Indomable Angelica (14 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

En realidad, por la noche, el viento cayó por completo y siguieron navegando a remo. Los cuartos de guardia fueron, sin embargo, reforzados por precaución. Pero sólo un puesto de galeotes quedó remando, a la luz de las lámparas de aceite que proyectaban la sombra desmesurada de los cómitresyendo y viniendo por la crujía. Los otros forzados se acostaron en grupos de cuatro sobre una tabla, al pie de su banco. Dormían allí, revolcándose sobre la inmundicia y la miseria, con el sueño pesado de las bestias cansadas.

Al otro extremo de la galera, Angélica intentaba olvidar al que sufría allá, a unos pasos de ella. No había vuelto a pisar la crujía. No dejaría que Nicolás comprendiese que le había reconocido. El galeote pertenecía a un página demasiado amarga de su vida, cuyo horror había borrado hasta los recuerdos de infancia que en otro tiempo les unieron. Había roto por su parte aquella página y no permitiría al azar que la resucitara. Pero las horas demasiado lentas de la travesía la torturaban y tenía prisa en llegar a Candía. La noche era azul, y tornándola como fosforescente el movimiento de las olas y el reflejo de las linternas de las otras galeras, que navegaban hacia popa suavemente. Cada palada de los remos formaba una cascada luminosa. En la popa de los navios habían encendido el fanal, enorme monumento de madera dorada y vidrio veneciano, de la altura de un hombre y dentro del cual ardían doce libras de velas cada noche.

Oyó al teniente de Millerand dar el parte al Almirante. Los soldados se quejaban de pasar la noche a bordo. Sentados todo el día, apretados unos contra otros, tendrían que soportar una noche más aquella incómoda postura.

—¿De qué se quejan? No van encadenados, y han tenido derecho esta noche a un guisado de cabra. La guerra es la guerra. Cuando yo era coronel de caballería del Rey, dormí algunas veces a caballo y sin comer. Tendrán que habituarse a dormir sentados. Todo es cuestión de costumbre.

Angélica empezó a colocar los cojines sobre uno de los divanes para tenderse allí. El negrito vino a ayudarla. Era inútil requerir los servicios de Flipot, que aún estaba doblado por el mareo. El duque de Vivonne iba y venía seguido por la menuda sombra del negrito con la bombonera. La glotonería de los Mortemart era proverbial y el joven debía su afable lozanía al abuso de las golosinas orientales.

Mientras mordisqueaba nueces confitadas y pasteles de «lou-koum», meditaba sobre los azares de su crucero. Había recomendado a sus oficiales que descansaran un poco y éstos dormían sobre unas colchonetas; pero él no se decidía a imitarlos. Parecía preocupado y, a pesar de ser ya de noche, hizo llamar al maestro artillero. Un hombre de pelo cano, apareció a la luz del fanal.

—Maestro artillero, ¿están preparadas vuestras piezas para la acción?

—He cumplido vuestras órdenes, Monseñor; las piezas han sido revisadas y engrasadas, y he hecho subir de la santabárbara cargas, balas y metralla.

—Está bien. Volved a vuestro puesto. Brossardiére, amigo mío…

El segundo, despertado de su sueño, se puso la peluca, se alisó los puños y estuvo en seguida ante su superior.

—¿Monseñor?

—Encargaos de hacer que comprenda bien el caballero de Cléans, comandante del crucero, que se mantenga en el centro de nuestra pequeña flota y no en un extremo. Porque lleva en su barco toda nuestra reserva de pólvora y balas, y es preciso que pueda suministrarnos a petición, si tuviéramos que estar disparando largo tiempo. Llamad también al jefe de la mosquetería.

Y cuando éste compareció:

—Haced que repartan los mosquetes, las balas y la pólvora. Cuidad sobre todo de los diez pedreros de la borda. No olvidéis que, al no tener más que tres cañones a proa, en caso de sorpresa, los pedreros y mosquetes representan la única defensa verdadera de la borda.

—Todo está dispuesto. Monseñor. La última revista ha servido para dejar indicado claramente el sitio de cada combatiente.

Entre tanto, maese Savary salió de la sombra y anunció haber notado en su cofre de medicamentos, que el salitre estaba húmedo, lo que era anuncio de un cambio de tiempo en las veinticuatro horas siguientes.

—No necesito vuestro salitre para estar al corriente —gruñó Vivonne—. Si ha de venir el mal tiempo, no será con tal prontitud, y de aquí a entonces habrá tal vez cambiado algo en la superficie de la mar.

Maese Savary respondió:

—¿Debo entender que teméis un ataque?

—Maese boticario, sabed que un oficial de las galeras de Su Majestad no
teme
nada. Decid, si queréis, que preveo un ataque y volveos a vuestras redomas.

