El duque de Vivonne capitula.
El primer reflejo de Angélica fue apartar la silla, franquear de un brinco los dos escalones que la separaban de la sala grande y cruzando ésta como un rayo, precipitarse hacia la escalera de madera que llevaba a los pisos altos.
—Sigúeme —dijo a Flipot.
La posadera levantó los brazos al cielo.
—Señora, ¿qué ocurre? ¿Y su comida?
—Venid —le ordenó Angélica—, venid de prisa a mi cuarto. Tengo que hablaros.
La expresión de su rostro y su voz eran tan imperiosas que la mujer se apresuró, renunciando a pedir por el momento otras explicaciones. Angélica la arrastró a su habitación. La tenía asida por la muñeca y clavaba sus uñas sin darse cuenta en las carnes fofas.
—¡Escuchadme! Hay afuera un hombre que va a entrar en la posada dentro de un momento. Lleva una levita morada y un bastón de puño de plata.
—¿Es quizás el que os ha traído un mensaje esta mañana?
—¿Qué queréis decir?
Maesa Corina rebuscó en su corpiño y sacó de él una misiva, en grueso pergamino.
—Un chiquillo ha venido para entregaros esto poco antes de que volvieseis.
Angélica le arrancó el billete y lo abrió. Eran unas líneas del Padre Antonio. Le decía que había recibido la visita del ex-abogado Desgrez, a quien tuvo el honor de ver en París en 1666. Creyó que no debía ocultarle la presencia de Madame de Plessis en Marsella ni su dirección. Sin embargo, se lo notificaba.
La joven arrugó el pliego, ya inútil.
—Este billete no tiene ya interés para mí. Escuchadme bien, maesa Corina. Si el hombre en cuestión os habla de mí, decid que no me conocéis, que no me habéis visto nunca. En cuanto se haya marchado, venid a avisarme. Tened, esto para vos.
Y le puso en las manos tres monedas de oro. Demasiado impresionada para hallar otra respuesta, maesa Corina guiñó un ojo chispeante con gesto de comprensión y salió con precauciones de conspirador.
Angélica se puso a pasear febrilmente por la estancia, mordiéndose los dedos. Flipot la miraba, inquieto.
—Arregla mis cosas —le dijo—. Cierra mi saco. Y estate preparado.
Desgrez había obrado de prisa. Pero ella no iba a dejarse atrapar de nuevo, para ser conducida ante el Rey, encadenada como una esclava. No tenía por delante más que el mar. Caía la noche y, como la víspera, unas guitarras y unas voces provenzales comenzaban a cantar al amor en el fondo de negros tabucos, que hendían las callejas entre las casas escalonadas hasta el puerto.
Angélica se escaparía de Desgrez y del Rey. El mar la transportaría. Acabó por permanecer inmóvil junto a la ventana, acechando los ruidos de la posada. Llamaron suavemente.
—No habéis encendido la luz siquiera —musitó la gruesa mujer, entrando en la habitación. Le dio al eslabón e hizo brotar la luz—. Sigue ahí —continuó ella—. No se quiere convencer. ¡Oh, es un hombre muy cortés, muy fino, pero tiene un modo de miraros! ¡Oh! Yo no me dejo impresionar, creedme. «Como si no supiera yo quién tengo en mi casa», le he dicho. «Una dama como la que me describís, ¡la hubiera visto de estar en mi posada! Unos ojos verdes, el pelo así, y todo, todo. Puesto que os digo que no he visto siquiera la punta de su nariz…» Ha terminado por creerme o por aparentarlo. Ha pedido de cenar. Lo que más parecía intrigarle era la salita donde os había yo preparado la mesa. Ha ido allí a husmear. Parecía buscar algo con su larga nariz.
«Mi perfume», pensó Angélica.
