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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

Homenaje a Cataluña (9 page)

Por la noche se solían enviar pequeñas patrullas a tierra de nadie para que se ubicaran en zanjas cavadas cerca de las líneas fascistas y trataran de escuchar sonidos (toques de trompeta, bocinas de automóvil, etcétera), que indicaran actividad en Huesca. Había un constante ir y venir de tropas fascistas, y los informes de esas patrullas permitían calcular, en cierta medida, la envergadura de tales movimientos. Teníamos orden especial de informar sobre el sonido de campanas de iglesias. Según parecía, los fascistas siempre oían misa antes de entrar en acción. Entre los campos y los huertos había chozas de barro abandonadas que era recomendable explorar con un fósforo encendido luego de tapar las ventanas. A veces se encontraba un valioso botín, tal como un hacha pequeña o una cantimplora fascista (mejor que las nuestras y muy codiciadas). También se podían explorar durante el día, pero entonces había que hacerlo casi todo el tiempo a cuatro patas.

Resultaba extraño arrastrarse por esos campos vacíos donde todo se había detenido en el preciso momento de la cosecha. Los cultivos del año anterior no se habían tocado. Las viñas sin podar serpenteaban sobre el terreno, las mazorcas de maíz estaban duras como piedras, la remolacha se había hipertrofiado en enormes masas leñosas. ¡Cómo deben de haber maldecido a ambos ejércitos los campesinos! A veces, grupos de hombres salían a recoger patatas en tierra de nadie. A dos kilómetros a nuestra derecha, donde ambas líneas estaban más próximas, había un campo de patatas frecuentado por ambos bandos. Nosotros íbamos durante el día, y ellos sólo por la noche, ya que se encontraba dominado por nuestras ametralladoras. Una noche, con gran indignación nuestra, se lanzaron en masa y limpiaron todo el terreno. Descubrimos otro campo un poco más adelante, donde prácticamente no había ninguna protección y teníamos que recoger las patatas de bruces, posición realmente agotadora. Si las ametralladoras fascistas nos descubrían, debíamos aplastarnos como la rata que pasa por debajo de una puerta, mientras las balas desmenuzaban los terrones de tierra a nuestro alrededor. En ese momento parecía valer la pena. Las patatas comenzaban a escasear. Si uno conseguía llenar una bolsa, podía cambiarlas en la cocina por una cantimplora de café.

Y continuaba sin ocurrir nada, y no parecía que las cosas fueran a cambiar. «¿Cuándo vamos a atacar? ¿Por qué no atacamos?», eran las preguntas que uno oía día y noche entre españoles e ingleses. Cuando se piensa en lo que significa luchar; resulta extraño que los soldados anhelen hacerlo y, no obstante, sin duda, lo desean. En los períodos estacionarios de la guerra, hay tres cosas que todos los soldados anhelan: una batalla, más cigarrillos y una semana de permiso. Ahora estábamos algo mejor armados que antes. Cada hombre tenía ciento cincuenta cargas de munición en lugar de cincuenta, y sucesivamente fueron entregándonos bayonetas, cascos de acero y unas pocas granadas. Corrían constantes rumores sobre inminentes batallas, rumores que, según he pensado desde entonces, eran difundidos de forma deliberada para mantener alta la moral de la tropa. No necesitaba gran conocimiento militar para darme cuenta de que no habría ninguna acción importante en ese lado de Huesca, por lo menos en aquel momento. El punto estratégico era la carretera que conducía a Jaca, en el otro sector. Más tarde, cuando los anarquistas atacaron la carretera de Jaca, nuestra tarea consistió en hacer «ataques de distracción» y obligar a los fascistas a retirar tropas del otro lado.

