—Entendámonos bien… —musitó.
—Pero… creo que nos entendemos muy bien —dijo Angélica. Le miraba a los ojos, con leve mueca.
Fascinado, dio unos pasos y cayó de rodillas junto al diván. Sus brazos abarcaron el talle fino. Con gesto de homenaje y de pasión, bajó la cabeza y adhirió sus labios a la carne de raso del descote, en el nacimiento del seno y permaneció así, inclinado sobre aquel misterio de sombra del que se desprendía un perfume embriagador, el perfume de Angélica. Ella no inició retroceso alguno, y sí apenas un movimiento imperceptible del busto, mientras que sus bellos párpados velaban un instante el fulgor de su mirada. Luego, él sintió que el cuerpo se arqueaba, ofreciéndose a la caricia. Le invadió una locura, un hambre de aquella carne ambarina, prieta, resistente, y sin embargo, de tersura de porcelana frágil. Sus labios la recorrieron ávidamente. Se levantó, abrazándola, buscando la redondez lisa del hombro, el hueco del cuello cuya tibieza le hizo desfallecer.
El brazo de Angélica giró hacia él, aprisionando la cabeza masculina contra ella, mientras posaba suavemente la mano sobre su mejilla forzándole a mirarla. Las pupilas de esmeralda, ensombrecidas con glauco reflejo chocaban con las pupilas azules y duras de los Mortemart, por una vez vencidas. En un relámpago, Vivonne tuvo tiempo todavía de pensar que no había visto jamás criatura semejante, ni sentido placer tan fulminante.
—¿Me llevaréis a Candía? —preguntó ella.
—Creo… Creo que no tendré más remedio —respondió el joven con voz enronquecida.
Angélica supo conceder a aquel amante de paso toda su ciencia. Se había jurado hacerle suyo, y el gentilhombre, un vividor hastiado, no era de los que se contentaban con un abrazo pasivo. Alternativamente mimosa, reidora y de pronto como inquieta, un poco hosca, ella se entregaba y, luego, ante una nueva exigencia se hurtaba; y él tenía que suplicarle muy quedamente, para convencerla, muriendo de impaciencia.
—¿Es esto sensato? —decía ella.
—¿Por qué vamos a ser sensatos?
—No lo sé… Ayer… apenas nos conocíamos.
—Eso es falso. Os he admirado siempre, adorado en silencio.
—Confieso que yo os encontraba solamente divertido. Es como si esta noche os viese por primera vez. Sois mucho más… turbador de lo que creía. Me dais un poco de miedo.
—¿Miedo?
—¡Estos crueles Mortemart! Se dicen tantas cosas de ellos.
—¡Necedades…! Olvidad vuestros recelos… ¡Encanto…!
—No…, señor duque, ¡oh!, dejadme respirar por favor. Escuchad. Tengo como principio que hay cosas que no se pueden hacer más que con una amante de hace mucho, muchísimo tiempo.
—¡Sois adorable! Pero yo me encargaré de haceros renegar de vuestros principios… ¿No me creéis capaz de conseguirlo?
—Tal vez… No lo sé.
Cuchicheaban apasionadamente en la penumbra en que temblaban los últimos destellos de una vela y Angélica se dejaba apresar en el juego terrible y dulce y empezaba a estremecerse sin fingimiento entre los brazos recios que la doblegaban y la dominaban. La sombra que los envolvió, después de un postrer estremecimiento de la llama, pareció arrastrarlos en su oleada cómplice. Ella se dejó deslizar, ciega y consentidora en la sima, siempre sorprendente y nueva para ella, de la voluptuosidad. El olvido de todo la hizo sincera en sus supiros, en su combate feliz y valiente, emocionante en las confesiones y las quejas que arrancaba de ella el placer.
Él se adormeció estrechándola. Pero a pesar de su lasitud y del lánguido vértigo que la arrastraba como hacia un agua profunda, ella rechazó el sueño. El alba no estaba lejos y quería estar despierta cuando él abriese los ojos. Desconfiaba de las promesas de los hombres una vez apaciguado el deseo.
Permaneció con los ojos abiertos, fijos en el recuadro de la noche que se recortaba en la ventana de par en par y por donde llegaba el sordo mugir del mar en la playa. Maquinalmente, su mano acariciaba el cuerpo musculoso del hombre dormido, encontrando de nuevo ternuras inacabables que había soñado antaño junto a Felipe.
El amanecer se presintió por una claridad gris y malva como la pechuga de la tórtola, que se hizo suavemente blanca y luego verde pálida con delicadezas nacaradas. Llamaron a la puerta.
—Señor Almirante es la hora-dijo el criado.
Vivonne se incorporó con la prontitud del guerrero acostumbrado a los alertas.
—¿Eres tú, Giuseppe?
—Sí, señor duque. ¿He de entrar para ayudar a vestiros?
—No, yo me arreglaré. Di sólo a mi turco que me prepare el café.
Dirigió una sonrisa de complicidad a Angélica mientras añadió para su criado:
—Dile que ponga dos tazas y pasteles.
El criado se alejó. Angélica respondió a la sonrisa de Vivonne. Posó su mano sobre la mejilla de su amante.
