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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (39 page)

En el interior del toldo se habían dispuesto dos filas de cueros de carnero recién cepillados y aseados, una frente a la otra. Painé me indicó un sitio y nos sentamos. El coronel Baigorria y los hermanos Felipe y Juan Saá, refugiados políticos, también habían sido invitados. En un principio, la presencia de esos cristianos me mortificó. Entre la indiada, mi situación irregular se tomaba con indiferencia; la cuestión adquiría un cariz completamente distinto ante Baigorria y los Saá. Me dije: «No soportaré que me contemplen con ojos compasivos y solidarios. No toleraré que me digan con la mirada: Sabemos que usted es la manceba de Rosas; sabemos el calvario en el que vive».
El coronel Baigorria, sin embargo, me observó con ojos vivaces y me extendió la mano. Su exquisito tacto y prudencia pronto me hicieron olvidar mi embarazosa posición, y volví a recuperar el dominio. Se conducía como si se hallara en una acostumbrada reunión de amigos y como si yo fuera la esposa de un hombre respetable.

Durante la cena, Baigorria se ubicó junto a Mariano y conversaron en buenos términos. Miguelito lo contemplaba embelesado y, cada tanto, lo interrumpía para decirle: «Se acuerda, mi coronel, de aquella oportunidad...», y relataba una anécdota de las batallas libradas bajo las órdenes del general José María Paz. Baigorria reía por lo bajo y repetía: «Me acuerdo, Miguelito, ¡cómo no me voy a acordar!». Me gusta el coronel Baigorria, es un hombre de gran corazón y cultura, constreñido a departir en medio de los indios a causa de la saña del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, que lo orilló a estas tierras dejadas de la mano de Dios. Aunque Mariano profesaba una devoción ciega por su padrino, eso no representaba un escollo en la amistad entre él y el coronel unitario. Los hermanos Saá, en cambio, no me causaron la misma impresión; un gesto ladino que parecía aire de familia me predispuso en contra de ellos.

El toldo de Painé era el más grande del campamento; nadie osaba construir uno mejor que el de él. Sus esposas y cautivas lo habían limpiado y barrido; aún flotaba en el aire el olor a tierra humedecida. Algunas mujeres servían a los invitados, otras se afanaban en las marmitas y ollas. Sólo Ranchita, la preferida del cacique general, formaba parte del convite y, sentada a la siniestra de Painé (a su diestra estaba Mariano), soportaba con palmario fastidio las caricias que el cacique no se molestaba en disimular. Mariana no se hallaba presente; hacía tiempo que no ponía pie en el toldo que alguna vez había presidido. Su ausencia me entristeció; me habría sentido más a gusto con ella como anfitriona. En cambio, no me agradó Panchita, presuntuosa y antipática, y, a pesar de que no soportaba al cacique general, saberse su debilidad le daba aires.

Miguelito ofició de lenguaraz. Mariano no me dirigió la palabra ni me miró lo que duró la comida, como si yo no existiese. Aunque nos amábamos con desesperación en las noches, durante el día existía un pacto tácito por el cual nos tratábamos con indiferencia. Nunca lo llamé por su nombre de pila en presencia de otros y me limitaba a captar su atención con la mirada o diciéndole: “señor Rosas” en un susurro que él siempre acertaba a escuchar. Mariano, por su parte, se dirigía a mí en araucano y sólo me hablaba en castellano en la intimidad del toldo.

