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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (35 page)

A la mañana siguiente me costó ensillar la yegua; la pobre se escabullía y lanzaba unos quejidos que no podían llamarse relinchos. Sin embargo, mi vida dependía de ella y, aunque se me encogía el corazón, terminé por cincharla y montarla. Nos pusimos en camino cuando el sol apenas asomaba; quería aprovechar las horas frescas antes de que el calor nos desanimase. Nos dirigíamos hacia el norte. No había rastrillada ni senda; avanzábamos sobre el terrero virgen, espeso de vegetación; en oportunidades los carrizos me llegaban a las rodillas, y sabía que Gutiérrez seguía a mi lado por el bamboleo de los juncos. Cerca del medio día noté que el terrero se tornaba cenagoso y blando, lo que dificultaba el pesado y lento andar de la yegua. A pocos metros avisté un barranco; desmonté y me aproximé con cuidado pues el terreno era gredoso y movedizo. De pie en la ceja del ribazo, no daba crédito a mis ojos: un río. Era magnífico, ancho y de agua clara. «¡Gutiérrez!», grité con la voz cavernosa y rauca, y mi perro me siguió barranca abajo. Pero el agua era salada. Tan salada que un rato más tarde mis los labios se agrietaron. Gutiérrez la probó, la olfateó, tentó nuevamente y por fin desistió. La yegua, ciega de sed, se precipitó en el barranco y, adentrándose en él río, bebió como si se tratara del agua de un manantial. Pensé en detenerla, pero era demasiado tarde. Al rato, con el estómago envenenado, tambaleó, cayó entre los juncales y murió. Tenía los ojos desorbitados y vidriosos, el hocico blanco de sal y la lengua reseca le colgaba entre los dientes.

No me quedaban lágrimas que derramar, y, aunque sabía que junto con la yegua se me esfumaban las esperanzas, traté de sobreponerme al bandazo de la fortuna. Me apresté a quitar las alforjas, los odres, el lío con mis pertenencias y la albarda del lomo de la yegua, que había decidido carnear. «Haré fuego y asaré la carne», pensé, y la idea de tan suculento manjar me levantó el espíritu. Afilé el cuchillo en una piedra y lo hundí en el vientre del animal imitando a las chinas de Painé. Aquello que a simple vista me había parecido una faena sin mayores complicaciones, resultó engorrosa, en especial porque el cuchillo no era apropiado; además, débil como estaba, cualquier maniobra me mareaba y cansaba fácilmente. Conseguí algunos cortes. Gutiérrez devoraba pedazos crudos que yo le tiraba y lamía la sangre que se había encharcado en tomo de la yegua. «Yo también debería beber la sangre», medité, recordando las innumerables veces que había visto hacerlo a los indios, segura de que me aplacaría la sed y me daría bríos para proseguir. Junté poca cantidad en el cuenco de mis manos y bebí; aún estaba tibia, era espesa y salada, y sabía pésimo. Lo poco que tragué lo vomité.

Por fin, cavé un pequeño foso en el terreno arenoso e hice fuego con raíces de algarrobo alpataco, un arbustillo que Lucero me había enseñado a distinguir y que arde como sebo a causa de la gran cantidad de resina que contiene. Con ramas de caldén, había improvisado una trébedes de donde colgaban los pedazos de yegua y, mientras aguardaba a que se cocinaran, me alejé con Gutiérrez hacia el río. Hasta ese punto del trayecto no había visto animales; en torno al río, sin embargo, se divisaban variadas especies de pájaros, ñandúes, gamos y guanacos, que al escuchar los ladridos de Gutiérrez se alejaron espantados o levantaron vuelo haciendo tremendo escándalo. Por el olor rancio y apestoso, supe que no muy lejos merodeaban los zorrinos. En la otra margen había una extensión blanca de superficie tan plana y bruñida que parecía mármol. Se trataba de una salina. «A causa de esta salina, —deduje—, el agua se ha vuelto salobre. Quizá más adelante el río se torne dulce.» No tenía caballo y debía hacer el camino a pie, pero contaba con comida y tal vez con agua. Seguiría el curso del río hacia el norte.

