Read Homenaje a Cataluña Online

Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

Homenaje a Cataluña (8 page)

Nos faltaban hombres allí, lo cual significaba guardias más prolongadas y mucha más fatiga. Yo comenzaba a sentir la falta de sueño, que resulta inevitable incluso en la más tranquila de las guerras. Aparte de las guardias y las patrullas había constantes alarmas nocturnas. De cualquier manera, no se puede dormir bien en un horrible agujero cavado en la tierra, con los pies doloridos de frío. Durante mis primeros tres o cuatro meses en el frente no creo haber pasado más de una docena de días enteros sin dormir; pero también es cierto que no llegué a dormir una docena de noches sin interrupción. Veinte o treinta horas de sueño por semana representaban una cantidad bastante normal. Los efectos de este tipo de vida no eran tan malos como podría esperarse; uno llegaba a sentirse bastante estúpido, y la tarea de subir y bajar por las laderas se tornaba cada día más difícil, pero nos sentíamos relativamente bien y estábamos constantemente hambrientos, tremendamente hambrientos. Cualquier comida nos parecía sabrosa, hasta las eternas judías que todos en España terminamos por odiar. El agua era muy escasa y nos llegaba desde lejos a lomos de mulas o de sufridos burritos. Por algún motivo, los campesinos de Aragón trataban bien a las mulas, pero muy mal a los burros. Si un burro se negaba a avanzar era normal patearle los testículos. Había cesado ya el reparto de velas y los fósforos escaseaban. Los españoles nos enseñaron a hacer lámparas de aceite de oliva con una lata de leche condensada, una cápsula de cartucho y un pedazo de trapo. Cuando teníamos aceite de oliva, lo cual no era frecuente, estos objetos ardían con una llama vacilante, de un poder equivalente a un cuarto de vela, que alcanzaba apenas para encontrar el fusil.

Parecía no haber ninguna esperanza de una verdadera lucha. Cuando abandonamos Monte Pocero, conté mis cartuchos y así comprobé que, en casi tres semanas, sólo había disparado tres veces contra el enemigo. Se dice que hacen falta mil balas para matar a un hombre y, a ese paso, transcurrirían veinte años antes de que matara a mi primer fascista. En Monte Oscuro, las líneas estaban más cercanas y se disparaba con mayor frecuencia, pero estoy razonablemente seguro de que nunca le acerté a nadie. De hecho, en este frente y durante este período de la guerra la verdadera arma no era el fusil, sino el megáfono. Imposibilitados de matar al enemigo, le gritábamos. Este método bélico es tan extraordinario que requiere una explicación.

En todos los puntos donde las líneas de fuego se encontraban a una distancia que permitiera oírse, se producían frecuentes griteríos de trinchera a trinchera. Desde la nuestra se oía: «¡Fascistas, maricones!»*. Desde la trinchera fascista: «¡Viva España! ¡Viva Franco!»*; o bien, cuando sabían que entre nosotros había algunos ingleses: «¡Largaos a vuestra casa, ingleses! ¡Aquí no queremos extranjeros!». En el bando gubernamental, en las milicias partidistas, el método de hacer propaganda a gritos para socavar la moral del enemigo se había convertido ya en una verdadera técnica. En todas las posiciones adecuadas, algunos hombres, por lo general los encargados de las ametralladoras, recibían órdenes de dedicarse a gritar y eran provistos de megáfonos. Preferentemente gritaban frases hechas, plenas de intenciones revolucionarias, para explicar a los soldados fascistas que eran meros lacayos del capitalismo internacional, que luchaban contra su propia clase, etcétera, etcétera, e incitarlos a pasarse a nuestro lado. Sucesivos grupos de hombres las repetían una y otra vez, en algunas oportunidades durante toda la noche. No cabía la menor duda de que el método surtía efecto, y todos estaban de acuerdo en que la corriente de desertores del campo fascista se debía, en parte, a la propaganda. Deteniéndose a pensarlo, es fácil comprender que el eslogan «¡No luches contra tu propia clase!», resonando una y otra vez en la oscuridad, debe de haber producido una gran impresión en el ánimo del pobre centinela que tiritaba de frío en su puesto, quizá alistado contra su voluntad y probablemente miembro de un sindicato socialista o anarquista.

