Franquearon la puerta abovedada. Angélica tropezó con algo blando: un cuerpo tendido. Era el de otro centinela que el puñal del cautivo había ejecutado cuando tuvo que penetrar en el último recinto. Después, les llegó un olor nauseabundo. Un montón de inmundicias formaba colina en las cercanías de la alcazaba. Angélica tuvo que meterse en él para seguir a su guía. El rezongó:
—Nada mejor para evitar pistas… mezclar los olores si mañana sueltan los perros…
Angélica no pedía explicaciones. Aceptando la huida, lo aceptaba todo por anticipado.
Colin Paturel se dejó escurrir en el vertedero viscoso por donde corría el agua con la loable intención de arrastrarlos detritus aunque sin lograrlo. Era preferible no ver nada. Chapotearon dificultosamente, ofuscados por el olor, avanzando a tientas. Angélica resbalaba, se aferraba a los harapos del cautivo, que con un apretón la incorporaba. Cuando la sostenía, se sentía ella ligera como una paja. Recordó que la fuerza del rey de los cautivos era legendaria. Algunas mujeres del harén le habían visto un día retorcer el pescuezo a un toro en singular combate, pues Muley Ismael le había hecho enfrentarse a la fiera a mano limpia.
—Creo que es aquí —murmuró él. Se esfumó en la noche y ella se encontró sola.
—¿Dónde estáis? —gritó Angélica.
—Aquí arriba. Dadme la mano.
La joven alzó el brazo y se sintió atrapada, izada en el aire y sostenida en equilibrio sobre la rama de un árbol corpulento.
—Buen método para borrar pistas, ¿eh, pequeña? ¡Ahora, cuidado!
Efectuó una difícil maniobra en la que Angélica desempeñaba el papel bastante modesto de fardo que se iza y se balancea por encima de un muro. Se encontró, algo magullada, en un macizo de hierba fresca. Colin Paturel había saltado junto a ella.
—¿Te has hecho daño, pequeña?
—No. ¿Dónde estamos?
—En los jardines de Sidi Rodani.
—¿Es uno de vuestros cómplices?
—Más bien no. Pero conozco el sitio. He edificado la residencia de Rodani. Esas luces que se ven brillar entre las hojas, son de su terraza. Pasando por sus jardines se evita tener que atravesar media ciudad.
El ánimo de Angélica se sintió alterado por una náusea provocada por el olor a cloaca que había impregnado sus ropas. A paso de lobo, se deslizaron bajo los follajes de los olivos bordeando el muro del fondo.
De pronto, llegaron de la casa unos ladridos sonoros. Colin Paturel hizo alto. Los ladridos aumentaron. Los perros se excitaban, al oler a los intrusos. A través de las ramas podían verse los movimientos que la alarma de los perros provocaba alrededor de la casa, y se distinguían nuevas luces, antorchas que traían los servidores, voces árabes que se llamaban.
—Diríase… diríase que organizan una batida en el jardín —murmuró Angélica.
—Era de prever.
—¡Oh! ¿Qué vamos a hacer?
—No temáis, pequeña.
En aquel instante fue cuando Angélica comprendió el ascendiente que el normando Colin Paturel había adquirido durante doce años sobre los miles de cautivos de todas las naciones y orígenes que atestaban el presidio de Mequinez. ¡Su voz! Su voz persuasiva y lenta, con acento algo bronco, voz que nada temía y que reflejaba con exactitud su naturaleza física. Era un hombre que no conocía el pánico, la emoción interior que crispa músculos y nervios.
No tenía por qué dominarse. No podía temblar. Los latidos de su corazón habían conservado siempre el mismo ritmo regular y acompasado en su ancho pecho. Rara vez se le había acelerado la sangre al correr. Y aquel extraordinario equilibrio de la carne servida por un espíritu modesto y valeroso, era lo que acababa por desconcertar a la propia muerte. Se le comparaba, al instante, con la roca a la que nada ni nadie es capaz de quebrantar.
