Mezzo-Morte la escuchaba con atención, entornando los ojos.
—¿Cómo tenéis conocimiento de esas cifras?
—Sé calcular y nada más.
—Haríais un buen armador.
—Es que lo soy… Poseo un barco que hace el comercio de las Indias Occidentales. ¡Oh! os lo ruego —continuó ella, con ardor—, escuchadme. Soy muy rica y puedo, sí… puedo, no sin dificultad, pagaros un rescate exorbitante. ¿Qué más podéis obtener de mi captura que ha sido quizás un error por vuestra parte y que lamentáis ya?
—No —dijo Mezzo-Morte, moviendo suavemente la cabeza—, no es un error y no lamento nada… Por el contrario, me felicito.
—¡Repito que no os creo! —gritó de nuevo Angélica, exaltada por la cólera—. Aunque hayáis ganado en el asunto la muerte de dos caballeros de Malta,
vuestros peores enemigos
, esto no justifica vuestras artimañas con respecto a mí. Ni siquiera estabais seguro de que me embarcaría en una galera de Malta. ¿Y por qué no haber pensado mejor en ponerse en relación con mi marido para llevar a buen término vuestra emboscada? He cometido la necedad de contentarme con unas débiles pruebas que me aportaba vuestro espía. Hubiera debido dudar, exigir un testimonio escrito de esa llamada de mi marido.
—Lo pensé, pero era imposible.
—¿Por qué?
—Porque ha muerto —dijo sordamente Mezzo-Morte—. Sí, vuestro esposo, o presunto esposo murió de la peste hace tres años. Hubo en Tetuán más de diez mil víctimas. El amo de Mohamed Raki, ese sabio cristiano llamado Jeffa-el-Khaldum, terminó su vida.
—No os creo —dijo ella—, no os creo. ¡No os creo!.
Se lo gritaba a la cara para levantar una barrera entre su esperanza y el derrumbamiento que aquellas pocas palabras acababan de provocar en ella. «Si lloro, ahora, estoy perdida», pensó Angélica.
Los cadetes del Gran Almirante, que no habían visto a nadie hablar a su jefe en aquel tono, gruñían y se excitaban, con la mano en la empuñadura de su daga. Los eunucos, enérgicos y serenos, se interponían ante ellos; y era un espectáculo singular el de aquella mujer gritando en el centro del corro formado por la guardia negra de los eunucos y la de los turbantes amarillos, mientras que una sombra azul-añil, venida del mar, invadía hasta la cima de la muralla sinestra, donde aún quedaban algunos resplandores rojos.
—¡No lo habéis dicho todo!
—Es posible, pero no os diré nada más.
—Dejadme en libertad. Pagaré el rescate.
—¡No…! Ni por todo el oro del mundo, ¿lo oís? Ni por todo el oro del mundo lo haría. Yo también busco algo más que la riqueza: El Poderío. Y vos sois un medio para alcanzarlo. Por eso vuestra captura no tenía precio… No es preciso que comprendáis.
Angélica alzó los ojos hacia la muralla. La noche borraba los detalles, anegaba en la sombra los ganchos y su macabra carga. Aquel Mohamed Raki, joyero árabe, sobrino de Alí Mektub, era el único de quien ella tenía la certeza de que había conocido a Joffrey de Peyrac en su segunda vida. ¡Y ahora ya no hablaría más…! «Si fuera yo a Tetuán quizás encontrase allí gente que le haya conocido… Pero para eso necesito estar libre…»
—Ved cuál será vuestra suerte —decía Mezzo-Morte—. Se preveía, dada vuestra belleza, tan grande como vuestra reputación; voy a incluiros entre los presentes que envío por mediación de Su Excelencia Osmán Ferradji a mi muy querido amigo el Sultán Muley Ismael. Os entrego a Su Excelencia. Aprenderéis a ser menos altiva bajo su égida. Sólo los eunucos saben domar a las mujeres. Es una institución ésta que falta en Europa…
Angélica apenas le había escuchado. No comprendió hasta que le vio alejarse seguido de su escolta, mientras se posaba sobre su hombro la negra mano del Gran Eunuco.
