Los eunucos hicieron parar los asnos para gozar del espectáculo y cambiaron comentarios con las cautivas. Tchémichkian tradujo amablemente para Angélica. Así supo que era el renegado danés Eric Jansen, que llevaba veinte años con los berberiscos a los que había enseñado a construir barcos redondos a la manera de Occidente.
Aquella noche, yendo rumbo a Albania, había sido arrastrado por el huracán y sólo pudo evitar el naufragio de su navio, cargado en exceso, arrojando por la borda parte de su cargamento: aproximadamente un centenar de esclavos. El viejo vikingo echaba pestes, con su barba rubia al viento bajo el turbante rojo, vigilando la venta de otro contingente de esclavos, «averiados» por la noche atroz pasada en la cala de un barco casi hundido. Liquidaba a bajo precio en los muelles de Candía, hombres heridos, mujeres y niños medio muertos de terror, quedándose solamente con las «piezas» más interesantes de sus últimas correrías. Todos aquellos sinsabores comerciales le habían puesto de malísimo humor y los latigazos de los cómitres restallaban secamente, excitados por sus rugidos de león.
El averiado rebaño era izado sobre mástiles apilados o sobre toneles para estar bien a la vista del público. Unos árabes con albornoz blanco, de la tripulación del Berberisco, hacían el artículo desgañitándose. Los posibles compradores tenían derecho a tocar, a palpar, a desvestir a las mujeres. Ellas se erguían al borde del muelle, temblorosas y desnudas, expuestas a todas las miradas. Algunas intentaban taparse con los cabellos, pero los guardianes, con un golpe seco, rechazaban aquellos gestos de pudor. No eran más que reses en venta. Les hacían abrir la boca para que se viera si estaban demasiado desdentadas.
Angélica tuvo un estremecimiento de vergüenza ante aquel espectáculo.
«No es posible —se dijo—, yo no… eso no». E intentó buscar a su alrededor un auxilio improbable. Vio a un viejo vendedor de naranjas, que la miraba entreabriendo su amplia chilaba. Le hizo una leve seña y se perdió entre la multitud. Un comerciante negro estaba separando a la fuerza una mujer alelada y de ojos enloquecidos de tres niños desnudos que lloraban.
—Así le quitaron mis hermanos a mi madre —dijo la armenia, con tristeza.
Escuchó ella los comentarios y prosiguió:
—Esa mujer ha sido comprada para un harén egipcio, muy adentrado en el desierto. El comerciante no puede cargar con niños tan pequeños, se morirían en el camino.
Angélica no respondió. Le invadía una especie de indiferencia.
—Los van a rescatar por unas piastras —continuó la armenia—, o si no se irán a vagar por Candía con los perros y los gatos. ¡Maldito…! ¡Maldito sea el día en que nacieron!
La joven oriental movió la cabeza largo rato.
—Nuestra suerte es feliz. Al menos, nosotras no padeceremos hambre.
Luego, pidió alegremente ir a admirar las dos galeras de Malta, cuyos pabellones rojos con la cruz blanca ondeaban al viento. Allí, la venta estaba a punto de terminar. Unos «sirvientes de armas» —soldados de la Orden de Malta—, empuñando la alabarda, mantenían el respeto alrededor de las cadenas de cautivos llevados por sus nuevos dueños.
Calzados con botas altas, y en la cabeza cascos, aquellos militares se diferenciaban de los mercenarios habituales por sus casullas negras que llevaban en el centro del pecho una gran cruz blanca de ocho brazos.
La joven armenia ortodoxa sintió un éxtasis ante los representantes de la mayor flota de la cristiandad. El eunuco tuvo que enojarse para arrancarla de su admiración. Ciertamente, no había querido negar a las cautivas que al día siguiente marcharían a lejanos harenes, el asistir por última vez al «tomascha», el espectáculo callejero tan dilecto a todo oriental, que no se debe negar ni al condenado a muerte. Pero ahora había que apresurarse. La hora de la venta se acercaba.
—¡
Hammam
! ¡
Hammam
! —repetía, apremiando a su tropa.