Sin embargo, la situación era trágica. Unos servidores llevaban de la cadena a los dos lebreles negros que habían dado la alarma. Recorrían las avenidas seguidos del dueño de la casa y de numerosos criados con antorchas. Los perros iban en derechura al sitio donde se hallaban los fugitivos. Las voces se acercaban y ya se oía el chisporroteo de la resina de las antorchas. Su claridad fluida rodeada de chispas, temblaba a través de las frondas.
—¡Estamos perdidos! —bisbiseó Angélica.
—No temáis nada, pequeña. Cubrios la cara con vuestro velo y ocurra lo que ocurra no digáis nada. Obedecedme.
La levantó en brazos y con decisión y suavidad la dejó sobre la hierba. La masa de su cuerpo ocultó a los ojos de ella, la brusca claridad que las antorchas proyectaban en el interior del bosquecillo, y la sorprendente sensación que ella experimentaba al contacto con aquel pecho musculoso que la aplastaba y con aquel rostro barbudo contra el suyo, le evitaron otras emociones. Colin Paturel estrechó su abrazo. Angélica no era más que un pájaro, entre sus brazos nudosos, que él hubiera podido ahogar con un solo apretón. Sofocada, echó hacia atrás la cabeza para aspirar el aire y no pudo contener un gemido.
Las exclamaciones se cruzaban en árabe por encima de ellos. Juramentos del amo, risotadas de los servidores. El dueño empezó a dar puntapiés a Colin Paturel, que se decidió a levantarse a medias, con aire solapado.
—¡Oh, José Gaillard! —exclamó en francés—, ¿no serás indulgente con unos pobres enamorados? Bien sabe Dios que yo no tengo diez mujeres como tú.
Sidi Rodani, que no era otro que José Gaillard, el renegado francés empleado en los almacenes de guerra, palidecía y enrojecía a la vez.
En su rabia tendió el puño.
—¡Cristiano disoluto! ¡Yo te enseñaré a venir a fornicar a mis jardines! ¿Cuándo vas a pagar tu descaro infernal, Colin Paturel? Olvidas que eres un esclavo, un…
—Soy un hombre como los demás y soy un francés como tú. ¡Vamos…! —dijo el normando bonachón—. Vamos, vamos, amigo, no vas a armarme historias por una pequeña de no sé qué color que he encontrado para un remedio, ¡pobre esclavo que soy!
—Mañana me quejaré al Rey.
—¿Quieres que corten la cabeza a mis guardianes? El Rey no me dará más de veinte palos. Me conoce. Me concede algunos extraordinarios y cuando le he hecho un buen trabajo sabe que lo mejor para recompensarme es mandarme una de sus moras de desecho. Haría yo mal en sentir escrúpulos. ¿No opinas como yo?
—Pero, ¿por qué en mis jardines? —dijo Sidi Rodani, irritado.
—La hierba es aquí blanda y, así, los camaradas no tienen envidia.
El renegado se encogió de hombros.
—¡Los camaradas! ¿Quieres hacerme creer que, entre esos hambrientos abrumados por el trabajo, hay quien conserve aún el gusto por las mujeres? Has de ser tú, que no revientas nunca, quien busque aún aventuras.
—Tú lo has dicho, amigo mío. El cura de mi pueblo ya me advertía cuando iba a cumplir mis dieciséis años: «Colin, hijo mío, ¡te perderá la galantería!» ¿Te acuerdas, Gaillard, del paseo que nos dimos al arribar a Cádiz cuando…?
—¡No, no me acuerdo de nada! —aulló el renegado—. Y quiero que te largues de aquí. De mis jardines… ¿Por dónde has entrado?
—Por la puertecita del fondo. La cerradura no tiene secretos para mí. Fui yo quien la puso.
—¡Bandido! La haré cambiar mañana.
