Angélica sintió deseos de arrojarse sobre aquel ancho pecho para calmar en él su terror, tanto más violento cuando que la invadía después de un momento de paz, de alegría extraña y casi sobrenatural. ¡Se acordaría siempre del manantial del oasis! La Beatitud del Paraíso debe ser de esa naturaleza… Ahora volvía a encontrar a los hombres y a afrontar la dura lucha en defensa de su vida.
—¿Los moros? —dijo con voz temblorosa— creo que están ahí. Hace un momento había alguien que me miraba, estoy segura de ello…
—Era yo. Salí a buscaros, viendo que vuestra ausencia se prolongaba anormalmente… Ahora, venid. Y no volváis a cometer semejantes imprudencias, u os estrangularé con mis propias manos.
Un tono irónico atenuaba la amenaza de la afirmación. Pero no bromeaba. Angélica sintió que tenía realmente deseos de estrangularla o por lo menos de darle una buena paliza.
La sangre de Colin Paturel se había helado en sus venas al notar que su compañera se había alejado y no volvía. «Otro drama, pensó… ¡otra tumba que abrir…! Justo Dios, ¿vas a abandonar a los tuyos…?» Silenciosamente, siguió el borde del oued, como esclavo habituado a merodear y a deslizarse en la noche.
Y se le había aparecido ella erguida bajo el chorro de plata del manantial, con sus largos cabellos de náyade cubriéndole los hombros y su cuerpo de nieve reflejándose en el agua.
Angélica comprendió de pronto que había debido verla cuando se bañaba. Se turbó. Luego se dijo que no tenía importancia. Aquel hombre era un bruto y no sentía por ella más que la condescendencia desdeñosa del fuerte por el débil, por el ser engorroso que había tenido que tomar a su cargo contra su voluntad. Ella se defendía mal de cierto rencor hacia él, como responsable de la cuarentena en que Angélica se había mantenido valientemente con los otros cautivos, sin mezclarse con ellos más que cuando había que curar a los heridos. Y era más difícil soportar tantas miserias apartada, sola y nada querida. Quizás él no estaba equivocado, pero era duro, intransigente y seguía impresionándola hasta la timidez. El equilibrio moral y físico del hércules normando parecía un reto a todo lo que sentía temblar en ella, incértidumbre, debilidad, fragilidad femenina, nerviosismo y emoción. Aquella mirada azul que con ojos penetrantes percibía su lasitud o su espanto, o comprobaba sus imprudencias, la despreciaba un poco, según parecía. «Siente por mí el desdén del perro de pastor por la oveja estúpida», se dijo.
Sentóse junto a Caloens, pero su mirada volvía a su pesar hacia el perfil zarceño del jefe, iluminado por la claridad de una linterna sorda. Colin Paturel dibujaba con un palito sobre la arena, el plano de la ruta a seguir y lo comentaba con el Veneciano, Jean-Jean de París y el Vasco, inclinados junto a él.
—Os detendréis en la linde del bosque. Si veis un pañuelo rojo en la rama de la segunda encina, avanzaréis y lanzaréis el grito del chotacabras. Entonces el judío Rabí saldrá de la maleza…
—Pequeña, ¿estás aquí? —dijo la voz débil del viejo Caloens—. Dame la mano. Yo tenía una hijita de diez años que agitaba su gorro cuando me embarqué hace veinte años. Debe parecerse a ti ahora. Se llamaba Mariejke.
—La volveréis a ver, abuelo.
—No. No lo creo. Va a llevarme la muerte. Y es mejor así. ¿Qué haría Mariejke con un padre, viejo marinero, que vuelve de la esclavitud después de veinte años a mancharle los bonitos ladrillos de la cocina y a contarle chocheando historias de países de sol? Es mejor así… Me siento dichoso de reposar en tierra de Marruecos. Voy a decirte, pequeña… Mis jardines de Mequinez empezaban a faltarme y el no ver más a Muley Ismael galopando por ellos como la cólera de Dios… Mejor hubiera hecho en esperar que me rompiese la cabeza con su bastón…
Los tres hombres, el Veneciano, el Parisién y el Vasco, partieron al amanecer. Colin Paturel con una seña había llamado a Angélica a su lado.