Ante los baños turcos, Angélica volvió a ver al mendigo de los cestos de naranjas. Él tropezó justamente entre las patas del asno y ella reconoció a Savary.
—Esta noche —bisbiseó el viejo—, cuando salgáis del «batistan», estad preparada. Una bengala azul será la señal. Mi hijo Vassos os guiará. Pero si no pudiese reunirse con vos, procurad por todos los medios llegar a la Torre de los Cruzados, en el puerto.
—Eso es imposible. ¿Cómo podría yo escapar de mis guardianes?
—Creo que en ese momento vuestros guardianes, cualesquiera que sean, tendrán otra cosa que hacer que vigilaros —dijo Savary, riendo burlón y con fulgor diabólico tras los cristales de sus antiparras—. ¡Estad preparada…!
Suprema gestión de los caballeros de Malta.
El sol estaba ya en el ocaso cuando unos palanquines de cortinillas corridas, llevados por esclavos, trasladaron a las tres mujeres al «batistan» de Candía.
Se hallaba éste situado en una altura. Desde el exterior tenía el aspecto de un gran establecimiento cuadrado de estilo bizantino que se abría por altas e historiadas verjas. La multitud era densa en los alrededores y las cautivas, siempre bajo la vigilancia de los eunucos, tuvieron que esperar a la entrada, en donde un grupo de gente se amontonaba ante una especie de encerado negro hecho de mármol sin bruñir. Un hombre de tez oscura y nariz prominente, vestido con una casaca recamada, pero sin turbante, escribía con todo cuidado en dos lenguas: italiano y turco.
Angélica conocía el italiano lo suficiente como para poder descifrar lo escrito. Poco más o menos, decía:
Griegos cismáticos 50 escudos oro.
Rusos muy robustos 100 escudos.
Moros y turcos 75 escudos.
Franceses a granel, al cambio 30 escudos.
Curso de los cambios:
1 francés = 3 moros en Marsella.
1 inglés = 6 moros en Tana.
1 español = 7 moros en Monte-Christi (Agadir).
1 holandés = 10 moros en Liorna o Genova.
Un empujón de sus guardianes hizo avanzar a Angélica, y el pequeño grupo penetró en un amplio patio-jardín con pavimento de una preciosa mayólica azul muy antigua, alternando con macizos de rosales, de adelfas y de naranjos. Una fuente, joya de arte veneciano, murmuraba en el centro. Los rumores de la ciudad morían en el interior de las gruesas murallas de aquel caravansar, donde las idas y venidas, no por ello menos afanosas, revestían la dignidad más solemne del alto comercio. Porque allí no estaba uno en los bazares. Alrededor del jardín, columnas cinceladas y cubiertas de antiguas pinturas bizantinas, con finuras de reflejos metálicos, sostenían un largo peristilo cubierto, sobre el cual se abrían las puertas de las salas interiores en donde se efectuaban las ventas. Después de haber cruzado el jardín en toda su longitud, el hammamtchi dejó sus
ovejas
ante el peristilo para ir a informarse de la sala que les estaba destinada.
Angélica se sofocaba bajo los numerosos velos con que la habían envuelto. La impresión de pesadilla se acentuaba. Apresada en el engranaje, se veía aquella noche en el umbral de aquel mercado de carne humana donde iban a disputársela hombres de todas las razas, de mirada concupiscente. Apartó el velo que ocultaba el rostro para respirar un poco. El joven eunuco la conminó con vehemencia a que se cubriese.
Ella no le escuchó.
Siguió con mirada sombría y aterrada la llegada de los compradores árabes o europeos que cruzaban los jardines y penetraban bajo las columnas saludándose cortésmente. De pronto, vio a Rochat, el cónsul interino, que franqueaba la verja. Llevaba, como de costumbre, barba de ocho días, y tenía un rollo de papeles bajo el brazo.
Angélica se lanzó hacia él, y cruzó el jardín corriendo.