Durante todo este tiempo, unas seis semanas, sólo se realizó una acción en nuestra parte del frente. Fue un ataque que nuestras tropas de choque dirigieron contra el Manicomio, un asilo para enfermos mentales fuera de uso que los fascistas habían convertido en una fortaleza. Varios cientos de refugiados alemanes que servían en el POUM habían constituido un batallón especial llamado Batallón de Choque*, el cual, desde un punto de vista militar; se encontraba a un nivel superior al alcanzado por el resto de la milicia. Sin duda, se parecían más a soldados que cualquier otra tropa que yo haya visto en España, exceptuando la Guardia de Asalto y sectores de la Columna Internacional. El ataque, como de costumbre, se vio frustrado. ¿Cuántas operaciones efectuadas en esta guerra por tropas del gobierno
no
acabarían por frustrarse? El Batallón de Choque tomó el Manicomio por asalto, pero los hombres de no recuerdo ya qué milicia, encargados de apoyarlo ocupando la colina vecina al Manicomio, sufrieron una derrota aplastante. El capitán que los comandaba era uno de esos militares de carrera, de lealtad dudosa, a quienes el gobierno persistía en emplear. Fuera por miedo o por traición, puso sobre aviso a los fascistas arrojando una granada cuando estaban a doscientos metros. Me satisface poder decir que sus hombres lo mataron en el acto. Pero el ataque perdió su carácter de sorpresa, y los milicianos fueron machacados por un fuego cerrado y expulsados de la colina. Al anochecer; la milicia de choque tuvo que abandonar el Manicomio. Durante toda la noche, las ambulancias enfilaron el abominable camino a Siétamo, terminando de matar a los heridos graves con sus vaivenes.

Por aquel entonces todos teníamos piojos. Si bien seguía haciendo frío, la temperatura ya permitía su aparición. Sobre asquerosos bichos corporales tengo una amplia experiencia y puedo afirmar que, en cuanto a ensañamiento, el piojo sobrepasa a todo lo conocido. Otros insectos, los mosquitos por ejemplo, hacen sufrir más, pero, por lo menos, no son bichos
residentes
. El piojo a veces se asemeja a un diminuto cangrejo, y vive preferentemente en los pantalones. Aparte de quemar la ropa, no hay otra manera conocida de librarse de él. En las costuras de los pantalones depositan sus brillantes huevos blancos, como diminutos granos de arroz, que originan grandes familias a extraordinaria velocidad. Creo que a los pacifistas les sería útil ilustrar sus escritos con fotografías ampliadas de piojos. ¡Gloria de la guerra, sin duda! En la guerra,
todos
los soldados tienen piojos, al menos cuando hace bastante calor. Los hombres que lucharon en Verdún, Waterloo, Flandes, Senlac, Las Termópilas, todos ellos tenían piojos arrastrándose por sus testículos. Nosotros logramos mantenerlos a raya, hasta cierto punto, quemando los huevos y bañándonos con tanta frecuencia como podíamos soportarlo. Nada, sino la existencia de piojos, me hubiera arrastrado hasta ese río helado.

Todo escaseaba: botas, ropa, tabaco, jabón, velas, fósforos, aceite de oliva. Nuestros uniformes se caían a pedazos, y muchos de los hombres carecían de botas y usaban sandalias con suela de esparto. Por todas partes se veían pilas de calzado desgastado. Una vez mantuvimos ardiendo un fuego durante dos días a base de botas, que no constituían un mal combustible. Por esa época mi esposa se encontraba en Barcelona y solía mandarme té, chocolate y hasta cigarros, cuando era posible conseguirlos; incluso en Barcelona todo escaseaba, en especial el tabaco. El té era un regalo del cielo, aunque carecíamos de leche y casi nunca teníamos azúcar. Desde Inglaterra siempre enviaban paquetes a los hombres de nuestro contingente, pero nunca llegaban; alimentos, ropa, cigarrillos, todo era rechazado por la oficina de correos o confiscado en Francia. Resulta bastante curioso que la única entidad que logró mandar paquetes de té —y, en una memorable ocasión, una lata de bizcochos— a mi esposa fue la
Army and Navy Stores
[8]
. ¡Pobre
Army and Navy
! Cumplían su deber con notable eficacia, pero quizá se habrían sentido más felices si el contenido hubiera ido a parar al bando franquista de la barricada. Lo peor era la escasez de tabaco. Al comienzo se nos entregaba un paquete de cigarrillos por día, luego sólo ocho cigarrillos diarios y después cinco. Por fin, hubo diez días espantosos en que no se distribuyó nada de tabaco. Por primera vez en España, vi algo que se ve todos los días en Londres: gente recogiendo colillas.

