Indomable Angelica (60 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Los Hermanos de los asnos llegaban. El Rey dejó a todos los esclavos acudir a su encuentro, con verdes palmas en señal de bienvenida.

Angélica no pudo contenerse. Por primera vez pidió al Gran Eunuco que le concediera un favor: el de asistir a la audiencia en la que Muley Ismael recibiría a los religiosos franceses. Osmán Ferradji entornó sus ojos oblicuos de gato, como calculando lo que podía ocultar aquella petición, y se lo concedió.

Hubo que esperar mucho tiempo, pues la Misión había sido alojada en el barrio judío y permaneció allí encerrada una semana, con el pretexto de que no estaba permitido a los Padres visita alguna antes de haber sido recibidos por el Rey. Los alcaides, ministros y renegados de elevada situación, fueron a ver los presentes de los pobres Padres y a tantear el dinero que de ellos podrían obtener.

Al fin, una mañana, la cautiva francesa recibió aviso de que se preparase para el paseo. Osmán Ferradji la condujo hasta su palanquín de cortinas rojas, tirado por una mula y bien escoltada. El vehículo franqueó varios recintos. En la puerta que daba sobre la explanada de la Alcazaba, el Gran Eunuco hizo parar el palanquín. Angélica podía ver por entre las cortinas.

El Rey estaba ya instalado, sentado sobre el suelo, con las piernas desnudas y cruzadas, y con babuchas amarillas. Su atuendo y turbante eran verdes, señal de excelente humor. Se tapaba la boca con un pliegue del albornoz, lo que daba brillo intenso a su mirada. Él también sentía curiosidad por ver de cerca a los sacerdotes cristianos y avidez por contemplar los presentes que le traían. El renegado Rodani le había afirmado que había dos relojes. Pero, sobre todo, Muley Ismael se concentraba para entablar un combate en el que tenía gran empeño. Si podía arrancar la impiedad del corazón de aquellos «pappas» imanes de las religiones cristianas, ¡qué victoria para Alá! Había preparado muy bien su discurso; sentíase henchido de ardor y de convicción. No había querido a su alrededor más que a unos treinta de sus guardianes negros armados con largos mosquetes de culata plateada. Detrás de él, estaban dos negritos; uno sostenía el parasol, mientras el otro movía el abanico. Alcaides y renegados, de gran gala, con trajes de brocado y turbantes de copete de plumas le rodeaban, sentados sobre los talones.

Los Padres Redentoristas llegaron por el fondo de la plaza, seguidos de doce esclavos que llevaban los presentes. Eran presentados por el renegado francés Rodani, el judío Zacarías y el alcaide Ben Messaud.

Los Padres Redentoristas habían elegido cuidadosamente a sus representantes para aquella misión extraordinaria intentada en vano desde hacía años. Eran seis, de los cuales tres hablaban el árabe vulgar y todos el español. Cada uno de ellos había realizado, cuando menos, tres misiones de rescate en Argel y Túnez, siendo conocidos por su gran hábito del mundo musulmán. Su Superior era el R. P. Valombreuze, segundón de una gran familia del Berry, doctor por la Sorbona. Aportaba a las negociaciones, sutilezas de campesino y dignidad de gran señor. No se podía encontrar hombre mejor preparado para enfrentarse con Muley Ismael. Los hábitos blancos con una cruz roja en el pecho, y las barbas de los Padres causaron en el Rey buena impresión. Se parecían a los piadosos eremitas llamados «santones», tan reverenciados por los musulmanes.

El Rey habló el primero, comenzando por la salutación de bienvenida y alabando el celo y la caridad de los sacerdotes que les habían hecho ir tan lejos en busca de sus hermanos. Alabó después al gran rey de Francia. El R. P. Valombreuze, bien vuisto en la Corte de Versalles, pudo darle la réplica sobre aquel punto y asegurarle que el rey Luis XIV representaba, por su magnificencia y el valor de sus actos, el más grande rey de la Cristiandad. Muley Ismael asintió y luego inició el elogio de su gran Profeta y de su Ley.

