Indomable Angelica (32 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Las tres mujeres, veladas y conducidas por los eunucos, cruzaron la sala en toda su longitud. Les hicieron subir los escalones del estrado, y luego las empujaron hacia el fondo, donde una cortina podía ocultarlas a medias y donde había unos cojines para sentarse.

El armenio, que hacía poco escribía las cotizaciones de la Bolsa de esclavos a la entrada del «batistan», se acercó a ellas en compañía del marqués d'Escrainville. Era Erivan, el subastador y ordenador de las ceremonias. Llevaba amplia vestidura oscura, barba asiría de bucles bien peinados y cabellera igualmente rizada y perfumada; se presentía que debía oponer a la fiebre de las ventas, a los llantos de los esclavos y a las reivindicaciones de los dueños, la misma sonrisa untuosa y apacible.

Saludó a Angélica en francés con mucha deferencia, preguntó en turco a la eslava y a la armenia si no deseaban que les trajesen café y sorbetes, confituras y otras golosinas, a fin de esperar con paciencia. Luego, una viva discusión le enfrentó con el marqués d'Escrainville.

—¿Para qué recogerle los cabellos? —protestó el pirata—. Como veis es un verdadero manto de oro.

—Dejadme hacer —dijo Erivan, entornando los ojos—. Hay que reservar las sorpresas.

Llamó con una palmada a dos sirvientas muy jóvenes. Siguiendo las indicaciones de Erivan, trenzaron los cabellos de Angélica y los recogieron sobre la nuca en grueso moño sostenido por horquillas con cabeza de perlas. Luego la envolvieron de nuevo en sus velos.

Angélica se dejó hacer, indiferente. Toda su atención se concentraba en acechar la llegada de uno de aquellos caballeros de Malta cuya ayuda le había prometido Rochat. Por la rendija de la cortina, intentaba en vano percibir entre los caftanes y las casacas, el sobrio manto negro con la cruz blanca de los gentileshombres de la Orden. Un sudor frío bañaba su frente ante la idea de que Rochat no encontrase los argumentos necesarios para convencer a aquellos prudentes comerciantes para que le concedieran crédito.

Comenzó la venta. Presentaron a un moro, experto en navegación, y se hizo un silencio apreciativo ante aquella estatua de bronce cuyo cuerpo había sido cuidadosamente frotado con aceite para hacer resaltar sus nudosos músculos y formas hercúleas.

Entonces, nuevos rumores turbaron la atención, que se desvió un instante por la entrada de dos caballeros de Malta. Envueltos en su manto negro con la cruz plateada, atravesaron la sala inclinándose ante los notables de Constantinopla, avanzaron hasta el estrado y dijeron unas palabras a Erivan. Este les señaló el rincón de las cautivas. Angélica se incorporó, llena de esperanza. Los dos Caballeros se inclinaron ante ella, con la mano en la empuñadura de sus espadas. Uno era español, el otro francés, los dos emparentados con las familias más linajudas de Europa, porque era preciso justificar cuando menos ocho ramas de nobleza para obtener el título de caballero de la Orden más encopetada de la cristiandad. La severidad de su atuendo no descartaba cierto lujo. Bajo los mantos, llevaban una corta casulla negra, marcada igualmente con una cruz blanca y que cubría sus jubones. Pero los puños y chorreras eran de encaje de Venecia, las medias de seda con una flecha plateada, y en los zapatos lucían hebillas también de plata.

—¿Sois la noble dama francesa de quien acaba de hablarnos el señor Rochat? —preguntó el de más edad, que llevaba una peluca blanca al mejor estilo de Versalles. Se presentó—: Soy el bailío de La Marche, de la Comunidad de Auvernia, y he aquí a Don José de Almada, de la Comunidad de Castilla, comisario de Esclavos por la Orden de Malta. Con este título puede interesarse por vos. Según parece habéis sido capturada por el marqués d'Escrainville, ese buitre pestilente, cuando os dirigíais a Candía, encargada de una misión por el rey de Francia.

Angélica bendijo
in mente
al pobre Rochat por haber presentado las cosas de aquella manera. Le mostraba el camino a seguir.

Se apresuró ella a hablar del Rey como persona habituada a la Corte, nombró a sus más importantes amistades, desde monsieur Colbert hasta madame de Montespan, habló del duque de Vivonne, que había puesto su galera almirante y la escolta de la escuadra real a su disposición. Luego contó cómo había quedado desorganizado el crucero por el ataque del Rescator…

—¡Ah, el Rescator…! —exclamaron los Caballeros alzando los ojos al cielo.

Y cómo, después de aquello, había ella intentado proseguir su misión con medios fortuitos en un pequeño velero, que no tardó en ser presa de otro pirata, el marqués d'Escrainville.

—Estos son los efectos deplorables del desorden que impera en el Mediterráneo desde que los Infieles han desterrado de él la disciplina cristiana —dijo el bailío de La Marche.

La habían escuchado los dos moviendo la cabeza, convencidos en seguida de su sinceridad. Los personajes que ella nombraba, los detalles que daba sobre su rango en la Corte de Francia, no podían dejarles duda alguna.

