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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (43 page)

Ahora bien: cuando Nahueltruz comenzó a mostrar signos de humanidad, esto es, mantenerse erguido, gatear a velocidad impensable y, por fin, a caminar, su padre tomó posesión de él y lo manejó a antojo. «Para que se vaya acostumbrando», esgrimía, y lo colocaba en la montura delante de él. De nada valían mis protestas y enojos: Mariano Rosas estaba convencido de que Nahueltruz era más suyo que mío. «Así es entre nosotros, Uchaimañé», me consolaba Lucero. «Es por el bien del pichí (del pequeño), que aquí los hombres se pasan más tiempo de a caballo que con los pies en la tierra». No eran las palabras bien intencionadas de mi amiga las que me tranquilizaban, sino la certeza de que nadie dominaba mejor un caballo que Mariano Rosas.

Creo que Rosas quiere más a su picazo que a su madre. Entre él y su caballo, la relación va más allá del simple dúo bestia-amo. Mariano monta a Curí Nancú y se convierte en un centauro capaz de hacer cualquier cosa sobre el lomo del animal, que a su vez lo deja actuar libremente pues le tiene fe ciega. Curí Nancú percibe las intenciones de Mariano a través de sutiles señales: un apretón en los ijares, un tirón de rienda, un silbido más agudo, un silbido más grave, un cambio de postura sobre la albarda, y procede en consecuencia. Los ranqueles en general son hábiles jinetes, pero Mariano, reconocido por el propio Painé, que era habilísimo también, es de los mejores. En la cacería del avestruz, una de las hazañas más temerarias después de los malones, Mariano se destaca fácilmente en el grupo, provocando la furia y envidia de su hermano mayor, Calvaiú. Miguelito me explicó que se requiere muchísima destreza y habilidad para perseguir al avestruz y bolearla sin perder el equilibrio y caer entre los cascos del caballo. En estas correrías es común terminar con una pierna quebrada o un brazo dislocado. Desde pequeños, los ranqueles se entrenan en estas lides, donde adquieren la impetuosidad y el desprecio al peligro que tanto los caracteriza, cuando salen a maloquear. Están convencidos de que la caza forma a los buenos jinetes porque les enseña a montar rápidamente sobre la silla, a poner pie a tierra como el rayo, a lanzar el caballo a través de las dunas y guadales, a salvar las piedras, las madrigueras de vizcachas y los matorrales a la carrera, y a galopar sin detenerse aunque una parte de la montura se rompa o se caiga. En fin, se aprende a desestimar los accidentes.

A veces pienso que Mariano Rosas no le teme a nada. O se trata de un hombre de un valor extraordinario o de un inconsciente de capirote. Monta su caballo con la rapidez de una flecha, lo desmonta cuando el animal aún galopa a alta velocidad, se pone de pie sobre su lomo para atisbar el horizonte, se lanza a través de las irregularidades del terreno con una temeridad que quita el aliento; lo he visto montar en pelo o con la montura casi desguazada y mantener aun así la misma firmeza sobre Curí Nancú.

Los caballos de los ranqueles, por su parte, son distintos a los de los cristianos. Según Miguelito, la diferencia radica en la manera en que los indios los doman. Con sus técnicas, convierten a la bestia en un animal mansísimo y de una fortaleza increíble, que le permite cruzar un guadal, enterrado en el lodo hasta los ijares, con una ligereza que agotaría a los caballos de los cristianos apenas comenzada la travesía. He visto a Curí Nancú hacerlo en varias ocasiones: el animal se encabrita, se ladea, pero no cae, salta y empuja con denuedo, mientras Mariano lo guía con maestría y absoluto dominio, buscando las partes del pantano menos profundas y resbaladizas. Como parte de su amansamiento, los acostumbran a comer y a beber poco, y logran que el caballo resista hasta tres días sin agua ni forraje en el desierto.

Junto a ese padre temerario y prendido de las crines de Curí Nancú, crecía mi hijo Nahueltruz en absoluta libertad. En una tierra que sólo reconoce el horizonte como frontera, donde la gente vive en tiendas sin puertas, donde las órdenes del cacique general son acatadas si gustan a la mayoría, ¿cómo se suponía que le impondría límites a Nahueltruz? Era una batalla perdida antes de pelearla, de todos modos, me decía, no se trataba de educarlo para que se condujera en un salón de ciudad, él era parte de esos montes cerriles y por sus venas corría la sangre de los ranqueles.

