—¿Te divierte esto, eh? ¡Tripón, barrica de vino!
Un cómitre se precipitó con el látigo en alto; y la tira de cáñamo azotó la piel lívida, marcada ya con cardenales y llagas.
Algunas mujeres lanzaron gritos compasivos. Entre tanto, un nuevo grupo apareció, en el que cada cual llevaba su gorro en la mano. Los labios de los forzados se movían y se oyó el murmullo de los rezos. Se hizo un silencio solemne en la multitud. Dos galeotes bajaban, portando un cuerpo envuelto en una gruesa lona. Detrás de ellos iba el limosnero cuya sotana negra resaltaba sobre aquel conjunto de harapos rojos.
Angélica le miró ávidamente. No estaba segura de reconocerle. Hacía diez años que no le había visto y la escena se verificó en circunstancias que embrollaban sus recuerdos. Ya el mísero rebaño se alejaba, sonando las cadenas sobre el adoquinado. Angélica tiró a Flipot de la manga.
—Vas a seguir a ese sacerdote, el Reverendo Padre Antonio. Este es su nombre. En cuanto puedas acercarte, le dirás… Escucha bien. Le dirás:
«Madame de Peyrac está aquí, en Marsella, y desea veros en la posada del Cuerno de Oro».
La policía busca a Angélica.
—Entrad, Padre —dijo Angélica.
El eclesiástico vaciló en el umbral de la habitación donde se hallaba aquella gran dama, con sus vestidos de costosa sencillez. Sentíase visiblemente azorado de sus gruesos zapatones y de su sotana verdeante, cuyas mangas cortas descubrían sus muñecas enrojecidas y agrietadas por la sal marina.
—Perdonad que os reciba así en mi cuarto —explicó la joven—. Estoy aquí en secreto y no quisiera ser reconocida.
El sacerdote hizo un signo de comprensión y de que aquellos detalles éranle indiferentes. Aceptó sentarse en un escabel. Ella le reconocía ahora, tal como le había visto sentado, una noche, ante la hoguera del verdugo de París, la espalda algo encorvada, su aire de grillo aterido y aquel brusco fulgor de sus ojos muy negros cuando alzaba los párpados. Angélica ocupó un asiento frente a él.
—¿Os acordáis de mí? —preguntó.
Una sonrisa fugaz estiró los labios severos del Padre Antonio.
—Me acuerdo.
La examinaba con atención, comparando la mujer que tenía delante con la silueta despavorida, deformada, casi demente que había él visto merodear en un crepúsculo invernal, cerca de los restos de una hoguera cuyas últimas brasas avivaba el viento.
—Esperabais un hijo entonces —dijo él con dulzura—. ¿Qué ha sido de él?
—Fue un niño —contestó Angélica—. Nació aquella misma noche. Nació… y ha muerto ya. A la edad de nueve años.
Conmovida por aquel recuerdo del pequeño Cantor, ella se volvió hacia la ventana. «El Mediterráneo se lo llevó», pensó. Caía la noche. Gritos, cantos, llamadas subían de las callejas donde turcos, españoles, griegos, árabes, napolitanos, negros e ingleses, empezaban a dar señales de vida mientras se abrían los lupanares y las tabernas.
Una guitarra preludió no muy lejos y una voz de hombre se elevó, cálida y vibrante. Pero a pesar de aquellos rumores el mar seguía estando presente y al pie de la ciudad se le oía zumbar como un enjambre. El Padre Antonio miraba, meditaba.
Aquella mujer, con su belleza deslumbrante, no tenía ninguna semejanza con la criatura juvenil y desesperada cuyo recuerdo conservaba. Estaba segura de sí misma, prevenida y en cierto modo temible. Una vez más, la atemorizaba la marca de la vida sobre los seres. No la hubiera reconocido y le habría costado trabajo admitir su identidad, sin la expresión dolorosa que apareció en ella al hablar del hijo.
