—Sólo tenemos que desconfiar del Gran Eunuco —objetó Daisy—. Es el único temible. ¿Qué vas a contarle si te pregunta por qué has venido a visitarnos?
—Le diré que me había enterado de vuestra cólera con respecto a mí y que deseaba calmaros con aparente docilidad.
Las dos mujeres asintieron con la cabeza.
—Puede que te crea. ¡Sí, a ti te creerá!
Por la tarde, Angélica visitó a la sultana Abechi, una gruesa musulmana de origen español, a la que el Rey prodigaba aún algunos homenajes. Había estado a punto de ser su tercera esposa. Vio ella a Esprit de Cavaillac y deslizó la llave en su mano.
—¡Pardiez con vos! —dijo él, estupefacto—. ¡Bien puede decirse que habéis obrado con prontitud! El viejo Savary estaba en lo cierto cuando nos aseguró que erais ingeniosa y valiente y que se podía contar con vos como con un hombre. Es preferible esto a llevar una mujer torpe. Bueno, ahora no tenéis más que esperar. Os avisaré el día convenido.
Aquella espera fue lo más cruel y angustioso que había conocido Angélica. A merced de dos mujeres ponzoñosas y solapadas, bajo la mirada de adivino del Gran Eunuco, tuvo que fingir, y calmar hasta la impaciencia de su propio pensamiento. La espalda se le curaba. Se sometía dócilmente a los cuidados que la vieja Fátima le prodigaba. Esta esperaba realmente que su dueña terminase de mostrarse terca. Los sinsabores que ella ahora experimentaba, los ungüentos y medicinas, su piel arrancada y herida, le demostraban que no sería la más fuerte. Entonces ¿para qué obstinarse?
Entre tanto, corrió el rumor de que el Gran Eunuco salía de viaje. Iba a ver sus tortugas y a las viejas sultanas. Su ausencia no pasaría de un mes; pero Angélica, al saberlo, lanzó un hondo suspiro de satisfacción.
Era en absoluto necesario aprovechar aquella ausencia para evadirse. Así se facilitarían las cosas y estando ausente el Gran Eunuco no le cortarían la cabeza. No quería ella creer en tal eventualidad, ya que estando el enorme Negro harto bien situado en la Corte no se expondría a la cólera de Ismael ni siquiera por la evasión de una esclava; pero no podía tampoco dejar de pensar en las predicciones del astrólogo de Leila Aicha: «Ha leído en los astros que tú serías la causa de la muerte de Osmán Ferradji…» ¡Había que evitarlo a toda costa! Se presentaba la ocasión de fugarse.
El Gran Eunuco vino a decirle adiós y a aconsejarle gran prudencia. Estaba admitido que ella se encontraba aún muy enferma y aterrorizada; así que Muley Ismael esperaría con paciencia. ¡Era un milagro! ¡Que no malograse sus posibilidades con Leila Aicha, que no procuraba más que perjudicarla! Dentro de un mes estaría él de regreso y entonces las cosas se arreglarían. Podía confiar en él.
—En vos confío, Osmán Bey —dijo ella.
Una vez que él partió, Angélica se dedicó a decidir a los cautivos, por mediación de Esprit de Cavaillac para que adelantasen el día de su partida. Colin Paturel hizo que le contestasen que había que esperar las noches sin luna. Pero entonces corrían el riesgo de que estuviera de vuelta el Gran Eunuco. Ella se mordía los dedos de impotencia. ¿Podría hacer comprender a aquellos cristianos bárbaros, que ella había emprendido una carrera contra el tiempo, contra la marcha inexorable del Destino? ¡Una lucha monstruosa contra el oráculo que la señalaba como futura causante de la muerte de Osmán Ferradji! ¡Un combate titánico contra los astros! Y en sus pesadillas, veía el cielo estrellado precipitarse girando vertiginoso sobre ella, y aplastarla. Por último, Esprit de Cavaillac le dijo que el rey de los cautivos se allanaba a sus razones. Era preferible para ella que la evasión se realizase en ausencia del jefe del serrallo. Para los otros, la claridad de la luna añadiría un peligro suplementario pero ¡tanto peor!