Bajo una lluvia de palos, Colin Paturel y Angélica fueron acompañados hasta la puertecita del fondo. Estaba cerrada pero los sirvientes, molestos con el incidente, que ponía en entredicho su vigilancia, no intentaron aclarar el misterio. La abrieron. El cautivo y su compañera fueron arrojados fuera sin miramientos.
La calle estaba oscura. Colin Paturel iba delante y ella le seguía a unos pasos; cruzaron todavía una red de callejas estrechas que recordaron a Angélica el laberinto por donde se había extraviado en Argel. Su guía avanzaba por ellas con paso seguro. Sin embargo, aquel laberinto parecía que no terminaba nunca.
—¡Cuándo vamos a salir de la ciudad! —murmuró ella.
—No vamos a salir de la ciudad.
Se detuvo y llamó a una puerta, junto a una ventana de verjas pintadas de rojo alumbradas por una linterna. Después de haber hablado a través de un ventanillo, alguien les abrió. Un hombre con larga casaca, de grandes ojos aterciopelados bajo su gorro negro.
—Es Samuel Maimoran, el yerno del viejo Savary —presentó Colin Paturel—. Estamos en el «mellah», el barrio judío. Y a cubierto.
Los otros evadidos esperaban en la habitación contigua. Bajo la luz de curiosas lámparas venecianas, con vidrios de colores, que acentuaban el aspecto poco acogedor de sus rostros lívidos cubiertos por las barbas. Piccinino el Veneciano, el viejo Caloens, el marqués de Kermoeur, Francisco el Arlesiano, Juan de Aróstegui y Jean-Jean de París, todos le parecieron a Angélica de la más baja estofa. Le costaba trabajo admitir que hablasen francés. Se quedó apoyada junto a la puerta mientras el normando relataba a sus compañeros lo sucedido. Ella los oyó reír ruidosamente al contarles el incidente de los jardines de Sidi Rodani.
—¡Cuando descubran que te llevabas a la favorita de Muley Ismael…! Y luego te quejarás, Colin Paturel, ¡de no tener más que desechos…!
Volvieron sus caras reidoras hacia Angélica y su expresión se paralizó. Jean-Jean de París emitió un silbido:
—¡Voto a sanes! ¡Parece que hubo jaleo! ¿está herida la joven?
—No. Esa sangre es del gran demonio al que he descosido por detrás.
Angélica bajó los ojos y se vio manchada de sangre y barro. Entró una joven judía, con el bello rostro al descubierto entre las joyas que colgaban de su tocado. Cogió a Angélica de la mano y la llevó a una habitación contigua. Había un balde de agua caliente. Angélica empezó a despojarse de la ropa. La judía quiso ayudarla, pero declinó el ofrecimiento. Se sentía agotada.
Sus manos se juntaron alrededor de la tela manchada, apretándola con fuerza contra su pecho. Volvía a ver el inmenso cuerpo sin vida del mago. «No te hagas más preguntas, señora Turquesa. Debes saber tan sólo que las estrellas no han mentido…» Se soltaron sus nervios. Estalló en sollozos y sus lágrimas corrieron, inagotables, mientras quitaba de su velo la sangre del Gran Eunuco Osmán Ferradji.
La treta de Colin Paturel era atrevida. La más peligrosa que haya sido imaginada y que se recordara de un evadido. Mientras los guardianes se lanzarían en su persecución por los caminos del norte y del oeste, los fugitivos permanecerían soterrados tres días, a unos pasos de sus sayones, en las entrañas del barrio judío. Y después partirían hacia el sur.
