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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (37 page)

Agustín no estaba en cama; lo habían sentado en la mecedora entre almohadones, con los pies en un escabel y una manta liviana sobre la espalda y otra sobre las piernas. Lucía cómodo y tranquilo. Respiraba con cierto esfuerzo pero sin la agitación que tanto angustiaba al doctor Javier. Laura repitió el rito de tocarle la frente y se alegró al encontrarla fresca. Su hermano, sin embargo, mostraba los estigmas de la enfermedad en el rostro y en el cuerpo.

—¿Cómo le gusta el café, señor Guor? —preguntó Laura, y se atrevió a mirarlo por primera vez.

—Negro, con cuatro cucharadas de azúcar.

«Negro, con cuatro cucharadas de azúcar», repitió para sí, ávida por conocer los gustos del hombre que amaba.

—Gracias —dijo Guor cuando le entregó la taza, y solapadamente le acarició la mano.

Laura regresó a la mesa con las mejillas arreboladas. Siguió afanada en servir el desayuno a su hermano con el rostro bajo que escondía una sonrisa. Aunque la conversación entre Agustín y Nahueltruz la excluía —ignoraba a las personas de las que hablaban y los hechos que mencionaban— también la fascinaba porque hacía referencia a ese mundo de Guor que su hermano conocía tan bien y ella tan poco.

—¿Qué son esos papeles? —se interesó en una pausa, y señaló los documentos que Guor había apartado de la mesa.

—Unos asuntos que quería poner en orden —replicó Agustín, y Laura, que lo notó incómodo, no se atrevió a preguntarle qué diantres tenía que ver el cacique Guor con sus asuntos legales.

—Julián podría haberse hecho cargo de eso —dijo en cambio.

Ante la mención de ese nombre, una sutil alteración se operó en Guor. Los celos le congelaron la sonrisa que, poco a poco, se esfumó. Sobre todo lo irritó el aire de confianza con que Laura había pronunciado ese nombre: «Julián», como si lo conociese de una vida, como si se tratase de alguien importante.

—Para ser sincero, no me di cuenta de que podía contar con la ayuda del doctor Riglos para estos menesteres —reconoció Agustín, y añadió—: Mejor así, Laura, no quiero abusar de él después de todo lo que está haciendo por nosotros.

—Debo retirarme —anunció Guor, mientras tomaba los papeles y su sombrero.

Laura le lanzó un vistazo lleno de súplica. Sus ojos parecían reclamar: «¿Por qué te vas? ¿Por qué me dejas sola? ¿Qué cosa tan importante tienes que hacer para irte de mi lado?». Sin mirarla, Guor interpuso que había prometido a fray Humberto terminar la reparación del gallinero, además de comenzar otros arreglos en el establo y en el refectorio.

—Lo acompaño hasta la puerta.

—No, Laurita —interpuso Agustín—, Nahueltruz conoce bien el camino de salida, y yo necesito hablar contigo. Hasta luego, Nahueltruz —saludó Agustín, y le estrechó la mano.

—Hasta luego —respondió él, y se marchó sin volver la vista ni una vez.

Laura regresó al lado de Agustín y ensayó una mueca alegre. Le tomó la mano y se la besó, y Agustín le acarició la cabeza y la llamó “hermanita querida”. Se pusieron a rememorar los tiempos en Córdoba, cuando Agustín aún vivía en lo del general Escalante y la llevaba a la plaza después de misa los domingos, le enseñaba latinismos y le regalaba alfeñiques a escondidas. Era la primera vez desde su llegada a Río Cuarto que Laura contemplaba a su hermano sin temor a perderlo; sabía que lo peor del carbunco había pasado, confiaba en el criterio de María Pancha y se aferraba a esa creencia porque en ese momento tan feliz nada podía resultar mal.

—¿No has tenido noticias de papá? ¿El doctor Riglos no te ha escrito?

—No. Supongo que pronto los tendremos entre nosotros, ya verás. De acuerdo con lo que Julián decía en su carta, estimo que llegarán en una semana, no más.