Colin Paturel, despojado de su cadenas daría la vuelta a la alcazaba matando a los centinelas para penetrar en el segundo, y luego, en el tercer recinto. Tendría que cruzar el bosquecillo de naranjos y un patio que conducía hasta la puertecita. No había más que pedir a Dios que, aquella noche, dos nubes viniesen a velar la última fase de la luna, aún demasiado indiscreta. Quedó fijada la fecha.
Aquella noche, Leila Aicha le envió unos polvos para echar en las bebidas de sus sirvientas-guardianas. Angélica ofreció café a Rafai, que vino a informarse de su salud. En ausencia del Gran Eunuco, era el responsable del serrallo. Al gordinflón le complacía poner en su mirada el aire semifamiliar, semiprotector del Gran Eunuco. Aquella actitud, tan natural en la personalidad principesca de Osmán Ferradji, no se avenía en absoluto al grueso Rafai. Se atraía los bufidos de las burlonas. Por eso le alegró ver que Angélica se humanizaba y se bebió, hasta el fondo, la taza de café que ella le ofrecía. Después de lo cual, fue a mezclar sus ronquidos con los de las sirvientas, aletargadas. Angélica esperó un rato que le pareció interminable. Cuando percibió la llamada de un ave nocturna, bajó al patio a paso de lobo. Leila Aicha estaba allí, y junto a ella la silueta frágil de Daisy. La inglesa llevaba una lámpara de aceite. La luz era inútil por el momento, porque ¡ay!, la luna brillaba como vela latina bogando sobre el océano de la noche, en un cielo que no enturbiaba nube alguna.
Las tres mujeres cruzaron el jardincillo, y se adentraron en una larga galería abovedada. De cuando en cuando Leila Aicha exhalaba de su amplio pecho un extraño sonido, una especie de arrullo ronco; Angélica comprendió que llamaba a la pantera.
Llegaron sin tropiezo al final del pasadizo abovedado. Siguieron luego las galerías de columnatas que encuadraban otro jardín con suave aroma a rosas. De pronto, la negra se detuvo.
—¡Está ahí! —musitó Daisy, crispando su mano sobre el brazo de Angélica.
La fiera salió de las matas, con el hocico junto al suelo, arqueados los ijares, como si fuese un enorme gato a punto de saltar sobre un ratón.
La sultana le tendió unos despojos de pichón, mientras seguía lanzando su arrullo salvaje. La pantera pareció calmarse. Se acercó y Leila Aicha le enganchó una cadena en el collar.
—Quedaos a dos pasos detrás de mí —dijo ella a las dos mujeres blancas.
Reanudaron la marcha. A Angélica le extrañaba no encontrar eunucos con más frecuencia, pero Leila Aicha había decidido pasar por el recinto de las antiguas concubinas, hoy abandonadas, a las que no se custodiaba con demasiado rigor. La disciplina flojeaba más en ausencia del jefe del serrallo, y los eunucos preferían reunirse en su zona personal para entregarse a interminables partidas de ajedrez. Unas sirvientas adormiladas que las vieron pasar, se inclinaron ante la Sultana de las sultanas.
Ahora subían por una escalera que conducía a las murallas. ¡Era el lugar más difícil de franquear! Siguieron el camino de ronda que por un lado dominaba el abismo sombrío de los jardines que rodeaban la mezquita, cuya cúpula de tejas verdes se veía relucir, y por el otro una plaza de arena, desierta, donde se efectuaba a veces el mercado interior de la alcazaba; una verdadera plaza fuerte. Muley Ismael se había construido un palacio en el que poder resistir durante meses a las posibles rebeliones de la ciudad que lo rodeaba. Al final del camino de ronda había un guardián subido a uno de los merlones, vuelto de espaldas, vigilando la plaza, con su lanza hacia las estrellas.
