Indomable Angelica (55 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

—¡Nos fugaremos —le dijo, indulgente—, nos fugaremos! ¡De acuerdo!

Le explicó que a pesar de todo las probabilidades de llevar a cabo semejante hazaña en Mequinez eran mejores que en Argel. Los cautivos, que pertenecían todos al rey, formaban una especie de casta que comenzaba a organizarse. Habían elegido jefe: un normando de Saint-Valéry-en-Caux, llamado Colin Paturel, esclavo desde hacía doce años, y que había adquirido gran ascendiente sobre sus compañeros de miseria. Por primera vez en la historia de la esclavitud, los Cristianos de diferentes confesiones dejaron de odiarse y destrozarse entre ellos, porque aquel hombre había formado una especie de consejo en el que un moscovita y una candiota representaban a los ortodoxos, un inglés y un holandés a los protestantes, un español y un italiano a los católicos. Él, que era francés, administraba justicia y dirimía los litigios. Tenía el atrevimiento de dirigirse a Muley Ismael, a quien pocos osaban abordar porque se jugaban la vida; y no se sabía con qué persuasión o habilidad había logrado que el tirano le escuchase. Con ello, había mejorado la situación de los esclavos, aunque siguiera siendo terrible y al parecer sin esperanza. Un fondo común, establecido sobre el total de los ingresos de cada uno, permitía pagar complicidades. Piccinino el Veneciano, antiguo dependiente de banca, manejaba y llevaba las cuentas de aquel tesoro secreto. Algunos moros, atraídos por el cebo de una crecida ganancia, se prestaban a servir de guía a los fugitivos. Bajo su égida se habían intentado seis evasiones el mes anterior. Una de ellas tuvo buen éxito. El rey de los cautivos, Colin Paturel, juzgado como responsable, fue condenado. Y el mismo día lo ataron por las manos a unos gruesos clavos en la puerta de la ciudad para permanecer así colgado hasta que expirase. Prendió la rebelión entre los cautivos ante aquella condena que les privaba de su jefe. A palos y pronto a lanzadas, los guardias negros hacían retroceder a los esclavos hasta sus cercados, cuando vieron reaparecer a Colin Paturel, haciendo un llamamiento a la calma a sus hermanos. Desgarradas las manos después de doce horas de suplicio, había caído vivo al pie de la puerta y, lejos de huir, había vuelto tranquilamente a la ciudad y solicitado hablar al Rey. Muley Ismael no estaba lejos de creerle protegido de Alá. Temía y respetaba al hércules normando y le distraía conversar con él.

—Todo esto es para explicaros, señora, que es infinitamente preferible ser esclavo en el reino de Marruecos que en el nido podrido de Argel. Aquí, se vive intensamente, ¿comprendéis?

—¡Y se muere lo mismo!

El viejo Savary tuvo una frase soberbia:

—Es lo mismo. Lo principal para un esclavo, señora, es poder luchar, y cuando los tormentos son suficientes para felicitarse cada día de seguir aún con vida se tiene buena salud. El rey de Marruecos ha formado un pueblo de esclavos para que le edifiquen sus palacios, pero esto será pronto una herida en su costado. Se murmura que el normando acaba de reclamar muy alto al Rey que, al igual que en los otros estados berberiscos, haga venir a los Padres Trinitarios para la redención de cautivos. He pensado una cosa. Si alguna vez llegase una Misión a Mequinez ¿por qué no les confiáis una misiva para Su Majestad el Fey de Francia, exponiéndole vuestra triste situación?

Angélica enrojeció, sintiendo latir de nuevo la fiebre en sus sienes.

—¿Creéis que el Rey de Francia reclutaría legiones para venir en mi auxilio?

—Puede que su intervención y sus reclamaciones no fueran indiferentes a Muley Ismael. Profesa gran admiración a ese monarca al que querría imitar en todo y más que nada en su ambición de edificar.

—No estoy tan segura de que a Su Majestad le preocupe sacarme de este apuro.

—¿Quién sabe…?

El viejo boticario era la voz de la sensatez, pero Angélica hubiera preferido mil muertes a una humillación semejante. Todo se le embrollaba en el cerebro. La voz de Savary se iba alejando y ella se adormeció profundamente mientras un nuevo amanecer despuntaba sobre Mequinez.

XLVI El espectáculo del foso de los leones.

—¡Iremos al espectáculo! ¡Iremos al espectáculo…! —piaban las pequeñas cortesanas haciendo tintinear sus brazaletes.

—Vamos, señoras, un poco de calma —recomendó, solemne, Osmán Ferradji.

Pasó entre las dos filas de siluetas veladas comprobando severamente el atavío y el lujo de cada una y la buena colocación de los haicks de seda o muselina que no dejaban asomar más que los ojos, unos oscuros, otros claros, pero todos chispeantes de excitación.