Volvió ella su mirada hacia el sacerdote y el humilde limosnero cruzó las manos sobre las rodillas para prepararse a la lucha. De pronto sentía miedo de hablar. Le forzaría a decirlo todo, lo que le cargaría de una gran responsabilidad.
—Padre —dijo Angélica—, no he sabido nunca, y hoy quiero saberlo, cuáles fueron las últimas palabras de mi marido en la hoguera… En la hoguera —insistió ella—. En el último momento. Cuando estaba ya atado al poste. ¿Qué dijo?
El sacerdote alzó las cejas.
—He aquí un deseo muy tardío, señora —protestó—. Perdonad a mi memoria que no recuerde. Han pasado los años y desde entonces ¡ay!, he asistido a muchos otros condenados. Creedme. Soy incapaz de informaros con detalle.
—Pues bien, yo sí puedo hacerlo. No dijo nada. Y no dijo nada porque estaba ya muerto. Era un muerto el que ataron al poste. Otro muerto. Y mi marido, vivo, fue arrastrado por un subterráneo, mientras a los ojos de la multitud, el fuego cumplía la sentencia a la que había sido él injustamente condenado. El rey me lo ha confesado todo.
Acechaba ella la aparición en el rostro del sacerdote, de un gesto de sorpresa, de una protesta. Pero él permaneció impasible.
—¿Lo sabíais, verdad? —dijo ella muy quedo—. ¿Lo habéis sabido siempre?
—No, siempre no. La sustitución se efectuó tan hábilmente que por el momento no tuve la menor sospecha… Le habían puesto una cogulla. Fue más adelante…
—Más adelante… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por
quién
lo habéis sabido?
Se inclinó anhelante, con los ojos encendidos.
—Le habéis visto, ¿verdad? —dijo ella en un susurro—. ¿Le habéis visto… después de la hoguera?
El la miró con gravedad. Ahora la reconocía. No había cambiado.
—Sí —dijo—. Sí,
le he visto
. Escuchadme. Y entonces hizo su relato conmovedor.
Era en París, en aquel mes de febrero, que finalizaba, de 1661. Fue en la misma noche helada en que el fraile Bécher había muerto «bajo las vejaciones de los demonios», gritando: «¡Perdón, Peyrac…!»
El Padre Antonio estaba rezando en la capilla. Un hermano lego vino a decirle que un pobre diablo insistía en verle. Un pobre que había dejado una moneda de oro en la mano del lego. Y éste no se atrevió a ponerle en la puerta. El Padre Antonio fue al locutorio. El pobre estaba allí, apoyado en una tosca muleta; y su sombra desgalichada, casi deforme, se proyectaba sobre los muros encalados a la luz de la lamparilla de aceite. Sus ropas eran corrientes. Llevaba un antifaz de acero negro. Se lo quitó y el Padre Antonio cayó de rodillas, suplicando al Cielo que le librase de unas visiones horribles, porque tenía ante él un fantasma, el fantasma del brujo que él mismo había visto quemar en la Plaza de Gréve.
El fantasma sonreía, burlón. Intentó el sacerdote hablar, pero de su boca no salían más que sonidos roncos e ininteligibles. De pronto, el fantasma desapareció. El Padre Antonio tardó un buen rato antes de darse cuenta que el desdichado acababa simplemente de perder el conocimiento y que yacía a sus pies sobre las losas. Entonces, movido por la caridad, dominó su miedo y se inclinó sobre el aparecido. Estaba vivo, aunque semimoribundo. No tenía ya fuerzas. Su cuerpo era de una delgadez esquelética… Pero su pesado zurrón contenía una sorprendente fortuna en luises de oro y en joyas.