—Servios seguirme, noble dama…
«Si lloro ahora estoy perdida… Si grito, si me resisto, estoy perdida… encerrada en un harén…» No pronunció palabra, ni hizo ni un gesto, y siguió, tranquila y dócil a los Negros que volvían a bajar hacia la puerta de Bab-el-Oued. «Dentro de unos segundos será noche cerrada… habrá llegado el momento… Si fallo entonces, estoy perdida…»
Bajo la bóveda de la puerta Bab-el-Oued no habían encendido aún los quinqués. La oscuridad de un túnel se tragó al grupo. Angélica se deslizó como una anguila, saltó, se adentró en una calleja tan negra como la bóveda. Corría, sin sentir los pies rozar el suelo. De una calle casi desierta desembocó en un arteria más ancha y llena de gente; tuvo que aminorar la marcha, escabulléndose entre las chilabas de lana, los bultos blancos y movedizos de las mujeres veladas y los borriquillos cargados de cuévanos. Por el momento, la hora oscura la protegía, pero no tardarían en fijarse en aquella cautiva del rostro sin tapar y de aspecto trastornado. Torció hacia la izquierda por otra callejuela y se detuvo para tomar aliento. ¿Adonde dirigirse? ¿A quién pediría socorro? Había repetido victoriosamente el golpe de su evasión en Candía, pero aquí no había complicidad preparada. Ignoraba qué habría sido de Savary.
De pronto creyó oír un clamor que se iba acercando. La perseguían. Reanudó su desatinada carrera. La calleja bajaba en escalones hacia el mar. Era un atolladero bordeado de muros lisos con puertecitas negras en forma de herradura a largos intervalos. Una de aquellas puertas se abrió. Angélica empujó a un esclavo que salía con una alcarraza sobre el hombro. La alcarraza cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Angélica oyó un «¡Voto a Satanás!» retumbante seguido de una andanada de juramentos que no hubiera desaprobado un valiente militar de Su Majestad Luis XIV.
Angélica volvió sobre sus pasos.
—Señor —dijo jadeante—, ¿sois francés? ¡Señor, por amor de Dios, salvadme!
El clamor se acercaba. Con gesto casi instintivo, el esclavo la empujó hacia la abertura de la puerta, que volvió a cerrar. Un correr de pies descalzos y de babuchas pasó entre un torbellino de aullidos. Angélica apretaba los hombros del esclavo. Su frente se apoyó sobre un ancho pecho cubierto con mísero mandil. Tuvo un breve desfallecimiento. El ruido de los demonios lanzados en su persecución por las calles de Argel decrecía. Respiró con alivio.
—Se acabó —dijo—, ya han pasado.
—¡Ay mi pobre niña, qué habéis hecho! ¿Habéis intentado fugaros?
—Sí.
—¡Desgraciada! Os van a azotar hasta haceros sangrar y a baldaros quizá para todo la vida…
—Pero no podrán cogerme de nuevo. Vais a ocultarme. ¡Vais a salvarme!
Hablaba, agarrada en plena oscuridad a un desconocido del que lo ignoraba todo, pero que era de su raza y al que adivinaba joven y simpático, como también podía él presentir, por las formas del cuerpo que se ceñía estrechamente a él, que aquella mujer era joven y bella.
—¿No me abandonaréis?
El joven lanzó un profundo suspiro.
—¡Es una situación espantosa! Os halláis en casa de mi amo, Mohamed Celibi Oigat, comerciante de Argel. Estamos rodeados de musulmanes. ¿Por qué habéis huido?
—¿Por qué…? Es que no quiero estar encerrada en un harén.
—¡Ay! Esta es la suerte de todas las cautivas.
—¿Y os parece entonces que debo resignarme a ella?