Las tres mujeres se acercaron, deslizándose en la sombra de los merlones. A unos pasos del eunuco inmóvil, Leila Aicha hizo un gesto brusco. Lanzó en su dirección los despojos del pichón que no había dado aún a la pantera. La fiera saltó hacia delante para atrapar su bocado. El guardián se volvió, vio al animal encima de él. Lanzó un grito, aterrado, tropezó y basculó en el vacío. Se oyó el ruido sordo de su cuerpo estrellándose al pie de las murallas. Las mujeres esperaron, conteniendo el aliento. ¿Atraerían los gritos del guardián a sus compañeros? Pero todo siguió en calma.
Leila Aicha reanudó sus manejos para calmar a la pantera, y luego volvió a tomar en su mano el extremo de la cadena. Después, penetraron en el piso de otro bloque de viviendas, desalojadas. Estaban a punto de demolerlas para levantar nuevo edificio.
Las sultanas condujeron a Angélica hasta lo alto de una escalerita empinada que se hundía en la sombra de un patinillo, hondo como un pozo.
—Ahí es —dijo la negra—. ¡Baja! Verás el patio y la puerta abierta. Si no lo está esperas. Tu cómplice no puede tardar. Le dirás que deje la llave en un pequeño saliente del muro a la derecha. Enviaré mañana a Raminan a recogerla. ¡Y ahora, vete!
Angélica empezó a bajar, alzó la cabeza y se creyó obligada a decir «Gracias»; y pensó que nunca había visto nada tan singular como aquellas dos mujeres, inclinadas juntas, mirando cómo se alejaba: la rubia inglesa levantando en alto su lámpara de aceite y la sombría negra conteniendo por el collar a la pantera Alchadi.
Siguó bajando. La claridad de la lamparilla dejó de seguirla. Tropezó un poco en los últimos escalones, pero en seguida vio el dibujo de la puerta que se recortaba en forma de cerradura, inundado por el claro de luna. ¡Abierta…! ¡Ya! El cautivo se había adelantado.
Angélica se acercó vacilante y angustiada a pesar suyo, en el momento de dar los últimos pasos. Llamó a media voz en francés:
—¿Sois vos?
Una silueta humana se encorvó para entrar por la angosta abertura obstruyéndola y velando al mismo tiempo la claridad, hasta el punto de que Angélica no pudo de momento distinguir al que entraba. No le reconoció hasta que al erguirse, un rayo de luna se reflejó cabrilleando en su alto turbante de tisú de oro.
El Gran Eunuco Osmán Ferradji estaba ante ella.
—¿Adonde vas, Firuzé? —preguntó con su voz suave. Trastornada, Angélica se apoyó en el muro. Hubiese querido desaparecer. Creía que era una pesadilla—… ¿Adonde vas, Firuzé?
Había que aceptarlo. Él estaba allí. Se puso a temblar, agotadas sus fuerzas.
—¿Por qué estáis aquí? —dijo ella—. ¡Oh! ¿por qué estáis aquí? ¿No os encontrabais de viaje?
—He vuelto hace dos días, pero no he creído necesario difundir el rumor de mi regreso.
¡Diabólico Osmán Ferradji! Tigre dulzón e implacable. Se mantenía erguido entre ella y la puerta de su salvación. Se retorció las manos, juntándolas en gesto desesperado.
—¡Dejadme huir! —suplicó jadeante—. ¡Oh, dejadme huir, Osmán Bey! Sólo vos lo podéis. Sois todopoderoso ¡Dejadme huir!
La expresión del Gran Eunuco fue como la de quien presencia un sacrilegio.
—
Jamás
se ha escapado una mujer del harén custodiado por mí —afirmó, hoscamente.
—¡Entonces, no digáis que queréis salvarme! —gritó Angélica, iracunda—. No digáis que sois mi amigo. ¡Bien sabéis que aquí no tengo más destino que la muerte!
—¿No te pedí que confiaras en mí…? ¡Oh, Firuzé! ¿Por qué quieres siempre forzar la suerte…? Escucha, pequeña rebelde, no fue para ir a ver a las tortugas por lo que partí, sino para intentar reunirme con tu antiguo dueño.