—Señor Rochat —dijo abordándole, jadeante—, escuchadme pronto. Vuestro innoble camarada Escrainville ha decidido venderme. Procurad socorrerme y yo sabré ser agradecida. Tengo fortuna en Francia, y recordad que no os he engañado en cuanto a las cien libras que os prometí. Sé que no podéis intervenir personalmente pero, ¿podríais interesar en mi terrible suerte a compradores cristianos; por ejemplo caballeros de Malta, que son aquí tan poderosos? Tiemblo de verme comprada por un musulmán y llevada a un harén. Haced comprender a los caballeros que estoy dispuesta a pagar el rescate que sea si consiguen vencer en la subasta y arrancarme de las garras de esos infieles. ¿No tendrán piedad de una mujer cristiana?
El representante francés comenzó por parecer muy molesto y dispuesto a excusarse; luego se serenó a medida que ella hablaba.
—Sí, esa es una excelente idea —dijo rascándose la nuca— y completamente realizable. El comisario de Esclavos de la Orden de Malta, Don José de Almada, de la Comunidad de Castilla, está presente esta noche, así como un elevadísimo personaje de la Orden, compatriota nuestro, el Bailío Carlos de La Marche, de la Comunidad de Auvernia. Voy a procurar interesarles en vuestro caso. Por lo demás, no veo que haya motivo alguno para no hacerlo.
—¿No resultará extraño que unos religiosos compren una mujer?
Rochat alzó los ojos al cielo.
—Mi pobre amiga, bien se nota que no sois de aquí. Hace ya largo tiempo que la Orden compra y revende mujeres con el mismo título que adquiere los otros esclavos. Nadie lo censura. Estamos en Oriente y no olvidemos que estos buenos Caballeros hacen voto de celibato y no de castidad. De todas maneras no es la baratija lo que les interesa sino
el rescate
. La religión necesita dinero para sostener el poderío de su flota guerrera. Pues bien, voy a salir garante de vuestros títulos, de vuestro rango y de vuestra fortuna. Además, los Caballeros se sienten satisfechos de estar a bien con el rey de Francia y he oído decir que gozabais de favor en la Corte con respecto a Su Majestad Luis XIV. Todo esto les convencerá para prestaros ayuda.
—¡Oh, gracias, señor Rochat…! ¡Sois mi salvador!
Se olvidaba de que era apocado, mísero y que iba sin afeitar. Iba a hacer algo por ella. Le estrechó con efusión las manos. Rochat dijo emocionado y torpe:
—No me deis las gracias… Me alegrará mucho poder seros útil… Me atormentaba vuestro caso pero no podía remediarlo, ¿verdad? En fin, ahora, tened confianza.
El joven eunuco que se les había unido lanzaba gritos como un quebrantahuesos. Acabó por coger a Angélica del brazo a fin de cortar aquel aparte escandaloso.
Rochat se alejó rápidamente.
Furiosa al sentir unas manos negras sobre su brazo, Angélica se volvió y abofeteó las mejillas flaccidas del eunuco. Este desenvainó el sable y se quedó indeciso, sin saber cómo utilizar su arma contra una mercancía preciada que le habían recomendado encarecidamente. Era un eunuco joven, llegado de un pequeño serrallo de provincia, donde no había tenido bajo su custodia más que a dulces mujeres indolentes. No le habían enseñado aún cómo debía comportarse con extranjeras recalcitrantes. Sus abultados labios hicieron una mueca como si fuese a llorar.
El hammamtchi alzó los brazos al cielo al enterarse del incidente. No tenía más que un afán: desembarazarse de sus responsabilidades. Por suerte para él llegó el marqués d'Escrainville. Los dos eunucos le hicieron un relato detallado de sus dificultades.
El pirata lanzó una mirada colérica a la mujer velada en la que le costaba trabajo reconocer al joven caballero del viaje. Bajo los pliegues de muselinas y sedas que caían sobre su cuerpo se realzaba toda la femineidad de Angélica. La antigüedad que envolvió simplemente a las mujeres en vez de encorsetarlas, sabía que el pliegue de una tela puede revelar un cuerpo floreciente y apetecible.
