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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (38 page)

Blasco llamó a la puerta y Laura salió a atenderlo. El niño hizo un mohín al enterarse de que su patrona no lo necesitaría esa tarde para acompañarla a lo de doña Sabrina ni para protegerla del coronel Racedo y de otros peligros inminentes.

—Pero te necesito para algo mucho más importante —dijo Laura con acento engatusador—. Necesito que vayas donde Nahueltruz y le des esta nota a él y nada más que a él —y le entregó un papel sin sobre ni lacrado; de todos modos, el niño no sabía leer.

En el convento de San Francisco, Blasco encontró a Nahueltruz trepado a una escalera mientras martillaba el techo del establo. Al verlo, Nahueltruz lo saludó desde arriba y continuó con su trabajo.

—Tengo algo para ti —dijo Blasco—. De la señorita Escalante.

Nahueltruz bajó rápidamente y Blasco le puso el papel sobre la palma de la mano. «Amor mío, esta noche voy a quedarme a cuidar a Agustín. No podremos vernos. Tu Laura». Masculló por lo bajo y volvió a subir la escalera sin percatarse de que Blasco lo contemplaba con ojos de besugo.

—¿Algún problema, Nahueltruz?

—Nada, nada. Ve nomás que tu abuela Carmen debe de estar preocupada. Y gracias por haber traído la nota.

En la seguridad de hallarse solo, Nahueltruz asestó un estruendoso golpe con el martillo e insultó en araucano. No la vería esa noche. ¿Y ahora qué hacía él con la ansiedad que había acumulado a lo largo de esa jornada? Lo irritó pensar que Laura se hubiera ofrecido muy servicial en lugar de María Pancha olvidándose de él. La frustración se mezcló con los celos que había experimentado al escucharla mencionar al tal Julián, y el ánimo se le tornó negro y agorero. Por la noche, como era costumbre, el padre Donatti apareció con un plato de comida y una hogaza de pan, y se sentaron a conversar. La charla con el franciscano lo alejó de sus cavilaciones y lo serenó. Hablaron de Epumer, tío de Nahueltruz, y de su carácter irascible que a veces complicaba las cosas con los cristianos; de la situación de los indios en el fuerte, lamentable a juicio del franciscano; de lo bien que ambos habían encontrado ese día al padre Agustín y de lo bien que le había hecho la presencia de su hermana y de la mujer que lo había criado. Luego de una pausa, con la actitud y gesto de quien aborda un tema espinoso, el padre Donatti inquirió:

—¿Sabes que el general Escalante llegará dentro de poco?

—Sí.

—El doctor Riglos viajó a Córdoba a buscarlo. Estarán aquí...

—¿El doctor Riglos? —interrumpió Nahueltruz.

—Sí, el doctor Julián Riglos, gran amigo de los Montes. Él viajó con Laurita y María Pancha hasta aquí y, pocas horas después de haber llegado, se marchó a la ciudad a buscar al general porque Agustín lo reclamaba con angustia, a pedido de Laura, obviamente. Un gran hombre, un gran hombre —rumió el padre Donatti, y se quedó meditabundo.

—¿Un hombre mayor? —tentó Guor que no sabía cómo referirse al tema sin evidenciar su interés.

—No, no, en la flor de la edad diría yo.

—¿Casado?

—Viudo.

Donatti comentó acerca de la excelente reparación que Nahueltruz había llevado a cabo en las sillas del refectorio, y desbarató la posibilidad de retomar el hilo de la conversación. Se despidieron minutos después, y Nahueltruz se aprestó para pasar la noche; se recostó en el jergón relleno de paja, puso las manos bajo la cabeza y fijó la vista en el techo del establo. «¿Qué sigo haciendo acá?», se preguntó. El convencimiento de que el asunto con Laura Escalante era un desatino se apoderó de él una vez más. Se había enamorado como un jovenzuelo de la mujer equivocada. Ella era la princesa, él, el mendigo que le suplicaba; ella, la huinca refinada, él, el ranquel salvaje. La racionalidad y sensatez que lo caracterizaban se habían esfumado. Aunque consciente de que Lahitte o el tal doctor Julián Riglos encarnaban el tipo de hombre que correspondía a la posición de Laura, Guor la quería toda para él y lo volvía loco imaginarla en brazos de otro. «Laura se entregó a mí, no a ellos», reflexionó, y lo que parecía un absurdo momentos atrás tomó un matiz distinto; después de todo, si ella lo había elegido conociendo su origen, ¿por qué debería imponerse el castigo de apartarla cuando era lo único bueno que le había sucedido en años? «No tengo espíritu de mártir, —masculló—, y hace tiempo que sé que mi índole es egoísta, igual que la de mi padre».