Aquellas mujeres ataviadas para el paseo, se parecían, por el mismo aspecto de montones de lienzo, en forma de pera, calzados sobre minúsculas babuchas de cuero amarillo o rojo. No estaba allí más que el primer centenar de las favoritas del harén, entre las cuales gustaba Muley Ismael hacer su elección, llevando en la mano el pañuelo que dejaría caer ante la elegida del día o mejor, de la noche. Le habían dicho que era así como procedía el gran señor de Constantinopla en su serrallo. Cuando alguna mujer había estado largo tiempo olvidada por la atención del Rey, Osmán Ferradji la retiraba del círculo y la enviaba a otros pisos y a otros trabajos. No figurar ya entre las «presentadas» era el peor de los destierros. Se perdía en lo sucesivo la esperanza de verse admitida a compartir los placeres del sultán. Era el comienzo del olvido, de la vejez, un exilio cruel a pocos pasos del centro de las felicidades. El Gran Eunuco, dictador de aquellos licenciamientos o de aquellos ascensos, sabía con entero conocimiento suspender la amenaza sobre las cabezas de las indómitas. La que no formaba ya parte de las «presentadas», se veía en lo sucesivo privada de las diversiones, como eran los paseos, espectáculos, y los múltiples viajes y estancias en el campo a los cuales no vacilaba Osmán Ferradji en llevar la parte más importante del harén.

Aquel día, las proscritas, que oían los disparos de fusil y el rumor de la multitud anunciando el festejo, estallaron en sollozos y desesperados gemidos. Osmán Ferradji fue en persona a recomendarles calma. El Rey estaba harto de oír quejas en su serrallo. ¿Querían acaso sufrir la suerte de las mujeres y las hijas de Abd-el-Amed?

El ejemplo era, sin embargo, reciente. A la muerte de Abd-el-Amed, ocurrida a los ocho días de ejecutarse el castigo, al gangrenársele las heridas, sus mujeres habían reanudado gritos y llantos, de tal modo que el Rey se había visto obligado a amenazar de muerte a las que oyese llorar. Durante varios días, mientras el Rey estaba en la alcazaba, habían contenido los suspiros, pero, no bien él salía, volvían los lamentos. Entonces el Rey hizo estrangular a cuatro ante sus ojos.

Con aquella saludable advertencia, las abandonadas volvieron a guardar un silencio ejemplar. Y ya no pensaron más que en buscar una rendija, o una tronera para intentar ver algo del espectáculo.

Al volver de allí, el Gran Eunuco pasó por la estancia de Angélica. Sus sirvientas acababan de envolverla en los velos. No hubiera llorado ella porque la dejasen en el redil, pero el jefe del serrallo quería multiplicar las ocasiones, para que la futura favorita pudiera ver a su futuro dueño sin que éste la conociera. Angélica debía, pues, confundirse constantemente con las mujeres que escoltaban al Sultán en sus paseos o distracciones en público. Si el tirano, volviéndose hacia sus cortesanas, paseaba una mirada demasiado penetrante sobre aquel conjunto de capullos blancos, rosados o verdes que le acompañaban, tres eunucos vigilantes se encargaban de disimular a la joven, y aún de escamotearla llegado el caso. Además, Osmán Ferradji pensaba, y con razón, que para vencer la resistencia de Angélica e iniciarla en sus responsabilidades, lo mejor era que se familiarizase con la presencia y el carácter de Muley Ismael. Ciertamente, las violencias de este último podían serle aún repulsivas. Pero ya se iría acostumbrando, pues había de ser con plena consciencia, la aceptación del dueño y del papel que se le había asignado.

Angélica tuvo, así, que ir entre el grupo de las mujeres que bajaban hacia los jardines. La inglesa de la tez de peladilla color de rosa apareció sin velo, llevando de la mano dos adorables mulatitas de cabello rubio y cutis ambarino; las gemelas que ella había tenido del Sultán y cuyo nacimiento la había apartado del rango de primera esposa, dejando el título a Leila Aicha, que era madre de un príncipe. Para señalar su rango, Leila Aicha apareció la última. Iba también sin velo sobre el rostro y llegaba de su apartamento por otra escalera que no era la común. Tenía su guardia personal de eunucos y se hacía preceder por una sirvienta, con el sable del poder. Su imponente estatura se envolvía en velos rojos y abigarrados. Ambas mujeres con el rostro descubierto, mostraban a Osmán Ferradji que no se sentían obligadas a una estricta obediencia. Leila Aicha meditaba desde hacía mucho tiempo que ascendiera a Gran Eunuco del serrallo el jefe de su guardia, Raminan, adicta criatura suya; un eunuco de cutis de antracita, y sienes con tatuaje de rayas azules, que pertenecía a la familia de los Loudais, mientras que Osmán Ferradji era un Harrar. La pequeña guerra entablada en los secretos del harén no era sino el fuego en incubación de seculares rivalidades africanas.

El principito Zidan seguía a su madre. Por doble ascendencia negroide, aparecía un rostro redondo de chocolate, semioculto bajo un turbante de muselina crema, con un vestido de raso avellana y de seda pistacho o frambuesa. Angélica, a quien divertía aquel niño, le apodaba el príncipe Bombón, aunque su carácter no tuviera tan dulces promesas. Desde su estatura de seis años, contemplaba aquel día el sable de auténtico acero que su padre acababa de regalarle. Por fin no se trataba ya de un sable de madera y ahora podría cortarles la cabeza a Mateo y a Juan Badiguet, los dos esclavitos franceses que compartían sus juegos. Empezaría ya a ejercitarse después del espectáculo.