—¡Qué hermoso eres! —dijo.
El tuteo produjo al gentilhombre una exaltación cercana al delirio. ¡Ella se lo había negado al Rey! Atrapó al vuelo la fina mano, la besó.
—¡Tú sí que eres bella! ¡Me parece soñar!
En el día naciente, envuelta en sus largos cabellos, parecía casi infantil.
—¿Me llevarás a Candía? —murmuró Angélica.
Él se estremeció.
—¡Ciertamente! ¿Me crees un bergante para no cumplir mis promesas cuando tú has mantenido tan maravillosamente las tuyas? Pero hemos de darnos prisa porque debemos aparejar dentro de una hora. ¿Tienes equipaje? ¿Dónde debo hacer que vayan a buscarlo?
—Mi criadito debe esperarme en el muelle con mi saco. Por el momento voy a tomar algunas prendas de este ropero tan bien surtido de cuanto puede agradar a una mujer. ¿Son los vestidos de tu esposa?
—No —dijo Vivonne, sombrío—. Mi mujer y yo vivimos separados y no nos vemos ya desde que esa víbora intentó envenenarme el pasado año para sustituirme con su amante.
—Es cierto, se habló de ello en la Corte —observó Angélica, riéndose sin compasión—. ¡Pobre querido mío! ¡Qué desventura!
—Me puse enfermo como un animal.
—Pero ya ha pasado —dijo ella cariñosamente acariciándole la mejilla para alegrarle—. Estas prendas pertenecen entonces a tus amantes, tan variadas como numerosas, de creer a la gente. Haría yo mal en quejarme. Voy a buscar lo que necesito.
Y volvió a reír. Los retozos del amor habían dejado en su cuerpo una fragancia salpimentada, y cuando pasó por delante de él, Vivonne tendió instintivamente los brazos para cogerla y apretarla de nuevo sobre su pecho. Pero ella se desprendió risueña.
—No, monseñor. Tenemos prisa. Ya nos desquitaremos más tarde.
—¡Ay! —dijo él con una mueca—. No sé si te das cuenta de la incomodidad de una galera.
—¡Bah! Ya encontraremos ocasión de besarnos aquí y allá. ¿No hacéis escalas en el Mediterráneo? ¿En islas con caletas de agua azul y playas de arena suave…?
El lanzó un profundo suspiro.
—Calla. Me haces perder la cabeza.
Silbando, se puso las medias de seda, el calzón de raso azul y fue hacia el umbral del cuarto de baño. Ella había vertido agua de un jarro de cobre en la pila de mármol y se rociaba, procediendo rápidamente a sus abluciones.
—Permíteme al menos que te mire —imploró él.
Ella le lanzó por encima de su hombro un vistazo indulgente.
—¡Qué joven eres!
—No más que tú, me figuro. Creería incluso gustoso que te llevo tres o cuatro años. Si mis recuerdos son exactos, cuando te vi por primera vez fue… sí, estoy seguro, en la entrada del Rey en París. Tenías la lozanía agria y asustadiza de tus veinte años… Acababa yo de cumplir entonces veinticuatro y me creía un mozo con experiencia. Comienzo apenas a comprender que no sé nada.
—Pero yo he envejecido más de prisa —dijo Angélica con volubilidad—. Soy muy vieja… ¡Tengo cien años!
El turco de rostro de pan de centeno bajo su turbante verde, trajo una bandeja de cobre en la que humeaban dos minúsculas tazas llenas de negro brebaje. Angélica reconoció la mixtura que había bebido con el embajador persa Bachtiari-bey y cuyo aroma impregnaba el barrio levantino de Marsella. Humedeció en ella apenas sus labios, repelida por su sabor acre. Vivonne se hizo servir una tras otra varias tazas y luego preguntó si estaba todo dispuesto para la partida.
Angélica se sintió de nuevo llena de pánico. ¡Y si los policías merodeaban en su busca, en la ciudad todavía adormecida…! Por fortuna, el hotel del almirante de la flota estaba directamente sobre los edificios del arsenal. Atravesando unos patios se podía llegar al muelle de embarque.
Las galeras esperaban más lejos, en la rada. Una canoa blanca y dorada atravesaba el puerto, viniendo hacia el muelle. Angélica la vio avanzar desfalleciendo de impaciencia. El adoquinado de Marsella le quemaba los pies. A cada momento podía surgir Desgrez, haciendo inútiles sus tretas y destruyendo sus esperanzas. Veía ella a su alrededor el malecón, los pontones, las dársenas, el puerto y, por encima, la ciudad, revestida de ligera bruma y adquiriendo, con sus casas escalonadas hasta la iglesia de la colina, aspectos de dorado relicario, labrado e inmenso.
Vivonne charlaba con los oficiales, en tanto que los criados echaban los equipajes en la canoa que acababa de atracar.
—¿Quién viene ahí?
Angélica se volvió. Dos siluetas surgían tímidamente de entre los cajones estibados en los almacenes y avanzaban hacia elgrupo. La joven lanzó un suspiro de alivio al reconocer a Flipot y a Savary.