—Bien, una semana no más —repitió Agustín para sí, y perdió la mirada. Volvió a la realidad para suplicarle a Laura—: Quédate esta noche. María Pancha está extenuada. La noté muy desganada. No ha dormido ni comido adecuadamente en días y temo por su salud. Es de hierro, mi negra, pero no debemos abusar.

—Sí, sí —se apresuró a aceptar Laura, y de inmediato cayó en la cuenta de que esa noche no podría encontrarse con Nahueltruz.

Durante mi convalecencia, Lucero y Mainela me cuidaron con esmero. Dorotea Bazán me visitaba a menudo y me traía noticias de Gutiérrez. Pulquinay aparecía frecuentemente, siempre con algún presente. Incluso la cacica vieja, que rara vez dejaba su toldo, se presentó una tarde junto a su hija Güenei. Me traía el quillango de pieles de guanaco que me había prometido la tarde que la visité. Mainela colocó unos asientos junto a mi catre y madre e hija se acomodaron. Lucero les ofreció aloja y empanadas rellenas de batata que Dorotea Bazán había traído esa mañana. Se hizo un silencio mientras bebían y comían, y el gesto severo de la cacica vieja me hizo temer una reprimenda. Paradójicamente, frente a esa mujer me avergonzaba de mi acción, me arrepentía de haber escapado, no por el riesgo que había implicado sino por el desprecio que había significado para su hijo Mariano; me fastidiaba sentirme incómoda y culpable, pero no podía evitarlo. En el fondo, habría preferido una admonición a ese trato distante y solemne.

Mariana y Güenei no mencionaron mi huida y se limitaron al interrogatorio de costumbre: mi salud, si necesitaba algo, si me encontraba cómoda, si me gustaba el quillango, si se me antojaba un poco de puchero recién preparado. La visita no duró mucho y, apenas empezó a oscurecer, se despidieron. «Sólo porque la cacica vieja sabe cuánto significas para Mariano es que ha venido a verte; con otra, ella no haría eso e indicaría algún tipo de castigo», aseguró Lucero, que no perdía oportunidad para ensalzar a su amigo, y, aunque yo mantenía reserva y silencio, me daba cuenta de que estos encomios no me importunaban como antes.

«¿Y Ñancumilla?», me atreví a preguntar, y el vistazo que me lanzó Lucero me dio a entender que sabían de la intervención de la india en mi fuga. «Al día siguiente de que te fuiste, cuando no podíamos encontrarte por ningún lado, uno de los lanceros que había estado de guardia en tu enramada recordó haber visto a Ñancumilla escurrirse dentro de tu toldo. Mariano temía que esa pícara te hubiera dado un mazazo en la cabeza y arrojado tu cuerpo en el monte para que se lo disputaran las bestias. La inquirió de mal modo y la golpeó hasta que la muy pérfida confesó que había sido ella la que te había convencido de escapar, que te había dado una yegua vieja y enclenque y llenado los zurrones de piedras y los odres de arena. Painé quería matarla con un bolazo, porque ayudar a escapar a un cautivo se paga con la vida aquí, pero Mariano intercedió y le salvó el pellejo. Su familia, que está emparentada con los Guor, la reniega, y Ñancumilla ha tenido que pedir asilo en la toldería del cacique Caiuqueo con lo que llevaba puesto.»

En los días que guardé reposo, no vi a Mariano Rosas. Después de la tarde en que lloré en sus brazos y le permití besarme y me permití responder a su ardor, Mariano se mantuvo apartado. Miguelito se apersonaba cada mañana para interesarse por mi salud, mi ánimo y mis necesidades, que satisfacía solícitamente. «Miguelito, —dije en una ocasión—, quiero ver a mis sirvientes, los que iban en las carretas; deseo saber cómo están y si saben algo de mi amiga María Pancha.» Se lo había pedido tiempo atrás, pero parece que Mariano no consideró propicio el reencuentro en aquella oportunidad pues Miguelito nunca volvió a mencionar el tema. Ahora, sin embargo, la fortuna me sonreía y, dos días más tarde, Miguelito apareció en la enramada con Gaspar, el carretero más antiguo del general Escalante, que se quitó la boina y se arrojó a mis pies, donde lloró amargamente. «¡Señora, señora mía! ¿Qué le han hecho estos bárbaros?», balbuceaba el buen hombre, y yo pugnaba por no perder la compostura. Mainela lo convidó con aguamiel y le acomodó un asiento frente a mí. Más repuesto, Gaspar detalló el ataque de los indios y me aclaró que María Pancha había saltado de la carreta y buscado refugio entre unos arbustos. «Quizás habría sido mejor que se dejara atrapar», interpuse con aire melancólico. «En medio de ese páramo, ¿qué habrá sido de ella? ¿Cómo habrá encontrado el camino para regresar a “El Pino”? Habrá padecido sed y hambre», me angustié. En ese momento acepté que probablemente hubiese muerto. Gaspar me aseguró que María Pancha era la mujer más “vicha” (astuta) que conocía y que seguramente habría llegado a “El Pino” sin dificultades. «Yo mismo en esos días de viaje le enseñé algunas cosas, como los puntos cardinales, p'dónde queda Córdoba, p'dónde Buenos Aires, y otros secretos que aprendí después de haber hecho ese recorrido a lo largo de tantos años con el general Escalante, que Dios lo tenga en su santa gloria (y se persignó). Y María Pancha me prestaba atención, señora, y aprendía ligerito, que es bien vicha, como le digo». Quizá Gaspar tenía razón: María Pancha se había salvado y Escalante estaba en la santa gloria del Señor. No tuve fuerzas para seguir indagando y lo despedí luego de preguntarle si lo trataban bien. «Muy bien, señora. El indio Pincén es bueno como un cristiano».

Una mañana, antes de que llegaran Mainela y Lucero, sintiéndome con ganas, me vestí, coloqué una pastilla de jabón, una toalla y una muda de ropa en una canasta y marché a la laguna a tomar un baño decente. Durante esos días de enfermedad, Mainela hervía agua y me ayudaba a higienizarme dentro del toldo, pero la faena resultaba complicada e incómoda, y nunca me sentía completamente limpia. Esa mañana, cuando el sol apenas asomaba y una brisa fresca y fragante se me arremolinaba en el pelo suelto, partí rumbo a la laguna. Los gallos aún no cantaban y el campamento seguía durmiendo. Me dirigí a una zona de la orilla especialmente poblada de carrizos y totoras donde me quité la ropa. El agua estaba fría, pero vigorizante. Me enjaboné el cuerpo y, mientras me lavaba el cabello, sentí una mano sobre el hombro. Pegué un alarido que alejó a las aves e hizo chillar a los loros. Tambaleando, volteé: era Mariano Rosas. Arrebaté la falda y me cubrí el torso desnudo. Bajé la vista, desconcertada, incapaz de emitir sonido. «No deberías venir sola a la laguna, —señaló—. ¿Es que acaso no aprendiste lo traicionera que puede ser mi tierra?», y comenzó a deshacerse de sus ropas.

Me vestí deprisa con la piel enjabonada, decidida a moverme a un sitio apartado. «No te atrevas a alejarte un paso», me advirtió, y caminó hacia mí. Era la primera vez que lo veía completamente desnudo. Tenía el cuerpo duro y recio, cruzado de fieras cicatrices. Su desnudez era imponente. Un escalofrío me erizó la piel y un cosquilleo me jugueteó en el estómago. Aunque me había hablado con dureza, Mariano no lucía enojado y sus labios se sesgaban en una sonrisa irónica. Me quitó la canasta y la dejó sobre la marisma y, cuando intentó desabotonarme el justillo, lancé un gemido lastimero y retrocedí. Él, seguro y decidido, avanzó y se deshizo de mi atuendo, suave y pacientemente. Cerré los ojos y contuve el respiro, la voluntad quebrada por completo. El calor en la entrepierna me aflojaba las rodillas y tuve la certeza de que habría caído al suelo si él no me hubiese sostenido.