—Voy a quedarme junto al viejo —dijo—. No podemos llevárnoslo ni tampoco dejarle aquí. ¡Hay que esperar! Los otros van a seguir, para no faltar a la cita de Rabí Maimoran. Van a prevenirle y pensarán juntos lo que se pueda hacer. ¿Qué queréis, marchar con ellos o quedaros?
—Haré lo que mandéis.
—Creo que es preferible que os quedéis. Irán más de prisa sin vos, y el tiempo apremia.
Angélica inclinó la cabeza e hizo ademán de alejarse hacia la yacija. Colin Paturel la retuvo, pareciendo lamentar su poca amabilidad.
—Creo también —dijo él— que el viejo Caloens os necesita para morir en paz. Pero si preferís partir…
—¡Me quedaré!
Compartieron las provisiones y la reserva de flechas. Colin Paturel se quedaba con un arco, un carcaj, su maza, una brújula y la espada del marqués de Kermoeur. No bien cayó la noche, los tres hombres se alejaron, después de haberse detenido un momento junto a la tumba del noble bretón. No se lo dijeron al viejo Caloens. Se debilitaba cada vez más. Deliraba en flamenco. Se aferraba a la mano de Angélica con la fuerza de los moribundos, y toda la de aquel viejo cuerpo resistente, cuando después de haber luchado aquella noche y aun el día siguiente, se incorporó sobre el lecho Fue necesario el vigor de Colin Paturel para mantenerle y el herido luchó contra él como luchaba contra la muerte, con energía salvaje.
—¡No me cogerás! —decía—. ¡No me cogerás! —Pareció de pronto reconocer el rostro que se enfrentaba a él—. ¡Ah, Colin! Muchacho —dijo con voz dulce—, es ya hora de partir, ¿no crees?
—Sí, compañero; ya es hora. ¡Ve allí! —ordenó la voz lenta del rey.
Y el viejo Caloens murió en brazos del normando con una confianza infantil. Angélica, trastornada por la terrible agonía, se echó a llorar contemplando al enjuto viejo de cabeza encanecida y calva, apoyado sobre el pecho del hombre como sobre el de su hijo. Colin Paturel, después de haberle cerrado los ojos, le cruzó las manos.
—Ayudadme a llevarle —dijo—. La tumba está ya cavada. Hay que darse prisa. ¡Después, partiremos!
Le tendieron junto al marqués de Kermoeur y echaron la tierra apresuradamente. Angélica quiso formar dos cruces.
—¡Nada de cruces! —dijo el normando—. Los moros que viniesen comprenderían que han sido enterrados aquí unos cristianos y se lanzarían en nuestra persecución.
Y fue de nuevo la marcha agotadora por el paisaje que la luna llena aguzaba de vivas aristas metálicas. Angélica, descansada por aquellos dos días de alto, se había prometido que Colin Paturel no podría ya reprocharle el que se arrastrase; pero por mucho que se esforzaba no podía sostener el paso de sus largas piernas y le irritaba verle esperándola, al volverse, erguido como una estatua, con su maza al hombro. Ella tenía prisa por encontrar a los otros que, jurando y gruñendo, caminaban al menos como simples mortales y no como héroes mitológicos inaccesibles a toda fatiga terrenal. ¿No se cansaba nunca aquel diablo de Colin Paturel? ¿No sentía miedo nunca? ¿Era acaso inmune a los sufrimientos del cuerpo o del corazón? En el fondo era un bruto. Ya lo había pensado ella, pero aquella marcha que hizo sola con él la afirmó en su convicción.
Sin embargo, caminaron tanto y tan bien que a la noche siguiente llegaban al lindero del encinar donde debía efectuarse el encuentro con el judío. La encrucijada de los caminos abiertos en la arena donde los alcornoques hundían sus profundas raíces, ya estaba encima de ellos.
