Read Indomable Angelica Online

Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (62 page)

—No —dijo ella con agitación—, no… todavía no.

—¡Dejemos entonces que decida el Destino…!

Y la cuchilla del destino cayó, una mañana transparente y fresca en que Angélica hizo conducir al palmar su palanquín de cortinas tirado por dos mulas. Había recibido un billete de Savary, entregado no sin renuncia por Fátima, en el que le rogaba que fuese al palmar, junto a la casilla reservada a los jardineros. La mujer de uno de ellos, una esclava francesa, la señora Badiguet, le indicaría entonces dónde se hallaría su viejo amigo.

Bajo el blando arco de las palmas relucía el ámbar de los dátiles maduros. Unos esclavos los recogían. En la casilla de los jardineros, la señora Badiguet, se acercó al palanquín cuyas cortinas abrió apenas Angélica. Aquella esclava había sido capturada cuando se trasladaba con su marido, desde las Saintes-Maries a Cádiz, para establecerse. Sus dos hermanas, capturadas con ella, fueron llevadas al harén de Abd-el-Ah-med, pero ella tuvo derecho a quedarse con su marido, porque Muley Ismael practicaba la Ley que dice que el adulterio está prohibido y él no hubiera nunca separado a una mujer de su esposo vivo. Habían tenido cuatro hijos, nacidos todos en la esclavitud y que eran los compañeros de juego del principito Zidan.

La señora Bodiguet deslizó una mirada furtiva a los alrededores y bisbiseó que el viejo Savary trabajaba no lejos del palmar. Recogía los dátiles caídos que servían de complemento al pan rancio de los esclavos. La tercera avenida a la izquierda… ¿Estaba segura de los dos eunucos que conducían el vehículo? Sí. Eran, por fortuna, dos jóvenes guardianes que no sabían más que una cosa: que Osnián Ferradji les había recomendado no contrariar a la cautiva.

Hizo ella, pues, conducir el palanquín a la avenida designada y no tardó en ver a Savary, como un gnomo moreno, recogiendo alegremente sus provisiones, en el reflejo esmeralda y oro de las palmeras. El lugar estaba desierto. No se oía más que el zumbido incesante de las moscas alrededor de los racimos pringosos de azúcar. Savary se acercó. Los eunucos quisieron interponerse.

—¡Atrás, mis rollizos nenes! —les dijo amablemente el viejo—. Dejadme ofrecer mis cumplidos a esta dama.

—Es mi padre —intervino Angélica—, ya sabéis que Osmán Bey me permite visitarle algunas veces…

Los guardianes no insistieron.

—Todo marcha bien —murmuró Savary, con la mirada radiante tras sus antiparras.

—¿Habéis encontrado otro yacimiento de «mumie» mineral? —preguntó Angélica con pálida sonrisa.

Le miraba enternecida. Se parecía cada vez más a los duendes barbudos y maliciosos que vienen a danzar alrededor de las mesas de piedra colocadas en los campos del Poitou. No estaba lejos de creer que Savary no era sino uno de los viejos genios de su infancia a quienes ella había acechado tanto tiempo en la hierba húmeda de rocío, y que la seguía fielmente para protegerla.

—Seis esclavos van a arriesgarse a una evasión. Su plan es perfecto. No quieren comprometerse con los guías, que con gran frecuencia traicionan a quienes deben conducir a tierra cristiana. Han recogido informes de esclavos evadidos y que fueron atrapados de nuevo. Han trazado la ruta hasta Ceuta, los caminos que hay que seguir y los que hay que evitar. La época propicia para huir será dentro de uno o dos meses. Es la estación de los equinoccios porque los moros, no teniendo trigo ni frutos que custodiar, no duermen ya en el campo. No viajarán mas que de noche. Les he convencido de que lleven a una mujer con ellos. No querían. No se ha visto nunca evadirse a una mujer, una mujer fugitiva. Les he hecho observar que precisamente vuestra presencia les protegería, porque si ven una mujer entre ellos, creerán que se trata de comerciantes y no de cautivos cristianos. Angélica le estrechó la mano con efusión.