—Es una historia lamentable —concedió el español, en tono lúgubre—. Tenemos el deber con el rey de Francia y con vos misma, señora, de intentar sacaros de este mal paso. ¡Ay, no somos ya los dueños en Candía! Pero como propietarios del «batistan», los turcos nos deben cierta consideración. Vamos a pujar en la subasta. Soy Comisario de Esclavos de la Orden y poseo, por tanto, ciertas disponibilidades para los asuntos que a mi criterio ofrezcan buenas garantías.

—Escrainville es exigente —hizo observar el bailío de La Marche—. Querría por lo menos 12 000 piastras.

—Puedo prometeros el doble por mi rescate —dijo vivamente Angélica—. Venderé mis tierras si es preciso, venderé mis cargos, pero seréis reembolsados, me comprometo a ello. La Religión no tendrá que lamentar el haberme salvado de un destino horrible. Pensad que si soy llevada a un harén de Turquía, a partir de entonces, nadie, ni siquiera el rey de Francia, podrá hacer nada por mí.

—¡Eso es cierto, ay! Pero tened confianza. Vamos a intervenir en cuanto nos sea posible. —Sin embargo, Don José parecía preocupado—. Hay que esperar pujas muy elevadas. Está anunciada la presencia de Riom Mirza, el amigo del Gran Señor. El Sultán le ha encargado que le busque una esclava blanca de excepcional belleza. Según parece ha visitado ya los mercados de Palermo e incluso de Argel sin resultado satisfactorio. Se disponía a volver fracasado cuando ha oído hablar de la francesa capturada por el marqués d'Escrainville. Es indudable que se aferrará con todos los medios si descubre que madame de Plessis representa el ideal perseguido en vano para complacer a su augusto amigo.

—Se habla también, como posibles competidores, de Chamyl-bey y del acaudalado orfebre árabe Naker-Alí.

Los dos caballeros se apartaron unos pasos a fin de discutir locuaces a media voz, y luego volvieron.

—Llegaremos hasta las 18 000 piastras —dijo Don José—. Es un margen enorme y estamos seguros de que nuestros competidores más tenaces renunciarán. Contad con nosotros, señora.

Algo aliviada, les dio las gracias con voz apagada y vio alejarse, con el corazón oprimido, las dos siluetas envueltas en sus mantos negros con la cruz blanca. ¿Se habrían mostrado tan generosos de haber sabido que la gran dama a quien deseaban salvar no gozaba ya del favor regio? Pero había que evitar el peligro más apremiante. Esclavista por esclavista, ella prefería estar del lado de la Cruz que del de la Media Luna.

XXVII La extraordinaria venta en la subasta

Durante el coloquio de los dos caballeros con la cautiva, las subastas habían proseguido. El moro quedó adjudicado a un corsario italiano, Fabricio Oligliero, para su tripulación.

Ponían ahora precio a un gigante eslavo de cabello rubio y musculatura magnífica. Por mera fórmula, Don José de Almada y el danés de Túnez se lo disputaron. Cuando el esclavo ruso se vio adjudicado al renegado de Túnez, se arrodilló, suplicante.

—¡Toda la vida —gritaba— condenado a bogar en las galeras berberiscas! No volvería a ver jamás las llanuras grises, barridas por el viento de su país natal.

Unos criados malteses, encargados a las órdenes de los caballeros, de asegurar la policía del «batistan», vinieron para cogerle y entregarle a los guardianes de su nuevo dueño. Luego hicieron subir al estrado un grupo de niños blancos. La armenia hundió sus dedos en el hombro de Angélica.

—Mira: el que está junto al pilar es mi hermano Arminak.

—Diríase que es una niñita. Va pintado hasta los ojos.

—Es eunuco, como te he contado y ya sabes que en nuestro país se pinta a los niños. No esperaba verle aquí, pero tanto mejor. Es prueba de que le han encontrado digno de crecida puja. Con tal de que le compre alguno muy rico: es listo y ya verás como dentro de veinte años poseerá la fortuna del idiota de su dueño, que le habrá hecho su confidente y visir.

El viejo sudanés señaló al adolescente con su dedo enrojecido con alheña y lanzó una cifra gutural. El gobernador turco de Candía la elevó. Un religioso de sotana negra con la insignia de la cruz blanca, fue a sentarse entre los dos caballeros. Era un capellán de la Orden de Malta. Asió al tasador por el caftán y le murmuró unas palabras. El otro vaciló, interrogó con la mirada al gobernador turco, quien con un gesto de bendición hacia la escena accedió a la petición. Entonces los adolescentes se pusieron a cantar.

El capellán, que era italiano, escuchó a cada uno por separado y apartó cinco del grupo, uno de ellos el hermano de la armenia.

-1 000 piastras por el lote —dijo.

Un personaje de piel blanca, circasiano sin duda, tocado con bordado turbante, se levantó y gritó:

—¡1 500 piastras!

La armenia musitó:

—¡Qué felicidad! Es Chamyl-bey, el jefe de los eunucos blancos de Solimán Aga. Si mi hermano logra entrar en ese famoso harén, su fortuna está hecha.