Colin Paturel hizo alto. Sus ojos se entornaron y ella se sorprendió de ver que miraba al cielo. Siguieron sus ojos aquella dirección y el sol apareció de pronto oscurecido por una nube de buitres que se elevaban lentamente de los árboles. Los recién llegados debían haberlos espantado. Después de unos giros, descendieron de nuevo, con sus pelados cuellos alargados y se posaron cerca de una gruesa encina que extendía sus ramas en el cruce de los caminos. Angélica percibió al fin lo que les atraía.
—Hay dos cuerpos ahorcados —dijo ella, con voz sofocada. El hombre ya los había visto.
—Son dos judíos. Reconozco sus levitas negras. Quedaos aquí. Voy a acercarme arrastrándome y bordeando el bosque. ¡Pase lo que pase, no hagáis ningún movimiento!
La picadura de la serpiente.
La espera fue interminable y mortificante. Los buitres aleteaban, revelando por su vuelo y agudos gritos la proximidad del importuno, pero Angélica no podía verle. Reapareció súbitamente, detrás de ella.
—¿Qué…?
—El uno es un judío que no conozco, probablemente Rabí Maimoran. El otro es… Jean-Jean de París.
—¡Dios mío! —exclamó ella, tapándose la cara con las manos.
¡Era ya demasiado! El fracaso total de la evasión se perfilaba inevitable. Los cristianos, al llegar al sitio de la cita habían caído en una celada.
—He visto un aduar a la derecha. El pueblo de los moros que los han ahorcado. ¿Estarán quizás allí todavía, encadenados, el Veneciano y Juan de Aróstegui…? Voy a ir hasta el aduar.
—¡Es una locura!
—¡Hay que intentarlo todo! He divisado una gruta un poco más arriba, en la montaña. Escondeos allí y me esperáis.
Ella no se hubiese atrevido nunca a discutir sus órdenes. Pero sabía que era una locura. No volvería. Aquella gruta, cuya entrada se disimulaba detrás de unas matas de retama, sería su tumba. Esperaría en vano el regreso de sus compañeros muertos.
Colin Paturel la instaló en ella con todas las provisiones y la última calabaza de agua. Dejó incluso la maza, no quedándose más que el puñal en el cinto.
Se quitó las sandalias para estar más cómodo. Dio igualmente a Angélica su trozo de yesca y el pedernal. Si aparecía algún animal, no tendría más que encender un pequeño fuego de hierbas secas para asustarlo.
Sin más palabras, se deslizó fuera de la gruta y se alejó. Y ella empezó a esperar.
Llegó la noche, con sus gritos confusos de animales lejanos en los matorrales. La caverna parecía llenarse por todas partes de voces y arrastramientos. De cuando en cuando, no pudiendo ya más le daba al eslabón y paseaba su claridad en derredor, tranquilizada al no ver más que las paredes rocosas. En la bóveda descubrió unos curiosos saquitos de terciopelo negro colgados, unos junto a otros, y comprendió: ¡los murciélagos! De allí venían aquellos roces, aquellos gritos agudos que la sobresaltaban.
Con los ojos abiertos en la oscuridad, se esforzaba en no pensar ya y en soportar la angustiosa lentitud del tiempo que iba pasando. Un crujido afuera la hizo erguirse esperanzada.
¿Era ya el normando que volvía con Piccinino el Veneciano y con Juan de Aróstegui? ¡Qué consolador verse de nuevo reunidos…! Pero inmediatamente después, y muy cerca, un lúgubre ulular se elevó. Una hiena rondaba por allí. Su triste risotada, como desesperada, fue disminuyendo. Descendía hacia la encrucijada, allí donde se balanceaba el cuerpo de Jean-Jean de París.
Había muerto el alegre intendente, el amigo preferido de Colin Paturel, su escribano titular; y ya, sin duda, las aves amantes de la carroña habrían vaciado sus ojos burlones. Había muerto, como el Arlesiano, el noble bretón y el viejo pescador flamenco. Como iban a morir uno tras otro… ¡El reino de Marruecos no devuelve a sus cautivos…! Muley Ismael triunfaba.
