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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (63 page)

—¡Pues bien, tanto peor! —dijo Angélica—. Moriré. ¡Pereceré entre torturas!

El Gran Eunuco levantó los brazos al cielo. Luego, cambió de táctica, se inclinó hacia ella.

—…Firuzé, ¿no estás ansiosa de sentir los brazos de un hombre cerrarse sobre tu bello cuerpo? El calor del deseo te atormenta… No ignoras que Muley Ismael es un varón excepcional. Está hecho para el amor como está hecho para la caza y para el combate, porque lleva sangre negra… Puede satisfacer a una mujer siete veces en una noche… Te haré beber licores que exaltarán tu fiebre amorosa… Conocerás tales goces que ya no vivirás más que en la espera de sentirlos repetirse…

Angélica, con el rostro encendido, le rechazó. Se levantó y fue hacia el fondo de la galería. Él la siguió como paciente felino, intrigado al encontrarla en observación ante una estrecha saetera que daba a la plaza donde trabajaban los esclavos. Y se preguntaba qué espectáculo había aportado a su fisonomía atormentada por deseos femeninos aquella expresión de paz.

—Cada día en Mequinez —murmuró Angélica— cautivos cristianos mueren, mártires de su fe. Para ser fieles a ella, aceptan el trabajo, el hambre, los golpes, las torturas… Y, sin embargo, no son, en su mayoría más que simples hombres de mar, rudos y sin instrucción. Y yo, Angélica de Sancé de Monteloup, que he tenido reyes y Cruzados en mi ascendencia, ¿no iba a ser capaz de imitar su constancia? No me han puesto ciertamente una lanza en la garganta, diciéndome: «¿Mora?» Pero me han dicho en cambio: «Te entregarás a Muley Ismael, ¡el verdugo de los cristianos, el que ha degollado a mi viejo Savary!» Y esto viene a ser lo mismo que si me pidieran que renegase mi fe. ¡Yo no renegaré mi fe, Osmán Ferradji!

—¡Perecerás entre las torturas más atroces!

—Pues bien, ¡tanto peor para mí! ¡Dios y mis antepasados me asistirán!

Osmán Ferradji suspiró. Por el momento carecía ya de argumentos. Sabía bien que acabaría por hacerla ceder. Cuando le hubiese mostrado los instrumentos del verdugo y descrito algunos de los suplicios que Muley Ismael reservaba a sus mujeres, ¡su magnífico ardor se doblegaría! Pero también el tiempo apremiaba… el Sultán esperaba impaciente.

—Escuchad —dijo él en francés—. ¿No me he mostrado como un amigo para vos? No he faltado a mi palabra, y sin vuestra propia imprudencia Muley Ismael no os reclamaría hoy. ¿No podéis entonces por consideración a mí, consentir tan sólo en serle presentada? Muley Ismael nos espera. Yo no puedo encontrar ya ninguna disculpa para sustraeros. Incluso a mí me cortará la cabeza. Pero la presentación no compromete a nada… ¿Quién sabe?, quizá le desagradéis. ¿No sería la mejor solución? He advertido al Sultán que sois muy huraña… Sabré hacerle aguardar algún tiempo más.

¿El tiempo de qué? ¿De tener miedo? ¿De flaquear? Pero también pensaba Angélica quizá el tiempo de huir…

—Acepto… sólo por vos —dijo ella.

Sin embargo, rechazó colérica la escolta de los diez eunucos.

—¡No quiero ser conducida como una prisionera o como un cordero al que van a degollar!

Osmán Ferradji cedió, dispuesto decididamente a todas las conciliaciones. La acompañaría él solo con un pequeño eunuco, encargado de sostener los velos, que el jefe del serrallo quitaría uno por uno.

Muley Ismael esperaba en una estancia reducida donde le agradaba retirarse a solas para meditar. En unos pebeteros de cobre se quemaban unos perfumes que embalsamaban la habitación. Angélica tuvo la impresión de encontrarse por primera vez en su presencia. Ya no estaba separada de él por las barreras de lo desconocido. La fiera, la veía hoy. Se irguió a su entrada.