Las dos favoritas no se velaron más que al franquear la última puerta. Esta daba a los jardines del palacio, y allí se exponían a encontrar esclavos desde que Muley Ismael había hecho construir en ellos una mezquita, unos baños, un anfiteatro y abrir un estanque. Pero aquel día los talleres estaban desiertos, y por entre los muros medio levantados y entre el reflejo plateado de los olivos yacían herramientas, piedras y escaleras.

Un rumor lejano y fragoroso llegaba del otro lado de los primeros muros de la alcazaba. No se acababa nunca de pasar de un compartimiento a otro del inmenso palacio que Muley Ismael hacía edificar para alojar con imperiosa magnificencia a sus mujeres, cortesanos y esclavos. Sólo estaba terminado el edificio principal que encerraba cuarenta y cinco pabellones, todos con su fuente en el patio, así como las colosales y suntuosas cuadras para 12 000 caballos. Después se extendía un enorme laberinto de patios, almacenes, mezquitas, jardines, algunos cercados de muros, mientras que otros se confundían con los barrios de la ciudad. De allí llegaba el rumor del campo de esclavos, donde cada uno tenía su cabaña de adobe y cañas, y cada nacionalidad su barrio bajo la dirección de un jefe y de un Consejo.

El grupo de las mujeres, estrechamente rodeado por los eunucos, fue disuelto por los guardias montados del Rey. Tropezaron con el cortejo real que llegaba, yendo Muley Ismael a pie, bajo un parasol sostenido por dos negritos. Le rodeaban sus principales alcaides así como sus consejeros preferidos, el judío Samuel Baidoran, el renegado español Juan de Alfaro llamado Sidi Mouhady desde su apostasía, y aquel otro renegado francés, Romain de Montfleur, llamado Rodani, que dirigía los depósitos de guerra. El Sultán hizo grandes demostraciones al ver a Osmán Ferradji, que se situó entre los notables.

La muchedumbre árabe hervía en la tufarada abrasadora y gritos violentos dominaban los sones de las flautas y el tocar de los tamboriles que intentaban dejarse oír entre el tumulto. Los que lanzaban aquellos gritos aparecieron súbitamente al desembocar el cortejo en la plaza mayor de Mequinez. Rechazada la multitud de albornoces blancos, dejó a la vista en la explanada una masa gris y blancuzca; un hormigueo de harapos y rostros lívidos y barbudos que aullaba ferozmente. Los cautivos cristianos contenidos por los negros, con el palo o el látigo en alto, tendían sus manos en dirección a Muley Ismael, a semejanza de los condenados del Infierno de Dante. En aquel griterío se repetía un nombre en todas las lenguas:

—¡El normando! ¡El normando! ¡Perdón para Colin el Normando!

Muley Ismael hizo alto, con una sonrisa en los labios, deleitándose con aquellos gritos y súplicas como si fuesen aplausos. No avanzaba ya, se mantenía a cierta distancia de la multitud rugiente de esclavos. Luego, subió a un pequeño estrado con los de su séquito. Sus mujeres fueron colocadas en buen sitio. Angélica vio entonces lo que separaba al Rey y a su cortejo de la masa de esclavos.

En el centro de la plaza, había un ancho hoyo rectangular de una profundiad de veinte pies. El suelo estaba cubierto de arena blanca. Unas rocas y algunas plantas del desierto le daban aspecto de jardincillo. Un acre olor a fieras ascendía de aquel hoyo con el aire recalentado: ¡el foso de los leones! Restos de osamentas en los ángulos y, en el fondo, dos trampas cerradas por batientes de madera ocultando la abertura de los pasadizos que conducían a la jaula de las fieras.

Muley Ismael levantó la mano. Una de las trampillas fue accionada de modo invisible y resbaló dejando abierta una entrada. Los esclavos se inclinaron hacia delante en movimiento irresistible que estuvo a punto de precipitar a los de las primeras filas en el foso de los leones. Cayeron de rodillas, agarrándose al borde, y alargando el cuello hacia el negro rectángulo, que con la luz dibujaba el hoyo abierto.

Una forma se movió y salió de allí lentamente. Era un esclavo cargado de gruesas cadenas en manos y pies. La trampa se cerró tras él. El esclavo entornó los ojos para acostumbrarse al resplandor del sol. Desde el estrado se podía divisar a un hombre de estatura y vigor poco corrientes. La camisa y el calzón corto que constituían el atuendo de los esclavos, descubrían sus brazos y piernas musculosos, un pecho ancho como un escudo y velludo como el de un oso sobre el que relucía una piadosa medalla. En la maraña color paja que cubría sus mejillas, no se distinguía más que el fulgor de unos ojillos azules y astutos. De cerca, se hubiera podido ver que su cabellera de Vikingo tenía toques plateados en las sienes y que su barba estaba salpicada de hebras grises. Tendría unos cuarenta años y era esclavo desde hacía doce años.

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