Desgrez había sabido reconocer su perfume, aquella mezcla de verbena y romero que le preparaba para su uso personal el alambique de un gran perfumista del barrio de Saint-Honoré. Aquel perfume campestre, que armonizaba tan bien con su encanto de bella planta, Desgrez lo había respirado sobre su propia piel, sobre aquel cuerpo que ella le permitió besar y estrechar. ¡Ah, maldita la vida que os entrega a individuos de aquella especie!
—Y con eso, unos ojos de diablo —prosiguió la comadre—. Descubrió en seguida las monedas de oro que me habíais dado y que tenía yo todavía en el hueco de la mano. «¡Oh! ¡Oh! Tenéis clientes muy generosos, comadre…» Me sentía desazonada… ¿Es vuestro marido ese hombre, señora?
—No —protestó Angélica con un sobresalto.
La posadera movió varias veces la cabeza. «Ya veo de qué se trata», dijo. Y luego aguzó el oído.
—¿Quién viene hacia aquí? No es ninguno de mis clientes. Los conozco a todos.
Entreabrió la puerta y la volvió a cerrar con premura.
—Está en el corredor… Abre las puertas de las habitaciones. —Con los puños en las caderas se indignó—. ¡Qué tupé! Voy a enseñar a ese polizonte de lo que soy capaz.
Luego cambio de opinión.
—…¡No, por Cristo! La cosa podría avinagrarse. Conozco a estas gentes de la policía. Puede una empezar por tenérselas tiesas con ellos pero llega luego el momento en que se pone una a lloriquear y lanzar suspiros.
Angélica había cogido un saquito.
—Maesa Corina, es preciso que salga yo de aquí… Es preciso… No he hecho nada malo. Le tendía de nuevo una bolsa repleta de oro.
—Venid por aquí —musitó la posadera.
La arrastró al balconcillo y quitó uno de los enrejados de un lado.
—¡Saltad! ¡Saltad! Sí, al tejado del vecino. No miréis hacia abajo. Así. Ahora, hacia la izquierda encontraréis una escalera de mano. Cuando estéis en el fondo del patio, llamad. Diréis a Mario el Siciliano que soy yo quien os envía y que os conduzca a casa de Santi el Corso. No, no está lo bastante lejos. Hasta casa de Juanito; y luego al barrio levantino… Yo me ocuparé de este curioso para daros tiempo.
Añadió algunos buenos deseos en provenzal, se santiguó y volvió a entrar en la habitación.
Fue una fuga que parecía una partida de marro o de escondite. Angélica y Flipot, sin tener tiempo de recobrar aliento, franquearon puertas que daban al cielo; se adentraron en pozos que resultaron jardines; atravesaron casas donde unas familias cenaban beatíficamente sin levantar la vista de sus platos a su paso; bajaron escaleras; volvieron a salir de un acueducto romano para bordear un templo griego; apartaron centenares de camisas rosas o azules puestas a secar de lado a lado en las calles; resbalaron en mondas de sandías, en restos de pescados; oyeron darles el alto, ensordecidos por los gritos de llamada, por las canciones, por las invitaciones en todas las lenguas de Babel, para encontrarse de nuevo jadeantes, bajo la égida de un español, en las cercanías del barrio levantino. «Estaban lejos —decía él— muy lejos de todo lo que pudiera parecerse a la posada del Cuerno de Oro. ¿La señora quería ir más allá aún?» El español y Santi el Corso la contemplaban con curiosidad.
Ella se enjugó la frente con el pañuelo. La claridad rojiza difuminada de un ocaso tardo en extinguirse, luchaba, hacia occidente, con las luces de la ciudad. Una música de ritmo extraño y monótono salía de las puertas cerradas y de las celosías de madera que ocultaban las cafeterías. Allí, los faquines, los mercaderes árabes o turcos encontraban muelles divanes y el negro brebaje que se bebe en las orillas del Bosforo, en tacitas de plata. Un perfume desconocido se mezclaba con los densos olores a fritura y a ajo.