Una complicidad de minoría perseguida aproximaba a judíos y cristianos. El viejo Savary había creado aquel vínculo. Tranquilo en la sombra del «
mellah
» donde su yerno, «aquel muchacho encantador», Samuel Maimoran depositaba esmeraldas y rubíes con la punta de unas pinzas sobre su balanza de joyero. Savary, satisfecho en el pútrido interior de las prisiones Mazmorra o en el campamento de esclavos por donde pasaba, atareado y mañoso, había sabido hermanar intereses pecuniarios, ambiciones iguales y granjearse adhesiones indefectibles. Puso en relación a Piccinino el Veneciano con el padre de su yerno, aquel Maimoran, tan bien visto en la Corte, que Muley Ismael le consultaba a diario. Maimoran había sido el proveedor de todas sus expediciones guerreras. El Árabe, imprevisor por naturaleza, sometido a impulsos pasionales de generosidad, no podía subsistir sin los prestamistas y cambistas. La ciudad musulmana no hubiera sobrevivido sin la otra aglomeración arrimada a su costado, odiada como un tumor: el «
mellan
», el barrio judío, almacén inagotable de víveres y de dinero fresco, cuando el hambre y la ruina amenazaban al pueblo.
Y la gente se preguntaba sobre aquel misterio que, entre las mismas murallas, encerraba cigarras y hormigas. El Árabe sabía que el mundo era suyo. La conquista y el pillaje llenarían sus arcas cuando estuviesen vacías. El judío no tenía otras esperanzas que el ahorro, y el presentimiento de los días malos le impulsaba a prever, a prever siempre. A los primitivos informes comerciales del trueque practicados por los africanos, oponía él su conocimiento de las cotizaciones bursátiles y, haciendo incesantes viajes, se mantenía al corriente de las fluctuaciones comerciales del mundo entero. Existía entre aquellos dos mundos opuestos y soldados por la fuerza de la necesidad, una lucha intensa, un conflicto de poder, sordo, terrible e inevitable. El drama crecía. Un día iba a estallar. Los musulmanes, empuñando la cimitarra, invadirían el
mellah
. La fuerza del sable triunfaría sobre la del dinero… y todo volvería a empezar. No era prudente para un judío encontrarse al caer la noche en la ciudad árabe. Ni era conveniente tampoco para un musulmán rezagarse en el
mellah
.
Los siete cristianos refugiados allí, se sentían protegidos por las paredes estancas de varios siglos de odio y luchas feroces. Los judíos de Mequinez se hallaban en uno de aquellos momentos que tienen lugar una o dos veces por generación, en que el triunfo era de ellos al tener en sus manos las fortunas de la ciudad y tener también atrapado a Muley Ismael por los hilos entrelazados de diversas obligaciones. Llegaban a pensar que podían permitírselo todo, incluso cometer, con respecto al Rey, actos tan insensatos como el de cobijar a unos esclavos fugitivos —satisfacción interior de que gozaba el gran personaje Zacarías Maimoran, yendo a la Alcazaba y prosternándose ante el Sultán, espumeante de rabia, oyéndole hablar de Colin Paturel y los suyos, desaparecidos—. Pero había enviado a sus guardias por todas partes. Los traerían encadenados y perecerían entre atroces suplicios. Abrahán Maimoran acariciaba su larga barba y movía la cabeza:
—¡Harás bien, señor! Comprendo tu cólera.
Muley Ismael tenía una mirada penetrante y casi adivina, pero sabía que nunca penetraría los pensamientos de aquel judío que había hecho ya la fortuna de su padre Muley Archy. Era para él un tema de desasosiego, de cólera reprimida que se henchía en el fondo de su alma tumultuosa como un fermento de tragedia. «¡Algún día…!» se prometía él, vuelto hacia los muros cerrados del mellah— ¡algún día…!
En la morada de Samuel, el hijo de Zacarías, pasaron tres días lentos y pesados para los cautivos. La noche del segundo día, hubo un alboroto en la calle, galopadas y coces de caballos que chocaban contra la estrechez por las callejas. Raquel, la esposa de Samuel, subiéndose a mirar por la verja roja, murmuró en una jerga semifrancesa, semiárabe: