Indomable Angelica (61 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Los Padres, que recibieron al orden de salir inmediatamente de Mequinez so pena de ser quemados vivos, estaban consternados. Se consultaron acerca de lo que debían hacer. Con gran valentía los dos comerciantes de Salé, los señores Bertrand y Chappe-de-Laine, que no habían sido designados para efectuar aquella partida, dijeron que iban a pedir audiencia al Rey y obtener explicaciones mientras que los religiosos, para no excitar más su carácter intratable y caprichoso, recogían ya sus bártulos y montaban en sus asnos.

Pero Colin Paturel, previendo los obstáculos, había encendido un contrafuego moral atizado ahora por aquella lamentable situación. Los días anteriores a la llegada de los Padres, había visitado personalmente a todas las familias de los moros cautivos en las galeras de Francia e hizo chispear ante ellos como espejuelos, la esperanza de que un posible canje, permitiría hacerlos volver muy pronto. Ahora, al ver que por capricho del Rey los negociadores se marchaban sin que quedase nada concertado, los moros se precipitaron en alud hacia la alcazaba, injuriando y suplicando alternativamente al Rey que no dejase pasar aquella ocasión, que por primera vez se les presentaba, de hacer regresar a sus musulmanes cautivos de los cristianos.

Muley Ismael se vio obligado a ceder. Sus guardias galoparon tras los Padres y les ordenaron que volvieran a Mequinez bajo pena de ser decapitados si no lo hacían. Se reanudaron las conversaciones que fueron tumultuosas y duraron tres semanas.

Al fin, los Padres obtuvieron doce cautivos en lugar de los doscientos. Cada uno de ellos debía ser canjeado por tres moros y 300 piastras. Los Padres los llevarían a Ceuta donde esperarían hasta que se efectuase dicho canje. El Rey escogió personalmente los doce esclavos, entre los más viejos y débiles. Los hizo desfilar ante él y, naturalmente, caminaban con el aspecto más deplorable que podían.

Muley Ismael se frotaba las manos y dijo con satisfacción:

—Son realmente todos pobres y miserables…

El guardián aprobó:

—¡Dices bien, señor!

Para mayor certeza el Rey se volvió hacia su escriba y le preguntó su parecer. El escriba aprobó también.

—Has dicho bien, señor, cuando has dicho que eran pobres y miserables.

Iban a registrarlos cuando un cautivo cojitranco se presentó de pronto e hizo notar que el viejo Caloens no era francés, porque había sido capturado bajo bandera inglesa. El asunto databa de hacía veinte años y no había tiempo de comprobarlo. El viejo Caloens se encontró en la puerta del patio como en la del Paraíso terrenal. El cojitranco ocupó su puesto. Los Padres apresuraron su partida, al ver que cada día les infligían nuevas vejaciones. La envidia y el pesar agriaban a los cautivos que los perseguían con sus quejas. Había que pagar y colmar de regalos a todos los alcaides y renegados que pretendían haberles hecho favores.

Salieron de Mequinez entre la rechifla y las piedras, tanto de los musulmanes como de los cristianos, que en lo sucesivo no veían ya fin a su miseria. El viejo Caloens lloraba.

—¡Ah! ¿cuándo volverán los Hermanos de los asnos…? ¡Yo, estoy perdido!

Creía sentir sobre su cabeza calva el puño del bastón del rey. Se dirigió al palmeral y se ahorcó. Colin Paturel llegó a tiempo para descolgarle.

—No te desesperes, abuelo —dijo—, lo hemos intentado todo para mejorar nuestra suerte. Ahora nos queda todavía una salida: la fuga. Tengo que irme. Mis días están contados. Renaud de Marmondin, el caballero, ocupará mi puesto. Si no te sientes demasiado viejo, vendrás con nosotros.

Colin Paturel había insistido, no sin motivo, cerca de los Padres para que trajesen relojes. Al cabo de quince días, ya no funcionaban. Un relojero ginebrino, Martin Camisart, se ofreció para repararlos. Necesitaba solamente una serie de pequeñas herramientas: tenazas, limas, pinzas…

Algunos de estos instrumentos se perdieron no se sabía cómo y cuando los relojes volvieron a dar su tic-tac, el ginebrino había sustraído los suficientes útiles para acabar con las cadenas de Colin Paturel y liberarle cuando llegase el día. Rompería también las de Jean-Jean de París, el «escriba» de los cautivos. Con aquellos dos, inseparables hacía diez años, estarían también Piccinino el Veneciano, el marqués de Kermoeur, un noble bretón, Francis Bargus apodado el Arlesiano, oriundo de Martigues y Juan de Aróstegui, un vasco de Hendaya.

Eran los cabecillas del presidio, todos ellos lo bastante locos para afrontar la muerte hasta encontrarse en tierra cristiana. A ellos se uniría el pobre Caloens, el calvo condenado, y aquel viejo boticario llamado Savary, que había sabido proponerles, una tras otra, las mil maneras más absurdas de írsele de las manos a Muley Ismael, y de convencerles de que lo imposible se había hecho posible.

LII El viejo Savary victima del cruel sultán.

¿Cómo sería el rostro de Muley Ismael al inclinarse sobre la mujer deseada? Aquel rostro de dorado bronce, inquietante como el de un ídolo africano, en dura talla, pero terso y modelado por el pulgar audaz de escultor clásico. Labios y nariz de negro, pupilas de felino. No las del tigre sino las del león que puede mirar al sol de frente y ver más allá de las apariencias. ¿Cuál sería la expresión del conquistador al lograr su conquista…?

Angélica sentía que la trampa se cerraba sobre ella. No podía dejar de preguntarse sobre Muley Ismael y cuando vagaba por las avenidas de los deliciosos jardines el vértigo la invadía poco a poco pensando en la naturaleza del dueño que los había creado, el abismo de un ser fluctuante entre extremadas pasiones.

Arrojaba sus cautivos al foso de los leones, inventaba crueldades tan atroces que, para librarse de ellas, el suicidio era el más suave de los recursos; pero amaba las flores raras, el agua murmuradora, los pájaros y demás animales y creía, con toda su alma, en Alá misericordioso. Heredero del Profeta del que tenía la fría e ilimitada bravura, hubiese podido confesar como Mahoma: «He amado siempre a las mujeres, los perfumes y la oración. Pero sólo la oración ha satisfecho mi alma…»

Alrededor de ella las cortesanas cuchicheaban, soñaban, intrigaban. Todas aquellas hembras, a gusto en la tibieza de los almohadones, se dejaban arrastrar a la animalidad de sus bellos cuerpos consagrados al amor. Tersas y suaves, perfumadas, adornadas con sus bien dibujadas curvas, estaban hechas para el abrazo de un dueño imperioso. No tenían otras razones de existir y vivían en la espera del placer que él les daría, rabiosas con su ociosidad y forzada continencia. Porque entre aquellos centenares de mujeres reunidas, era demasiado escasa la frecuencia con que recibían el homenaje principesco.

Las ardientes huríes reservadas a la voluptuosidad de uno solo, engañaban su espera en solapadas conspiraciones. Envidiaban a Daisy la inglesa y a la sombría Leila Aicha, las únicas que parecían haber retenido y descubierto los secretos de su extraño corazón. Le servían en sus comidas. Las consultaba a veces. Pero ninguna olvidaba que el Corán autoriza al creyente a tener solamente cuatro esposas legítimas. ¿Cuál sería pues la tercera?

La vieja Fátima sentíase vejada de que su ama, a la que embellecía a diario, no hubiera sido todavía presentada al Rey ni llegado aún a ser la favorita. Aquello no podía por menos de suceder. El Rey no tendría más que verla. No había en el harén mujer más bella que la francesa. Su tez, preservada por la penumbra de las estancias, habíase purificado. En la cálida carnación, los ojos verdes brillaban con fulgor que no parecía natural. Fátima le había oscurecido el color de pestañas y cejas con alheña bien mezclada con lechada de cal que les daba la suavidad de terciopelo oscuro. En cambio, había aclarado la abundante cabellera con lavados de plantas especiales que hacían cada mechón flexible y brillante como la seda. La carne era nacarada, por haberse macerado en baños de aceite de almendras o de extracto de nenúfares. Estaba a punto, estimaba Fátima. ¿A qué se esperaba entonces?

La provenzal participaba a Angélica sus dudas e impaciencias. Acababa por transmitirle sus rencores de artista viendo desdeñada su obra. ¿Para qué ser tan bella? El instante era propicio para imponerse al tirano y convertirse en su tercera esposa. En lo sucesivo no tendría ya que temer la vejez ni estar relegada al fondo de un lejano caravasar de provincia o, peor aún, enviada a las cocinas para hacer vida de sirvienta hasta el fin de sus días.

El Gran Eunuco las dejaba atollarse en una espera quizá propicia a sus planes, pero tal vez no calculada. ¿Veía solamente pasar los días? Una vez más parecía acechar una señal y contemplaba, soñador, la nueva odalisca que él había creado, bella como las imágenes impías de los pintores italianos. Movía largamente la cabeza: «He visto en los astros…», murmuraba. Lo que había visto y que no decía, le tenía indeciso.

Pasaba largas noches en lo alto de la torre cuadrada de la alcazaba interrogando al cielo con sus instrumentos de óptica. Poseía los más preciados y perfeccionados del mundo civilizado. El Gran Eunuco tenía debilidades de coleccionista. Con los instrumentos de óptica, para cuya adquisición se había trasladado no sólo a Venecia y a Verona, sino hasta Sajonia, donde las fábricas de vidrio comenzaban ya a ser reputadas por sus lentes de precisión, coleccionaba también estuches persas, paraplumas, incrustados en nácar y esmalte, poseyendo los más raros ejemplares. Le gustaban también las tortugas. Las hacía criar de todas las especies en los jardines de las quintas de recreo de la montaña, donde Muley Ismael encerraba a sus concubinas jubiladas. Las pobres mujeres no sólo eran alejadas para siempre de Mequinez sino que debían terminar sus días en compañía de aquella multitud de amables monstruos, lentas tortugas, gigantes o minúsculas, que les atraían por añadidura las visitas frecuentes del temido Gran Eunuco.

El alto personaje parecía poseer el don de la ubicuidad. Para las pupilas del harén, se encontraba allí precisamente cuando le hubieran preferido en otra parte. Muley Ismael le tenía a su lado cada vez que una repentina inspiración le hacía desear la opinión inmediata de su Gran Eunuco. Visitaba con frecuencia a cada ministro; recibía a diario los informes de múltiples espías; efectuaba numerosos viajes y, sin embargo, parecía pasar los días meditando sobre la perfección de los esmaltes persas y las noches, con el ojo pegado a un telescopio. Lo cual no le impedía cumplir religiosamente, la frente en el suelo, los ritos musulmanes de las cinco oraciones.

—El Profeta ha dicho: «Trabajad para este mundo como si debierais vivir siempre en él, y para el otro como si debierais morir mañana» —repetía con frecuencia.

Su pensamiento parecía estar en comunicación invisible con aquellos y aquellas que tenía bajo su jurisdicción. Como araña en acecho tejía entre ellos y él la tela de la que no podrían liberarse nunca.

—¿No languideces, Firuzé? —le preguntó un día—. ¿No languideces con el feliz delirio de la voluptuosidad? Hace ya mucho tiempo que nos has conocido hombre…

Angélica apartó los ojos. Se dejaría cortar en pedazos antes que confesar la fiebre que hacía sus noches agitadas y que la despertaba, exacerbada, deseando en voz muy baja: ¡Un hombre! ¡Un hombre cualquiera! Osmán Ferradji insistió:

—Tu cuerpo de mujer que no teme al hombre, que siente amistad y agrado hacia él, y no teme su violencia como tantas jóvenes demasiado noveles, ¿no arde en deseos de encontrarle de nuevo? Muley Ismael te colmará… Olvida tus pensamientos y no pienses más que en tu placer… ¿Quieres que te presente al fin…?

Estaba sentado junto a ella en un escabel. La atención de Angélica se fijó en él. Contempló con aire soñador ¡aquel gran exiliado del amor…! Le inspiraba sentimientos complejos de repulsión y estima y no podía evitar una singular tristeza cuando percibía en aquel ser los signos de su estado: la curva acentuada del mentón, los brazos tersos y demasiado hermosos y, bajo el chaleco de raso, la forma de los senos que aparecen a veces en los eunucos en su madurez.

—Osmán Bey —dijo ella a quemarropa—, ¿cómo podéis hablar de esas cosas? ¿No añoráis nunca el no tener derecho a ellas?

Osmán Ferradji alzó las cejas; tuvo una sonrisa indulgente y casi alegre.

—¡No se añora nunca lo que no se ha conocido, Firuzé! ¿Envidias tú al loco que cruza la calle riendo a los fantasmas de su espíritu débil? Ese loco es, sin embargo, feliz a su manera. Su visión le colma. Sin embargo, tú no querrías compartir lo que le contenta y das gracias a Alá de no ser como él. Así se me parece el comportamiento a que arrastra la imperiosa esclavitud del deseo y que, de un hombre lleno de buen sentido, puede hacer un macho cabrío balando tras la más estúpida de las cabras. Y doy gracias a Alá de no haberme sometido a ello. No por eso dejo de admitir la realidad de esta fuerza primigenia y trabajo para conducirla hacia el fin que persigo, que es ¡la grandeza del reino de Marruecos y la purificación del Islam!

Angélica se levantó a medias, sintiendo la exaltación de un estratega que modifica el mundo a su antojo.

—Osmán Bey, se dice que habéis llevado a Muley Ismael al poder, y que para lograrlo le habéis señalado a los que él debía matar o hacer morir. Pero hay, sin embargo, un asesinato que no habéis perpetrado, ¡el suyo! ¿Por qué mantener a este loco sádico en el trono de Marruecos? ¿No estaríais vos en ese trono mejor que él? Sin vos, él no sería más que un aventurero desbordado por sus enemigos. Vos sois su astucia, su sabiduría y su protección oculta. ¿Por qué no ocupáis su puesto…? Podríais hacerlo. ¿No se ha coronado en otro tiempo a Eunucos, emperadores de Bizancio?

El Gran Eunuco seguía sonriendo.

—Estoy muy reconocido, Firuzé, a la opinión tan elevada que tienes de mí. Pero no mataré a Muley Ismael. ¡Está bien en el trono de Marruecos! Posee exactamente la fogosidad de los conquistadores. ¿Qué puede crear el que no posee la savia de la fecundación…? La sangre de Muley Ismael es una lava ardiente. La mía está helada como la de un manantial umbrío. ¡Y está bien que así sea! El es la espada de Dios. Y yo le he transmitido mi sabiduría, mi astucia. Le he educado y enseñado desde que no era más que un niño enclenque, perdido entre los ciento cincuenta hijos de Muley Archy, que no se preocupaba en absoluto de su educación. Se ocupó solamente de Muley Hamet y de Abd-el-Ahmed. Pero yo me ocupaba de Muley Ismael. Y él ha vencido a los otros dos. Muley Ismael es
mi hijo
más que lo es de Muley Archy que le ha engendrado… No puedo, por tanto, destruirle. No es un loco sádico, como tú le juzgas con tu espíritu estrecho de cristiana. ¡Es la espada de Dios! ¿No has oído decir que Dios hizo llover el fuego sobre las ciudades culpables de Sodoma y Gomorra…? Muley Ismael reprime los vicios vergonzosos practicados por tantos argelinos y tunecinos; no se ha apoderado jamás de una mujer que tuviera esposo vivo, porque el adulterio está prohibido por la Ley y prolonga una luna entera el ayuno del Ramadán… Cuando tú seas la tercera esposa, calmarás los excesos de su naturaleza exaltada… Mi obra quedará cumplida. ¿Quieres que te anuncie a Muley Ismael?

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