—Eso es lo que quisiera pediros, Monseñor: si puedo poner en seguridad la preciada botella que contiene «mumia» mineral, en la saleta del Consejo. En caso de que alguna bala de cañón perdida rompiese…

—Sí, sí, haced lo que os parezca bien. —El duque de Vivonne fue a sentarse junto a Angélica—. Me encuentro en un fuerte estado de agitación —dijo—. Presiento que va a ocurrir algo. Siempre he sido así. En mi infancia, los días de tormenta, mis dedos atraían los objetos. ¿Qué podría hacer para calmarme? —Envió a uno de sus pajes y éste volvió con un laúd y una guitarra—. Vamos a cantar un poco a la noche estrellada y al amor de las damas.

El hermano de Athénaïs de Montespan poseía una bella voz algo aguda pero bien timbrada. Tenía buenos pulmones y entonaba a maravilla la canción italiana. El tiempo pasó más agradablemente y el gran reloj de arena que marcaba las horas había sido ya invertido dos veces, cuando en la última nota que se apagaba, un amplio sonido, semejante a un golpe de viento venido del horizonte, se hinchó bruscamente y luego se extinguió, para repetirse en un tono más bajo y prolongarse en profundas tonalidades que retumbaban, subiendo y bajando. Angélica sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—Escuchad —murmuró el conde de Saint-Ronan—, ¡los forzados cantan!

Cantaban con la boca cerrada en coro a cuatro voces que se alejaba sobre el mar. Aquello tenía resonancias de caracola marina. Duró largo rato, interminablemente, repitiéndose sin cesar, como oleadas de desesperación insondable. Luego, una voz todavía juvenil, bien timbrada se elevó en un solo, cantando el estribillo de la endecha.

Yo recuerdo a mi madre que decía:

No seas como bruto de la selva

que hace su voluntad, y me pedía

que fuese dulce y bueno; como ella.

Nunca he matado, ni robé siquiera;

pero de sus consejos me olvidaba

y ahora aquí remando en la galera

recuerdo la bondad con que me amaba.

El canto se extinguió.

Al reinar de nuevo el silencio, el ruido de la resaca pareció amplificarse contra el casco. Un marinero anunció:

—Luces inseguras a cinco leguas, primer cuadrante a estribor.

—¡Maniobra de alerta y de combate! ¡Apagad los fanales y no dejéis más que las luces de seguridad! ¡Cuatro cuerpos de guardia alerta!

Vivonne cogió el catalejo y permaneció silencioso durante un momento; luego, hizo que mirase también Brossardiére, que opinó:

—Nos acercamos al Cabo Corso. A mi jucio se trata de un barco pescando con red, de noche, el atún, e intentando acosarlo hacia el centro de una flotilla porta-redes. ¿Ponemos proa hacia ellos para comprobarlo?

—No. Córcega pertenece a Genova y además las costas de Córcega no cobijan nunca, o casi nunca, a los berberiscos. Los habitantes son tan exclusivistas que no consienten ninguna incursión en sus radas sea de quien fuere; es consigna general entre los navegantes, piratas o corsarios, el soslayar esa isla. Mantengamos nuestro plan fijado al partir, con la visita a la isla de Caprera, que es del duque de Toscana y que, por el contrario, ha dado asilo con frecuencia a piratas turcos.

—¿Cuándo arribaremos?

—Al amanecer si el tiempo no se altera antes. ¿No oís?

Prestaron oído. De una galera lejana se elevó un alarido prolongado y, luego, cesó súbitamente. Vivonne lanzó un juramento.

—¡Son esos perros moros que aullan a la luna!

La Brossardiére, navegante veterano en Oriente, y que conocía las costumbres árabes, dijo:

—Aullan de alegría. Es el «yuyú» victorioso.

—¿De alegría?, ¿de victoria? Decididamente los galeotes están muy agitados esta noche.

Del puesto de vigía de proa bajaba precipitadamente un marinero.

—Monseñor, el vigía-jefe de proa acaba de subir a la cofa del palo mayor. Os pide que observéis con vuestro catalejo hacia el mismo sitio, en donde, desde hace un rato, se ven como señales…

De nuevo Vivonne enfocó el catalejo y La Brossardiére cogió unos gemelos.

—A mi entender, el vigía tiene razón —dijo—. Hacen señales desde lo alto de los montes Rigliano del Cabo Corso, sin duda para llamar a su flotilla de pesca, abajo, en el mar.

—Sí, indudablemente —confirmó el Almirante, en tono dubitativo.

Un nuevo ulular resonó acompasado, partiendo de la misma galera, que debía ser
La Delfina
. Savary, que reaparecía, se acercó a Angélica y le confió en secreto:

—Mi «mumia» está ya segura. La he estibado protegida entre paja y redes. Creo que resistirá. ¿Habéis notado que los moros de
La Delfina
muestran una alegría repentina? Los fuegos de la costa eran señales para ellos.

Vivonne, que oyó las últimas palabras, asió al viejo por el extremo de su chorrera Luis XIII.

—¿Señales para qué?

—No puedo decirlo, Monseñor, porque ignoro el código convenido de esas señales.

—¿Y qué os hace pensar que estaban dirigidas a los moros?