Un ruido imprevisto lo puso en alerta; se incorporó y aguzó la mirada. Enseguida escuchó pasos que resquebrajaban el forraje del suelo. «Pasos de alguien liviano», meditó, porque resultaban apenas audibles. Levantó la nariz e inspiró profundamente sin hacer ruido. Aroma a rosas, aroma a Laura. Tanteó hasta dar con la lámpara de cebo y encenderla. A escasos metros estaba Loretana, que fruncía los ojos miopes en un intento por acostumbrarse a la penumbra circundante.

—¡Nahueltruz! —exclamó, y corrió hacia Guor, que se levantó de un salto.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sin ocultar el enojo, y la aferró por los brazos antes de que se le echara al cuello—. ¿Estás loca de aparecerte así durante la noche? Pude haberte matado —la increpó y, con un movimiento brusco de cabeza, señaló el facón.

—¿Matar a tu Loretana? Con todo lo que te gusto, ¿serías capaz de matarme?

Loretana estiró la mano y se las arregló para acariciarle la mejilla, pero Guor retiró la cara.

—¿Cómo carajo llegaste aquí? —exclamó en cambio, y la soltó.

—Seguí a Blasco, ¿qué más? Yo sabía que ése conocía tu escondite. Tuve pacencia y lo seguí hoy todo el día.

—Vamos, Loretana, regresa a lo de tu tía antes de que aparezca algún cura y nos eche a los dos a patadas.

—No tengo pensado regresar en toda la noche ahora que te encontré. Y no te priocupes, no nos van a escuchar. Voy a gritar bajito cuando te tenga dentro de mí —añadió con mueca seductora, mientras le tanteaba el bulto en la entrepierna.

Guor dio un paso atrás como si el contacto lo hubiese quemado. No obstante haberse acostado con ella muchas veces, la idea de hacerlo ahora lo repugnaba. Pensó en Laura, y una premura por deshacerse de Loretana casi lo lleva a perder el control. La aferró por el antebrazo y la sacó a la rastra.

—¡Ey, loco! ¡Suéltame! ¿Qué te pasa? ¿Te volviste marica o qué?

—Te pedí que te fueras, Loretana —reiteró Guor.

—Tá bien, tá bien —aceptó la muchacha—. Entiendo que no quieras que estemos aquí. Vamos a lo de mi tía, entonces; en mi habitación nunca nos escuchó naides.

—No.

—¿No?

—No puedo, mañana tengo que madrugar.

—¿Y dende cuando madrugar es un problema pa'vos?

—Desde ahora.

—Tienes otra.

—Loretana, no me hagas perder la paciencia.

—Tú tienes otra. —Guor se quedó callado y le evitó la mirada—. ¡Sí, tienes otra! —se convenció—. ¿Quién es? Dime quién es. ¿La conozco? ¿Es ranquel o huinca?

—Se acabó —prorrumpió Nahueltruz, y la llevó hasta el portón de mulas, que abrió con sigilo—. Vamos, sal, no quiero problemas.

—Nahueltruz... —sollozó Loretana—. Me estás echando, me dejas ir sola en medio de la noche.

—Sola viniste en medio de la noche, sola te vuelves.

—Nahueltruz, mi amor —dijo con acento suplicante, y lo abrazó.

—Loretana —insistió Guor, y volvió a quitársela de encima.

—Nahueltruz, yo te amo —confesó la pulpera, y le buscó el rostro para deleitarse con la sorpresa de él. Pero el gesto de Nahueltruz parecía de piedra: sus ojos la fulminaban, se le dilataban las fosas nasales y apretaba los labios. Evidentemente, que ella lo amara le importaba un ardite.

