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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (49 page)

Osmán Ferradji miró a Angélica con sonrisa complacida. Sus ojos brillaban entornándose como los del gato que se dispone a acabar con un ratón. Hizo un guiño hacia la trastienda. Se oyeron unos gritos espantosos y el comerciante reapareció sólidamente sujeto por tres guardias negros que le habían atrapado cuando intentaba escaparse por una puerta trasera.

Le hicieron arrodillarse y colocar la cabeza sobre uno de sus fardos de paño.

—¡No! ¿no iréis a cortarle la cabeza? —exclamó Angélica. La voz francesa detuvo el brazo ya levantado del Gran Eunuco.

—¿No es un deber suprimir una bestia pestilente? —preguntó él.

—¡No, no, por Dios! —protestó la joven, horrorizada.

El sentido de su intervención era totalmente incomprensible para el jefe del Serrallo de Muley Ismael. Pero tenía sus razones para respetar la sensibilidad de la cautiva francesa. Suspirando, aplazó la ejecución del comerciante que había estado a punto de deshonrarle; a él, al más sagaz intedente de la Gran Casa del rey de Marruecos. Le cortaría solamente la mano, como a los ladrones. Lo que hizo inmediatamente de un golpe seco, como si se hubiese tratado simplemente de una caña de azúcar.

—¡Ha llegado realmente el momento de marcharnos de esta ciudad y de este país de ladrones! —decía días más tarde Osmán Ferradji.

Angélica se estremeció. No le había oído acercarse. Le seguían tres negritos, uno trayendo el café, otro un libro grueso, un rollo de papel, tinta y un cálamo, y el tercero un tizón ardiente y una brazada de espinos.

Angélica se quedó a la expectativa. ¿No había que esperarlo todo de aquel extraño personaje? ¿No eran los utensilios para un suplicio especial y refinado, que iba ella a sufrir? El Gran Eunuco sonreía. Sacó después de su chilaba un gran pañuelo a cuadros rojos y negros cuyo nudo desató extrayendo una sortija.

—Esto es un regalo personal para vos: una sortija. En verdad es pequeña porque aun siendo muy rico, debo dejar al Rey, mi señor, el privilegio exclusivo de haceros regalos de gran valor. Os ofrezco éste en señal de alianza. Y ahora, voy a empezar a enseñaros el árabe…

—Pero… ¿y ese fuego? —preguntó Angélica.

—Es para purificad el aire en torno al Corán que vais a empezar a estudiar. No olvidéis que sois aún cristiana, y que, por tanto, inficionáis cuanto os rodea. Por donde paséis durante el viaje, me veré obligado a purificar el sitio con ritos, y a veces, por el fuego. Esto es muy molesto, podéis creerme…

Resultó un profesor ameno, paciente y culto. Angélica no tardó en sentir agrado por aquellas lecciones. La distraían. Tenía que serle útil aprender el árabe, y la ayudaría a buscar cómplices y a fugarse algún día. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Y adonde? No lo sabía. Pero no dejaba de repetirse que si seguía con vida y dueña de sus actos, ¡lograría huir!

Entre las cosas que tuvo que aprender, una era que en Oriente no existe la noción del tiempo. Así, cuando el Gran Eunuco le había repetido cierto número de veces «que saldrían inmediatamente para Marruecos», Angélica tomó aquella afirmación al pie de la letra. Esperaba cada día verse en una caravana, montada en un camello. Pero pasaban los días. Osmán Ferradji no dejaba de vituperar una vez más a los holgazanes y ladrones argelinos «pues sólo entre los judíos y cristianos había mayores ladrones»; pero se veía claramente que no estaba previsto nada para la partida.

En cambio, un día presentaba a la francesa un corte de terciopelo de Venecia para saber su opinión; otro, la consultaba sobre la elección de un cuero de Córdoba para sillas de montar. Le advertía que esperaba un cargamento de cierto almizcle de Arabia, además de pistachos y albaricoques de Persia, y también «giaze» persa; ese piñonate del que los de Argel y El Cairo eran vil imitación.