Angélica, alejada, no podía seguir aquel largo discurso pero veía a Muley Ismael animarse cada vez más. Su rostro resplandecía entonces como nubes de tormenta que el sol atraviesa un instante. Era curioso, según le daba el sol, verle tan pronto negro como dorado. Tendía sus puños cerrados como dos mazas, conjurando a sus interlocutores a que reconociesen sus errores y vieran al fin con claridad que la religión de Mahoma era la única verdadera, la única pura, designada y definida por los profetas desde Adán. Ciertamente, no les ordenaba que abjurasen, pues habían venido como embajadores y no como esclavos, pero les exhortaba a ello para no tener que responder ante Dios de no haberlo hecho. Era un gran sufrimiento para él tener en su suelo a seres tan limitados y sumidos en el error. Y era todavía una suerte que no perteneciesen a aquel dogma sacrilego de la Trinidad, ¡que se atreve a declarar que en Dios hay tres dioses!

—…Ciertamente, Dios es el Único, y muy por encima de la cualidad de tener un hijo. Jesús es semejante a Adán, creado del barro. Es solamente el enviado de Dios y su Verbo es un espíritu de Él, que ha proyectado sobre María, hija de Amram. No ha sido abofeteado por Satán, ni ella tampoco. Creed, pues, en Dios y en su Profeta, no digáis que Dios tiene tres personas y os sentiréis bien…

Los valerosos Padres Redentoristas soportaron pacientes aquella larga prédica, castigo por todas las que ellos habían infligido a los otros. Se guardaron de hacer notar al Rey que su Orden era, de hecho, la de los Padres Trinitarios, que llevaba ocasionalmente aquel otro título de «Padres Redentoristas». Colin Paturel, en su carta, les había recomendado encarecidamente que se presentasen bajo este nombre, y ahora comprendían por qué. Dieron las gracias al Rey del cuidado que se tomaba en querer hacerles santos ya que realmente a dicho fin, y según las máximas del cristianismo, por lo que venían desde tan lejos para libertar a sus hermanos; y que pese al deseo que tenían de agradarle no podían apostatar puesto que no habían efectuado aquel penoso viaje más que para rescatar a unos cautivos cristianos.

El Rey se allanó a sus razones e hizo un esfuerzo para no exteriorizar su decepción.

Los esclavos, tras desatar las cuerdas de las cajas que contenían los presentes, levantaron las tapas. Los religiosos ofrecieron al rey varias piezas de ricas telas de Cambrai y de Bretaña, envueltas en estuches damasquinados de oro. Ofrecieron también tres sortijas y tres collares. Muley Ismael se puso las sortijas en los dedos y dejó los collares, en el suelo, a su lado. De cuando en cuando, los cogía y examinaba. Finalmente, desembalaron los relojes. Sus esferas no habían sufrido mucho en el viaje. El más grande de ellos tenía un péndulo de oro representando el sol y las cifras eran de esmalte azul enmarcado en oro.

A su vista, Ismael se sintió invadido de pueril alegría. Aseguró que escucharía favorablemente la petición de los Padres y que les entregaría doscientos esclavos. ¡Jamás se hubieran atrevido ellos a esperar número tan elevado!

Aquella misma noche, para mostrar su alegría y dar las gracias al Rey, los esclavos vinieron junto al canal de la alcazaba y prendieron un gran fuego de artificio; Lean Davias, Pouliguen y José Tomás, de Saintonge, eran los dos expertos artificieros y organizaron un espectáculo como los moros no habían presenciado nunca. Un barco de fuego, una galera, un árbol bogaban sobre el canal y un pájaro, revoloteando, prendía todos aquellos elementos con el fuego que salía de su pico.