El Gran Eunuco y su pequeño acólito se prosternaron con la frente sobre el suelo. Luego Osmán Ferradji se levantó, pasó por detrás de Angélica y la cogió por los hombros para llevarla suavemente ante el sultán. Este se tendió ardientemente hacia la silueta velada. Los ojos dorados del Rey y los de Angélica se encontraron.

Bajó ella los párpados. Por primera vez, desde hacía meses, un hombre la miraba como a una mujer deseable. Al aparecer su rostro, que la mano del Gran Eunuco acababa de descubrir, sabía ella que aquel hombre mostraría el encanto sorprendido que la vista de sus rasgos perfectos, de su boca henchida, grave y ligeramente burlona, había despertado en tantas miradas varoniles. Sabía que las anchas aletas de la nariz de Muley Ismael palpitarían a la vista de su singular cabellera, cayendo como una madeja de oro sobre sus hombros. Las manos de Osmán Ferradji la rozaban y, con los párpados tenazmente bajados, ella no veía, no quería ver más que la danza de aquellas largas manos negras de uñas rojas y con sortijas de rubíes y diamantes. ¡Era curioso! Ella no había observado nunca que sus palmas fuesen tan pálidas, como desteñidas, y de un color de rosa seca…

Se esforzaba en pensar en otra cosa para soportar el suplicio de la exhibición bajo la mirada del amo intratable a quien estaba destinada. Sin embargo, no pudo dejar de crisparse cuando sintió sus brazos desnudos. Las manos de Osmán Ferradji le impusieron una rápida presión. Él le recordaba el peligro… Su mano se posó sobre el último velo, que mostraría sus senos y revelaría la finura de su talle, su espalda flexible y larga como la de una doncella.

La voz del Rey le dijo en árabe:

—Deja… No la importunes. ¡Adivino que es bellísima! —Se levantó del diván y se acercó a ella—. Mujer —dijo en francés, con su voz ronca que sabía ser pasional—, enséñame, enséñame… ¡Tus ojos!

Dijo esto en un tono tal que ella no pudo resistir, y alzó sus pupilas hacia el rostro temible. Vio un signo tatuado junto a sus labios, y el grano de su piel, curiosamente amarillo y negro. Una lenta sonrisa estiró sus labios abultados.

—¡No he visto nunca unos ojos semejantes! —dijo en árabe a Osmán Ferradji—. No debe haber otros en el mundo.

—Tú lo has dicho, señor —aprobó el Gran Eunuco. Volvía a recoger los numerosos velos, en torno a Angélica. A media voz le aconsejó en francés—: Inclínate ante el Rey. Le complacerá.

Angélica no se movió. Muley Ismael, si bien comprendía poco el francés, del que no tenía más que rudimentos, era lo bastante sagaz para captar la mímica. Tuvo otra sonrisa y sus ojos brillaron con fulgor alegre y salvaje. Sentíase henchido de impaciencia y de interés por aquella mujer, sorpresa inédita y maravillosa que le había reservado el Gran Eunuco. Encerraba en sí tantas promesas que él no sentía siquiera prisa por descubrirlas en seguida. Aquella mujer era como un país desconocido cuyo horizonte se revela lentamente, un lugar enemigo por conquistar, un adversario a quien traspasar. Una ciudad cerrada cuyo punto débil hay que encontrar. Tendría que interrogar al Gran Eunuco que la conocía bien. Aquella mujer, ¿era sensible al atractivo de los presentes, a la dulzura o a la brutalidad? ¿Sentía el gusto del amor? Sí. El agua límpida de sus ojos confesaba su turbación; el ardor de los ímpetus que disimulaba bajo la frialdad de su cuerpo de nieve. No temblaba de miedo. Era de una raza inaccesible al miedo, pero bajo la mirada pesada del Rey, su rostro que intentaba esquivarla, tomaba ya la expresión de agotada y vencida que debía tener después del amor. ¡Ella ya no podía más…! Quería huir de aquella influencia y, como pájaro fascinado, buscaba con los ojos una escapatoria, paralizada entre aquellos dos hombres crueles y atentos a su emoción.