Desde luego, tal procedimiento no se ajusta a la concepción inglesa de la guerra. Admito que me sentí sorprendido, atónito y escandalizado la primera vez. ¡Procurar convertir al enemigo en lugar de matarlo! Ahora pienso que, desde cualquier punto de vista, se trataba de una maniobra legítima. En la guerra corriente de trincheras, cuando no existe artillería, resulta en extremo difícil provocar bajas en el enemigo sin perder igual número de hombres. Si es posible inmovilizar cierta cantidad de soldados llevándolos a desertar, tanto mejor; después de todo, los desertores son mucho más útiles que los cadáveres, pues pueden proporcionar información. Pero, al comienzo, tal procedimiento nos desalentó a todos; nos hizo sentir que los españoles no se tomaban esta guerra suficientemente en serio. El que gritaba en el puesto del PSUC establecido a nuestra derecha era un verdadero artista. A veces, en lugar de gritar frases revolucionarias, simplemente contaba a los fascistas cuánto mejores eran los alimentos que nosotros recibíamos. Su descripción de las raciones del gobierno tendía a embellecer un poco las cosas. «¡Tostadas con mantequilla!», podía oírse en los ecos que resonaban a través del valle solitario. «Aquí estamos sentados comiendo tostadas con mantequilla. ¡Deliciosas tostadas con mantequilla!» No dudo de que él, como el resto de nosotros, no había visto mantequilla durante semanas o meses, pero en la noche helada, la imagen de tostadas con mantequilla quizá logró que a muchos fascistas se les hiciera la boca agua. Eso es lo que me ocurrió incluso a mí, aun a sabiendas de que mentía.

Cierto día de febrero vimos aproximarse un avión fascista. Como de costumbre, una ametralladora estaba emplazada al descubierto, con el cañón hacia arriba; nos echamos de espaldas para apuntar mejor. No valía la pena bombardear nuestras posiciones aisladas y, por lo general, los pocos aeroplanos fascistas que pasaban por allí hacían un rodeo para evitar el fuego de la ametralladora. Esta vez el avión voló por encima de nosotros, demasiado alto como para que valiera la pena abrir fuego, y dejó caer no bombas; sino unos objetos blancos brillantes que giraban y giraban en el aire. Unos pocos cayeron en la posición. Eran ejemplares de un periódico fascista, el
Heraldo de Aragón
, que anunciaba la caída de Málaga.

Esa noche los fascistas llevaron a cabo una especie de ataque por sorpresa. En el momento en que me deslizaba debajo de la manta, medio muerto de sueño, se oyó el silbido de las balas sobre nuestras cabezas y alguien gritó: «¡Están atacando!». Empuñé el fusil y ascendí hasta mi puesto, ubicado en la cumbre de la posición, junto a la ametralladora. El ruido era diabólico. Creo que el fuego de cinco ametralladoras se cernía sobre nosotros, y hubo una serie de pesados estruendos provocados por las granadas que los fascistas arrojaban sobre su propio parapeto de la forma más idiota. La oscuridad era total. Muy abajo, en el valle situado a nuestra izquierda, se podía ver el resplandor verdoso de los fusiles desde donde una pequeña partida de fascistas, probablemente una patrulla, nos disparaba. Las balas volaban a nuestro alrededor en la oscuridad, crac-pfiu-crac. Unos cuantos proyectiles pasaron silbando por encima de nosotros, pero cayeron lejos y, como solía ocurrir en esta guerra, la mayoría de ellos no explotó. Pasé un mal rato cuando una nueva ametralladora abrió fuego desde la colina situada a nuestra espalda. En realidad se trataba de un arma llevada allí para apoyarnos, pero en ese momento parecía como si estuviéramos rodeados. Nuestra ametralladora no tardó en encasquillarse, como ocurría siempre con esos cartuchos, y la baqueta se había perdido en la impenetrable oscuridad. Evidentemente, no se podía hacer nada, excepto quedarse quieto y esperar un tiro. Los españoles a cargo de la ametralladora no quisieron ponerse a cubierto y, de hecho, se expusieron deliberadamente, por lo que me vi obligado a hacer lo mismo. Intrascendente como fue, la experiencia me resultó muy interesante. Era la primera vez que me encontraba literalmente bajo el fuego y, con gran humillación, comprobé que me sentía completamente asustado; he observado que siempre se siente lo mismo bajo el fuego graneado, no se teme tanto el ser herido como no saber
dónde
se producirá la herida. Uno se pregunta todo el tiempo por dónde entrará la bala, y eso otorga al cuerpo una muy desagradable sensibilidad.