Angélica, animada a su pesar por aquellas confidencias de tipo doméstico, llegó hasta confesarle que el persa Bachtiari Bey le había dado la receta exacta del piñonate auténtico, hecho con miel, pasta de almendras y ciertas harinas, una de ellas nada menos que el famoso maná del desierto, esos cristales de azúcar exudados por ciertos arbustos en cantidad suficiente para formar a veces, cuando el viento arrastraba a los copos, verdaderas dunas nevadas. La mezcla se amasaba con los pies, en cubas de mármol y se rellenaba con pistachos y avellanas. El austero Negro palmoteo como un niño y se puso seguidamente en acción para hacer traer aquel maná, especialidad de los desiertos bíblicos. Aquello prometía una prolongación indefinida de la estancia.

Angélica no sabía si aquel aplazamiento debía regocijarla. Mientras se hallaba ante el mar, conservaba la ilusión de una posible fuga. La presencia de los miles de esclavos, algunos de los cuales llevaban allí veinte años, daba sin embargo un mentís a tal esperanza. Argel era una ciudad de la que nadie se evadía. En algún momento, Angélica pensó que la caravana haría parte del viaje por mar. Se había pasado toda una noche empeñada en convencerse de que los barcos marroquíes no podían dejar de ser capturados por los caballeros de Malta o por piratas cristianos, y aquella certeza iluminaba su cara, cuando el Gran Eunuco, durante una de sus lecciones de árabe, le dijo como si terminase una conversación sobre aquel tema.

—Si no recorriera el mar esa maldita flota de Malta, podría yo, dentro de veinte días, tener el placer de presentaros a vuestro dueño, el poderoso comendador de los Creyentes, Muley Ismael.

Entornaba casi hasta cerrarlos sus ojos de negro semita, no dejando más que una dorada rendija de intenso brillo. La joven sabía ya que era la manera de solicitar su juicio, y aun su consejo encubierto, y a veces también para darle a entender que la adivinaba.

Ahora, el jefe del Serrallo parecía haber dado la última mano a su imponente caravana. Cada día era inminente la partida. Pero cada día, por motivos misteriosos —quizá no había ninguno— la orden de partida era anulada y Osmán Ferradji seguía esperando algún nuevo signo invisible, o acaso imprevisible.

Una de las causas del retraso fue la preocupación por la salud del elefante enano. No se podía arrastrar por las rutas de montaña y del desierto un animal tan preciado como raro y al cual haría Su Majestad entusiasta acogida. A Muley Ismael le enloquecían los animales. Tenía mil caballos en sus cuadras y cuarenta gatos en sus jardines, todos con sus nombres. Había que esperar a que el elefante estuviera completamente repuesto. Cada día, su doctor, el viejo esclavo Savary, era consultado largo rato.

Después, hubo que esperar a la captura por unos tripolitanos de un navio que se sabía iba cargado con el mejor vino de Malvasía… En aquella ocasión, Angélica tuvo que sufrir minucioso interrogatorio. ¿Qué había que pensar de los vinos dulces franceses, portugueses, españoles e italianos? ¿Eran vinos propios para servir a las damas del harén o había que considerarlos como vinos que embriagaban, prohibidos entonces, por la religión del Islam?

Angélica sugirió, con cierta ironía, que se dirigiesen a los «talbes» o doctores coránicos para resolver aquel punto difícil, y al eunuco le encantó aquella respuesta que demostraba la sabiduría de su discípula y la comprensión de sus lecciones, enseñándole que Islam significa «sumiso a Dios». Los vinos de Malvasía fueron admitidos por Mahoma y se esperó a su incautación. El Gran Eunuco se hubiera sentido muy apenado de tener que volver a su país sin llevar una bebida rara y sabrosa para halagar la gula de aquellas damas, siempre al acecho de las novedades, tras las rejas de su harén. Al comienzo de su estancia en Argel había él comprado varias barricas de un vino que le dijeron era famoso; pero como Angélica le reveló que era un aguachirle detestable, se vio una vez a punto de quedar deshonrado. Y nada detuvo su sable vengador que cayó sobre el cuello del bribón que le había vendido aquellas barricas ¡y que se atrevía encima a alegar su cualidad de antiguo peregrino a La Meca y su título de «Hadj»…!