Apenas comenzada la cena, Painé se interesó por saber cómo me había convertido en una “vicha machí” (gran médica), a lo cual respondí que, en realidad, mi padre había sido un gran médico y que yo sólo conocía una parte muy limitada del conocimiento que el doctor Leopoldo Montes había adquirido en la Universidad de San Marcos y con su experiencia. Baigorria le explicó qué era una universidad, concepto tan abstracto para Painé y sus indios como el de la Santísima Trinidad para San Agustín. Painé, gran admirador de los progresos cristianos, siguió preguntando, y la conversación derivó en cuestiones políticas y de otra índole que, para mi tranquilidad, me excluyeron. Me dediqué a observar. Había algo de inocencia en esos semblantes atezados y primitivos y reverencia en la mirada, como la del hijo pequeño que escucha las historias y anécdotas del padre, una aceptación inconsciente de que esos huincas eran superiores, que sabían más. Sólo Mariano lucía apático y no se maravillaba ante los comentarios de Baigorria y de los Saá; incluso a veces levantaba la vista para contemplarlos con aire incrédulo y sarcástico.

Una vez retirado el último plato, Painé anunció el comienzo del “yapaí” (brindis), que suele extenderse por horas hasta que quedan todos inconscientes y en estado lamentable. Mariano miró a Miguelito, que de inmediato se me acercó por detrás para susurrarme: «Es hora de marcharse, señora Blanca». Me puse de pie, lo que imitaron hombres y mujeres excepto Mariano, que permaneció en su asiento con la mirada baja, mientras jugueteaba con su chambao. Painé volvió a agradecerme que lo hubiese librado del chavalonco y me aseguró que ésa era mi casa; volvimos a apretarnos las manos y me marché con Gutiérrez y Miguelito como escoltas.

El aire fresco de la noche con su fragancia de aromos y tierra húmeda me acarició el rostro y me refrescó las sienes. Si bien nadie había cometido excesos, y los modales, aunque rústicos y poco delicados, no me habían ofendido, al dejar el toldo recuperé la serenidad. Debía aceptar que, pese a que Painé me había tratado con deferencia, su temperamento y aspecto me habían intimidado. Las comparaciones surgieron naturalmente, y en tanto descubrí semejanzas entre Painé y sus hijos Caluaiú, Huenchu y Epumer, no distinguí un rasgo o gesto común entre Mariano Rosas y su padre.

El cansancio, la tensión del ánimo y el dolor de cabeza (a lo último el aire del toldo se había viciado) me volvieron agresiva. «¿Y qué piensan hacer ahora?», pregunté de mal modo. «Y, señora, ahora van a chupar», expresó Miguelito. «¿El señor Rosas también?». «Y, sí», aceptó, con mohín timorato, y agregó deprisa que no era bien visto entre los ranqueles rechazar un yapaí y que debía hacerse “fondo blanco”, esto es, no dejar una gota en el tiesto. «Pero él jamás iría a usté achumao; él a usté la respeta», y era cierto pues, en ocasiones, luego de las comilonas en lo de su padre, pasaba la noche en lo de la cacica vieja.

Al día siguiente me despertó Mainela con la noticia de que el gobernador Rosas le había enviado a Mariano un regalo y una carta. El regalo era más que generoso: doscientas yeguas, cincuenta vacas, diez toros, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con prendas de plata, además de yerba, azúcar, tabaco, papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas. La carta decía: «Mi querido ahijado: no crea usted que estoy enojado por su partida, aunque debió habérmelo prevenido para evitarme el disgusto de no saber qué se había hecho. Nada más natural que usted quisiera ver a sus padres; sin embargo, nunca me lo manifestó. Yo le habría ayudado en el viaje haciéndole acompañar. Dígale a Painé que tengo mucho cariño por él, que le deseo todo bien, lo mismo que a sus capitanejos e indiadas. Reciba este pequeño obsequio que es cuanto por ahora le puedo mandar. Ocurra a mí siempre que esté pobre. No olvide mis consejos porque son los de un padrino cariñoso y que Dios le dé mucha salud y larga vida. Su afectísimo. Juan Manuel de Rosas. Post data: Cuando se desocupe, véngase a visitarme con algunos amigos.»