¿Qué sería de ella si no volvía ninguno? No sabía siquiera dónde se encontraba. ¿Qué ocurriría cuando, empujada por el hambre y la incertidumbre, abandonase el refugio? No podía esperar complicidad alguna de los moros, ni siquiera de sus mujeres, criaturas sumisas y aterrorizadas. La descubrirían y devolverían al harén. Y Osmán Ferradji no estaría ya para protegerla. Subió un suspiro a sus labios:
—¡Ah, Osmán Ferradji, si vuestra alma grande vaga por el Paraíso de Mahoma…!
Los chillidos de los buitres, que reanudaban su ronda alrededor de los ahorcados, anunciaron el alba. Una bruma lechosa invadía la gruta. Angélica se movió, entumecida por la inmovilidad que había mantenido durante aquellas largas horas, y pensó que pasaba por la prueba más dura de su existencia. ¡Sufrir, no poder obrar, ni gritar, quejarse o intentar algo…! Se encogía sobre la tierra, palpitándole el corazón como el de liebre asustada; y no se movía porque Colin Paturel se lo había ordenado.
Y el sol subía ya. Los cautivos no volvían… Ya no volverían nunca… Esperó aún, recobrando la esperanza porque no quería que la suerte fuera tan inevitable; y luego, volvía a desalentarse. Cuando la maciza silueta de Colin Paturel obstruyó la entrada de la gruta, experimentó tal sensación de liberación, de alegría inmensa, que se precipitó hacia él, agarrándose a su brazo ¡para persuadirse bien de que al fin estaba allí!
—¡Habéis vuelto! ¡Oh, habéis vuelto!
Él no parecía verla ni sentir los dedos que ella crispaba inconscientemente sobre su carne; y su extraño mutismo acabó por alarmar a Angélica.
—¿Y los otros —preguntó—, los habéis visto?
—Sí, los he visto. Ya no tenían forma humana. Han sufrido todas las torturas antes de ser empalados, al pie de la alcazaba… No sé, no sabré nunca quién nos ha traicionado, pero Muley Ismael ha estado al corriente de lo que habíamos hecho. He oído hablar a los moros… La cólera del sultán se ha extendido sobre Mequinez. El
mellah
no es ya más que un osario. Todos los judíos han sido degollados. ¡Todos los judíos…! Y la pequeña Abigael… y Rut, y Samuel, «aquel muchacho encantador…» Aquí, estaban avisados. El Rabí ha servido de cebo. Después, tenían orden de ahorcarlos y de ejecutar a los cristianos sin esperar más. Han ahorcado a Jean-Jean porque han creído que también era judío. Acabo de descolgarle al pasar y de traerle… en fin, lo que los buitres han dejado. Voy a enterrar lo que de él ha quedado…
Se sentó, mirando a su alrededor como asombrado, las rocas veteadas de rojo que el reflejo de la mañana tornaba de púrpura, y dijo, roncamente:
—¡Todos mis compañeros han muerto…!
Permaneció después largo rato, con el mentón apoyado en el puño. Haciendo un esfuerzo, se levantó y salió. Angélica oyó el ruido que hacía contra los guijarros, el acero del machete que había utilizado para cavar las otras tumbas; y ella salió a su vez para ayudarle en la penosa tarea del enterramiento.
Pero él le gritó con rudeza:
—¡Quedaos ahí, no os acerquéis! Esto no es para vos… Pardiez no es grato verlo…
Helada, se quedó aparte. Sus manos se juntaron pero aun proponiéndoselo, no conseguía rezar.
Con gesto seguro del hombre habituado a cavar, el normando realizaba su tarea de sepulturero. Cuando quedó la tierra amontonada en un pequeño túmulo, le vio, adoptando una decisión repentina, partir dos trozos de madera y hacer con ellos una cruz. La plantó con gesto huraño.