Y como Angélica notaba que empezaba a resbalar por la pendiente de semejante tentación, la de consentir en su cautiverio, dijo con viveza:
—¡No contéis conmigo, Osmán Ferradji! Mi destino no es el de odalisca de un sultán seminegro.
El Gran Eunuco no se ofendió.
—¿Qué sabes tú de eso? ¿Crees que la vida que dejas atrás merece la pena de ser añorada…?
«¿En dónde querrías vivir? ¿Para qué mundo has sido creada, Angélica, hermana mía?» —le decía a veces Raimundo, su hermano, mirándola con sus ojos penetrantes de jesuita.
—En el harén del gran sultán Ismael tendrás cuanto una mujer puede desear: poder, voluptuosidad, riqueza…
—El propio Rey de Francia ha puesto todas sus riquezas y poderío a mis pies ¡y los he rechazado!
Había conseguido asombrarle.
—¿Es posible? ¿Te has negado a tu soberano cuando te lo suplicaba? ¿Eres entonces insensible a los goces del amor? Eso es imposible. Hay en ti una libertad, un aire de mujer que se encuentra a gusto entre los hombres. Posees el ímpetu vital, la osadía de la sonrisa y la mirada de las cortesanas natas. No puedo equivocarme en eso…
—Y, sin embargo, es así —insistió Angélica, encantada de verle preocupado—. He defraudado a todos mis amantes y, al quedarme viuda, he preferido llevar una vida tranquila y exenta de esos sinsabores que causan las intrigas amorosas. Mi frialdad ha desesperado al rey Luis XIV, es cierto, pero ¿qué le voy a hacer? Muy pronto le hubiese defraudado también y me lo habría hecho pagar caro porque ciertos desdenes son insultos para un monarca. ¿Os agradecerá vuestro Muley Ismael que llevéis una amante indiferente a su lecho?
Osmán Ferradji se estiró inmenso, frotándose con perplejidad las largas manos principescas. Le costaba trabajo disimular la profunda contrariedad que aquellas revelaciones le causaban. Era un obstáculo realmente considerable surgido en el engranaje bien lubricado de su plan. ¿Qué hacer de una esclava de sorprendente belleza, que prometía al parecer, aportar la fogosidad de su temperamento para satisfacer los apetitos del hastiado Ismael, si luego mostraba torpe pasividad entre sus brazos? ¡Deplorable visión! Osmán Ferradji sentía por anticipado un sudor frío. Creía ya estar oyendo rugir a Muley Ismael.
¿No se había lamentado éste del cansancio que le producían tantas vírgenes insípidas; bellas, sí, pero en las que no hallaba más que la desilusión torpe de la inexperiencia? Y si eran mujeres expertas estaban ya marchitas. El Gran Eunuco había emprendido largo y penoso viaje a los confines de las grandes selvas del centro de África, sabiendo que en las sectas de los «tchicombi», encontraría vírgenes iniciadas por los brujos. Pero Muley Ismael había torcido el gesto. Estaba harto ya de negras. Las quería blancas.
El Gran Eunuco marchó entonces a Argel. Salvo Angélica, lo que traía de allí no era —en principio— como para satisfacer al Sultán. Su Gran Eunuco había entresacado cantidad incalculable de esclavas, apartando algunas muy hermosas, pero sin duda demasiado verdes. La islandesa de cabellos de luna y ojos de pescado frito no podía figurar más que a título de curiosidad. Nada la sacaba de su encantamiento y además moriría pronto.
Lo había pues apostado todo por aquella mujer de ojos de turquesa, de bruscos sobresaltos de tigresa ardiente, e imprevisibles alegrías infantiles. El Mediterráneo había hablado de ella. A instancias del Gran Eunuco, Mezzo-Morte se había empeñado en capturarla y, contrariamente a lo que ella se imaginaba, Angélica no formaba parte de los presentes; pero Osmán Ferradji la había comprado a precio de oro al renegado calabrés, porque era él precisamente quien había pagado todos los gastos de la expedición de la Isla. Y he aquí que ella misma le confesaba un defecto imperdonable en la cortesana que él quería ver elevada al rango de favorita llamada a retener la pasión de Muley Ismael con todas las seducciones de la inteligencia y los sentidos.
Bruscamente, se sintió inquieto porque, en efecto, había notado, dejándola ir y venir libremente por el caravasar, que nunca intentaba atraer a los hombres. No se turbaba bajo las miradas atrevidas de los camelleros o de los guerreros, ni lanzaba las suyas solapadamente hacia las piernas musculosas o el torso de un varón apuesto. El sabía que las Cristianas occidentales son con frecuencia frías y muy poco expertas en la práctica del amor, que parecían temer y considerar con sonrojo.
Traicionó su desconcierto al exclamar en árabe:
—¿Qué voy a hacer contigo?
Angélica comprendió y quiso aprovechar la ocasión inesperada para ganar tiempo…
—No tenéis necesidad de presentarme a Muley Ismael. En ese harén donde decís que hay cerca de 800 mujeres podré muy bien mantenerme apartada, mezclándome con las sirvientas. Evitaré toda ocasión de encontrarme ante el Sultán. Llevaré siempre velo y podéis decir que soy una desdichada desfigurada por una enfermedad de la piel…
Osmán Ferradji detuvo con un gesto irritado aquellas fantasías. Tendría que reflexionar. Angélica le vio alejarse, con ironía. En su fuero interno sentía cierto remordimiento por haberle entristecido así.