Escrainville rechinó los dientes. Su mano apretó el brazo de Angélica hasta hacerle palidecer de dolor.
—¿Es que no te acuerdas, puta, de lo que te he prometido si no eras dócil? Esta noche misma estarás en manos de los eunucos o te entregaremos a los gatos… A los gatos…
Una mueca horriblemente cruel deformaba sus rasgos. Ella pensó que se parecía al demonio. Él se dominó, porque un invitado avanzaba por la avenida. Era un banquero veneciano, barrigudo, cubierto de plumas, encajes y dorados.
—Señor Marqués d'Escrainville —exclamó el recién llegado con marcado acento—, me complace mucho veros de nuevo. ¿Cómo os encontráis?
—Mal —respondió el gentilhombre-pirata, secándose la frente sudorosa—. La cabeza me estalla. Tengo jaqueca, y la tendré hasta que no haya conseguido vender a esa muchacha que veis ahí.
—¿Es bella?
—Juzgadlo vos mismo.
Con gesto de chalán levantó el velo de Angélica. Él otro emitió un ligero silbido.
—¡Pardiez…! Tenéis la suerte de vuestra parte, señor Escrainville. Esta mujer va a llenaros de oro.
—Cuento con ello. No la daré en menos de 12 000 piastras.
El rostro de carrillos temblequeantes del banquero mostró una expresión decepcionada. Debía pensar que la bella cautiva estaba muy por encima de sus medios.
-12 000 piastras… Ciertamente, las vale, pero ¡sois voraz!
—Hay aficionados que no vacilarán en subir hasta ese precio. Espero al príncipe charkés Riom Mirza, un amigo del Gran Sultán, encargado por éste de buscarle la perla rara y también a Chamyl-Bey, el gran eunuco del pachá Solimán Aga, que no repara en el precio cuando se trata de los placeres de su amo…
El veneciano lanzó un hondo suspiro.
—Nos es difícil competir con las prodigiosas fortunas de esos orientales. Sin embargo, asistiré a la venta. O mucho me equivoco o vamos a presenciar un espectáculo selecto. ¡Buena suerte, querido amigo!
La sala de ventas parecía un inmenso salón. Alfombras valiosas cubrían el suelo y había divanes bajos, unos frente a otros, a lo largo de las paredes. El fondo de la estancia lo ocupaba un estrado al que se subía por breves escalones. Preciosos candelabros de cristal de Venecia reflejaban desde el techo, con sus mil colgantes, las luces que unos criados malteses acababan de encender.
La sala estaba ya casi llena. La multitud no cesaba de aumentar. Unos servidores turcos de largos mostachos y tocadoscon gorro puntiagudo de tisú de oro o plata, se afanaban sirviendo tacitas de café y platos de golosinas sobre mesas bajas de cobre o plata. Otros dejaban junto a quien lo deseaba el inevitable narguilé, cuyo discreto glúglú se mezclaba al rumor de las conversaciones.
Predominaban las vestimentas orientales. Sin embargo, una decena de corsarios blancos rozaban con sus embreados calzones los caftanes bordados. Algunos, como el marqués d'Escrainville, se habían tomado la molestia de ponerse una casaca o traje no muy raídos, y de tocarse con sombrero de plumas aún vistosas; pero todos con el adorno belicoso de sus numerosas pistolas o sables de abordaje. Pipas holandesas de hornillo pequeño y largo tubo competían, bajo los mostachos, con su hermano oriental el narguilé. El renegado danés Eric Jansen entró escoltado por tres guardaespaldas tunecinos y fue a sentarse, altivo y barbudo, cerca del viejo comerciante sudanés. Este negro, con manto bárbaro africano, era un alto personaje, representante de los traficantes del Nilo encargados de aprovisionar los harenes de Arabia y Etiopía y los de todos los sultanes y reyezuelos del interior de África. Sus cabellos blancos y rizosos, bajo casquete bordado de perlas, contrastaban con su piel negra, algo amarillenta en los pómulos y en la nariz.