—La de los hombres no es mejor. ¿Creéis que a mí, conde deLoménie, me divierte desde hace cinco años, transportar alcarrazas de agua y haces de espinos para la cocina de mi ama? ¡Tengo las manos en un estado! ¡Qué diría mi delicada amante parisiense, la bella Susana de Raigneau, que hace tiempo debe haberme sustituido!
—¿El conde de Loménie? Conozco a uno de vuestros parientes, el señor de Brienne.
—¡Oh, qué feliz casualidad! Decid, ¿dónde le habéis encontrado?
—En la corte.
—¿Sí? ¿Puedo saber vuestro nombre, señora?
—Soy la marquesa de Plessis-Belliére —dijo Angélica después de un leve titubeo: recordaba que no le había dado suerte reivindicar el título de condesa de Peyrac.
Loménie evocó sus recuerdos.
—No he tenido el placer de haberos visto en Versalles pero, como hace cinco años que sufro mi dura esclavitud, las cosas han debido cambiar mucho. ¡No importa! Conocíais a mi pariente y quizá podáis darme alguna razón que explique el silencio de mi familia. En vano he mandado mi petición de rescate. Mi última carta la confié a los Padres Redentoristas que vinieron a Argel el mes pasado. Esperemos que ésta haya llegado a su destino. Pero ¿qué puedo hacer por vos? ¡Ah! Creo que se me ocurre una buena idea… ¡Cuidado!, alguien llega.
El halo de una lamparilla avanzaba desde el fondo del patio en el que flotaba olor a grasa de cordero y a sémola tibia. El conde de Loménie colocó a Angélica tras él y la ocultó esperando reconocer a la persona que llegaba.
—Es mi ama —murmuró con alivio—. Una buena y honrada mujer. Creo que podremos pedirle ayuda. Siente por mí cierta debilidad…
La musulmana levantaba su lámpara de aceite a fin de distinguir las siluetas que murmuraban bajo el porche. Por encontrarse en su propia morada iba sin velo y mostraba un rostro de mujer madura y gruesa, de grandes ojos pintados con alheña. Se comprendía fácilmente el papel que desempeñaba junto a ella el esclavo cristiano, mozo apuesto, amable y vigoroso, sobre el que puso ella sus miras yendo a escogerle al «batistan».
El modesto comerciante Mohamed Celibi Oigat no tenía medios para pagar un eunuco que custodiase a sus tres o cuatro mujeres. Dejaba a su primera esposa al cuidado de gobernar su casa y comprendía la necesidad de un esclavo cristiano para las bajas faenas, sin ir a buscarlo más lejos. La mujer había visto a Angélica. El conde de Loménie, en voz baja, comenzó a hablarle en árabe.
La mujer movía la cabeza, hacía un gesto, se alzaba de hombros. Toda su mímica expresaba que a su entender el caso de Angélica era desesperado y que hubiera sido preferible echarla en seguida a las tinieblas exteriores. Finalmente, se dejó convencer por los argumentos de su favorito y se alejó, para volver momentos después con un velo, indicando por señas a Angélica que se cubriese. Ella misma prendió el «haik» que es el «tchabek» de los moriscos, y luego abrió la puerta, inspeccionó la calleja e hizo señas al esclavo y a la cautiva evadida de que saliesen. En el momento en que franqueaban el umbral empezó de pronto a lanzar una oleada de injurias.
—¿Qué sucede? —musitó Angélica—. ¿Va a cambiar de parecer y a perdernos?
—No, pero ha visto los pedazos de la alcarraza y no se priva de decirme lo que piensa de ello. Hay que confesar además que no he sido nunca muy diestro y que le rompo mucha vajilla. ¡Bah! Sé cómo apaciguarla y me encargaré de ello dentro de un rato. No vamos muy lejos.
En unas zancadas llegaron a una puertecita de hierro en la cual el joven dio dos o tres golpes de contraseña. Se filtró una luz y una voz murmuró:
—¿Sois vos, señor conde?
—Soy yo, Lucas.