—¡Oh, mi querido Savary! ¡Y yo que os acusaba de abandonarme a mi triste suerte!

—Tejía mi tela —dijo el viejo boticario—, pero no es eso todo. Es preciso que podáis salir de la fortaleza. He estudiado todas las salidas del harén que se abren fuera de la alcazaba; del lado norte, sobre una de las fachadas que da sobre una verdadera colina de inmundicias, no lejos del cementerio de los judíos, hay una puertecita que no siempre está vigilada. Me he informado por las sirvientas. Da a un patio llamado «patio del secreto», a dos pasos de una escalera que comunica con el harén. Por ahí podréis salir. Uno de los conjurados os esperará afuera una noche. Ahora debéis saber que esa puertecita no se abre más que desde el exterior y que sólo dos personas tienen la llave: el Gran Eunuco y Leila Aicha. Esto les permite regresos inesperados cuando se los ha visto salir con gran pompa por delante… Ya conseguiréis escamotear esa llave y hacerla pasar a uno de nosotros, que vendrá a abriros…

—Savary —suspiró Angélica— tenéis hasta tal punto costumbre de levantar montañas que todo os parece sencillo. Hurtar una llave al Gran Eunuco, ¡afrontar la pantera…!

—¿Tenéis una sirvienta de la que estéis segura?

—Es decir… no sé…

Maese Savary puso de pronto un dedo sobre sus labios. Se alejó con una viveza de hurón, con su cesto medio lleno de dátiles bajo el brazo.

Angélica oyó un galope de caballo acercarse. Muley Ismael surgió de una avenida transversal, con su albornoz amarillo flotando al viento y seguido de dos alcaides. Se detuvo al ver entre los árboles el palanquín de las cortinas rojas. Savary volcó su cesta en medio de la avenida y empezó a lanzar lamentos.

La atención del sultán se desvió hacia él. Llegó al paso de su caballo. La torpeza y el terror fingidos del viejo esclavo excitaban su imperiosa necesidad de atormentar.

—¡Oh! ¿no es este el pequeño santón cristiano de Osmán Ferradji? Se cuentan maravillas de ti, viejo hechicero. Cuidas admirablemente mi elefante y mi jirafa.

—Te agradezco tu bondad, señor —balbució Savary prosternándose.

—Levántate. No está bien que un santón, que es un ser sagrado por el cual habla Dios, se mantenga en posturas humillantes.

Savary se levantó y cogió de nuevo su cesta.

—…¡Espera…! Te diré que no me agrada que se atribuya el título de santón a ti que permaneces en el error de tus infames creencias. Si posees secretos mágicos, no pueden provenir más que de Satán. Hazte moro y te agregaré a mi séquito para que interpretes mis sueños.

—Lo pensaré, señor —afirmó Savary.

Pero Muley Ismael estaba de mal humor. Levantó su lanza y encogió su brazo dispuesto a herir.

—¡Hazte moro! —repitió amenazador—. ¡Moro…! ¡Moro…!

El esclavo hizo como si no oyese. El Rey le asestó una primera lanzada.

El viejo Savary cayó a medias y se llevó los dedos al costado donde chorreaba la sangre. Con la otra mano temblorosa, ajustó sus antiparras, y alzó entonces hacia el Sultán una mirada centelleante de indignación:

—¿Moro…? ¡Un hombre como yo! ¿Por quién me tomas, señor…?

—¡Insultas la religión de Alá! —rugió Muley Ismael, hundiéndole de nuevo la punta de su lanza en el vientre.

Savary se la arrancó e intentó levantarse para huir. Logró dar apenas unos pasos vacilantes; pero Muley Ismael le seguía a caballo repitiendo: «¿Moro? ¿Moro?» y traspasándole cada vez con su lanza. El viejo se desplomó de nuevo.

Angélica miraba horrorizada la atroz escena, por la rendija de sus cortinas. Se mordía los dedos para no gritar. ¡No! Ella no podía dejar inmolar así a su viejo amigo. Se lanzó fuera del palanquín y corrió como loca, a aferrarse al arzón de Muley Ismael.

—¡Detente, señor, detente! —suplico en árabe—. ¡Piedad, es mi padre…!