La carta no mencionaba el ataque que habíamos sufrido Escalante y yo ni mi cautiverio. Esto me llevó a conjeturar a lo largo del día, sin mayores esclarecimientos. ¿Habrían muerto María Pancha y el general sin poder contar lo que había ocurrido la mañana que dejamos “El Pino”? Sentí la necesidad de visitar a Dorotea Bazán; solía buscar con afán el refugio que me brindaban su mansedumbre y sabiduría cuando se me desasosegaba el alma y tenía deseos de llorar. «Painé hizo una distinción contigo anoche, Uchaimañé», expresó la mujer sin mayor introito luego de saludarme. «¿Dende cuándo agasaja a una mujer que no piensa llevarse a la cama? ¿Dende cuándo ofrece una cena pa'una cautiva?». Pero no era del gran honor que significaba la invitación del cacique general de lo que yo quería hablar. «Painé y Mariano no se parecen en nada», dije, luego de un silencio. «Justo, como que no son padre e hijo», admitió Dorotea, y levantó la vista para mirarme con fijeza. «Serías la responsable de varias muertes si alguna vez revelases el secreto que sólo mi comadre Mariana y yo compartimos. Pero eres la ñuqué de Mariano y es justo que lo sepas.»

Luego de esa advertencia, pasó a relatarme la historia de Mariana, nieta de una cautiva e hija de un cacique ranquel, que a la edad de catorce años había sido entregada en matrimonio a Painé, por aquel entonces un prometedor capitanejo, célebre por su arrojo y desprecio a la muerte en los malones. «Mariana no estaba enamorada de Painé; en realidad, nunca lo estuvo; lo respeta, porque es hombre de respetar, pero no lo ama. Su corazón, en cambio, pertenece y siempre pertenecerá al padre de Mariano, Juan Manuel de Rosas.»

Juan Manuel de Rosas sólo contaba con veintiséis años y ya era un rico terrateniente de la provincia de Buenos Aires. En su afán por ganar más terreno para sus animales y en la necesidad de acabar con los saqueos, Rosas se dio cuenta de que las relaciones cotí los indios del sur eran impostergables y de que tanto a los salineros de Calfucurá como a los ranqueles de Yanquetruz era mejor tenerlos de amigos que de enemigos. Haciendo gala de una largueza que poco tenía de desinteresada y de una paciencia que no lo caracterizaba, se metió en el bolsillo a los indios que, en su sencillez, terminaron por adorarlo como a un dios. Era al único huinca que respetaban porque nunca les faltó en un trato, sabía montar tan bien como ellos, era incansable y no le temía a nada. Rosas, junto a su íntimo amigo, Juan Nepomuceno Terrero, y a una tropilla de peones de su estancia “El Pino”, se adentraba en el desierto donde establecía nuevos puestos de vigilancia y fuertes que modificaban continuamente la línea fronteriza a su favor; asimismo, cuando llegaba a las tolderías, lo hacía con ganado y una tropilla de caballos de excelente alzada que ofrecía como dádiva; además entregaba azúcar, yerba, géneros, afeites y otras menudencias a las chinas, que admiraban al “cacique blanco” tanto como sus padres, hermanos y esposos.

En 1819, Rosas se enteró de que el chileno José Miguel Carrera andaba sublevando a la indiada de la Pampa con fines políticos, por lo que creyó imperativo organizar una visita a Tierra Adentro para “parlamentar” con Calfucurá, quien, a su vez, invitó a parientes y vecinos, entre ellos Yanquetruz y su indiada, para que conocieran al “señor del río Salado”, como llamaban a don Juan Manuel. El recibimiento fue digno de un rey; los indios lo rodearon y vitorearon con su algazara ensordecedora, mientras levantaban y sacudían las picas embellecidas con plumas de colores y regatones de plata. La figura imponente de Rosas y la belleza de su rostro se destacaban de la chusma; avanzaba sobre el lomo de su caballo con una sonrisa complaciente, mientras agitaba la mano a diestra y siniestra. Calfucurá salió a recibirlo a la enramada de su toldo; se abrazaron, se besaron en ambas mejillas, se volvieron a abrazar; finalmente, entraron.