—¿Qué se te cruzó por la cabeza? —se enfureció—. ¿Que podías revolcarte conmigo y satisfacerte como un puerco y dejarme cuando quisieras? —Enseguida lamentó el arrebato y se le echó al cuello—. ¡Perdóname, Nahueltruz, perdóname! Yo te quiero, te quiero, ¿entiendes? Podemos irnos juntos, lejos, dejar este pueblo de miserables, esta vida de pobres. Vayamos a Buenos Aires. Yo tengo algunos riales ahorraos; dentro de poco recibiré más, con eso nos alcanzará pa'comenzar. Vamonos juntos, vamonos.

—Loretana, no quiero herirte, pero mejor hablar claro y sin rodeos: no estoy enamorado de ti y no tengo planeado dejar mi vida ni mi tierra para ir detrás de nadie. Ahora, por favor, sal del convento y vuelve a lo de tu tía Sabrina.

—¿Y lo que hubo entre nosotros? —Guor le lanzó un vistazo significativo, que la encolerizó—. ¿Eso no importa pa'vos? ¡Vamos, habla!

—¡Basta! —prorrumpió Guor por lo bajo y terminó de sacarla fuera—. Te dije que no quiero herirte, pero si no entiendes por las buenas, puedo ser cruel y duro.

—¡Me usaste! ¡Me usaste tú también! ¡Qué te crees, que soy de palo, que no tengo sentimientos ni corazón! ¡No tú, Nahueltruz! ¡No tú!

—Loretana, por favor...

Loretana le asestó una bofetada que más que dolerle lo desconcertó. Se miraron fijamente; los ojos de ella chispeaban en la oscuridad como los de un gato. Nahueltruz dio media vuelta y entró en el convento. Luego de cerrar el portón, escuchó que Loretana lloraba.

La tormenta que había azotado mi vida escampó, y la resignación trajo consigo la paz. No tener que resistir a mi naturaleza y al destino me devolvió la serenidad y me permitió reencontrarme. Por fin, la idea de que pertenecía a esos parajes desolados, a esas tolderías de cuero y a ese salvaje, se apoderaba de mí lenta y naturalmente. Día a día aquella realidad, tan abyecta en un principio, se convertía en mi realidad. Sin darme cuenta, me volvía parte de los ranqueles, y sus costumbres, ritos y lengua comenzaban a resultarme familiares. Mainela y Lucero notaron el cambio y lo comentaban entre ellas mientras me miraban con cautela. Una tarde, cuando Mariano mandó poner un catre más grande en mi pieza y yo no me opuse, mis fieles amigas presintieron el rumbo que tomaban los acontecimientos.

Curar el lomo de Gutiérrez y la herida causada por el jaguar y, sobre todo, las llagas de Catrileo, el hijo de Pulquinay y Calvaiú, me otorgaron la reputación de una machí (curandera o médica) de las mejores, y no pasaba un día sin que alguien aplaudiera en la enramada y me pidiera ayuda o consejo. Con todo, debía ser cautelosa porque los ranqueles, en su supersticiosa ignorancia, suelen culpar a las machis de las muertes de sus seres queridos, y las pobres terminan sus días con un golpe de boleadoras en la cabeza. También se busca como chivo expiatorio a alguna enemiga del difunto o de la difunta, se la acusa de bruja y se le da muerte. «Sólo acepte a aquellos que sabe que va a poder ayudar», me advirtió Miguelito, sin duda cumpliendo órdenes de Mariano Rosas.

Lo cierto es que los últimos vientos veraniegos del Norte trajeron aparejadas conjuntivitis, jaquecas, diarreas y toda clase de pestes que me ocupaban el día entero. El chavalonco (jaqueca)- tenía mal al gran cacique general Painé, que se quejaba de «ruido en la cabeza». Mariana me visitó para pedirme una poción que aliviara el malestar de su esposo. Tío Tito preparaba unas gotas con dos partes de éter sulfúrico y tres de alcohol que habían dado que hablar en su época por lo eficaces para eliminar las migrañas más pertinaces y que yo suministraba con gran éxito a tía Carolita en sus días de regla. Sin embargo, como suponía que los malestares de Painé no se debían sólo al fastidioso viento Norte sino a las comilonas y excesos de pulcú y chicha, recomendé además té de tabaquillo y manzanilla. «Y circunspección en los alimentos y en las bebidas», agregué, y Mariana hizo un gesto desesperanzado.

