Indomable Angelica (30 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Llegó la mañana de aquel tercer día de cautiverio. Angélica esperaba que aumentasen los malos tratos por parte de su dueño. Sentía la cabeza como vacía y las piernas débiles. Cuando oyó unos pasos por el suelo del corredor que conducía a su calabozo, se estremeció dolorosamente. Apareció Coriano, la hizo salir, y sin decirle una palabra la condujo al salón en donde el marqués d'Escrainville se paseaba con una expresión de rabia concentrada. Cuando Angélica estuvo allí le dirigió una mirada perversa y luego sacó unas largas tijeras.

—Esto es lo que han encontrado en poder de un chiquillo griego que intentaba deslizarse hasta el tragaluz del calabozo. Era para ti, ¿verdad? ¿Qué pensabas hacer con ellas?

Angélica no respondió, apartando desdeñosamente los ojos. Su ardid había fracasado.

—Esta tunanta debía tener alguna idea en la cabeza —dijo Coriano—. ¡Ya sabéis lo que son capaces de inventar a veces para librarse de la venta…! Acordaos de la siciliana que se había echado vitriolo voluntariamente… Y aquella otra que se arrojó desde lo alto de las murallas… Una pérdida total.

—¡No hables de desgracias! —dijo el pirata. Reanudó su paseo de un lado para otro. Luego volvió hasta Angélica, y la agarró de los cabellos para mirarla la cara—. ¿Estás decidida a no ser vendida, eh? A hacer cualquier cosa para librarte de ello, ¿verdad? ¿Vas a gritar? ¿A aullar? ¿A forcejear…? ¿Habrá que sujetarte entre diez para desnudarte?

La soltó y repitió sus paseos.

—Ya lo estoy viendo. ¡Un buen escándalo! A los caballeros de Malta, propietarios del «batistan» no les gusta eso, ni a los que buscan mujeres dóciles.

—¿Se le podría dar una droga?

—Ya sabes que eso tampoco gusta. Se les pone entonces un aspecto embrutecido, deformado. No es atractivo. Y, sin embargo, ¡necesito mis 12 000 piastras!

Se detuvo ante Angélica.

—Si eres dócil, estoy seguro de conseguirlas… Pero
tú no lo serás
y, hasta el último momento vas a prepararnos golpes inesperados. ¡Soy yo quien te lo dice, Coriano! Sería capaz de pagar para que me librasen de esta ramera.

El tuerto lanzó una especie de gruñido irritado:

—¡Hay que domarla!

—¿Y cómo? Lo hemos ensayado todo.

—No.

El ojo único del segundo resplandecía.

—No ha ido a darse una vueltecita por el calabozo de las murallas. Esto le hará comprender lo que le espera si se las compone para hacernos perder la venta.

Una sonrisa horrenda abría su boca desdentada. Escrainville respondió a aquella sonrisa con un gesto comprensivo.

—La idea es buena, Coriano. Se puede probar. Se acercó a la cautiva.

—¿Quieres saber la clase de muerte que te reservo si me haces perder la venta? ¿Quieres saber la muerte que te espera si no llegas a las 12 000 piastras…? ¿Si te las arreglas para causar repulsión a los compradores…? —Asiéndola de los cabellos, inclinaba hacia ella su faz convulsa, echándole en el rostro su aliento dulzón de drogado—… Porque morirás, ¡no esperes que me apiade…! A menos de 12 000 piastras, te retiraré de la subasta y morirás. ¿Quieres saber cómo…?

La puerta de aquel nuevo calabozo se cerró tras ella. Era húmedo y oscuro como los otros pero sin nada especial. Permaneció largo rato en pie; luego acabó por sentarse sobre una palanquera divisoria, en un rincón. No había querido mostrar al marqués d'Escrainville el miedo que la devoraba, pero ¡tenía miedo, un miedo horrible! En el momento en que aquel hombre cerraba la puerta del calabozo, había estado a punto de echarse a los pies del pirata, de suplicarle, de prometer cuanto quisieran… Un supremo impulso de orgullo la había contenido.