-2000 —subió el capellán de la Orden de Malta. Le fue adjudicado el lote.

Tchemichkian lloró, secándose con un pico del velo las lágrimas que quemaban sus ojos ennegrecidos con
alcohol
[8]
.

—¡Ay! Por listo que sea mi pobre Arminak no conseguirá nunca burlar la vigilancia de esos religiosos que no se dejan aturdir por los placeres ni piensan más que en amontonar oro para sostener sus armas. Y estoy segura de que el sacerdote le ha comprado simplemente por su voz de castrado, para hacerle cantar en una iglesia católica. ¡Qué deshonra! ¡Quizá le lleven a Roma para que cante ante el Papa!

Y escupió, colérica, al decir aquella palabra. En el estrado continuaba la subasta. No quedaron más que dos muchachos enclenques que nadie quería y que el viejo sudanés aceptó por un precio irrisorio, a fuerza de protestas, diciendo que con ello perdía su reputación de hombre de gusto y de comerciante avispado.

Luego, estalló un alboroto en la sala. Hacía su entrada el enviado personal del Sultán de todos los Creyentes. El príncipe cherguís, tocado con su gorro de astracán llevaba uniforme de seda negra y, sobre el pecho, una serie de cartuchitos de fusil en oro cincelado, sostenidos por cordoncitos de seda roja, formando marcial bordado, y el puñal y el sable engastados de rubíes. Se adelantó seguido de su guardia, saludó distraídamente al gobernador turco; luego se detuvo ante el gran eunuco Chamyl-bey y entabló con él animada discusión.

—Disputan —musitó la armenia—. El príncipe dice que no admitirá que sea el eunuco de Solimán quien adquiera la bella cautiva, porque está destinada al Sultán de Sultanes. Espero ser yo esa bella cautiva. Arqueó su busto y onduló su cintura.

Angélica, pese a sus llamadas interiores a la razón, estuvo a punto de prorrumpir en sollozos. Aquellos hombres venidos allí para disputársela, decidían ya sobre su destino. Sintió vértigo. No escuchó apenas la continuación de las operaciones; la venta de los jóvenes eunucos negros de Escrainville; luego la de la rusa y, por último la de la pobre Tchemichkian. No supo nunca si la joven caucasiana vio al fin colmados sus deseos de ser escogida para un harén principesco, si había caído en manos del viejo proxeneta sudanés o, para mayor tristeza, en las de un corsario que la revendería después de haber gozado de ella.

Erivan, con su sonrisa perpetua entre sus aceitosos bucles, se inclinaba ante ella.

—Servios seguirme, bella dama.

El marqués d'Escrainville les pisaba los talones; asió a Angélica del hombro.

—Acuérdate —dijo—. Los gatos…

La idea de la muerte horrible que la amenazaba y la esperanza de librarse de ella por la intervención de los caballeros de Malta permitieron a Angélica afrontar los centenares de ardientes miradas que acogieron su aparición. Reinó un expectante silencio. Desde hacía tres días, la fama de la francesa tenía en llamas a Candía.

Inclinados hacia delante, los espectadores se preguntaban sobre el misterio de aquella criatura velada, presentada al fin a su codicia.

Erivan hizo una seña al joven eunuco de servicio, que se acercó e hizo caer el velo que ocultaba el rostro de la cautiva. Angélica se sobresaltó. Sus ojos refulgieron. A la luz tornasolada de los candelabros, veía aquellas caras tensas, aquellas miradas fijas y atentas de machos en acecho; y la idea de que iban a ofrecerla desnuda, dentro de un momento, a su concupiscencia, la irguió en un arranque de rebeldía, que le hizo palidecer mientras le recorría un prolongado escalofrío. Aquel estremecimiento salvaje, la mirada altiva y casi imperiosa de sus pupilas de aguamarina, parecieron electrizar la sala hasta entonces bastante indolente. Un súbito movimiento de interés y de pasión hizo ondular la hilera de cabezas.

Erivan lanzó una cifra:

-5000 piastras.

El pirata Escrainville se estremeció en su sitio. Era el doble de la cifra convenida para la puja inicial. ¡Maldito gusano el tal Erivan! Desde el primer instante había sentido nacer, en su público, el brote repentino de la codicia que justifica toda locura. Unos hombres iban a entregarse a las pasiones emparejadas del juego y del deseo.

-5 000 piastras.

-7 000 —gritó el príncipe cherguís.

El jefe de los eunucos blancos murmuró una cifra. Fogoso y resuelto a llevarse la subasta, Riom Mirza gritó:

—¡10 000 piastras! Se hizo un silencio religioso.

Angélica miró hacia el lado de los caballeros de Malta, que no habían hablado aún. Don José, con una sonrisa en la comisura de su boca severa, se inclinó.

—Príncipe —dijo—, el último imán del Gran Señor preconizaba la mayor economía. Rindo homenaje a la fortuna del Sultán, pero ¿10 000 piastras no son el precio de toda una tripulación de galera?

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