Painé recuperó la salud pocos días después y le pidió a Mariana qu
e
me invitara a cenar a su toldo. Volví a vestir el pilquen rojo de Lucero y me coloqué en el brazo la ajorca de plata regalo de Pulquinay. Me dejé el pelo suelto y, como Lucero insistió, me pinté los labios con carmesí. Me contemplé en el espejo que Mariano Rosas le había comprado a Ricabarra y descubrí a una nueva mujer. Blanca Montes había dejado de existir; Uchaimañé había tomado su lugar. Nada me importaba, ésa era tierra de herejes y salvajes, de perdidos y perdidas, me dejaba llevar, me volvía una de ellos, me gustaba. Después de todo, ¿a quién debía rendirle cuentas? Lejos de mi mundo, nada ni nadie contaba. Pensé en Dios, y me dije que había sido Él quien me había puesto en manos de ese salvaje, porque eran las manos lúbricas de Mariano Rosas las que hacían de mí esa mujer.

Cuando entré en el toldo de Painé, el grupo se silenció y varios pares de ojos se fijaron en mí. Para disimular la tensión, acaricié la cabeza de Gutiérrez y le ordené que se sentara en la enramada. Pulquinay se separó de su esposo y salió a mi encuentro. Nos abrazamos. Señaló la ajorca en mi brazo y comentó en araucano. Los demás asintieron con aprobación. Me saludó Güenei, la única hija de Painé y de Mariana, que me presentó a los demás invitados; primero a la familia real: Calvaiú, primogénito, esposo de Pulquinay; Huenchu, el tercer hijo varón y esposo de Ayical, y por último Epumer. Terminadas las presentaciones generales, Güenei me tomó del brazo y me condujo frente a su padre. A pesar de que había visto a Painé de lejos, generalmente sobre su alazán, al tenerlo tan cerca de mí, me llevé una fuerte impresión. Sobresalía de sus pares, generalmente retacones y de estructura pequeña, por lo alto y corpulento. Vestía ropas finas de paisano y ostentaba en la cintura una rastra de monedas de plata. El cabello encanecido le rozaba los hombros y por entre medio le asomaban las orejas, notables por su gran tamaño, indicio de sangre noble entre los araucanos. Su rostro, redondo y chato, era grotesco, de pómulos prominentes, labios gruesos, bigote más bien ralo que parecía de cerda y ojos pequeños y sesgados de color verde claro. Las pestañas apuntaban hacia abajo. Con todo, sonreía afablemente, y eso beneficiaba a sus facciones poco agraciadas. Le extendí la mano con recelo y él me devolvió un apretón firme y seguro. Me llamó “ñagüé”, que quiere decir hija, y me agradeció que le hubiese quitado «el ruido de la cabeza». Con el tiempo aprendí que, a pesar de su aspecto, Painé albergaba un alma buena y generosa; era conocida su munificencia, y siempre compartía lo que poseía. Sin embargo, no le faltaba el carácter necesario para mantener a raya a esa horda de hombres bravos. Cuando algo no se llevaba a cabo de acuerdo con su gusto o sus indicaciones, el ceño feroz que acentuaba su fealdad hacía temblar a cualquiera. Como buen indio, perdía el control y se tornaba violento durante las borracheras que a veces le duraban días; no obstante, poseía el buen tino de avisar cuando decidía emborracharse, alertando a los cautivos, sus víctimas preferidas en ese estado. Dije que no he visto morir de tuberculosis o consunción a ningún ranquel, situación que atribuyo a la cantidad y tipo de carne que comen a diario; igualmente digo que los varones ranqueles mueren en su mayoría de graves afecciones biliares, en especial cirrosis, causada por el abuso de las bebidas de preparación casera y de altísima graduación alcohólica.

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