—¡Qué miedo tengo —dijo en voz alta—, Dios mío, que miedo…!

Después de tantos días de tormento, sus nervios empezaban a ceder. Aquí estaba como en una tumba. Se cubrió la cara con las manos y esperó.

Creyó sorprender un choque sordo, como algo que hubiera caído no lejos de ella, y luego, de nuevo el silencio. Pero no estaba sola en el calabozo. Una presencia indefinible merodeaba allí: una mirada pesaba sobre ella. Muy lentamente, separó los dedos y contuvo un alarido de horror. En el centro del calabozo, un enorme gato la miraba. Sus ojos fosforescentes vacilaban en la penumbra. Angélica permaneció inmóvil. Hubiera sido incapaz de hacer un movimiento.

Luego, otro gato apareció entre los barrotes del tragaluz, al que siguieron un tercero, un cuarto, un quinto. Ahora estaba rodeada de presencias felinas y rampantes. En la sombra del calabozo no veía más que ojos centelleantes, en acecho. Uno de ellos se acercó, tensando el lomo, preparado a saltar. Tenía ella la impresión de que le apuntaba a los ojos. De un puntapié intentó apartarle. El animal respondió con un maullido furioso que los otros repitieron a coro, en una especie de diabólico concierto.

Angélica se puso en pie de un salto. Quería llegar a la puerta. Sintió un peso sobre sus hombros, las garras se le hundían en la carne; otros se enganchaban a su ropa. Con los brazos sobre los ojos, se puso a aullar como una demente:

—¡No… esto no… esto no…! ¡Socorro! ¡Socorro!

La puerta se abrió y entró Coriano repartiendo fuertes latigazos, puntapiés e imprecaciones. Le costó trabajo dispersar a los horribles gatazos hambrientos. Arrastró fuera a Angélica jadeante y fuera de sí, aullando, encogida de terror. Escrainville la vio así, destrozada al fin. No era ya más que una mujer sumisa. Sus frágiles nervios habían cedido a la tortura. Su debilidad de mujer había acabado con su voluntad bravia. Era una mujer como las otras. Un rictus deformó la boca del pirata. Era su más hermosa victoria y la más amarga. Tuvo de pronto deseos de gritar de dolor y apretó los dientes.

—¿Has comprendido? —dijo—. ¿Vas a ser dócil?

Ella sollozaba, repitiendo:

—¡No, eso no…! ¡Los gatos, no! ¡Los gatos, no…! Le levantó la cabeza.

—¿Serás dócil…? ¿Te dejarás llevar al «batistan»?

—Sí, sí.

—¿Te dejarás presentar, desnudar, exhibir…?

—Sí, sí… todo… Todo lo que queráis… pero los gatos, no.

Los dos bandidos se miraron.

—Creo que ya está logrado, patrón —dijo Coriano. A su vez, se inclinó sobre Angélica desplomada, estremecida, por sollozos desgarradores y señaló su hombro sangrante—. He entrado en cuanto empezó a llamar, pero esos animales habían tenido tiempo de darle un buen zarpazo. El dueño del «batistan» y el maestro-tasador nos van a poner como chupa de dómine.

El marqués d'Escrainville se secó la frente reluciente de sudor.

—Tratándose de ella, ha sido lo menos que podía pasar. Y aún ha sido una suerte que no se haya dejado sacar los ojos.

—¡Ya podéis decirlo! ¡Yo no había topado nunca con mujer tan dura, por la Madona! Mientras viva, tendré qué decir de la francesa de los ojos verdes.

XV Por las calles de Candía. Savary conspira

A partir de aquella horrible escena, Angélica vivió en una especie de decaimiento resignado, sin intentar ya concentrar sus pensamientos ni rebelarse.