Nahueltruz era un niño feliz. Querido y mimado por la familia y los amigos, conseguía lo que se proponía con una sonrisa o con un berrinche. Su cucu (abuela) le habría bajado la luna y el sol si se los hubiese pedido, y a nadie pasaba por alto que, así como Mariano era su hijo dilecto, Nahueltruz era el nieto que la cacica vieja más quería. Sus tíos lo malcriaban, en especial los menores, Epumer y Guenei. Resultaba sorprendente la adoración que Nahueltruz sentía por Epumer, uno de los ranqueles más feroces que conozco, en especial achumado, es decir, ebrio. Con Nahueltruz, sin embargo, Epumer revelaba una faceta dulce y tolerante, Nahueltruz lo seguía a sol y a sombra, lo imitaba y cumplía ciegamente sus mandatos. El cariño que ambos se profesan no ha menguado con el tiempo. Miguelito también siente debilidad por el hijo de su amigo Mariano Rosas, y, como él y Lucero sólo han tenido mujeres, “chancletas” según su decir, Miguelito busca en Nahueltruz al varón que nunca tuvo. Loncomilla es de las preferidas de mi hijo, y Dorotea Bazán, que le prepara la algarroba pisada y dulce como a él le gusta, y también el coronel Baigoma, que cuando visita las tolderías de Leuvucó le trae regalos y lo halaga con cumplidos. «¡Ah, ese toro!», exclama, luego de haber loncoteado y simulado perder la pelea. Nada disfruta tanto Nahueltruz como ser reconocido por los miembros de su pueblo en especial por su padre y por su abuelo Painé. Con todo, el mejor amigo de Nahueltruz es su perro Gutiérrez, que soporta con estoicismo que le tire de la cola, de las orejas, que lo monte, que se le cuelgue del cuello y le bese el hocico, porque entiende que nadie lo quiere tanto como su pequeño amo Nahueltruz. No se separan durante el día y, a la noche, Gutiérrez duerme junto a su camastro.

De todos modos, cuando se lastimaba las rodillas, cuando tenía hambre o sueño, Nahueltruz sólo quería los brazos de su madre. Y ahí estaba yo, abandonada la mayor parte de la jornada, lista para recibirlo y sanarlo, alimentarlo o acunarlo. A mi adorado Nahuel, como me gusta llamarlo. Me halagaba que, a pesar del cariño de tanta gente y de la inclinación que mostraba por la compañía de su padre, Nahueltruz siguiera buscándome cuando algo no andaba bien; yo era su refugio, a quien él recurría en busca de consuelo o remedio. Me tenía confianza, se entregaba a mis brazos y yo lo apretujaba contra mi pecho y le besaba la cabecita de cabello endrino hasta que el llanto pasaba.

A los tres años, Nahueltruz era más alto que su primo Catrüeo y, aunque delgado, presentaba una contextura fuerte y bien formada; rara vez se enfermaba, lo que llevaba a la cacica vieja a ordenarles a las demás mujeres de la familia: «Vayan y vean cómo Uchaimañé cría a mi nieto pichí; vayan y vean para que a ustedes no se les mueran los suyos». Esta invitación de la cacica vieja implicaba un aumento de madres con niños enfermos que visitaban mi toldo a diario, como también un aumento del resentimiento de las machis ranqueles, en especial de Kchifán, que no me perdonaba que la hubiese excluido para el nacimiento del hijo de Mariano Rosas.

Una tarde, de visita en el toldo de la cacica vieja, me sorprendieron los nauseas y un mareo que terminó en desmayo. Recuperé la conciencia en la pieza de Mariana gracias a las sales que Lucero había ido a buscar a mi toldo y que me pasaba, por la nariz. Mariana había mandado a llamar a su hijo, que trabajaba en las sementeras. Irrumpió en el toldo con el gesto desencajado, sudado y agitado. «Nada, m 'hijo, nada», replicó con una sonrisa la cacica a las preguntas barbotadas de Mariano. «Que su ñuqué le va a dar otro pichí, eso pasa. Usté debería saberlo mejor que naides», agregó con mueca socarrona, a la que Mariano no prestó atención; se arrodilló junto a la yacija y me quitó el pelo de la frente. Nos miramos intensa y significativamente mientras el resto pululaba en torno. Una vez solos, Mariano bajó el rostro y me acarició los labios con los suyos, y yo me aferré a su cuello y él se internó en la profundidad de mi boca.