Desde lo alto de la terraza, Muley Ismael contemplaba aquellas maravillas. Estaba muy emocionado. Dijo que sólo los esclavos le amaban de verdad, porque cuando concedía beneficios a los suyos o a su pueblo, éstos, en vez de agradecerlo pedían más, mientras que los cautivos cristianos le alborozaban con su alegría.

Hizo que aquel mismo día le confeccionaran una veste de paño verde de Bretaña, por parecerle especialmente bello.

LI Mensaje de Angélica a Luis XIV.

Angélica y sus compañeras habían contemplado también, desde lejos, los fuegos artificiales. Después de mucho vacilar, viendo que la atmósfera tendía a la indulgencia, Angélica preguntó al Gran Eunuco si podía permitirle una entrevista con uno de los Padres, pues necesitaba los auxilios de su religión. Osmán Ferradji creyó que no debía negarle aquel encuentro.

Dos eunucos fueron enviados a la casa de los judíos, donde los Padres esperaban el resultado de las negociaciones en curso y recibían sin cesar visitas de cautivos, pues todos iban a suplicar que se les hiciera figurar entre los doscientos franceses rescatados.

Rogaron al R. P. Valombreuze que siguiera a los guardias negros, pues una de las mujeres de Muley Ismael deseaba hablarle. A la entrada del harén le vendaron los ojos. Se encontró ante una reja de hierro forjado detrás de la cual se hallaba una mujer muy velada; y no sin sorpresa la oyó hablar en francés.

—Creo que estáis satisfecho de vuestra Misión, ¿verdad, Padre? —preguntó Angélica.

El Padre hizo notar, con prudencia, que no estaba todo terminado. La disposición de ánimo del Rey podía dar un cambio. Los relatos que a cada momento le hacían los cautivos que iban a verle no eran como para tranquilizarle. Cómo deseaba encontrarse cuanto antes de nuevo en Cádiz, en compañía de aquellos pobres cautivos, cuyas almas estaban en tan grande peligro bajo el reinado de aquel monarca sanguinario.

—Y puesto que también habéis sido cristiana, señora, no lo dudo por vuestro lenguaje, os ruego que intercedáis cerca del Rey, vuestro señor, para que su indulgencia y buena disposición nos sean mantenidos.

—Pero si yo no soy renegada —protestó Angélica—. Soy cristiana.

El Padre Valombreuze, confuso, acarició su larga barba. Había oído decir que todas las mujeres o concubinas del sultán estaban consideradas como musulmanas y debían seguir abiertamente la religión de Mahoma. Tenían una mezquita para ellas, construida dentro de la alcazaba.

—He sido capturada —repitió Angélica—, no estoy aquí por mi voluntad.

—No lo dudo, hija mía —murmuró el sacerdote, conciliador.

—Mi alma también está en gran peligro —dijo Angélica asiéndose a la verja con súbita desesperación—, pero esto no os importa. Nadie intentará salvarme, nadie intentará rescatarme. Porque no soy más que una mujer…

No lograba explicarse y decir que comenzaba a temer, más que las torturas, aquella oleada de dorada sensualidad que acolchaba el harén; la lenta disgregación de su alma invadida poco a poco por las plantas venenosas de la pereza, la voluptuosidad y la crueldad. Esto es lo que había querido Osmán Ferradji, que conocía el eterno femenino, adormecido en ella y los medios de hacerlo surgir.

El religioso oyó llorar a aquella mujer velada. Movió la cabeza, compasivo.

—Soportad vuestra suerte con paciencia. Vos al menos no tenéis que padecer hambre y la fatiga de los trabajos que abruman a vuestros hermanos.

Aun a los ojos del buen Padre, la pérdida del alma de una mujer parecía menos importante que la de un hombre. Y no precisamente por desdén. Acaso por pensar que la complexión y responsabilidad femeninas merecían alguna indulgencia ante Dios.