Al cabo de una o dos horas, el fuego fue atenuándose y finalmente cesó. Teníamos una sola baja. Los fascistas habían llevado un par de ametralladoras a tierra de nadie, pero manteniéndose a una distancia prudencial, sin hacer intento alguno por asaltar nuestro parapeto. Ciertamente, no estaban efectuando un ataque, sino tan sólo desperdiciando cartuchos y haciendo mucho ruido para celebrar la caída de Málaga. La importancia central del episodio radicó en que aprendí a leer en los periódicos, con actitud menos crédula, las noticias de guerra. Un día o dos más tarde, los periódicos y la radio anunciaron que un tremendo ataque con caballería y tanques (subiendo por una ladera perpendicular) había sido rechazado por los heroicos ingleses.

Cuando los fascistas nos informaron de que Málaga había caído, lo tomamos como una mentira, pero al día siguiente llegaron rumores más convincentes y algo más tarde se admitió la caída de forma oficial. Poco a poco fuimos conociendo toda la desgraciada historia: la ciudad había sido evacuada sin disparar un tiro y la furia de los italianos no se había descargado sobre las tropas, que ya no estaban, sino sobre la infortunada población civil, algunos de cuyos miembros fueron perseguidos y ametrallados durante unos doscientos kilómetros. Las noticias produjeron escalofríos a lo largo del frente, pues cualquiera que hubiera sido la verdad, todos los milicianos creían que la pérdida de Málaga se debía a una traición. Era la primera vez que oía hablar de traición o de divergencias en cuanto a los objetivos. Comenzaron a despertarse en mi mente vagas dudas acerca de esta guerra en la que, hasta entonces, la cuestión del bien y del mal me había parecido bellamente simple.

A mediados de febrero abandonamos Monte Oscuro. Fuimos enviados, junto con todas las tropas del POUM de ese sector, a integrar el ejército que sitiaba Huesca. Tuvimos que hacer un viaje de noventa kilómetros en camión, a través de la planicie invernal, donde las vides podadas aún no tenían brotes y las espigas de la cebada de invierno apenas asomaban sobre el suelo aterronado. A cuatro kilómetros de nuestras trincheras, Huesca brillaba pequeña y clara como una ciudad formada por casas de muñecas. Meses antes, cuando cayó Siétamo, el comandante general de las tropas gubernamentales había comentado alegremente: «Mañana tomaremos café en Huesca». Resultó estar equivocado. Se produjeron sangrientos ataques, pero la ciudad no cayó, y «Mañana tomaremos café en Huesca» se convirtió en una broma en todo el ejército. Si alguna vez regreso a España, no dejaré de tomar una taza de café en Huesca.

