muchacha! Habíamos huido a instancias mías. Con frecuencia había sentido recelo. Su vida en Praga había sido bastante agradable hasta que llegaron los alemanes. Era duro para ella romper con todo. Me sentía culpable por la situación en que se encontraba. Pero estaba convencido que era el único camino.

La miré ahora, acariciando al gato. Una muchacha pequeña, vulnerable, con el rostro en forma de corazón, mirada intensa, pelo castaño oscuro. Y me enfurecía al pensar en la manera en que los nazis asesinaban a gente como Helena, sin la menor vacilación, freno o reflexión. En nombre de Dios, ¿qué pudo haber creado a aquellos monstruos? En aquellos momentos, amenazados por el peligro, con los horrores de que habíamos sido testigos en Babi Yar y en cualquier otra parte, me parecía que era todavía más vital el que nos amáramos, que jamás nos hiciéramos mutuamente daño, que siempre nos mostráramos leales y cariñosos. Helena también lo comprendía así. Podía verlo en sus ojos, comprenderlo por sus suspiros y breves exclamaciones, así como lo reacia que se mostraba a dejarme ir cuando hacíamos el amor en graneros, en casas abandonadas, en el campo.

Fuera escuché ruidos. Pasos quedos, el ruido de cuerpos rozando el follaje. La vida al aire libre había acostumbrado mis oídos a esos ruidos. ¿Guerrilleros? Pero ¿de qué clase? Una banda de guerrilleros ucranianos nos había rechazado. Nada de judíos, nos dijeron. Añadiendo que teníamos suerte de que no dispararan allí mismo contra nosotros.

Alguien abrió la puerta de un puntapié, quedando luego a la espera.

Saqué el cuchillo del cinturón, me pegué a la pared de la choza, indicando a Helena que hiciera lo mismo detrás de mí.

—¿Quién está ahí? —preguntó una voz masculina.

Pero no llegó a entrar. Esperó. Susurré a Helena:

—Métete debajo de la cama.

—De nada servirá, Rudi… renunciemos.

Se oyó de nuevo la voz del hombre.

—Salgan con las manos sobre la cabeza. Somos cincuenta, todos armados.

El hombre que había hablado atravesó el umbral. Llevaba una burda indumentaria. En realidad, no se trataba de un uniforme militar, pero parecía sugerirlo. Se tocaba con un sombrero de piel, un viejo capote del Ejército Rojo, botas de fieltro. Sobre sus hombros, dos bandoleras. Me apuntaba con un fusil del Ejército Rojo.

—De nada serviría Rudi, —lloriqueó Helena—. Guarda el cuchillo.

—Tiene razón. Tírelo. Afuera los dos. Con las manos sobre la cabeza.

Así lo hicimos. Se apartó a un lado para dejarnos pasar. Por un momento, pensé en atacarle, pero afuera había otros, al menos dos, por lo que pude ver: un hombre y una mujer con la misma colección de harapos semimilitares, ropas viejas y botas de fieltro. Pero cosa extraña, estaban desarmados.

El hombre del fusil se dirigió a Helena en ruso. Parecía rondar la cincuentena, tenía el pelo canoso y la cara llena de arrugas.

Los tres permanecían allí en pie, mirándonos, en el huerto abandonado del desaparecido granjero.

—Tan sólo una asquerosa arma —dije a Helena—. Podía haberle atacado y quitársela.

—¿Quieres intentarlo ahora? —preguntó.

—No, pero tal vez lo haga más adelante. ¿Dónde están tus cincuenta guerrilleros armados?

—Estarán aquí en cuanto los necesite.

Hubo un momento de silencio, mientras nos observábamos mutuamente. Luego, de súbito, se hizo la luz. ¡Los cinco éramos judíos!

—¿Quiénes sois? —preguntó el hombre de más edad—. No mintáis. —Se quedó mirando a Helena—

Preferís que hable yiddish.

—Somos judíos —dijo ella—. Huimos. Él es judío alemán y yo, de Praga.

La mujer joven se abrió el cuello de la túnica descubriendo una Estrella de David en su cuello.

—Shálom. —Saludó con calma.

—Shálom —contestó Helena.

Yo aún dudaba en acercarme a ellos, hasta tal punto había llegado mi suspicacia. Pero Helena no vaciló.

Abrazó a la joven llorando de alegría. El hombre de más edad bajó el fusil y alargó la mano. Se la estreché y luego nos abrazamos también. El hombre joven me dio unas palmadas y luego me besó, ya sin inhibiciones.

—No puedo creerlo —declaré—. Judíos con armas.

—Muy pocas en realidad —explicó la joven riendo. Se llamaba Nadya, era muy morena con mirada firme e inteligente—. Esos cincuenta guerrilleros armados sólo existen en la imaginación del tío Sasha.