Durante largos días, el aparecido había estado entre la vida y la muerte. El Padre Antonio, compartiendo su secreto con el Superior de la Comunidad, le cuidaba. Había llegado al último grado de agotamiento. No era posible imaginar que aquel cuerpo, torturado por el verdugo, pudiera realizar semejante esfuerzo. Descuartizada casi por el potro, una de sus piernas, la que estaba coja, mostraba horribles llagas bajo la rodilla y en la cadera. Las llevaba abiertas hacía casi un mes, caminando sin descanso. ¡Una voluntad semejante honra el género humano, señora! Al humilde limosnero de prisiones, el conde de Peyrac, tan poderoso en otro tiempo, le decía: «¡Sois en lo sucesivo mi único amigo!»
Cuando, reuniendo sus últimas fuerzas para volver a su hotel de Beautreillis, se sintió morir de debilidad, había pensado en el pequeño sacerdote. ¡Haber regresado desde tan lejos para morir al borde del éxito! Salió del hotel por una puerta oculta del jardín, cuya llave tenía. Se arrastró por París hasta la casa de los Lazaristas, donde sabía que se encontraba el Padre Antonio.
Ahora, era preciso preparar su fuga. El Conde no podía permanecer en Francia. En aquella época, el Reverendo Padre Antonio estaba a punto de partir para Marsella, acompañando a una cadena de galeotes. Allí estaba su nuevo puesto de caridad.
Joffrey de Peyrac tuvo una idea genial. Mezclarse a la cadena de los forzados para bajar hasta Marsella. Allí encontró a su moro, llamado Kuassi-Ba. El Reverendo Padre Antonio escondía entre sus ropas el oro y las joyas. Los devolvió a la llegada. Poco después, el conde de Peyrac y su moro desaparecían, en evasión espectacular, en una barca de pesca.
—¿Y no los habéis vuelto a ver?
—Jamás.
—¿Ignoráis por completo qué ha podido ser del conde de Peyrac después de su evasión?
—Lo ignoro.
Ella le seguía interrogando con los ojos. Casi tímidamente insinuó:
—¿No habéis estado en París hace unos años para informaros de mi suerte…? ¿Quién os enviaba?
—Veo que estáis al corriente de mi visita al abogado Desgrez.
—El mismo me informó.
Angélica aguardaba pendiente de sus labios y, como se callaba, insistió:
—¿Quién os había enviado?
El limosnero lanzó un suspiro.
—No lo he sabido nunca, en verdad. Fue hace algunos años, estando yo en Marsella donde me ocupaba especialmente del lazareto de los galeotes. Recibí la visita de un mercader árabe como los que van y vienen a este gran puerto. Me participó, con gran secreto, que «se» deseaba saber qué había sido de la condesa de Peyrac. Me rogaban que fuese a la capital del Rey de Francia. Un abogado, llamado Desgrez podría quizás informarme, así como algunas otras personas, cuyos nombres me dieron. A cambio de mis servicios recibí una bolsa conteniendo una suma considerable. Acepté pensando en mis pobres forzados, pero insistí en vano al mensajero para tener más amplios informes sobre la persona que le enviaba. Me enseñó tan sólo una sortija de oro con un topacio engastado, que reconocí como una de las joyas del conde de Peyrac. Fui a París a cumplir mi misión. Y allí supe que Madame de Peyrac era ahora la esposa de un mariscal, del marqués de Plessis-Belliére. Era muy acaudalada y bienvista en la Corte, lo mismo que sus hijos.
—Sin duda os aterraría el conocer tal noticia. Estaba casada con otro ¡y mi primer marido vivía aún! Acaso vuestra conciencia eclesiástica se tranquilizará al saber que el Mariscal fue muerto en el sitio de Dole y que me consideré en lo sucesivo dos veces viuda.
Al Padre Antonio no le ofendió su amargura. Tuvo incluso una leve sonrisa al decir que había conocido situaciones extrañas, pero que era inevitable comprobar que la Providencia conducía a Angélica por unos senderos muy tortuosos. La compadecía hondamente.
—Volví, pues, a Marsella, y cuando el mercader se presentó de nuevo, le comuniqué los informes obtenidos. Desde entonces, no he oído hablar de él nunca más. Esto es todo lo que sé, señora, todo de verdad.