Muley Ismael volvió a sonreír.

LIV La trampa de la voluptuosidad

Angélica había sido conducida a otra estancia, más amplia y lujosa que la que había ocupado hasta entonces.

—¿Por qué no me llevan a mi apartamento?

Los eunucos y sirvientas no le respondían. Fátima, con la cara inmóvil para disimular su satisfacción, le sirvió la comida, pero ella no pudo ni probarla. Esperaba que viniese Osmán Ferradji para hablarle. Pero no vino. Le mandó llamar. El eunuco le dijo que el jefe del serrallo iba a venir, pero las horas transcurrieron en vano. Se quejó de que el olor penetrante de las maderas preciosas que adornaban la estancia le producía jaqueca. Fátima quemó en un hornillo granos de incienso y el olor se hizo aún más embrujado. Entumecida, Angélica sentía llegar la noche. A la claridad de las lamparillas encendidas, el rostro de la vieja esclava se asemejaba al de la bruja Melusina que, en otro tiempo, en el bosque de Nieul quemaba hierbas para convocar al diablo. La hechicera Melusina era de esas mujeres del Poitou a quienes una gota de sangre árabe da unos ojos negros y hoscos. ¡Hasta tan lejos había llegado antaño la oleada de conquistadores de sables corvos y verdes oriflamas…!

Angélica hundió su cara en los almohadones, atormentada por la vergüenza que la perseguía desde que la mirada de Muley Ismael había despertado en ella la llamada eterna. La había tenido bajo su mirada como iba a tenerla en sus brazos, esperando quizá, en acecho, que se ofreciera ella misma. No podría resistir el contacto de aquel cuerpo exigente. «No tengo fuerza suficiente —pensó ella—. ¡Oh! No soy más que una mujer… ¿Qué puedo hacer?»

Se durmió sobre sus lágrimas, como una niña. Su sueño seguía siendo agitado. El calor del deseo la perseguía. Oía la voz ronca y ardiente de Muley Ismael: «¡Mujer! ¡Mujer…!» ¡Una invocación! ¡Una súplica…!

Estuvo él allí, inclinado sobre ella a través del humo del incienso con sus labios de ídolo africano y sus pupilas inmensas, insondables como el desierto. Sintió la dulzura de su boca sobre su hombro y el peso de su cuerpo sobre el suyo. Sintió también la deliciosa opresión de su abrazo que la levantaba, la soldaba al pecho liso y musculoso. Entonces, desfalleciente, rodeó con sus brazos aquel cuerpo cuya realidad emergía poco a poco de su ensueño.

Sus dedos resbalaron sobre la piel de ámbar, de perfume de almizcle acariciando el costado duro, ceñido al talle por un cinturón de acero. Entonces sus dedos encontraron la forma angulosa y fría de un pequeño objeto: era el mango de un puñal.

Su mano se crispó encima y fue como un recuerdo venido del fondo recóndito de una vida antigua: ¡Marquesa de los Angeles! ¡Marquesa de los Angeles! ¿Te acuerdas del puñal de Rodogone el Egipcio que empuñabas cuando degollaste al Gran Coesre de París…? ¡Cómo sabías entonces manejar el puñal…! Y ella tenía aquel puñal. Sus dedos lo apretaban y el frío del metal, le hacía reaccionar. Lo sacó e hirió con todas sus fuerzas…

Los músculos de acero de Muley Ismael fueron los que le salvaron. El estirón que le lanzó hacia atrás en el instante en que sintió la hoja rozar su garganta fue el de un tigre de fulminantes reflejos. Se quedó inclinado hacia delante, con los ojos muy abiertos por inmenso estupor. Sentía correr la sangre sobre su pecho, comprendiendo que casi por un segundo le hubiera cortado la carótida…