—¿Mi antiguo dueño? —repitió Angélica, sin poder comprender.
—El Rescator, ese pirata cristiano que te compró por 35 000 piastras en Candía.
Todo empezó a dar vueltas alrededor de Angélica. Cada vez que aquel nombre era pronunciado ante ella, sentía la misma turbación hecha de esperanza y añoranzas, y no sabía ya qué pensar.
—He podido alcanzar uno de sus navios que hacía escala en Agadir, y como el capitán me indicó donde se hallaba, he podido comunicar con él por medio de dos palomas mensajeras… Va a venir… ¡Viene a buscarte!
—¿Que viene a buscarme? —repitió ella, incrédula. Y poco a poco se aligeró el peso que oprimía su corazón. Iba a venir a por ella…
Era, sin duda, un pirata, pero un hombre de su raza. En otro tiempo no le había inspirado temor alguno. No tenía más que aparecer, negro y flaco, que posar su mano sobre su cabeza tan humillada hoy para que el calor vital la invadiera de nuevo. Le seguiría y le preguntaría: «¿Por qué me comprasteis en 35000 piastras en Candía? ¿Me encontrabais tan bella o habíais leído en los astros, como Osmán Ferradji, que estábamos hechos para reunimos…?»
¿Qué respondería él? Recordaba su voz difícil y ronca, que le había hecho sentir escalofríos. Sin embargo, era un desconocido, pero ya se veía, cuado él se la llevase lejos, muy lejos de allí, llorando sobre su corazón. ¿Quién era él? Era el viajero que venía del horizonte, cargado con provisiones de los tiempos futuros. La llevaría…
—Eso es imposible, Osmán Bey. ¡Es una locura por vuestra parte! ¡Cómo va a consentir nunca esto Muley Ismael! No es de los que suelten fácilmente su presa, ¿Tendrá el Rescator que rescatarme al precio de un navio?
El Gran Eunuco movió la cabeza. Tuvo una sonrisa y ella vio aparecer en su ojos aquella mirada llena de serenidad y bondad que Angélica creyó leer en él cuando lo vio por primera vez, tomándole por un mago.
—No te hagas más preguntas, señora Turquesa —dijo él gozoso—. Debes saber solamente que las estrellas no han mentido. Muley Ismael tendrá más de un motivo para acceder a la petición del Rescator. Se conocen y se deben numerosas atenciones. El tesoro del reino no podría prescindir del pirata cristiano que le nutre de plata, a cambio de su bandera. Pero hay más. Nuestro sultán, tan respetuoso con las leyes, no podrá hacer más que inclinarse. Porque aquí es el dedo de Alá el que interviene, Firuzé. Escucha. Ese hombre era en otro tiempo…
Cesó de hablar profiriendo una especie de estertor. Angélica, que le miraba, vio agrandarse sus ojos con la expresión sorprendida y horrorizada que había tenido ante ella la otra noche, en lo alto de la Torre Mazagreb. Exhaló un nuevo estertor. De pronto, un chorro de sangre manó de su boca, salpicando el vestido de Angélica, y se desplomó como una masa, con los brazos en cruz, y la cara contra el suelo.
Detrás de él surgió un gigante rubio y barbudo, vestido de harapos, cuya mano sostenía el puñal que acababa de herir.
—¿Preparada, pequeña? —preguntó Colin Paturel.
Trastornada, Angélica saltó sobre el cadáver del Gran Eunuco. Pasó bajo la puerta que el cautivo volvió a cerrar cuidadosamente, como si tuviera que guardarla. Permanecieron un instante inmóviles en la sombra de la muralla, teniendo, ante ellos, el desgarrón blanco de la plaza que era preciso cruzar. La mano de Colin Paturel asió el brazo de la joven y con un puño que no admitía réplica la arrastró como quien se tira al agua. En unas zancadas, estuvieron al otro lado, cobijados de nuevo por la negrura de la sombra. Esperaron. Nada se movía. El único guardián que hubiese podido divisarlos era el que había caído hacía un rato desde lo alto de la muralla.