—Quiero ir al Almirantazgo —dijo Angélica—, a casa de monsieur de Vivonne. ¿Podéis conducirme allí?
Los dos guías sacudieron sus cabelleras de ébano y los aretes de oro que lucían en su oreja derecha. El barrio del Almirantazgo les parecía en verdad más peligroso que el laberinto pestilente adonde habían llevado a Angélica. Sin embargo, como había sido generosa con ellos, le dieron profusas explicaciones sobre el camino a seguir.
—¿Has comprendido? —dijo ella a Flipot.
El mozo movió negativamente la cabeza. Estaba helado de miedo. No conocía las reglas de aquella chusma abigarrada que reinaba en Marsella y que él presentía muy pronta con el cuchillo. Si su ama era atacada, ¿cómo haría él para defenderla?
—No temas nada —le dijo Angélica.
La vetusta ciudad fócense no le parecía hostil. Desgrez no podía ser allí el amo como en el corazón de París. Había caído ya la noche pero la transparencia del cielo nocturno proyectaba sobre la ciudad una claridad azulada. A veces se adivinaba la aparición de un antiguo vestigio, una columna truncada, una bóveda romana; ruinas entre las quechiquillos, medio desnudos, jugaban en silencio como los gatos.
La elegante mansión, muy iluminada, apareció por fin al volver la esquina. No cesaban de llegar coches de alquiler y carrozas y por las ventanas abiertas salían acordes de laúdes y violines.
Angélica se detuvo vacilante. Estiró los pliegues de su vestido preguntándose si estaría presentable. Un hombre de silueta corpulenta se separó de un grupo. Se dirigía, sí, hacia ella, como si fuera esperada. Le veía a contraluz y no podía distinguir su rostro. Llegado ante ella, la miró con atención y luego se quitó el sombrero.
—Madame de Plessis-Belliére, ¿verdad? Sí, sin ninguna duda. Permitid que me presente: Carroulet, magistrado en Marsella. Soy muy buen amigo de monsieur de La Reynie y éste me ha escrito con respecto a vos, deseando facilitaros vuestra estancia en nuestra ciudad…
Angélica le miraba impávida. Tenía una cara bonachona de papá cariñoso con una gruesa verruga en la aleta de la nariz. Su voz era todo untuosidad.
—He visto también a su teniente-adjunto, el señor Desgrez, que llegó aquí ayer por la mañana. Pensando que tendríais tal vez el propósito de saludar al señor duque de Vivonne, sabiendo que es uno de vuestros amigos, me ha encargado que os esperase en las cercanías de su hotel, a fin de que ningún contratiempo lamentable…
Súbitamente ya no era miedo sino rabia lo que colmaba el corazón de Angélica. Así pues, Desgrez lanzaba a su zaga a todos los policías de la ciudad y hasta al llamado Carroulet, teniente-fiscal de Marsella, muy conocido por su mano dura bajo amables apariencias. Ella dijo bruscamente:
—No comprendo nada de lo que estáis contando, señor.
—¡Hum…! —dijo él, indulgente—. Vamos, señora, vuestra filiación es bastante precisa…
Una carroza se les venía encima. El jefe de la policía marsellesa hizo un movimiento para retroceder hacia el muro. Angélica, por el contrario, se lanzó materialmente bajo las patas de los caballos, y aprovechando que el cochero contenía el tronco, se mezcló con los grupos que entraban en el hotel del duque de Vivonne. Unos criados, portadores de antorchas, alumbraban las escaleras que conducían al vestíbulo. Ella, con paso firme, subió junto a otros invitados. Flipot le pisaba los talones, con su bolsa en la mano. Angélica se deslizó en la penumbra de la gran escalera, con la discreción de dama que acaba de notar que se le afloja una liga.
—Escapa adonde puedas —musitó al criadito—. Escóndete en las dependencias del servicio, en cualquier sitio, pero que no te vean. Nos veremos mañana por la mañana, en el puerto, a la partida de la escuadra real. Procura enterarte de la hora y lugar de esa partida. Si no estás allí, me iré sin ti. Toma este dinero.