Osmán Ferradji que no debía estar lejos, irrumpió en la estancia. Un solo vistazo le bastó para darse cuenta de la escena. Angélica, medio incorporada sobre su lecho, con el puñal en la mano. Muley Ismael sangrando, loco de rabia, con los ojos desorbitados, incapaz de hablar. El Gran Eunuco hizo una seña. Entraron cuatro negros corriendo, asieron a la joven de las muñecas, la arrancaron del lecho, la arrojaron a los pies del Sultán, con la frente sobre las losas…

El Rey estalló al fin, mugiendo como un toro. Sin la protección de Alá yacería ahora con la garganta abierta por culpa de aquella cristiana maldita que había querido degollarle con su propio puñal. La haría morir entre espantosos tormentos. Y en seguida… ¡En seguida…! ¡Que fuesen a buscar a los cautivos, a los cabecillas…! Sobre todo a los francos. Verían torturar a una mujer de su propia raza. Verían cómo debe perecer la audaz que se atreve a poner la mano en la persona sagrada del Comendador de los Creyentes…

LV Angélica torturada.

El Gran Eunuco lee su destino en los astros.

Ahora todo marchaba muy de prisa, todo estaba dispuesto. No había ya que formularse preguntas. Le ataron las muñecas, y tiraron de ellas hacia arriba ligándolas a una de las columnas de la sala. Le desnudaron la espalda.

Ella comenzó a sentir los latigazos como el contacto de pequeñas llamaradas que acababan por convertirse en intensas quemaduras. Pensó: «Esto se parece a lo que yo veía de jovencita en mi libro “Los santos Mártires de la Iglesia”…» Ahora le tocaba a ella. Le quemaba la espalda cada vez más. Sintió correr por sus piernas la sangre tibia. Entonces pensó: «¡Pues no es tan terrible…!» ¡Pero lo demás vendría después…! ¡Qué importaba! ¡Todo estaba ya dispuesto…! No podía ya detenerlo. Era como la piedra arrastrada por las aguas del torrente. Volvió a ver las cascadas saltarinas de los Pirineos que conoció en el tiempo de su primer casamiento. Empezaba a tener mucha sed y la vista se le nublaba…

Le desataron las muñecas pero fue sólo para colocarla de frente a la sala y sujetarla de nuevo al poste. A través de la bruma que temblaba ante sus ojos entrevio al verdugo con su brasero en el que ardían al rojo carbones encendidos e instrumentos espantosos que aquél iba depositando sobre una tabla. Era un eunuco invadido por la grasa, con cara de gorila. Le rodeaban otros eunucos. No habían tenido tiempo de ponerse la ropa propia para las ejecuciones. Solamente se habían quitado los turbantes… Muley Ismael estaba sentado a su izquierda. Se había negado a que le vendasen. Le herida era sólo superficial. Quería que se viese la sangre que ya se coagulaba, deseando que, al verla, se dieran todos cuenta del sacrilegio.

En el fondo de la sala se hallaban agrupados una veintena de esclavos franceses. Colin Paturel con sus cadenas; Jean-Jean de París el pequeño pelirrojo, con los rasgos contraídos; el marqués de Kermoeur y otros mirando aterrados, con la boca abierta, a aquella mujer tan blanca, semidesnuda a la que estaban torturando. Unos guardianes blandiendo látigo y sable los mantenían a raya.

Osmán Ferradji se inclinó hacia Angélica. Le habló en árabe, muy despacio:

—Escucha. El gran rey de Marruecos está dispuesto a perdonar tu acto insensato. Si te decides a obedecerle te concede el perdón. ¿Consientes?

El rostro negro de Osmán Ferradji danzaba, impreciso. Ella pensó que iba a ser el último rostro que vería antes de morir. Y estaba bien así… ¡Osmán Ferradji era tan alto! Y la mayoría de los seres son tan pequeños, tan mezquinos. Luego fue la cara basta y rubia de Colin Paturel, al lado de la del Gran Eunuco.

—Mi pobre pequeña… Me pide que os conjure en nuestra lengua a que consintáis… No vais a dejar que os maten así… ¡Mi pobre pequeña…!

«¿Por qué os dejasteis crucificar, Colin Paturel?», iba a preguntarle. Pero sus labios no podían ya entreabrirse más que para una sola palabra:

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