—Este es mi séquito —presentó ella—. Mi médico y mi lacayo.
—Que embarquen. Y vos también, señora.
Hubo que esperar aún, mientras la canoa bailaba junto al muelle. Tenían que traer unas cartas marinas que era preciso llevar y de las que se habían olvidado.
El puerto despertaba. Unos barqueros tirando de sus redes bajaban por las escalas para montar en sus canoas. Otros salían de los barcos anclados para ir a calentar su comida en la lumbre de los hermanos Capuchinos que instalaban su caldera y su brasero.
Una prostituta turca o griega se puso a danzar liada en sus velos, alzando mucho las manos en las que brillaban castañuelas de cobre. No era hora ni lugar para llamar a los hombres al placer… Quizá danzaba para el día naciente, después de su noche sórdida en los bajos fondos del barrio oriental. Y resultaba chocante aquel tintineo tímido y monótono de las castañuelas en el muelle casi desierto.
Los remos de la canoa se levantaron chorreando, hundiéndose luego. De un impulso los marineros lanzaron la embarcación por entre los residuos de todo género que flotaban sobre la superficie de la dársena. Pronto alcanzó las aguas más límpidas, agitadas por el oleaje; y la Torre de San Juan proyectó en ellas su reflejo avivado por los primeros rayos del sol.
Angélica lanzó una última mirada a su espalda. Marsella se empequeñecía allá lejos. Pero creyó divisar la silueta de un hombre que avanzaba por el muelle. Estaba demasiado distante para poder distinguir sus facciones. Sin embargo, tuvo la convicción de que era Desgrez. ¡Demasiado tarde! «He ganado, señor Desgrez», pensó triunfante.
Angélica contemplaba pensativa las franjas de oro de los reposteros hundirse en las olas y juguetear con la espuma de la estela.
Las seis galeras navegaban con buen viento. Sus alargados y esbeltos husos de curvas airosas, de costados magníficamente decorados, hendían alegremente las olas, mientras que en la popa esculpida, veíanse unos tritones soplando en sus caracolas, unos amorcillos coronados de rosas y unas sirenas de pechos de Venus, surgir chorreando y salpicando la vista con mil destellos antes de sumirse de nuevo bajo las ondas. Estandartes, oriflamas y gallardetes restallaban alegremente en los mástiles. Las cortinas de la toldilla estaban levantadas a popa y el aire marino, cargado de olor de mirtos y mimosas de la cercana costa aromaba el ambiente en el interior.
El duque de Vivonne había decorado al estilo oriental, con tapices, bajos divanes y cojines, la suntuosa tienda, llamada también «tabernáculo», que servía de comedor a los oficiales. Angélica encontraba allí cierta comodidad y prefería permanecer en ella que en el estrecho camarote húmedo y sombrío, situado bajo el entrepuente. Allí, el ruido de la resaca contra el casco y los pesados tapices ahogaban los batintines obsesionantes y las voces roncas de los cómitres. Hubiera uno podido creerse en un salón.
A unos pasos de ella, el segundo oficial, monsieur de Millerand, inspeccionaba la costa con ayuda de un catalejo. Era un muchacho jovencísimo, casi imberbe aún, alto y bien formado. Educado en el culto de la marina real por su abuelo el almirante, y recién salido de la escuela naval, respetuoso con los principios, no aprobaba la presencia de una dama a bordo. No despegaba los labios. Pasaba con aire altivo y sombrío y evitando mezclarse con el círculo de los oficiales que, a determinadas horas, se reunían alrededor de Angélica. Menos severos, los otros miembros del Estado Mayor del Almirante, se regocijaban con una presencia que daría al menos cierto atractivo a la travesía.
La costa visible despegaba una orla de rocas púrpuras sobre fondo de montañas cubiertas de vegetación verde oscuro, formada de matorrales, de pequeñas plantas secas y olorosas. Pese a la belleza de los coloridos, el lugar parecía salvaje. Ni un tejado, ni una barca al fondo de las calas azules, abiertas, tan atrayentes y acogedoras en sus estuches de acantilados color sandía. Sólo de tarde en tarde, un pueblecito cercado sólidamente de murallas.
El duque de Vivonne apareció, sonriente, seguido de su negrito que llevaba la bombonera.
—¿Qué es de vos, querida? —preguntó besando la mano de la joven y sentándose junto a ella. ¿Deseáis algunas golosinas orientales? Millerand, ¿nada a la vista?
—Nada, monseñor, sino que la costa está desierta. Los pescadores abandonan sus aldeas aisladas ante la audacia de los berberiscos que vienen aquí a hacer esclavos. Los ribereños prefieren refugiarse en las ciudades.
—Acabamos de pasar ante Antibes, me parece. Con un poco de suerte podremos pedir hospitalidad esta noche a mi buen amigo el príncipe de Monaco.
—Sí, Monseñor, a condición de que otro de nuestros buenos amigos, he nombrado al Rescator, no venga a perturbar nuestro crucero…
—¿Habéis visto algo? —preguntó Vivonne levantándose precipitadamente y cogiéndole el catalejo de las manos.