—Porque son cohetes turcos. Monseñor. ¿No habéis notado las luces azules y rojas? Estoy al corriente, Monseñor, porque fui artificiero del gran maestro artillero, en Constantinopla; me utilizaba para fabricar esos cohetes con pólvora y sales metálicas que arden en diferentes colores. Su secreto viene de China pero todo el Islam los emplea. Por eso he pensado que no podían ser más que turcos o árabes los que hacían señales a turcos o árabes, y como en todo el horizonte no se ven otros que los de vuestras galeras…

—Lleváis vuestra lógica demasiado lejos, maese Savary —dijo el duque, en tono burlón.

Un caique alumbrado por dos fanales se acercaba y La Brossardiére le gritó que apagase las luces de posición. Una voz gritó en la oscuridad:

—Monseñor, estamos inquietos a bordo de
La Delfina
. Los moros del puesto de borda se agitan viendo los fuegos de la montaña.

—¿Son esos moros que apresamos en aquel falucho que transportaba plata clandestina?

—Sí, Monseñor.

—Lo sospechaba —dijo el Almirante entre dientes.

—Uno de ellos no cesa de subirse al banco gritando sortilegios.

—¿Qué dice?

—No lo sé, Monseñor, no sé el árabe.

—Yo lo sé —dijo Savary—, y le he oído. Gritaba: «¡Nuestra liberación está próxima!» A este grito de almuecín, han respondido los otros con aullidos de alegría.

—¡Coged a ese rebelde y ejecutadle!

—¿En la horca, Monseñor?

—No. No tenemos tiempo y su visión en la antena del palo mayor excitaría a los otros fanáticos. Un pistoletazo en la nuca y al agua.

El caique se alejó. Poco después se oyeron dos secas detonaciones. Angélica se ciñó su manto alrededor del cuerpo. Tenía frío. Se levantaba la brisa súbitamente. El Almirante observó una vez más la costa, pero todo había vuelto a quedar en la oscuridad.

—Izad las velas y poned a la boga los tres puestos de chusma. Con suerte estaremos ante la isla de Caprera por la mañana. Allí nos avituallaremos de cabras, que las hay en profusión, así como de agua dulce y naranjas.

Angélica creyó que permanecería despierta pero debió sumirse en un breve sueño porque de pronto se dio cuenta de que ya había luz. En el alba, de transparencias nacarinas, alzábase una isla. A contraluz sobre un cielo de oro pálido y azul vincapervinca, no era más que una masa azulada oscura y turbia, reflejándose en el espejo casi inmóvil del mar.

Angélica se encontró sola bajo la toldilla del «tabernáculo». Alisó su vestido, se atusó la cabellera y salió a respirar el aire matinal. El Estado Mayor se hallaba a proa. La joven vacilaba en atravesar la crujía, cuando el teniente de Millerand la vio y vino muy amablemente en su busca para escoltarla. El duque de Vivonne, de excelente humor, le tendió el catalejo.

—Ved, señora mía, cuan acogedora es esta isla. Observad que no hay siquiera franja de espuma de resaca al pie de esas rocas volcánicas. Esto significa que al acercarnos estaremos en la calma más completa. No hay dificultad para atracar.

A Angélica le costó cierto trabajo habituarse al catalejo, luego lanzó gritos admirativos al descubrir la cala, de profundidades color lila, en donde revoloteaban las gaviotas.

—¿Qué es aquella luz redonda y brillante, a la izquierda? —preguntó.

Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando la luz se elevó muy alto en el cielo y luego cayó apagándose. Los oficiales se miraron. Maese Savary dijo plácidamente:

—Otro cohete de señales. Sois esperados…

—¡Zafarrancho de combate! —aulló Vivonne en su bocina—. ¡Artilleros, a vuestras piezas! Forzaremos el paso. ¡Somos una flota entera, qué diablo!

A pesar del viento se oyeron los aullidos de la galera
Delfina
, bastante cerca a proa de la galera almirante.

—¡Haced callar a esa morralla!

Pero una voz muy aguda dominaba los otros ruidos, salmodiando sobre unas notas que barrenaban el tímpano:

La il-lá, ha-il-lá

id Mohatnedú, rasú lu-lá

Ali vali ulá

Al fin se restableció la calma. El duque de Vivonne seguía dando órdenes.

—Llamad a asamblea. Nos agruparemos según la importancia y el más fácil gobierno de las naves. Hay que procurar que la de transporte se mantenga en el centro con nuestras reservas de artillería. Yo estaré también en medio, no lejos de ella, para seguir los acontecimientos.
La Delfina
y
La Fortuna
en vanguardia.
La Descarada
en el ala izquierda. Las otras tres a popa, en semicírculo.

—Estandarte sobre la roca —señaló el vigía.

Vivonne enfocó su catalejo.

—Hay dos banderas. Una blanca pero alzada por el brazo de un hombre. Es, por tanto, una declaración de guerra a la manera de los cristianos. Pero la otra es roja con borde blanco y su emblema… Es curioso, creo distinguir las tijeras de plata del emblema de Marruecos. ¡Es… es inaudito…!

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