Angélica se recobró. Quitóse una de las sortijas, un diamante muy grueso que llevaba grabado la divisa y el nombre de los Plessis-Belliére. Vaciló, cohibida por la presencia del Gran Eunuco que la vigilaba. Lo había pensado bien. Ahora tenía el tiempo contado, lo sabía, y Osmán Ferradji la haría conducir al apartamento de Muley Ismael. Le había dado la posibilidad de comprender que debía seguir sus consejos. Perdería su apoyo si le defraudaba, tendría la enemistad del Rey al afrontarle, le iba en ello la vida y moriría torturada. Y llegaba a preguntarse, con terror, si no esperaba impaciente por que sonase la hora de su derrota, antes que alimentarse de falsas esperanzas. Nadie podía ayudarla, ni dentro ni fuera. El ingenioso Savary no era más que un pobre viejo esclavo que había presumido demasiado de sus fuerzas. No se podía hacer cualquier jugarreta al sultán Muley Ismael. Y si los cautivos cristianos se aventuraban en una de aquellas imposibles evasiones que algunos audaces meditaban, no iban a cargarse con el estorbo de una mujer. «No se escapa nadie de un harén». Al menos podía ella intentar no acabar allí sus días. No veía más que un solo ser que pudiera alzarse y subyugar al intratable Ismael hasta hacerle devolver una de sus presas.

Tendió la joya a través de los florones de la verja.

—Padre, os lo suplico… Os conjuro a que vayáis a Versalles en cuanto regreséis. Pediréis audiencia al Rey, y le entregaréis esta sortija. Verá mi nombre grabado en ella. Entonces le contaréis todo: que he sido capturada, que estoy prisionera. Le diréis…

Su tono bajó y acabó con voz sofocada:

—…Le diréis que solicito su perdón y que le llamo en mi auxilio.

Las negociaciones no estaban, ¡ay!, terminadas cuando Muley Ismael supo por un renegado francés que el título de Padres Redentoristas ocultaba el de la Orden de Padres Trinitarios. Su cólera fue terrible.

—Me has engañado de nuevo con tu lengua demoníaca, astuto normando —dijo a Colin Paturel—. Pero esta vez no has tenido tiempo de llevar a cabo tu burla.

Hizo que le llenasen la barba, nariz y oídos de pólvora de cañón con la intención de prenderle fuego. Después, cambió de opinión. No haría morir aún a Colin Paturel. Se contentó con hacerle atar sobre una cruz y exponerle desnudo al sol abrasador de la plaza, con dos Negros armados de mosquetes; estos debían disparar contra los buitres que intentaban vaciarle los ojos. Uno de los guardianes disparó torpementee hirió al cristiano en un hombro. Al enterarse, el Rey acudió y cortó la cabeza del guardián de un sablazo.

Angélica, estremecida, con la cara apoyada en la estrecha rendija de la saetera, no podía apartar su mirada de aquella cruz horrible. Veía a veces retorcerse los músculos del cautivo que intentaba incorporarse para libertar sus miembros entumecidos por las cuerdas. Su abultada cabeza rubia de largos cabellos caía hacia adelante. Pero pronto se erguía. Volvía lentamente el rostro de derecha a izquierda, miraba al cielo. Se agitaba sin cesar, como para impedir que la circulación se paralizase en sus miembros torturados. Su prodigiosa complexión triunfó del suplicio. Cuando le bajaron por la noche, no sólo no había muerto, sino que, cuando el Rey hizo que le dieran un caldo de especias, se irguió, y los que ya le lloraban, le vieron llegar hasta ellos, andando, alta la cabeza, a pesar de la sangre de sus heridas. Las noticias circulaban con gran rapidez y se vivía en tensión borrascosa.

En su cólera, el Rey había escupido sobre los presentes de los Padres. Dio los collares y sortijas a sus negritos. Desgarró el vestido de paño verde. No llegó, sin embargo, a romper los relojes.

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