Angélica escuchaba paciente aquella charla que se parecía mucho a comadrerías de mujer. A veces, le sorprendía haber tomado al principio a aquel Negro por un auténtico descendiente de los Reyes Magos. Se decía que era mezquino como una comadre, tan charlatán y más veleidoso que una mujer. Daba la impresión de estar siempre pisando en falso y buscando a tientas su camino:

—Desengañaos, señora —le dijo el viejo Savary, moviendo la cabeza cuando ella le confesó sus dudas—. Ha sido Osmán Ferradji quien hizo de Muley Ismael el Sultán de Marruecos, e intenta ahora instaurarle como Comendador de todo el Islam y quizá de Europa. Tratadle con toda consideración, señora, y rogad a Dios que nos ayude a salir de sus manos, porque sólo Dios puede hacerlo.

Angélica se encogía de hombros. ¡De modo que Savary hablaba como el loco Escrainville! ¿Comenzaba acaso a decaer un poco? Ciertamente no le faltaban motivos, con todas aquellas aventuras. Si el viejo boticario, siempre ingenioso y tramando conspiraciones, se encomendaba al Cielo, era porque no se encontraba ya en estado normal. O que juzgaba la situación especialmente grave…

Savary tenía libertad para circular por la ciudad, en calidad de «mukanga», que significa médico o mago en sudanés. Gracias a lo cual, registraba bazares y zocos en busca de las hierbas o productos químicos necesarios para sus medicamentos, trayendo sobre todo un montón de noticias espigadas entre los esclavos recién capturados.

En Argel, reuniendo a gentes venidas de todos los puntos de Europa, se sabían las noticias mejor quizá que los reyes de Francia, Inglaterra o España. Así se supo que Ragoszki había llegado a ser rey de Hungría y que Luis XIV se había lanzado a una campaña contra Holanda. Aquellas noticias le parecían a Angélica irrisorias e irreales. Aquel rey de Francia que desencadenaba la guerra contra Europa ¿era el que la había tenido en sus brazos, suplicándole muy bajito que no fuese cruel con él? ¿Y si ella le pedía auxilio, haría tronar todos sus cañones para liberarla? No había pensado todavía en ello y rechazó aquel pensamiento, porque representaba ya para ella una derrota.

Aquellos innumerables esclavos, venidos del mundo entero, no hablaban jamás de un hombres desfigurado y cojo que hubiera llevado el nombre de Joffrey de Peyrac. Pudo ella establecer con certeza que había venido efectivamente al Mediterráneo; pero su rastro parecía haberse borrado hacía ya varios años. ¿Había que aceptar la versión de Mezzo-Morte de que el conde murió de la peste años atrás? Cuando aquella idea la dominaba, experimentaba, poco a poco, cierto alivio. La incertidumbre es a veces la peor de las torturas. Es preferible que la herida sea descarnada, abierta. «He corrido demasiado en pos de mi esperanza…»

Ella creía en algunos momentos comprender mejor a Savary. Había éste vivido muchos años entregado ardientemente a su «mumie mineral». Su acto de valentía, el incendio de Candía, no era más que un experimento científico. Y ahora, iba a tientas. El esqueleto del elefante enano y los cuidados que había que prodigar a su descendiente vivo no parecían materia suficiente para su cerebro de sabio. Iba, como ella, arrastrado hacia otra parte por un ciego destino. La vida toda ¿no era, en el fondo, sino un caminar sin fin? No, no quería dejarse ablandar por el calor y el dorado claustro en que la situaban. Quería huir ¡y esto era ya un objetivo!