El Sultán se quedó con la lanza levantada, estupefacto ante la aparición de aquella mujer espléndida y desconocida, cuyos cabellos sueltos se esparcían como una cascada bajo un rayo de sol. Bajó el brazo.

Angélica, trastornada, se precipitó hacia Savary. Levantó al viejecillo, tan menudo que no se notaba su peso, y le llevó hasta el pie de un árbol para apoyarle en él. Su viejo ropaje estaba todo lleno de sangre. Sus gafas estaban rotas. Se las quitó delicadamente. Las manchas rojas se ensanchaban, invadiendo la tela raída de su vestimenta; y Angélica veía con espanto la tez del viejo blanca como el sebo, sobre la cual resaltaba su barbita roja teñida con alheña.

—¡Oh, Savary! —dijo ella con la voz entrecortada por los latidos de su corazón—, ¡oh, mi querido viejo Savary, os lo suplico, no muráis!

La señora Badiguet, que había presenciado desde lejos el drama se precipitó hacia su casa en busca de un remedio. La mano de Savary tanteó para coger de una doblez de su traje un trocito de tierra negra y viscosa. Sus ojos enturbiados vieron a Angélica.

—¡La «mumie»…! —dijo—. Señora, Nadie sabrá ya el secreto de la tierra… Sólo yo lo sabía… y me voy… me voy. Sus párpados adquirieron un tono plomizo.

La mujer del jardinero acudía, llevando un brebaje de grano de tamarisco mezclado con canela y pimienta. Angélica lo acercó a los labios del viejo. Pareció que él olía el vaho ardiente. Esbozó una sonrisa.

—¡Ah, las especias! —murmuró—, el olor de los viajes felices… Jesús, María, acogedme…

Y con aquellas palabras, el viejo boticario de la calle del Bourg-Tibourg, expiró. Su cabeza canosa se inclinó y entregó su alma.

Angélica tenía entre sus manos las del viejo, inertes y frías.

—No es posible —repetía, trastornada—, ¡no es posible!

¡No era el ágil e invencible Savary el que yacía allí como un lamentable pelele roto en la luz esmeraldina del palmar! ¡Era una pesadilla! ¡Una de sus tretas de genial histrión…! Iba a reaparecer, a musitar: «Todo marcha bien, señora». Pero había muerto, atravesado a lanzadas.

La joven sintió entonces un peso terrible caer sobre ella. El peso de una mirada que la contemplaba. Divisó junto a ella en la arena los cascos de un caballo parado y levantó la cabeza. Muley Ismael la cubría con su sombra…

LIII El Gran Eunuco presenta Angélica a Muley Ismael

Osmán Ferradji entró en el «hammam», donde las sirvientas ayudaban a Angélica a salir de la gran piscina de mármol. Se bajaba a ella por unos escalones de mosaico. Había también en las bóvedas del hammam mosaicos azules, verdes y oro, floridos de arabescos, que, según decían, estabacopiado de los baños turcos de Constantinopla. Un arquitecto cristiano cismático que había trabajado en Turquía, edificó aquella delicada maravilla para comodidad de las mujeres de Muley Ismael.

El vapor, perfumado de benjuí y de rosa, esfumaba el contorno de las columnas incrustadas de oro y creaba la apariencia de un palacio de ensueño, entrevisto a través de las fantasmagorías de un cuento oriental.

Divisando al Gran Eunuco, Angélica buscó vivamente un velo para cubrirse. No se había acostumbrado nunca a ver a los eunucos participar en la intimidad de la vida femenina y aún soportaba menos la presencia del elevado personaje, jefe del serrallo.

Osmán Ferradji tenía una expresión impenetrable. Dos jóvenes eunucos de mejillas rollizas le seguían, llevando unos montones de muselisa rosa irisadas, finamente bordadas en plata. Con tono seco, Osmán Ferradji ordenó a las sirvientas que los fueran sacando uno por uno.

—¿Están aquí los siete velos?

—Sí, señor.

Con mirada crítica, contempló el cuerpo armonioso de Angélica. Fue la única vez en su vida que sufrió por ser mujer y ser bella. Se sintió como objeto de arte cuyas cualidades y originalidad aprecia un coleccionista, calculando y comparando su valía. ¡Era una sensación odiosa, indignante, como si le hubiesen arrebatado el alma…!