Hacia finales de marzo se me infectó una mano; me la abrieron y tuve que llevar el brazo en cabestrillo. Tuve que ingresar en un hospital, pero no valía la pena ir a Siétamo por una herida tan leve, de modo que permanecí en el llamado hospital de Monflorite, que no era otra cosa que un centro de distribución de heridos. Estuve allí diez días, parte de ellos en cama. Los practicantes* me robaron casi todos los objetos de valor que poseía, incluidas la máquina fotográfica y las fotos. Todos robaban en el frente, como efecto inevitable de la escasez, pero el personal hospitalario siempre era el más ladrón. Tiempo después, en el hospital de Barcelona un norteamericano, que había viajado para unirse a la Columna Internacional en una nave que fue torpedeada por un submarino italiano, me contó que lo habían llevado herido hasta la orilla y que, mientras lo subían a la ambulancia, los camilleros le robaron el reloj de pulsera.

Mientras tuve el brazo en cabestrillo, pasé varios días felices vagando por la campiña. Monflorite era el acostumbrado amontonamiento de casas de barro y piedra, con estrechas callejuelas tortuosas semidestrozadas por los cañones hasta el punto de parecerse a los cráteres de la luna. La iglesia había quedado muy mal parada, pero era usada como depósito militar. En toda la vecindad había sólo dos granjas: Torre Lorenzo y Torre Fabián, y sólo dos edificios verdaderamente grandes, sin duda las casas de los terratenientes que alguna vez dominaron la zona; su riqueza contrastaba con las chozas miserables de los campesinos.

Justo detrás del río, cerca de la línea del frente, había un enorme molino harinero con una casa de campo. Sentía vergüenza al ver la enorme y costosa maquinaria oxidándose inútilmente y las tolvas de madera destrozadas para alimentar el fuego. Más tarde, para conseguir leña destinada a las tropas situadas en la retaguardia, se enviaron en camiones grupos de hombres que arrasaron el lugar sistemáticamente. Solían romper el suelo de una habitación arrojando en ella una granada. La Granja, nuestro almacén y cocina, probablemente había sido alguna vez un convento. Tenía grandes patios y dependencias exteriores, que ocupaban poco más de media hectárea, con establos para treinta o cuarenta caballos. Las casas de campo en esa región de España no encierran interés desde el punto de vista arquitectónico, pero sus granjas, de piedra enjalbegada, con arcos redondos y magníficas vigas, son lugares de gran nobleza, construidos de acuerdo con un plan que probablemente no ha sufrido alteraciones a lo largo de siglos. A veces, uno sentía una especie de oculta simpatía hacia los ex propietarios fascistas, al ver cómo trataba la milicia los edificios confiscados. En La Granja, toda habitación que no estuviera en uso había sido convertida en letrina —un horrible amontonamiento de muebles destrozados y excrementos—. La pequeña capilla adyacente, con las paredes perforadas por proyectiles, tenía el suelo cubierto de excrementos. En el gran patio donde los cocineros distribuían las raciones, el amontonamiento de latas oxidadas, barro, bosta y residuos en putrefacción era asqueante. Confirmaba una vieja canción militar:

¡Hay ratas, ratas, ratas,

ratas grandes como gatas,

en el almacén de intendencia!

Las que había en La Granja misma realmente eran grandes como gatos, enormes bestias hinchadas que se tambaleaban sobre lechos de excrementos, demasiado audaces como para huir a menos que se disparara contra ellas.