Conmigo, Rosas sabía cuándo abandonar la traza de indio alzado y jugar el papel de amante devoto. De amante insaciable también, que con su lubricidad me había convertido en una mujer atrevida. Hacia tiempo que mis últimas barreras habían caído; el nacimiento de Nahueltruz había desfalcado los resquemores y recelos y terminado por enfrentarme a la verdad de que pertenecía y pertenecería el resto de mi vida a esos dos hombres, al padre y al hijo. Una noche, de las primeras que pasábamos juntos luego del parto, Mariano me dijo con malicia que él me acariciaba porque sabía que yo anhelaba ese placer que sólo él podía darme. Ni ofendida ni avergonzada, le confesé cuánto me gustaba que llegara la noche para que él me recorriera con sus manos, para que me poseyera, para que me diera placer y me hiciera temblar. Podía escucharme y verme confesándoselo, el alma me había abandonado el cuerpo y contemplaba inerte desde otro rincón de la tienda a esa mujer desfachatada. La que yacía con él y se le entregaba libremente en ese instante no era Blanca Montes, era esa otra, la famosa Uchaimañé, que sin miedo ni vergüenza le decía la verdad. Supongo que conseguí sorprenderlo, porque se quedó callado con los ojos oscurecidos fijos en los míos. No se burló de mí, tampoco me recordó la arrogante promesa de que algún día mi corazón le pertenecería. Luego de ese momento de desconcierto, me apretó contra su pecho, me besó la sien y susurró mi nombre.

Ramón Cabral, el platero, el que había hecho la ajorca que me regaló Pulqumay, había tenido una hija, la primera. Como su importancia crecía entre los caciques, Painé envió a su hijo Mariano como embajador para participar de los festejos y del “molfuintún”, es decir, la ceremonia donde se sacrifican los animales con cuya sangre se pintan las lágrimas bajo los ojos del recién nacido.

Mariano quería que Nahueltruz y yo lo acompañásemos. Lucero y Mainela me ayudaron a empacar y emprendimos la marcha una madrugada de verano. Miguelito se quedaba a cargo de las sementeras y de los animales, con órdenes tan precisas y variadas que Mariano se las hizo repetir hasta último momento. Pocas semanas atrás Nahueltruz había cumplido cuatro años y su abuelo Parné le había regalado un bayo con crines y cola negras de alzada imponente que Mariano no había terminado de domar. Aunque berreó y pataleó, su padre no le permitió montarlo y debió contentarse con la montura de Curí Nancú. Debido a mi estado (iba por la tercera luna de gestación, según las mediciones de la cacica vieja), Rosas seleccionó para mí una jaca mansa y pequeña, donde me ayudó a colocarme con ambas piernas hacia el costado derecho. Cerraban la comitiva una mula atiborrada de atados y presentes, y Gutiérrez.

Apenas dejamos el silencioso campamento de Leuvucó, Mariano rompió el mutismo para informarme que la toldería del cacique Ramón se hallaba a siete leguas hacia el sur por el camino a los montes de Carrilobo «Quiero que conozcas la Laguna de los Loros, también conocida como la Verde. Está de paso a lo de Ramón.» Agregó a continuación, con el único objeto de atraer la atención de su hijo, que esa laguna era famosa por los tigres que la habitaban. A mí la palabra tigre me traía pésimos recuerdos y me llenaba de presagios nefastos; a Nahueltruz, en cambio, lo colmaba de excitación; la idea de que ayudaría a su padre a cazar una de esas bestias feroces lo mantuvo entretenido y parlanchín gran parte del recorrido, olvidada por completo la pataleta por lo de su bayo.

