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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

Homenaje a Cataluña (4 page)

—Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero aprender ametralladora. ¿Cuándo vamos aprender ametralladora?*

La respuesta era invariablemente una sonrisa cansada y una promesa de que habría instrucción de ametralladoras «mañana»*. Por supuesto, «mañana»* nunca llegaba. Transcurridos varios días, los reclutas aprendieron a marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato, pero apenas si sabían de qué extremo del fusil sale la bala. Cierta vez, un carabinero se acercó a nosotros mientras hacíamos un alto y nos permitió examinar el suyo. Resultó que, en toda mi sección, nadie, salvo yo, sabía siquiera cargar el arma y mucho menos apuntar con ella.

Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultades con el idioma español. Además de mí, sólo había un inglés en los cuarteles, y nadie, ni siquiera entre los oficiales, sabía una palabra de francés. No sirvió para facilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis compañeros hablaban entre sí, lo hicieran por lo general en catalán. Sólo podía desenvolverme llevando a todas partes un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los momentos de crisis. Pero prefiero ser extranjero en España y no en cualquier otro país. ¡Qué fácil resulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dos días, había una veintena de milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban secretos y triquiñuelas y me abrumaban con su amistad.

No escribo un libro de propaganda y no deseo idealizar la milicia del POUM. El sistema de la milicia presentaba serios fallos, y los hombres mismos dejaban mucho que desear, pues en esa época el reclutamiento voluntario comenzaba a disminuir y muchos de los mejores hombres ya se encontraban en el frente o habían muerto. Siempre había entre nosotros un cierto porcentaje de individuos completamente inútiles. Muchachos de quince años eran traídos por sus padres para que fueran alistados, evidentemente por las diez pesetas diarias que constituían la paga del miliciano y, también, a causa del pan que, como tales, recibían en abundancia y podían llevar a sus hogares. Desafío a cualquiera a verse sumergido, como me ocurrió a mí, entre la clase obrera española —quizá debería decir la clase obrera catalana, pues aparte de unos pocos aragoneses y andaluces sólo tuve contacto con catalanes— y a no sentirse conmovido por su decencia esencial y, sobre todo, por su franqueza y generosidad. La generosidad de un español, en el sentido corriente de la palabra, a veces resulta casi embarazosa. Si uno le pide un cigarrillo, te obliga a aceptar todo el paquete. Y más allá de eso, existe generosidad en un sentido más profundo, una verdadera amplitud de espíritu que he encontrado una y otra vez en las circunstancias menos promisorias. Algunos periodistas y otros extranjeros que viajaron por España han declarado que, en el fondo, los españoles se sentían amargamente heridos por la ayuda extranjera. Sólo puedo decir que nunca observé nada por el estilo. Recuerdo que unos pocos días antes de dejar los cuarteles, un grupo de hombres regresó del frente de permiso. Hablaban con excitación acerca de sus experiencias y manifestaban una fervorosa admiración por las tropas francesas que habían luchado junto a ellos en Huesca. Los franceses eran muy valientes, afirmaban, y agregaban entusiasmados: «Más valientes que nosotros»*. Desde luego, manifesté mi desacuerdo, pero me explicaron que los franceses sabían más sobre el arte de la guerra, eran más expertos en las granadas, las ametralladoras y demás. El comentario resulta significativo. Un inglés se cortaría una mano antes de decir algo semejante.

Los extranjeros que servían en la milicia empleaban su primera semana en aprender a amar a los españoles y en exasperarse ante algunas de sus características. En el frente, mi propia exasperación alcanzó algunas veces el nivel de la furia. Los españoles son buenos para muchas cosas, pero no para hacer la guerra. Los extranjeros se sienten consternados por igual ante su ineficacia, sobre todo ante su enloquecedora impuntualidad. La única palabra española que ningún extranjero puede dejar de aprender es mañana*. Toda vez que resulta humanamente posible, los asuntos de hoy se postergan para mañana*; sobre esto, incluso los españoles hacen bromas. Nada en España, desde una comida hasta una batalla, tiene lugar a la hora señalada. Como regla general, las cosas ocurren demasiado tarde, pero, ocasionalmente —de modo que uno ni siquiera puede confiar en esa costumbre—, acontecen demasiado temprano. Un tren que debe partir a las ocho, normalmente lo hace en cualquier momento entre las nueve y las diez, pero quizá una vez por semana, gracias a algún capricho del maquinista sale a las siete y media. Tales cosas pueden resultar un poquito pesadas. En teoría, admiro a los españoles por no compartir la neurosis del tiempo, típica de los hombres del norte; pero, por desgracia, ocurre que yo mismo la comparto.