Por fin había llegado la primavera. El azul del cielo era más suave, el aire se tornó de pronto perfumado. Las ranas chapaleaban ruidosamente en las zanjas. Alrededor del bebedero al que acudían las mulas de la aldea encontré exquisitas ranas del tamaño de un penique, de un color verde tan brillante que la hierba joven parecía opaca a su lado. Los chicos salían con baldes en busca de caracoles, y luego los asaban vivos sobre planchas de hojalata. En cuanto el tiempo mejoró los campesinos comenzaron a aparecer para la labranza primaveral.

Prueba la confusión que envuelve a la revolución agraria española el hecho de que no pude averiguar con certeza si la tierra estaba colectivizada o si los campesinos simplemente se la habían dividido entre ellos. Me imagino que, en teoría, estaba colectivizada, pues era territorio anarquista y del POUM. En cualquier caso, los propietarios habían desaparecido, los campos se cultivaban y el pueblo parecía satisfecho. La cordialidad que nos dispensaban los campesinos nunca dejó de asombrarme. Para algunos de los más viejos la guerra debía de carecer de sentido; evidentemente ocasionaba una escasez general y deparaba a todos una vida triste y monótona. Además, hasta en los mejores momentos, los campesinos odian tener tropas establecidas entre ellos. Con todo, se mostraban invariablemente cordiales; supongo que se debía a la idea de que, por intolerables que pudiéramos resultarles en algunos aspectos, los protegíamos de sus antiguos patrones. La guerra civil es algo extraño. Huesca no estaba ni a diez kilómetros de distancia, era la ciudad mercado de esta gente, tenían parientes allí y todas las semanas de su vida la habían visitado para vender sus gallinas y sus verduras. Y ahora, desde hacía ocho meses, una barrera impenetrable de alambradas y ametralladoras los separaba de ella. A veces olvidaban está situación. En cierta oportunidad, me encontraba hablando con una anciana que llevaba una de esas diminutas lámparas de hierro en las que los españoles queman aceite de oliva. «¿Dónde puedo comprar una lamparilla como ésta?», le pregunté. «En Huesca», me respondió sin pensar, y luego ambos nos echamos a reír. Las chicas de la aldea eran espléndidas criaturas llenas de vida, con negrísimos cabellos y ondulantes andares. Tenían una actitud desenvuelta y franca de camarada, como de hombre a hombre, lo cual probablemente era una consecuencia de la revolución.

Hombres de raídas camisas azules y pantalones de pana negra, con sombreros de paja de ala ancha, araban los campos detrás de las mulas, que sacudían rítmicamente sus orejas. Sus arados eran unos artilugios espantosos que sólo revolvían el suelo, sin abrir nada que pudiera considerarse un surco. Los aperos de labranza eran penosamente anticuados debido al alto precio de todo lo que fuera de metal. Un arado roto, por ejemplo, se arreglaba una y otra vez hasta quedar constituido casi por completo de remiendos. Horcas y rastrillos se hacían de madera. No se conocían las palas en ese pueblo en que casi nadie poseía botas; cavaban con una azada ridícula semejante a las que se utilizan en la India. Había una grada que procedía directamente de las postrimerías de la Edad de Piedra. Estaba hecha de tablones unidos entre sí y tenía el tamaño de una mesa de cocina; en cada tablón se habían hecho centenares de agujeros, en cada uno de los cuales se había colocado un trozo de pedernal tallado con esa forma siguiendo el mismo procedimiento que los hombres solían utilizar hace diez mil años. Recuerdo mi sentimiento cercano al horror la primera vez que vi uno de estos objetos en una choza abandonada en tierra de nadie. Tuve que pensármelo dos veces antes de darme cuenta de que se trataba de una especie de grada. Me enfermó pensar en el trabajo que debía de haber dado la construcción de semejante cosa, y en la pobreza que obligaba a utilizar pedernal en lugar de acero. Desde entonces ha aumentado mi simpatía por el progreso industrial. A pesar de todo, en la aldea había dos tractores modernos, confiscados sin duda al principal terrateniente de la zona.

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