«Vamos a nadar», ordenó, y aduje que no sabía hacerlo. Rió y, encaramándome en sus brazos, se adentró en la laguna. No me molestó el contacto manso de nuestros cuerpos desnudos, y me atrajo el contraste de nuestros colores. A medida que nos apartábamos de la orilla, la inseguridad me obligaba a aferrarme a su cuello y a mostrarle mi vulnerabilidad. Me dejó en un sitio donde el agua no me cubría por completo y se alejó nadando. «Ven», me llamó, y le aseguré que cualquier amenaza sería vana, no daría un paso. Se sumergió y reapareció segundos después frente a mí. El agua se le escurría por la cara y le confería brillo a su piel cobriza; tenía los ojos vivaces y más azules; sonreía, mostrando una dentadura increíblemente blanca y pareja. La hermosura de aquel salvaje me pasmó y no atiné a reaccionar cuando me tomó por la cintura y me besó febrilmente.

Experimenté sumisión y fatalismo, y terminé por aceptar quién era amo y señor y quién, esclava y sierva. Si él hubiera recurrido al poder que ejercía sobre mí, yo habría hecho cualquier cosa en ese momento pues no tenía fuerzas contra él. Me arrastró hasta la orilla donde me poseyó sin furia ni resentimiento, con una dulzura de la que no lo creía capaz. Le consentí hacer cuanto quisiese y me dejé llevar por esa marea de placer que me anegaba la boca y que me atería el cuerpo, puro placer que él me proporcionaba con largueza.

Esa mañana, después de haberme permitido tanto gozo, se desataron en mí los nudos gordianos que domeñaban mi naturaleza desde hacía tiempo, nudos hechos de arrojo, fortaleza y orgullo, que me habían protegido de algún modo, pero que también habían lastimado mi índole sensible de mujer al intentar preservar la moral y los principios que no pertenecían al mundo en el que me hallaba. Esa mañana comprendí que Mariano Rosas era mi destino y que yo me había convertido en una india blanca.

CAPÍTULO XV.

Zorro cazador de tigres

Como Nahueltruz no volvió a presentarse en lo del doctor Javier ese día, Laura decidió enviarle una esquela comunicándole que pasaría la noche cuidando a su hermano.

—¿A quién escribes? —se interesó María Pancha.

—A nadie —respondió Laura, y dobló el papel—. Anoto unas cosas que necesito comprar en la botica; no quiero olvidarme. Ya deberías irte —sugirió a continuación para desviar la atención de su criada.

—Sí, ya deberías estar en el hotel descansando —apoyó Agustín.

—No sé si es una buena idea que te quedes esta noche, Laura. ¿Te vas a acordar de darle la medicina y el tónico? ¿Y de cambiarle la chaqueta antes de que se duerma? Siempre la suda a esta hora. ¿No te olvidarás de pasarle el ungüento de alcanfor sobre el pecho? ¿Y pondrás hojas frescas de eucalipto a hervir? ¿Cada cuánto debes darle la medicina? Ya te has olvidado. ¿Y le controlarás la temperatura?

—Vamos, ya no te queremos aquí —bromeó Laura, y le entregó su canasta con potingues y el rebozo de algodón.

—Sí, sí —secundó Agustín—, vete que nos hemos cansado de ti.

—Cría hijos y te comerán los ojos —sentenció María Pancha y se marchó.

Laura terminó con las indicaciones de su criada y se sentó a la cabecera para leerle
Excursión a los indios ranqueles
a Agustín, que disfrutaba de los recuerdos del coronel Mansilla y cada tanto agregaba alguna vivencia personal o una explicación interesante para deleite de Laura, no tanto por lo que su hermano decía sino porque lo hacía sin ahogarse ni agitarse.

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