Regresé junto al fuego y di vuelta la carne para que se cocinara parejo. El sebo de yegua que había dejado cerca de la fogata había tomado la consistencia de la manteca, y me la pasé por los labios resquebrajados y sangrantes como si se tratara de la aromática manteca de cacao que tío Tito vendía en la botica de la calle de las Artes. El hambre me volvía impaciente, y corté trozos ya cocinados y los devoré con fruición. Nunca había comido algo tan sabroso. Parecía que el alma me volvía al cuerpo, que me inyectaban sangre.

Gutiérrez, que mordisqueaba unos huesos, se levantó y gruñó con los pelos del lomo de punta, las patas le temblaban en tensión. Como espantadas, las aves remontaron vuelo, los ñandúes corrieron hacia el sur desplegando sus inmensas alas y el resto de los animales se alejó en busca de la espesura del monte. El paraje se tornó sospechosamente silencioso y estático. Me puse de pie, cuchillo en mano, y escudriñé los alrededores. Algo acontecía en la Naturaleza que trastornaba la normalidad y alertaba a los animales con indicios que yo era incapaz de discernir.

El rugido vino de atrás, un sonido siniestro que taladró el aire y me detuvo el corazón. Gutiérrez respondió con un gruñido y mostró los dientes. Instintivamente retrocedí unos pasos y sentí el calor del fuego en las pantorrillas. Los carrizales del río comenzaron a moverse como mecidos por el viento y se abrieron para dar paso a dos jaguares, o tigres de la Pampa. Los había guiado el olfato hasta la carne asada y la yegua destripada, y resultaba evidente que se aprestaban para llevarse el botín; avanzaban con las orejas bajas y la cabeza hundida entre las patas delanteras, mostrando los colmillos y gruñendo. La imagen de esas bestias magníficas y poderosas me dejó la mente en blanco; el miedo me entumeció el cuerpo y me dificultó la respiración. Recordé un algarrobo que había visto a pocas varas cerca del ribazo, imponente por su altura, y pensé que, si lograba alcanzarlo y treparlo, me salvaría de morir entre las garras y las fauces de esas bestias. Seguí retrocediendo, tratando de no llamar la atención de los tigres, que habían alcanzado el cuerpo de la yegua y lo olfateaban. Pero uno de ellos, él más grande, levantó la cabeza, y nuestros ojos se cruzaron. Emitió un rugido prolongado, mostrándome su aspecto más siniestro. El momento había llegado, y corrí hacia el algarrobo con Gutiérrez por detrás. Trepé con la agilidad de un gato, y hasta el día de hoy no sé cómo lo hice. Los tigres de la Pampa son hábiles trepadores de árboles y, si Gutiérrez no se lo hubiese impedido, el jaguar habría terminado a mi lado en la rama del algarrobo.

Pelearon con un encarnizamiento indescriptible y, aunque el jaguar era un animal de extraordinaria fortaleza y ferocidad, Gutiérrez, con su aspecto y vigor de alano, le hizo frente y lo mantuvo a raya hasta que el tigre regresó junto a su compañero a terminar de despostar la yegua. Vi con horror que Gutiérrez estaba herido en el costado izquierdo y que la sangre le manaba a borbotones. Se echó al pie del árbol y comenzó a gañir penosamente y a lanzarme vistazos suplicantes. Me puse a llorar del miedo, de la impotencia, de la desesperación: Gutiérrez, que había arriesgado su vida por mí, y yo no hallaba el valor para descender del árbol y socorrerlo.

Pasó tiempo hasta que los tigres volvieron a perderse entre los carrizos del río arrastrando pedazos de carne, y pasó aun más hasta que cobré valor y descendí. Atardecía. Para mi desazón, comprobé que la herida de Gutiérrez era profunda y de gravedad. Debía restáñatela o la pérdida de sangre lo mataría antes del anochecer. ¿Cómo lo ayudaría en medio de la nada y sin instrumentos de ningún tipo? No podía concentrarme, aterrada por la idea de que los tigres regresarían y que ya nada ni nadie me salvaría. Gracias a los frutos rojos en baya, me di cuenta de que a pocos pasos había una planta de acebo que los antiguos solían utilizar en cataplasmas para detener hemorragias. Recolecté varias hojas, las más tiernas y jóvenes, y las machaqué con una piedra en el cráneo de un animal que hallé a orillas del río. Apliqué el emplasto y lo sujeté sobre la herida con un pedazo de tela que rasgué de mi combinación y que até en torno al cuerpo de Gutiérrez, que apenas gemía y respiraba con dificultad.