Sus dos compañeras cambiaron una mirada de comprensión viendo a la francesa, antes tan insolente, permanecer largas horas postrada con los ojos absortos. El pirata sabía la manera de domar a las más rebeldes. Era hombre de gran experiencia. Sentían consideración y aun cierto orgullo de haber caído en su poder.

Al día siguiente uno de los guardianes moros del
Hermes
hizo su entrada seguido de dos voluminosos negros. A primera vista, Angélica los tomó en efecto por hombres, porque así iban vestidos, tocados con enormes turbantes turcos y con sable al cinto. Pero al examinarlos desde más cerca vio que eran dos mujeres de cierta edad… porque bajo el bolero de terciopelo bordado se adivinaban sus senos caídos, y sus rostros torturados eran imberbes. La más vieja se plantó ante Angélica y dijo en voz de falsete:

—¡Hammam!

La francesa volvió hacia la armenia unos ojos interrogantes.

—¿
Hammam
? ¿No quiere esto decir baño, en persa?


Choch yacki
[6]
—aprobó la vieja, con una sonrisa deslumbrante; y luego añadió, apuntando su índice teñido de naranja hacia la moscovita—
Bania
[7]
—Finalmente volvió el dedo hacia su pecho, diciendo— ¡Hammamtchi!

—Es la jefa de las bañeras —dijo la señora Tchémichkian, muy excitada.

Explicó que eran dos eunucos que venían a buscarlas para llevarlas al baño turco, depilarlas, vigilarlas y vestirlas. La eslava pareció despertarse y parloteó muy de prisa y con mucha amabilidad con los atroces personajes. Ella y su compañera parecían encantadas.

—Dicen que podremos escoger los vestidos más caros en el bazar y joyas. Pero antes tendréis que cubriros con el velo. El eunuco opina que es indecente para vos ir vestida de hombre y que esto le avergüenza.

Las hicieron subir a la casa, donde tenían preparada una comida: buñuelos y carne con jugo de limón y de naranja. Los eunucos las vigilaban. Angélica se estremeció al sentir sobre su hombro la mano de uñas anaranjadas del viejo eunuco, que apartó los cabellos para examinarle la espalda. El marqués d'Escrainville apareció entonces. El eunuco le dirigió unas palabras vehementes en turco. La armenia murmuró:

—Le pregunta si no está loco por haber golpeado a una mujer tan bella antes de la venta… Y no garantiza que pueda borrar esta señal para la noche.

Escrainville respondió groseramente a los reproches en la misma lengua. El eunuco, hizo una mueca de matrona ofendida y enmudeció. Los ojos del corsario estaban inyectados en sangre y su boca tenía un rictus amargo. Su mirada era huidiza y no se posó en Angélica. Al cabo de un momento, salió pisando sonoramente.

Unos servidores trajeron los vestidos de calle para las mujeres. Angélica tuvo que meterse por la cabeza un amplio «chader» negro abierto a la altura de los ojos por tul blanco. Varios asnos con alforjas esperaban afuera, llevados del ronzal por chiquillos harapientos. La armenia hizo observar que el ir montadas en asnos demostraba que eran mercancía costosa. Luego, ella y su camarada eslava se pusieron a discutir en turco con el viejo eunuco y Angélica, que no entendía, se quedó apartada.

El viejo eunuco resultó un hombre muy afable y charlatán. Comenzó por comprar unos trozos de temblona jalea roja y verde, que ofreció a las tres mujeres explicando que era «rahat-lukum» de frambuesa y de menta, pero no convenía abusar antes del baño. Cuando Angélica, que encontró insípido y repugnante aquel dulce, quiso ofrecérselo al chiquillo que conducía su asno, el negro se lo arrancó y propinó un vergajazo en las pantorrillas del muchacho.