En el corazón de Angélica, pugnaban varios sentimientos: pena, remordimiento, desolación. «El quiso saber qué había sido de mí».
—¿Qué sabéis de ese árabe? ¿De dónde venía? —dijo ella—. ¿Recordáis su nombre…?
Las cejas del limosnero se fruncían en el esfuerzo.
—Intento en vano, hace unos instantes, buscar todos los detalles respeto a él. Se llamaba Mohamed Raki, pero no era un mercader de la Arabia. Lo inferí por su indumento. Los mercaderes árabes del Mar Rojo tienen tendencia a vestirse como los turcos. Los de Berbería llevan unos amplios mantos de lana, llamados albornoces. Este era del reino de Argel o del de Marruecos. Pero no sé más sobre ello y es bien poco. Recuerdo, sin embargo, haber hablado con él de uno de sus tíos, cuyo nombre viene a mi memoria ahora, con toda precisión: Alí Mektub. Fue a propósito de un esclavo berberisco que conocí en las galeras y que ese tío que es muy rico, había rescatado. Alí Mektub tenía un comercio muy próspero de perlas, de esponjas y de toda clase de pacotilla. Residía en Candía y allí debe seguir viviendo. Quizás él pudiera dar informes sobre su sobrino Mohamed Raki.
—¿En Candía? —murmuró Angélica, soñadora.
Angélica y Flipot fueron hacia el puerto con la esperanza de encontrar un barco que pudiera transportarles para un largo viaje hacia las islas del Mediterráneo. Durante aquel paseo fue cuando Angélica se detuvo de pronto y se frotó los ojos, creyendo soñar. A unos pasos de ella vio un viejo vestido de negro, más negro aún bajo el refulgente cielo azul. Permanecía inmóvil al borde del malecón en actitud de profunda ensoñación, indiferente a los viandantes que le rozaban y al mistral que movía suavemente su barbita blanca. Con su gorro reluciente, sus grandes quevedos de concha, su gorguera anticuada, su paraguas de tela embreada y una damajuana recubierta de mimbre, colocada cuidadosamente a sus pies, era, sin duda alguna, maese Savary, boticario parisino de la calle del Bourg-Tibourg.
—¡Maese Savary! —exclamó ella.
Él se sobresaltó con tal violencia que estuvo a punto de caerse al agua. Al reconocer a Angélica, los cristales de sus lentes brillaron de contento.
—¡Ah! Estáis aquí, curiosilla. Ya sospechaba yo que os volvería a encontrar en esta ciudad.
—¿De veras? Pues estoy de verdadera casualidad.
—¡Hum! ¡Hum! El azar conduce a todas las gentes aventureras a los mismos lugares. ¿Conocéis un rincón de la tierra donde se sienta uno más dispuesto a embarcarse para extraños destinos? Vos que sois ambiciosa, teníais que venir a Marsella. Estaba escrito en vuestra frente. ¿Percibís este olor embriagador que reina en esta orilla, el olor mismo de los viajes afortunados? —Y tendió los brazos en exaltado ademán—. ¡Las especias! ¡Ah, las especias! ¿Las oléis? Esas sirenas sutiles que han hecho correr a los más osados navegantes… —Y enumeró con sus dedos, en tono categórico—:…El gengibre, la canela, el azafrán, el clavo de especia, el culantro, la cardamina, y la reina de todas ellas ¡la pimienta! la pimienta, repitió extasiado.
Ella le dejó soñar con aquella realeza ardiente, pues Flipot volvía acompañado de un mocetón con gorro rojo de marinero.
—¿Sois vos la que ofrecéis una fortuna por ir a Candía? —exclamó levantando los brazos al cielo—. ¡Desdichada! Os creí cuando menos una vieja loca que no puede perder más que los huesos. ¿No tenéis marido que os meta un poco de plomo en la sesera? ¿O sois tan viciosa que queréis acabar vuestros días en el serrallo del Gran Turco?
—He dicho que quería ir a Candía y no a Constantinopla.