No me atrevía a acercarme al lugar donde se asaba la carne de yegua, pero era imperativo recuperar mis misérrimas pertenencias y conseguir alimento. Los tigres habían acabado con todo: la carne asada había desaparecido y de la yegua sólo quedaba un rejunte de pellejo y piltrafas. Recogí las alforjas y los odres y volví junto a Gutiérrez, donde encendí un fuego para mantener alejadas a las fieras. Me di cuenta de que tenía fiebre y de que estaba al borde de la deshidratación. Me dolía todo el cuerpo, en especial debajo de la cintura, en la zona de los riñones; temblaba de frío, y la fogata y la manta de lana no resultaban suficientes. No debía dormirme, necesitaba alimentar el fuego, mi último baluarte. El desaliento me doblegaba y la muerte se presentaba como mi única salvación; además, me decía: «No puedo regresar a la civilización». Mancillada por las manos de un salvaje, ¿quién volvería a dirigirme la palabra entre los míos? E imaginaba los castigos que me aguardaban en las tolderías si intentaba desandar el camino y entregarme vencida y arrepentida a manos de mi captor. Morir era mi única salida. Debería haber deseado la muerte, debería haberle rogado a Dios que la oscuridad se apoderara de mí y que me liberara. Sin embargo, unas ganas locas de vivir mantenían los latidos de mi corazón.

A pesar de los esfuerzos por permanecer despierta y pese a que escuchaba rugidos y veía tigres por todas partes, sucumbí a la debilidad y a la fiebre y me quedé dormida junto a mi fiel amigo. Soñé con Mariano Rosas. Amanecía, y su figura de jinete bravo se recortaba sobre el sol naciente. El silencio era sepulcral, ni siquiera se escuchaban los cascos del caballo. No podía distinguirle las facciones, pero sabía que se trataba de él. Montaba majestuosamente con una lanza en la mano, y el pelo le volaba con el viento. Ya cerca de mí, aminoró la marcha y se apeó de un salto. Paradójicamente, su cercanía no me provocó miedo ni repulsión, y una paz que no había experimentado anteriormente cayó sobre mí. «¿Mariano?», pregunté, y él me respondió: «Sí, Blanca, soy Mariano. Vengo a llevarte conmigo». Le extendí los brazos y él me recogió del suelo. Entendí que me encaramaba en su montura y apoyé mi cuerpo sobre su pecho fuerte. Al sentir que él me sujetaba con el brazo, pensé: «Estoy salvada».

Desperté violentamente con el bramido de un tigre en los oídos, pero de inmediato un par de manos me sujetaron por los hombros y me obligaron a recostarme. «Descansa, no tienes nada que temer.» Era Lucero. Reconocí el toldo y el camastro; mis baúles seguían en el mismo sitio donde los había dejado algunas noches atrás. «Agua», supliqué, y Lucero me ayudó a incorporarme y acercó un jarro a mis labios agostados. Tomé con avidez de aquella agua limpia que me refrescó la boca y descendió por mi garganta como un lenitivo.