Con nuevo ardor se inclinó sobre el pergamino en que trazaba signos. Y se estremeció porque la mirada de Osmán Ferradji estaba clavada en ella. Se había olvidado de su presencia. Le parecía que había estado allí siempre, hierático y misterioso, con sus largas piernas cruzadas bajo los pliegues de su blanca chilaba. Llevaba un caftán gris tórtola y un alto gorro negro con bordados del mismo rojo que sus uñas.

—La voluntad es un arma mágica y peligrosa —dijo él. Angélica le miró, agitada por repentina cólera como cada vez que se sentía adivinada por él.

—¿Queréis decir que es preferible dejarse llevar por la vida como perro destripado a merced de las olas?

—Nuestro destino no está en nuestras manos y lo que está escrito escrito está.

—¿Queréis decir que no se puede nunca cambiar el destino?

—Sí, se puede —dijo él con gravedad—. Todos los humanos poseen una ínfima probabilidad de contradecir el destino. Esto sólo se logra a fuerza de voluntad. Por eso digo que la voluntad es una forma de magia, puesto que fuerza a la naturaleza. Y es peligrosa, porque el resultado se paga siempre a alto precio y entraña las pruebas de la vida. A ello se debe que los Cristianos que emplean su voluntad personal a cada instante y para fines mezquinos, estén sin cesar en desacuerdo con sus destinos y abrumados por males de los que se les oye quejarse con frecuencia.

Angélica movió la cabeza.

—No puedo comprenderos, Osmán Bey. Pertenecemos a mundos diferentes.

—La sabiduría no puede adquirirse en un día, sobre todo cuando ha sido uno educado entre la locura y la incoherencia. Y porque sois inteligente y bella quiero poneros en guardia contra esos males que van a abrumaros si os obstináis en forzar el destino en el sentidos que vos exigís, cuando ignoráis los caminos y los fines que Alá os reserva.

Angélica hubiera querido desviar los ojos y replicar altivamente que no se podía comparar la educación coránica con las riquezas de la civilización greco-latina. Sin embargo, no lograba sentirse ofuscada. Experimentaba la sensación apaciguadora de ser «seguida» y guardada más allá de sí misma por un espíritu lúcido y sereno que poseía el don de proyectar osados rayos de claridad en las tinieblas, densas aún, de su destino.

—Osmán Bey, ¿sois mago?

La sonrisa que afloró a los labios del Gran Eunuco no carecía de bondad.

—No, no soy más que un ser humano despojado de las pasiones que privan a muchos de la clarividencia. Y quisiera sobre todo recordarte esto, Firuzé: que Alá concede siempre lo que se desea si la petición es justa e insistente.

XLI La caravana

La caravana se estiraba como inmensa oruga, ondulante, por el paisaje leonado, bajo un cielo añil oscuro, en lento e irresistible asalto a los Montes Ouasernis del Atlas Medio argelino.

El «Safari» comprendía doscientos camellos, otros tantos caballos y trescientos borriquillos, sin contar el elefante enano y la jirafa. Al frente iba un nutrido contingente de jinetes armados, negros en su mayoría, otro formaba la retaguardia, y algunos grupos esparcidos cubrían los flancos. Un centenar de a pie caminaban por grupos, distribuidos a lo largo de la enorme caravana, «la más importante en los cincuenta últimos años» como hacía notar, no sin orgullo, el jefe del safari, el Gran Eunuco Osmán Ferradji. Del grupo de vanguardia se separaban constantemente camelleros o jinetes avanzando en descubierta, acelerando el paso cuando la proximidad de una garganta o desfiladero podía hacer temer una emboscada peligrosa. Los vigías se apostaban en los picachos desde los que podían ser descubiertos los saqueadores y los señalaban con disparos, mientras otros detalles eran indicados con espejos reflejando la luz del sol.

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