Después de aquellos días de internamiento, el aire libre le sentaba bien. La tempestad se había alejado. El mar, que se divisaba a veces al final de una calleja, tenía un tinte morado salpicado de blanco, pero el cielo era azul y limpio de nubes, y el calor menos sofocante. El pequeño cortejo avanzaba muy despacio entre la barahúnda de las calles invadidas ya de gente, pese a la hora temprana. Lo mismo que en el puerto, todas las razas del Mediterráneo se codeaban en aquellos estrechos pasadizos abiertos entre dos muros lisos de casas griegas o balcones salientes de los palacetes venecianos. Griegos de las montañas, campesinos de los alrededores, que se distinguían por sus faldellines blancos y sus rodillas al aire, se mezclaban con mercaderes árabes de chilabas grises o bordadas. Algunos turcos, bastante escasos, se distinguían por sus inmensos turbantes, globos de muselina blanca o rutilante raso, sujetos con gemas, los calzones bombachos y las fajas de innumerables vueltas. Malteses aceitunados se cruzaban con italianos y sardos, vestidos al estilo de su país. La mayoría eran pequeños mercaderes llegados allí costeando. El hecho de haberse zafado de los corsarios les permitía abordar en Candía como hombres libres, tratando, de igual a igual, para la liquidación de su flete, como hubiera podido hacerlo Melchor Pannassave si la suerte le hubiese sonreído. Veíanse muchos trajes europeos y grandes chambergos emplumados, botas con vueltas y también zapatos de tacón. Vestimentas más o menos raídas, chorreras más o menos arrugadas de funcionarios coloniales, olvidados en aquella isla lejana, terciopelo y pluma de avestruz, cuero fino de algún banquero venido de Italia o de comerciante próspero.

Cada cien pasos se topaba con un pope vestido de negro, barbudo y llevando sobre el pecho una inmensa cruz de madera labrada, de plata o de oro. La armenia pedía a todos su bendición, que el religioso le concedía distraídamente, trazando en el aire el signo de la cruz.

En el barrio de los sastres, el jefe de los eunucos efectuó numerosas compras, joyas y rollos de velo de todos colores. Después propuso que volviesen al puerto. La pequeña caravana reanudó su marcha, atravesando una hilera de zocos, unos abiertos bajo el cielo azul y ardoroso, otros abovedados y sombríos como el de los caldereros donde en cincuenta puestos se trabajaba el cobre entre un ruido ensordecedor. La multitud se hacía cada vez más densa. Los vendedores ambulantes se mezclaban allí sin perder el equilibrio de su inmensa bandeja de madera sostenida a medias sobre el turbante y sobre un taburete también de madera colgado a la espalda. Había de todo en aquellas bandejas: frutas, nueces, golosinas y aun jarros de plata con café, junto a dos tacitas, y el vaso de agua inevitable para los orientales.

Niños de todos los colores, desnudos o con prendas abigarradas se peleaban con los perros entre las patas de los jumentos. Niños y perros eran flacos. En cambio, los gatos, igualmente abigarrados, estaban gordos a más no poder. Angélica miraba con horror aquellos gatos de pelaje abundante, astutos, agazapados en el tejadillo de cada tienda, de cada cornisa, a la sombra de todos los pilares y balcones. En una placita, un hombre tocado con alto gorro rojo, portando sobre los hombros espetoncillos de carne cruda estaba rodeado de un grupo maullador. Era el vendedor de hígado de cordero, encargado por la ciudad de repartir aquellas exquisiteces al animal favorito de la civilización otomana. Luego, la fila de borriquillos llegó a un muelle pavimentado con gruesas piedras negras y cubierto de montones de frutas: dátiles, melones, sandías, naranjas, cidras, higos. Una selva de mástiles y de aparejos de barco, apareció entonces.

En el puente de una galeota que arbolaba pabellón de Túnez, una especie de ogro melenudo y barbudo, con calzón embreado y botas altas de cuero rojo, rugía como el dios de los mares.

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