Después de interminables rumores, mañanas* y demoras, de pronto, con dos horas de anticipación, cuando todavía nos faltaba recibir buena parte del equipo, nos dieron la orden de partir hacia el frente. Hubo terribles tumultos en el depósito de intendencia y muchísimos hombres tuvieron que irse con el equipo incompleto. Los cuarteles se poblaron súbitamente de mujeres que parecían haber surgido de la nada y que ayudaban a sus hombres a enrollar sus mantas y a preparar sus mochilas. Resultó bastante humillante que una joven española, la esposa de William, el otro miliciano inglés, tuviera que enseñarme a ponerme mi nueva cartuchera de cuero. Era una criatura amable, de ojos oscuros, intensamente femenina, que parecía destinada a pasarse la vida meciendo una cuna; sin embargo, había luchado valerosamente en las batallas callejeras de julio. En ese momento llevaba consigo un bebé, nacido justo diez meses después del estallido de la guerra y que quizá había sido concebido detrás de una barricada.

El tren debía partir a las ocho, y eran más o menos las ocho y diez cuando los oficiales sudorosos y agotados lograron formarnos en el patio. Recuerdo con toda nitidez la escena: el vocerío y la excitación, las banderas rojas flameando a la luz de las antorchas, las filas de milicianos con las mochilas a la espalda y su manta al hombro; los ruidos de las botas y de las escudillas de hojalata; luego un retumbante y finalmente exitoso siseo pidiendo silencio; y después un comisario político, de pie bajo un enorme estandarte rojo, dirigiéndonos un discurso en catalán. Por fin, nos condujeron hasta la estación por el camino más largo —unos seis o siete kilómetros—, a fin de mostrarnos a toda la ciudad. En las Ramblas nos hicieron detener; mientras una banda prestada para la ocasión interpretaba una o dos melodías revolucionarias. Una vez más, la repetida historia del héroe vencedor: gritos y entusiasmo, banderas rojas y banderas rojinegras por doquier; multitudes cordiales cubriendo las aceras para echarnos una mirada, mujeres saludando desde las ventanas. ¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto e improbable ahora! El tren estaba tan abarrotado que casi no quedaba lugar en el suelo, por no hablar ya de los asientos. En el último momento, la mujer de William vino corriendo por el andén y nos alcanzó una botella de vino y un poco de ese chorizo colorado que tiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se puso en movimiento lentamente y salió de Barcelona en dirección a la meseta de Aragón a la velocidad normal en tiempo de guerra, algo menor de veinte kilómetros por hora.

II

Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente, tenía un aspecto lúgubre y desolado. Grupos de milicianos de uniformes raídos vagaban por las calles de la ciudad tratando de preservarse del frío. En un muro ruinoso descubrí un cartel del año anterior en el que se anunciaba que «seis extraordinarios toros» serían matados en la arena tal día. ¡Qué tristes eran sus pálidos colores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros? Ya ni en Barcelona había corridas. Por algún extraño motivo, los mejores matadores eran fascistas.

Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella en octubre; la artillería la había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. Nos encontrábamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. Entre Siétamo y Alcubierre, el conductor del camión se equivocó de camino (hecho corriente en la guerra) y anduvimos extraviados durante horas entre la niebla. Ya era de noche cuando llegamos a Alcubierre. A través de terrenos pantanosos, alguien nos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimos un hueco sobre las granzas y no tardamos en quedarnos dormidos. Las granzas son bastante buenas para dormir cuando están limpias, no tanto como el heno, pero siempre mejor que la paja. Por la mañana descubrí que el lugar estaba lleno de migas de pan, trozos de periódicos, huesos, ratas muertas y latas vacías.

Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar por esa parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de mula. El tiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Con el agua y el tránsito los estrechos caminos de tierra se habían convertido en barrizales, en algunas partes de medio metro de profundidad, por los que las ruedas de los camiones patinaban a gran velocidad y los campesinos conducían sus desvencijados carros tirados por hileras de mulas, a veces de hasta seis animales cada una. El constante ir y venir de las tropas había reducido la aldea a un estado de mugre indescriptible. Ésta no tenía ni había tenido nunca algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin fijarse dónde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se utilizaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos.

Transcurrieron dos días y aún no nos entregaban los fusiles. Después de visitar el Comité de Guerra y observar la hilera de orificios en la pared —orificios producidos por descargas de fusil, pues allí se ejecutó a varios fascistas— uno ya conocía todo lo que de interesante contiene Alcubierre. El frente estaba evidentemente tranquilo, pues venían muy pocos heridos. El principal motivo de excitación fue la llegada de desertores fascistas, a quienes se traía bajo custodia. Muchas de las tropas enfrentadas a nosotros en esta parte del frente no eran en absoluto fascistas, sino desgraciados reclutas que estaban haciendo el servicio militar en el momento en que estalló la guerra y que sólo pensaban en escapar. Ocasionalmente, pequeños grupos de ellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin duda, muchos más lo habrían hecho si sus parientes no se hubieran encontrado en territorio fascista. Estos desertores eran los primeros fascistas «verdaderos» que yo veía. Me sorprendió que no hubiera entre ellos y nosotros ninguna diferencia, con la excepción de que usaban monos de color caqui. Siempre llegaban muertos de hambre, lo cual era bastante natural después de estar ocultos uno o dos días en tierra de nadie, pero en cada oportunidad se señalaba ese hecho con tono triunfal como prueba de que las tropas enemigas estaban famélicas. Y en cierto modo constituían un espectáculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años, de piel muy curtida por el viento, con la ropa convertida en harapos, en cuclillas junto al fuego, engullía un plato de estofado a una velocidad desesperada, mientras sus ojos recorrían nerviosamente el círculo de milicianos que lo observaban. Seguía creyendo, supongo, que éramos «rojos» sedientos de sangre y que lo fusilaríamos en cuanto hubiera terminado de comer. El miliciano armado que lo vigilaba le acariciaba el hombro tranquilizadoramente. En cierto día memorable, quince desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo, montado en un caballo blanco, los conducía triunfalmente a través de la aldea. Me las ingenié para sacar una fotografía que resultó bastante borrosa y que más tarde me robaron.

En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaron los fusiles. Un sargento de rostro rudo y amarillento los distribuyó en el establo de mulas. Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroído e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igual de malos, algunos de ellos incluso peores, y no se hizo el menor intento de asignar las mejores armas a los hombres que sabían utilizarlas. El más eficaz de los fusiles, de sólo diez años de antigüedad, fue entregado a una bestezuela de quince años a quien todos conocían como el «maricón». El sargento dio cinco minutos de una «instrucción» que consistió en explicar cómo se carga el fusil y cómo se desarma el cerrojo. Muchos de los milicianos nunca habían tenido un fusil en las manos, y supongo que muy pocos sabían para qué servía la mira. Se distribuyeron cartuchos, cincuenta por hombre; luego formamos fila, nos colocamos las mochilas a la espalda y partimos hacia el frente, situado a unos cinco kilómetros.

La centuria*, ochenta hombres y varios perros, avanzó desordenadamente por la carretera. Cada compañía de la milicia contaba por lo menos con un perro en calidad de mascota. El desgraciado animal que marchaba con nosotros tenía marcadas a fuego las iniciales POUM en letras enormes, y trotaba a nuestra vera como si tuviera conciencia de que su aspecto no era del todo normal. A la cabeza de la columna, junto a la bandera roja, el robusto comandante belga, Georges Kopp, montaba un caballo negro; un poco más adelante, un jovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear su caballo, subiendo al galope todas las cuestas y adoptando actitudes pintorescas en las partes más altas. Los espléndidos corceles de la caballería española, capturados en grandes cantidades al comienzo de la revolución, fueron entregados a los milicianos, pero éstos parecían empeñados en conducirlos a una rápida muerte por agotamiento.

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