V

Al este de Huesca nada o casi nada ocurrió hasta finales de marzo. Estábamos a mil doscientos metros del enemigo. Cuando los fascistas fueron obligados a retroceder hasta Huesca, las tropas del ejército republicano que dominaban esa parte del frente no se habían mostrado demasiado fervorosas en su avance, de modo que la línea formaba una especie de bolsa. Más tarde sería necesario adelantarla —tarea muy incómoda bajo el fuego—, pero por el momento el enemigo no parecía existir; nuestra única preocupación consistía en combatir el frío y conseguir suficientes alimentos.

Mientras tanto, la rutina diaria mejor dicho, nocturna—, las tareas cotidianas. Hacer guardia, patrulla, cavar. Lluvia, barro, vientos ululantes y ocasionalmente nevadas. No fue hasta mediados de abril que las noches se tornaron algo más cálidas. Allí arriba, en la meseta, los días de marzo se parecían en su mayoría a los de Inglaterra, con sus brillantes cielos azules y vientos continuos. En el lugar donde la línea del frente atravesaba huertos y jardines desiertos, la cebada de invierno ya tenía unos treinta centímetros de altura, capullos blancos se formaban en los cerezos y, buscando en las zanjas, se podían encontrar violetas y una especie de jacinto silvestre semejante a un ejemplar borde de campanilla azul, inmediatamente detrás de la línea corría un hermoso y burbujeante arroyito verde: era la primera agua transparente que había visto desde mi llegada. Cierto día apreté los dientes y me metí en ella para darme el primer baño en seis semanas. Fue lo que podría llamarse un baño breve, puesto que el agua era principalmente agua de deshielo y la temperatura no debía de andar muy por encima de los cero grados.

Mientras tanto, nada ocurría; jamás ocurría nada. Los ingleses habían adquirido el hábito de decir que ésa no era una guerra, sino una maldita pantomima. Casi nunca estábamos bajo el fuego directo de los fascistas. El único peligro provenía de las balas perdidas, las cuales, como las líneas del frente se curvaban hacia adelante en ambos lados, procedían de varias direcciones. Todas las bajas en ese periodo se debieron a esta causa. Arthur Clinton recibió una bala misteriosa que le aplastó el hombro izquierdo, inutilizándole el brazo para siempre, según me temo. De vez en cuando había algo de fuego de artillería, pero con muy poca eficacia. El silbido y el estallido de los proyectiles era considerado, en realidad, como una especie de diversión. Los fascistas nunca arrojaban bombas sobre nuestro parapeto. Unos centenares de metros detrás de nosotros había un establecimiento de campo, con grandes edificios, llamado La Granja, utilizado como depósito, cuartel general y cocina en nuestro sector. Ése era el blanco de los artilleros fascistas, pero como estaban a cinco o seis kilómetros de distancia y no apuntaban bien, jamás lograron algo más que romper las ventanas y desconchar las paredes. Sólo se corría peligro si uno se encontraba ascendiendo cuando comenzaba el fuego y si las bombas caían a ambos lados del camino. Aprendimos casi enseguida el misterioso arte de adivinar por el sonido de un proyectil a qué distancia caería. Las bombas que los fascistas disparaban en ese período eran vergonzosamente malas. Aunque usaban proyectiles de 150 milímetros, nunca hacían un orificio mayor de dos metros de ancho por uno de profundidad, y por lo menos uno de cada cuatro no explotaba. Corrían los habituales cuentos románticos de sabotaje en las fábricas fascistas y de proyectiles sin explotar en los que, en lugar de la carga, se encontraba un pedazo de papel con la leyenda «Frente Rojo», pero nunca vi ninguno. La verdad es que se trataba de proyectiles viejísimos; alguien encontró una vez una espoleta con la fecha de 1917. Los cañones fascistas eran de la misma construcción y calibre que los nuestros, y a menudo se reacondicionaban los proyectiles sin explotar y se los volvía a utilizar. Se decía que había un viejo proyectil, con un apodo propio, que viajaba todos los días de un lado al otro sin explotar jamás.

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