Luego de presentarle a su hermano Namuncurá, el cacique salinero dirigió la mirada al lonco de los ranculche. «Éste es mi peñi Yanquetruz, el vicha lonco del Rancul-Mapú», expresó Calfucurá. Bien conocía Rosas la fama de Yanquetruz; comentarios acerca de la ferocidad y de la astucia del cacique ranquel lo habían alcanzado tiempo atrás. A continuación le presentaron a su hijo mayor, Pichuín, a quien Rosas le adivinó su naturaleza benevolente en la mirada lánguida y el apretón tímido de manos. Sin embargo, no era a Pichuín a quien el joven estanciero quería conocer; le habían hablado de otro ranquel, uno tan belicoso, temerario y picaro como el propio Yanquetruz, que sería su sucesor en opinión de los vichadores. El quería conocer a Painé Guor, o Zorro Celeste. «Pocas veces he visto a un hombre más intrépido, sereno e inteligente como ese Painé Guor», le había confesado el coronel de frontera Jorge Velasco a Rosas meses antes. «El propio Yanquetruz ha dicho que la lanza de Painé Guor es la única que se compara a la de él en el campo de batalla», agregó el militar con elocuencia.

Yanquetruz lo llamó, y Painé caminó hacia Rosas con aire digno y solemne. El cacique ranquel era tan alto y corpulento como el propio Rosas y ni un gesto ni un movimiento de su cuerpo delataban sumisión o humildad. Rosas lo admiró por ello y, a medida que se desenvolvía el parlamento y Painé exponía sus puntos de vista y criterios, llegó a respetarlo y a considerarlo un digno oponente.

En un rincón de la amplia tienda se hallaban las chinas, a las que Rosas halagó con una inclinación de cabeza. Una de ellas le sonrió seductoramente, y el joven estanciero se detuvo para estudiarla con simulada apatía. La muchacha, de unos dieciocho años, le sostuvo la mirada de ojos castaños y almendrados, una mirada osada y ardiente que lo impactó. Se le notaba la ascendencia blanca; sus rasgos no eran puramente araucanos sino que se le habían atemperado. Alta y robusta, dejaba entrever sin pudor la carne firme del muslo cobrizo que escapaba a la tela del chamal rojo. Rosas trató de concentrarse en el parlamento sin éxito: la imagen de esa mujer lo había hechizado.

Siguieron la comida y los yapaí. Don Juan Manuel, cansado del viaje y asqueado ante el espectáculo que ofrecían los indios ebrios, pidió permiso a Calfucurá para retirarse junto a su comitiva. Una vez instalado en el toldo, mandó a averiguar quién era la hermosa china que lo había desconcertado. Regresó el vichador con la información requerida: se llamaba Mariana, era la mujer del ranculche Painé con el que tenía un hijo de tres años, Calvaiú. Su abuela materna era cristiana de la zona de Achiras, al sur de la provincia de Córdoba. Rosas escuchó atentamente, sopesó los datos recibidos y, en una decisión irreflexiva, le ordenó al vichador que, una vez comprobada la completa beodez de Painé, invitase a Mariana a su toldo «para conversar».

Rosas y Mariana se encontraron las cuatro noches que duraron los parlamentos en el campamento de Calfucurá. La joven ranquel se entregó al cacique blanco de los ojos azules porque la pasión avasallante que experimentaba por primera vez le hizo perder la cordura y olvidar sus deberes de esposa. No podía dominar ese sentimiento que la arrastraba al toldo de Rosas para recibir el placer que él le prodigaba y que a ella la hacía gritar. Rosas le desataba el cabello espeso que invariablemente llevaba en un rodete y que le bañaba la espalda desnuda hasta la cintura; le acariciaba el cuerpo con delicadeza y la besaba en los labios, le rozaba los pezones sensibles y endurecidos, enredaba los dedos en el vello de su pubis, la tocaba entre las piernas con manos expertas y, cuando por fin se tumbaba sobre ella y la penetraba, Mariana se sacudía y gemía dominada por el gozo.

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