«No sabíamos si vivirías, —empezó Lucero—. El tabardillo casi te mata. Deliraste durante dos días y recién ayer por la noche te calmaste y dormiste profundamente. Aún tienes fiebre», comprobó con la mano sobre mi sien, y me colocó un paño húmedo en la frente. «Mariano te encontró a orillas del Chazí Leufú (río Salado). Apenas supo de tu huida, se lanzó al desierto a buscarte con un grupo de indios. Nunca lo había visto tan preocupado y desesperado. No estaba enojado, —agregó deprisa para tranquilizarme—, pero sí muy afligido», y alterando el tono de voz y el gesto, me preguntó: «¿Por qué te escapaste, Blanca? ¿Por qué nos abandonaste?». Quise explicarle que no pertenecía a ese lugar ni a esa gente, que mi vida se hallaba a cientos de leguas de ese paraje cruel e inhóspito, que echaba de menos a mi familia y a mi esposo, que jamás me acostumbraría a la vida salvaje de los ranqueles, que yo no era como su madre, Dorotea Bazán. Quise expresarle todo esto, pero no encontré fuerzas para hablar. Lucero me contemplaba con ojos arrasados; su mirada, cargada de tristeza y de piedad, tocó las fibras más íntimas de mi ser. Le extendí la mano y ella se acuclilló a mi lado y la besó. Nos abrazamos y nos pusimos a llorar.

Entró Mainela, que se arrodilló a la cabecera del catre y obtuvo su parte de abrazos y lágrimas. Aún me encontraba débil, y aquella emoción terminó por extenuarme. Me tumbé y cerré los ojos y, aunque mareada y con una jaqueca atroz, me sentí inexplicablemente bien. «¿Y Gutiérrez?», quise saber de pronto. Mi fiel y querido Gutiérrez también había salvado la vida de milagro; lo tenía Dorotea Bazán en su tienda, ella lo cuidaba con desvelo, y según la machí (la curandera), vivía gracias al emplasto de acebo que había evitado que se desangrase.

Mainela anunció que iría a buscar a Mariano Rosas que descansaba en el toldo de su madre. «Mariano no se apartó de tu lado ni un momento», manifestó Lucero como al pasar, mientras acomodaba cojines bajo mi espalda. «Esta mañana, al saber que te encontrabas mejor, me permitió quedarme, y él se fue a descansar.» Se notaba que Mariano Rosas había pasado noches en vela, su aspecto cadavérico lo delataba; había perdido peso y los pómulos sobresalían en su rostro delgado. Me observaba como siempre, con seriedad y fiereza, y le temí a su enojo. ¿Qué castigo le correspondía a una cautiva que había osado escapar?

Mariano hizo una seña, y Mainela y Lucero dejaron la habitación. Quise levantarme, pero él, de pie junto al camastro, en voz baja y grave, me ordenó que estuviese quieta. No podía mirarlo, no me animaba a enfrentarlo. «¿Qué va usted a hacerme?», pregunté por fin, cuando el mutismo se me hizo insoportable. «Los huincas dicen que los ranculches somos crueles con los cautivos que se atreven a fugarse. Cuentan que a los hombres los estaqueamos en cruz y les quemamos el pecho y otras partes del cuerpo con hierros candentes; luego los abandonamos para que chimangos y perros cimarrones les limpien los huesos. A las mujeres les despellejamos las plantas de los pies para que no se atrevan a intentarlo nuevamente. ¿Cuál de estos tormentos me apetece aplicarte?».

Me sacudió un temblor, y un sollozo convulsivo se me escapó entre los labios, y otro y otro más hasta que lloré abandonada en los brazos de Mariano Rosas que me estrecharon y consolaron sin que yo pudiera evitarlo. Se tornaba difícil mantenerme indiferente al empuje de Rosas; ciertamente no tenía ánimos para enfrentarlo y, como una compuerta que se abre y deja escapar el agua, aflojé las tensiones del cuerpo y me dejé llevar, cómoda y feliz en la seguridad que me brindaba su abrazo. «¿Tanto me odias que prefieres la muerte a mis besos?», dijo él con reproche, y me buscó los labios, y el primer contacto tímido nos estremeció. Enseguida, Mariano me sujetó la cabeza y me besó con ardor. Y por primera vez me le entregué voluntaria y completamente, buscándole la boca, pegándome a su cuerpo, devolviéndole beso con beso, caricia con caricia, jadeo con jadeo, y terminé por aceptar la decisión que él había tomado tiempo atrás en “El Pino”: yo era su mujer, su amada, y él, mi amante. No lo amaba, pero era su amada, y no podía resistirlo. De los dos, él, el amante, era el más fuerte y, con la misma facilidad con que me colmaba de deseo, me dejaba sin él, sola y aturdida.

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