El hombre de más edad era el tío Sasha. Mientras iniciábamos una caminata a través de los bosques, me dijo que era jefe de una brigada guerrillera en la zona de Zhitomir. Todos sus miembros eran judíos. Los guerrilleros ucranianos tenían sus propias unidades y no permitían en modo alguno que los judíos se unieran a ellos.

Les conté que a Helena y a mí nos había rechazado una banda semejante.

El hombre joven, que se llamaba Yuri, asintió.

Tuvisteis suerte de que no os mataran. Para nosotros, resulta inconcebible. Los alemanes los están esclavizando, matan a sus hombres jóvenes, incendian sus casas, roban sus cosechas, por lo que lo lógico sería que formaran causa común con los judíos de Ucrania. Pues nada de eso. Aún encuentran tiempo para aborrecernos, para rechazarnos. Es algo que llena a un hombre de desesperanza.

—¡Al diablo con ellos! —exclamó tío Sasha. Se detuvo antes de entrar en una zona densamente poblada de altos árboles, una especie de bosque semicultivado, acaso una guardería infantil al aire libre. Ahora tened cuidado. En fila de a uno. Tú, el alemán, sigúeme. Tienes aspecto de no importarte la lucha.

—Me sentiría más a gusto con un arma —repliqué.

—Pensamos conseguir algunas muy pronto. Ven por aquí.

Avanzamos a través del bosque húmedo y frío. En una ocasión, miré por encima del hombro a Helena.

Sonreía, Al fin podíamos vislumbrar un chispazo de esperanza.

En algún momento de marzo de 1942, enviaron a mi hermano Karl y a su compañero artista, Otto Felsher, junto con otros judíos de Buchenwald, al nuevo campo de Theresienstadt.

El campo estaba situado a unos cincuenta kilómetros de Praga. Durante la época de la emperatriz María Teresa había sido una ciudad de guarnición y, posteriormente, una aldea checa común y corriente. Pero los checos se habían ido, los edificios habían quedado cerrados y aislados y ahora eran una prisión, de un tipo muy especial.

En efecto, se trataba de un campo de «exhibición», un escenario preparado para engañar al mundo exterior.

Mientras allí pasaban hambre los judíos y morían, y más adelante se los retenía sencillamente por un breve período de tiempo hasta ser transportados a su lugar de destino, los alemanes, hacían correr la especie de que era un «Paraíso de ghetto», un «hogar para gente anciana», un «campo especial para VIP, para judíos héroes de la Primera Guerra Mundial, para judíos educados y refinados de Alemania y Checoslovaquia».

Mientras investigaba en busca de datos para esta historia, me enteré de que el rabino Leo Baeck, de Berlín, la más alta jerarquía eclesiástica judía en Alemania, estuvo prisionero allí. Al igual que varios generales judíos. Y un judío, que había pertenecido a la junta de dirección de I.G. Farben.

Varios centenares de judíos procedentes de Buchenwald tuvieron que bajar de los trenes, siendo conducidos a la plaza principal del campamento. (Lo visité después de la guerra y no pude evitar el sentirme impresionado, al menos desde el exterior, al Comprobar lo atractivo que resultaba. Edificios barrocos, puertas macizas, calles limpias. Pero todo era un engaño).

El comandante en jefe dio la bienvenida a los nuevos visitantes. Era un coronel de la SS, austríaco, y subrayó, una y otra vez, que aquélla era una ciudad que les entregaba el Führer, una ciudad para los judíos y que de ellos dependía mantenerla limpia y en buenas condiciones, obedeciendo las leyes, cooperando con las autoridades. Theresienstadt sería una prueba patente de las falsedades que la gente divulgaba sobre las terribles cosas que Alemania infligía a los judíos.

Luego añadió que, si desobedecían sus órdenes, si propagaban falsedades, si hacían contrabando, robaban y ensuciaban la ciudad como era costumbre entre los judíos, entonces sufrirían el destino de los delincuentes comunes. Y dirigió la atención hacia unas horcas, más allá de una puerta lateral, cerca de una pequeña fortaleza interior, en las que colgaban los cuerpos de tres hombres jóvenes.

Luego, el grupo fue disuelto, tras indicarles que sus propios líderes comunitarios les conducirían a sus viviendas y les señalaría el trabajo que les había sido asignado.

Una atractiva mujer de mediana edad llamada María Kalova, que sobreviviera al holocausto y por cuyo conducto he recibido casi toda la información relativa a los años que Karl pasara en Theresienstadt, se acercó a mi hermano y a Felsher.

—¿Weiss? ¿Karl Weiss? —preguntó.

—Sí —rió volviéndose a Felsher—. No puedo creerlo. Un comité de bienvenida para un prisionero. ¿Esperaba también a mi amigo Felsher?