El paisaje más bien triste me hacía acordar de mi huida, de los días interminables en que vagabundeé por ese desierto inclemente, sola y aterrada, con mi fiel Gutiérrez por toda compañía. «¡Qué desatino!», exclamé para mis adentros al tomar plena conciencia de la empresa disparatada en la que me habían embarcado los celos de Nancumilla y mi desesperación. Sólo pensar que podría haber muerto devorada por un tigre me produjo un escalofrío no obstante el calor que se tornaba agobiante minuto a minuto.

Entre los médanos se suelen formar lagunas que los indios llaman loocó (agua de médano), que es cristalina y deliciosa; yo obligaba a Mariano a detener la marcha bastante seguido para mojar la cabecita de Nahueltruz y darle de beber aunque no tuviese deseos. Nahueltruz y Gutiérrez aprovechaban para corretear en la pastura que circundaba la cadena de dunas, mientras Mariano llenaba los chifles y revisaba las monturas y yo disponía sobre una manta las viandas que Mainela nos había preparado. A Nahueltruz le llamaban la atención las manadas de gamos y guanacos que huían hacia el sur, los tucutucu (unos roedores muy simpáticos) que se animaban a asomar la cabeza de sus madrigueras, las gallinas del monte o miloún, que cacareaban para alejarnos de sus nidos, y las chuñas también, parecidas a los pavos y que los ranqueles aprecian por su carne blanda y sabrosa. Nahueltruz se asustó cuando un gato salvaje, al que los indios llaman huiñá, asomó la cabeza a rayas grises entre los arbustos y fijó sus ojos brillantes en nosotros; maulló mostrando los dientes. Rosas lo espantó con sólo levantar la mano, mientras Nahueltruz se escondía en mi regazo. Gutiérrez se mantuvo ajeno por un buen rato entretenido con una mulita que intentaba beber de la loocó hasta que el hambre lo hizo regresar a nuestro lado y dejar en paz al pobre animal.

A medida que avanzábamos, el monte de espinillos, caldenes y algarrobos que se extendía a un costado, como una isla en medio de las cadenas de médanos, comenzó a despejarse y terminó por convertirse en un paisaje verde y voluptuoso que ceñía a una amplia laguna de agua transparente y dulce: la Trecán Lauquen, como la llaman los ranqueles, o de los Loros, por la preeminencia indiscutible de estas aves en el alboroto general. El cuadro era magnífico y me dejó boquiabierta. Los flamencos rosados, los cisnes de cuello negro y las cigüeñas dominaban el paisaje. Había cuervos y garzas también, y variedades de patos. Al advertir nuestra presencia, las aves levantaron vuelo y, espantadas, aumentaron el incesante bullicio. Resultaba un espectáculo verlas volar en bandadas, en especial cuando describían curvas hacia uno y otro lado con destreza y precisión de relojero. Por fin, al convencerse de que no les haríamos daño, regresaron al agua y a las orillas plagadas de carrizos, juncos y achiras, y, aunque las estridencias menguaron, nunca se extinguieron por completo.

Mariano disfrutaba de mi embelesamiento y, mientras yo contemplaba el paisaje, él me contemplaba a mí. Hasta que nuestros ojos se cruzaron, y le aseguré: «Este es el lugar más hermoso que he visto». El apenas si levantó las comisuras de los labios en una sonrisa circunspecta, y asintió. Me ayudó a desmontar y, cuando me tuvo encerrada en su abrazo de hierro, me buscó para el beso que ambos ansiábamos, un beso silencioso, pletórico de significado. Nos besamos hasta que Nahueltruz le tiró del chiripá y le pidió que le cazara un jaguar. Sentados sobre la marisma, admirábamos los alrededores. Nahueltruz y Gutiérrez, en cambio, se dedicaban a espantar las aves porque les gustaba verlas hacer piruetas. Con todo, debíamos proseguir la marcha. Resultaba arriesgado que nos pillara la noche cerca de la Verde, la preferida de los jaguares, los pumas, los gatos monteses y los zorros por la abundancia de aves y otros animales menores. Me explicó Mariano que los felinos prefieren la noche para llevar a cabo sus cacerías y que por esta razón la laguna se vuelve un lugar tenebroso a esas horas. Los ranqueles le tienen miedo a la Verde y tejen todo tipo de supersticiones y leyendas que alimentan el pavor de las nuevas generaciones. «Sólo se trata de animales tratando de conservarse», resolvió Mariano con su habitual racionalismo.

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