La puerta se abrió y la mano de Angélica se crispó sobre la de su compañero al ver a un árabe envuelto en su chilaba y tocado con un turbante. Sostenía en lo alto una vela.
—No tengáis miedo —dijo el conde empujando hacia adentro a la joven—, es Lucas mi antiguo ayuda de cámara. Fue capturado a la vez que yo en el barco de guerra que me llevaba a mi nuevo cargo militar de Genova. Pero como había hecho a mi lado sus armas de astuto ladrón, los corredores de comercio de Argel han apreciado sus dotes y su amo le ha apremiado para que se hiciera musulmán, a fin de poder confiarle sus negocios; y ahora es ya un personaje en la especulación.
El antiguo criado, bajo su turbante no muy bien arrollado, abría unos ojos recelosos. Tenía la nariz respingada y muchas pecas.
—¿Qué me traéis aquí, señor Conde?
—Una compatriota, Lucas. Una cautiva francesa que acaba de escaparse de su comprador.
Lucas tuvo la misma reacción que su ex-amo.
—¡Señor! ¿Por qué ha hecho esto?
El conde de Loménie hizo castañetear sus dedos, con desenvoltura.
—Capricho de mujer, Lucas. Ahora ya está hecho. Vas a ocultarla.
—¿Yo, señor Conde?
—¡Sí, tú! Bien sabes que yo no soy más que un pobre esclavo que tiene que compartir su estera de junco con los dos perros de la casa y sin un rincón siquiera en el patio. Tú eres un hombre que ha triunfado. No arriesgas nada.
—¡Más que el fuego, la cruz, el poste de tortura, las flechas, los ganchos, el ser enterrado vivo o la lapidación! Esta es la elección para los conversos que ocultan a cristianos.
—¿Te niegas?
—¡Sí, me niego!
—¡Haré que te den una tanda de palos!
El otro se ciñó con dignidad en su chilaba.
—¿Olvida acaso el señor Conde que un esclavo cristiano no tiene derecho a poner la mano sobre un musulmán?
—Espera un poco a que volvamos a nuestro país. Te sacudiré un puntapié en el trasero y te haré quemar vivo como hereje por el Santo Oficio… Lucas, ¿no has guardado algunas golosinas para mí? Desde esta mañana no tengo en el estómago más que un puñado de dátiles y un vaso de agua. Y no sé si esta señora se ha alimentado hoy de algo más que de emociones.
—En efecto, señor Conde, había previsto vuestra visita y os he preparado… ¡ah, adivinadlo! Os gustaba esto tanto en otro tiempo… una empanada.
—¡Una empanada! —exclamó el pobre esclavo, con los ojos brillantes de codicia.
—¡Chist…! Acomodaos. El tiempo de quitarme de encima a mi dependiente y de cerrar la tienda, y estaré con vos. Dejó la vela y volvió poco después con un frasco de vino y una pequeña marmita de plata de la que salía un olor delicioso.
—Yo mismo he confeccionado la pasta, señor Conde, con manteca de camella y la salsa con leche de burra. No vale tanto como la buena leche y la buena manteca de vaca, pero hay que emplear lo que se tiene. Me faltaban albóndigas de lucio y setas, pero creo que servirán los pequeños langostinos y las coles de palmito. Si la señora marquesa quiere tomarse la molestia de servirse…
—Este Lucas —dijo el conde enternecido— es un hombre excepcional. Sabe hacerlo todo. ¡Magnífica tu empanada! Haré que te den cien escudos, muchacho, cuando regresemos a nuestra tierra.
—El señor Conde es muy bondoso. ¡Sin él yo habría muerto, señora! No es que mi amo, Mohamed Celibi Oigat sea mal hombre y menos aún mi ama, aunque es un tanto avara y son seres que se alimentan con nada. Y esto no es suficiente para un hombre al que se le exigen trabajos duros. No hablo solamente de la sopa, del agua y de la madera… Las musulmanas sienten predilección por los cristianos. El Corán debía haberlo previsto… Por otra parte, esto puede reportar beneficios.