Salió ella de su escondite y con el mismo paso firme subió por una de las escaleras de mármol que llevaban a los pisos superiores. Estos se hallaban desiertos, pues los criados se apretaban en los salones y en los patios del piso bajo.
Apenas llegada al primer rellano, se presentó a su vez el policía a quien acababa de burlar. La curiosidad de Angélica pudo más que su pánico e inclinada sobre la balaustrada le observó amparada en la sombra.
El señor Carroulet no parecía contento. Abordó a un criado al que formuló numerosas preguntas. El fámulo movía la cabeza negativamente. Se alejó y poco después apareció el duque de Vivonne, riendo aún de alguna broma. El teniente de policía le saludó con azoramiento. El almirante de la flota real era un personaje preeminente. Contaba con la benevolencia del Rey y nadie ignoraba que su hermana era la amante del monarca. Como se trataba además de un joven muy susceptible, no era fácil manejarle.
—¿Qué me estáis contando? —exclamó Vivonne con su voz estentórea—. ¿Madame de Plessis-Belliére entre mis invitados? Id a buscarla al lecho del Rey… si he de creer los últimos rumores llegados de Versalles…
El señor Carroulet tenía que insistir, que explicar. Vivonne se impacientó.
—¡No tiene la menor base vuestra historia…! Que estaba aquí, decís, y luego que ya no estaba… Estáis ofuscado, y nada más… Tenéis visiones. Debéis purgaros.
El policía tomó el partido de retirarse, con las orejas gachas. Vivonne alzó los hombros detrás de él. Uno de sus amigos se acercó y debió informarle del incidente, pues Angélica oyó al joven almirante responder en tono desabrido:
—Ese grosero personaje pretendía que se hallaba en mis salones la bella Angélica, la última pasión del Rey.
—¿Madame de Plessis-Belliére?
—¡La misma! ¡Dios me guarde de tener bajo mi techo a esa puta intrigante! Mi hermana se vuelve loca con las afrentas que la otra le hace sufrir… Me escribe misivas desesperadas. Si la sirena de los ojos verdes consigue sus fines, Athenaïs tendrá que arriar bandera y los Mortemart lo pasarán mal.
—¿Estará acaso en Marsella esa beldad cuya reputación nos hace soñar? Siempre he tenido el deseo ardiente de conocerla.
—Pues os consumiréis en vano. Es una coqueta, cruel hasta la muerte. Los admiradores que siguen en vano sus pasos saben algo de eso. No es de las que se distraen en ociosas bromas cuando se ha fijado una meta. Y ahora, su meta es el Rey… Una intrigante, os repito… En su última carta me lo decía mi hermana…
La conversación se perdió porque los dos hombres se alejaron hacia los salones. «Bien querido, esto me lo pagarás», pensó Angélica, ofendida por las palabras de Vivonne.
Se adentró por el corredor tenebroso y tras haber tanteado a lo largo de las paredes encontró una puerta cuyo picaporte hizo girar con precaución. La habitación estaba desierta, iluminada tan sólo por la claridad que se proyectaba sobre la ventana. Angélica, extenuada, se dejó caer sobre un mullido diván oriental, cubierto de cojines. Se oyó como un batintín, pues había dado con el pie a una especie de bandeja de cobre, que estaba en el suelo. Escuchó, ansiosa; luego encontró por fin un candelabro para alumbrar aquel lugar. La estancia —un tocador, un dormitorio y un cuarto de aseo contiguo— debía ser la del duque de Vivonne. Estancia de un marino que, en tierra, no cuenta ya sus buenos éxitos. Angélica no tardó en descubrir, entre aquel desorden, catalejos, cartas marinas, mapamundis y uniformes, un ropero con una colección impresionante de vestidos y de «deshabillés» vaporosos.