—Desde luego. Las noticias corren. Soy María Kalova. Trabajo en el estudio de arte. Vosotros dos habéis sido destinados aquí. De hecho, uno de los oficiales de la SS oyó hablar de vuestro trabajo y pidió que os enviaran.

Felsher hizo un gesto agrio.

—Más de esos malditos árboles genealógicos. Demostrando que ladrones y embusteros son descendientes directos, todos ellos, de Federico Barbarroja.

—Podéis daros por contentos —replicó ella—. No es que esto sea un hotel, pero vamos viviendo.

Les condujo a través del campo. Ante el asombro de Karl, había una plaza principal, cuidadosamente limpia, con toda una serie de tiendas. ¡Tiendas en un campo de concentración! Y, además, un Banco, un teatro y un café.

Preguntó a María Kalova sobre todo aquello.

—Todo es una patraña, una impostura. En realidad, esto es siempre la aldea Potemkin. El Banco hace circular moneda sin valor. La panadería jamás tiene pan. En la tienda de maletas, puedes volver a comprar la tuya propia. Y en el café, acaso una taza de sucedáneo de café caliente una vez a la semana.

—¿Qué significa esto? —indagó Karl—. ¿Se trata acaso de un juego?

Es el Kleine Festung. Los torturadores de la SS llevan a cabo allí su trabajo. En realidad, no existe gran diferencia con Buchenwald, salvo por su apariencia exterior.

—No acabo de comprenderlo —declaró Felsher.

—Theresienstadt es su pasaporte para la respetabilidad —explicó María—. Periódicamente, la Cruz Roja Internacional o algún país neutral, por ejemplo, los suecos, solicitan que se les permita inspeccionar un campo de concentración. Entonces los traen aquí. Y se les enseña el Banco, el cine, la panadería, las tiendas… y se les solicita su aprobación. ¿De qué se quejan esos judíos? El Führer les ha otorgado esta hermosa ciudad.

—¿Y se salen con la suya? ¿Acaso les cree el inspector? —Karl tenía la impresión de que estaba perdiendo la cabeza.

—Quizá quieran creerlos —apostilló Felsher.

El estudio de los artistas en Theresienstadt era grande, ventilado y con mucha luz. Karl se dio cuenta al punto de que la gente que trabajaba allí eran elegidos, considerada favorablemente por sus amos de la SS, Pronto supo el motivo. Todos ellos formaban parte del esquema nazi de presentar el campo ante el mundo como una ciudad modelo, con el fin de apartar su atención de los hechos reales de la vida en los campos… los de Auschwitz y Treblinka, que pronto entrarían en acción paira convertirse en las grandes fábricas de la muerte.

En la pared podían verse atractivos carteles en color con leyendas, tales como ¡ahorrad la comida!, ¡sobre todo limpieza! y el eterno ¡seras libre por el trabajo! El trabajo artístico era soberbio. Y así tenía que ser. Algunos de los artistas alemanes y checos se encontraban encarcelados allí, en Theresienstadt, al igual que gran número de músicos, incluidos varios directores de orquesta, compositores y ejecutantes.

Varios hombres se encontraban trabajando delante de los caballetes, pintando escenas que sólo podían ser calificadas como «La dichosa vida en el ghetto de Theresienstadt». Karl, que había visto a los niños por las calles de Buchenwald e incluso en Theresienstadt, peleándose por mendrugos de pan, no pudo evitar un estremecimiento.

Un hombre fornido, apartándose de su tablero de dibujo, se acercó a ellos presentándose a Kárl y Felsher. Se llamaba Emil Frey y era el director del estudio.

Había sido un artista bien conocido y profesor de Arte en Praga.

—Supongo que estaréis satisfechos de haber abandonado Buchenwald —manifestó.

—Esto parece mejor —confirmó Karl:

Fred aclaró.

—Nosotros somos los afortunados. Vosotros, tanto tú, Weiss, como Felsher, permaneced tranquilos y acaso también lleguéis a sobrevivir.

—¿Alguien ha podido escapar de aquí? —indagó Karl.

—Ésta no es una prisión corriente —añadió Frey—. Está guardada a cal y canto. Muros, alambradas, perros, SS, policía checa. La última cosa que querrían los nazis es que el mundo se enterara de la falsedad respecto a Theresienstadt… y todos los campos.

Mientras Emil Frey hablaba, Karl echaba un vistazo por los diversos caballetes y tableros de dibujo, estudiando los trabajos que se encontraban en marcha y las idealizadas pinturas, ya acabadas. Eran tributos a la mujer alemana, al Führer, con armadura de caballero, dibujos encantadores sobre la «vida en el campo»… musicales, representaciones teatrales, campos de juegos.

María y Frey quedaron callados, mientras Karl hacía su recorrido por el estudio. Felsher seguía a Karl moviendo la cabeza.

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