La vieja Fátima ciñó con mano respetuosa en torno a las caderas un primer velo que caía hasta los tobillos y dejaba adivinar bajo su transparencia las piernas ahusadas, de lisos reflejos de porcelana, las caderas arqueadas y el modelado en sombras del vientre. Otros dos velos cubrieron con el mismo indiscreto impudor los hombros y el busto. Otro, más amplio, ciñó los brazos. El quinto tenía la largura de una capa. Luego fue cubierta la cabellera, apresada en la ancha envoltura de un velo mayor que los otros. El último era el haick, que le pondrían dentro de un momento sobre la cara, no dejando visibles más que sus ojos verdes a los que daban especial fulgor los contenidos sentimientos que la agitaban.

Angélica fue conducida a su apartamento. Osmán Ferradji se reunió con ella. Angélica encontró que su negra piel tenía hoy reflejo de pizarra azul. Ella también debía estar algo pálida bajo los afeites. Angélica le miró muy de frente.

—¿Para qué ceremonia propiciatoria me preparáis así, Osmán Bey? —preguntó con voz concentrada.

—Lo sabes muy bien, Firuzé. Debo presentarte dentro de un rato a Muley Ismael.

—¡No! —dijo Angélica—, ¡eso no sucederá!

Las finas aletas de su nariz palpitaban y tenía que alzar la cabeza para mirar a la cara al Gran Eunuco. Las pupilas de éste se encogieron, volviéndose agudas y brillantes como la hoja de una espada.

—Te has mostrado a él, Firuzé… ¡Te ha visto! Me ha costado algún trabajo explicarle por qué te he ocultado desde hace tanto tiempo. Se ha allanado a mis razones. Pero ahora, quiere conocerlo todo de tu belleza, que le ha deslumbrado.

Su voz se hacía baja y lejana.

—¡Nunca has estado tan bella, Firuzé! Le seducirás, no abrigues ningún temor. No tendrá para ti más que atenciones y deseo. Lo posees todo para gustarle. ¡Tu blancura, tus cabellos dorados, tu mirada! Y hasta tu orgullo impresionará su espíritu habituado a demasiadas debilidades. E incluso tu pudor, tan extraño en una mujer que ha conocido ya el amor y del que no puedes prescindir ni siquiera ante mí, asombrará y endulzará su corazón. Le conozco. Sé la sed que le atormenta. Tú puedes ser para él el manantial. Eres la que puede enseñarle lo que es el dolor. La que puede enseñarle el temor… Puedes tener su destino entre tus manos frágiles… ¡Lo puedes todo, Firuzé!

Angélica se dejó caer sobre su diván.

—¡NO —repitió—, eso no sucederá! —Adoptó una actitud tan desenfadada como se lo permitían los numerosos velos que la envolvían—. ¿No habéis tenido nunca francesas en vuestra colección, Osmán Bey? Vais a saber, a vuestra costa, de qué materia están hechas…

Se vio entonces al solemne Osmán Ferradji llevarse las manos a las sienes y empezar a gemir balanceándose como mujer doliente.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Oh, pero que he hecho yo a Alá para verme obligado a responder a semejante cabeza de mula!

—¿Qué tenéis?

—Pero, desgraciada, ¿no comprendes que te es imposible negarte a Muley Ismael? Enfurrúñate un poco, si quieres, al principio… Una ligera resistencia no dejará de agradarle. Pero debes aceptarle como dueño. Si no, te matará, te hará perecer entre torturas.

Other books

Love Captive by Jacqueline Hope
Shadow Dragon by Horton, Lance
Wasted by Nicola Morgan
The Kimota Anthology by Stephen Laws, Stephen Gallagher, Neal Asher, William Meikle, Mark Chadbourn, Mark Morris, Steve Lockley, Peter Crowther, Paul Finch, Graeme Hurry
Blockade Billy by Stephen King
Ghostheart by RJ Ellory
Betrayal by John Lescroart
Mistress by Marriage by Maggie Robinson