La llegada a Marruecos marcó un cambio inmediato. Los bandidos se desvanecieron en el horizonte. En su lugar se alzaron las alcazabas de piedras toscas, compactas, que Muley Ismael hacía edificar por sus legiones en todos los rincones de su reino. La guarnición de negros con turbante rojo, galopaba delante de la caravana. Se acampaba en las cercanías de los aduares cuyo jefe se apresuraba a traer seguidamente aves, leche y corderos. Después de partir la caravana, hacía quemar haces de cañas blancas aún con hojas, para purificar la tierra del paso de los esclavos cristianos. Era un país serio y muy religioso. Llegaron noticias. Muley Ismael estaba en guerra contra uno de sus sobrinos, Abd el Malek, que había sublevado unas tribus, encerrándose en Fez. Pero ya se celebraba la victoria del gran Sultán. Un mensajero trajo a Osmán Ferradji los saludos de bienvenida de su soberano que se regocijaba de ver de nuevo a su mejor amigo y consejero. Fez acababa de caer en sus manos y los «buakers» negros pasaban a cuchillo a cuantos encontraban con las armas en la mano.
El «safari» se encontraba entonces a dos jornadas de Fez, vivaqueando al pie de una alta fortaleza de torres cuadradas y almenadas. El Alcaide Alizin que la gobernaba decidió ofrecer grandes festejos en honor de aquellos triunfos y de la visita del Gran Eunuco y Gran Visir Osmán Ferradji. En medio del bullicio de los disparos de largos fusiles lanzando sus llamas hacia el rayado de las flechas proyectadas al cielo, bajo el revuelo de albornoces amarillos, verdes, rojos, los magníficos caballos negros y blancos, contribuían remolineando, a la «fantasía», «la diffa».
Angélica había sido invitada a la comida del alcaide. No se atrevió a rechazar el convite que tuvo la rigidez de una orden en los labios del Gran Eunuco, muy sombrío desde hacía algunos días. La tienda, levantada al pie de la ciudadela, era inmensa, hecha de pelo de camello y tapices, y los pliegues recogidos dejaban ver la multitud de curiosos, bañados en la luz del sol. El sucesivo desfile de platos duró hasta la noche: corderos asados, picadillo de pichones con habas y almendras, golosinas de hojaldre, tan sazonado todo con pimienta que abrasaba la boca.
Era ya de noche: la hora de las danzas y los cantos. Dos grandes hogueras sustituían la claridad del sol, iluminando al fondo el rojo paredón de la alcazaba. A los sones delicados de las flautas y el toque de los tamboriles, las danzarinas se erguían, en su sitio, empaquetadas en sus faldas de color superpuestas, haciendo tintinear brazaletes de oro. Llevaban la cara descubierta, marcada con rayas azules. Formaban semicírculo, apretadas unas contra otras. Detrás de ellas, se amontonaban los hombres, luego los jinetes.
Comenzó la danza. Era la danza del amor «el ahidou». Poco a poco se adivinaba, tras el espeso velo de las ropas superpuestas, el estremecimiento espasmódico de los vientres, mientras que los músicos, corriendo de acá para allá como diablos, excitaban con sus instrumentos el febril sortilegio. Aquello duró largo rato, acelerándose el ritmo sin cesar. Las danzarinas chorreaban sudor.
Sus rostros, ojos cerrados y labios entreabiertos, revelaban secreta voluptuosidad. Sin un roce, alcanzaban el paroxismo del placer y bajo los ojos devoradores de los hombres tensos, ávidos, ofrecían el rostro misterioso de la mujer colmada en que a su pesar se refleja la alegría y el dolor, el éxtasis y el miedo.
Como heridas por el rayo invisible que la danza había creado en ellas, desfallecían, no teniéndose ya en pie más que por su estrecha presión, hombro contra hombro. Iba a llegar el instante en que caerían al suelo, ofreciéndose. La sensualidad que emanaba de aquella multitud era tan opresora que Angélica bajó los ojos. El contagio de aquella fiebre amorosa la invadía.
A pocos pasos de ella, un árabe miraba fijamente su rostro descubierto. Era uno de los oficiales del alcaide, su sobrino, Abd-el-Kharam. Angélica había observado su belleza estatuaria, su tez de palosanto en donde refulgían unos ojos oscuros y una dentadura muy blanca cuando sonrió a los cumplidos de Osmán Ferradji.
Ahora, ya no sonreía. No apartaba los ojos de la cautiva francesa, cuya cara tan blanca y sorprendente relucía en la penumbra.
Angélica acabó por sentirse atraída y volvió la cabeza. Se estremeció al recibir la llamada de aquellos ojos tan grandes, exigentes y apasionados. Veía ella temblar sus labios gruesos y su mentón imberbe, con un hoyuelo, que tenía la belleza plena de los bronces romanos. Angélica buscó a su lado a Osmán Ferradji. ¿Había notado el Gran Eunuco la atención de que era objeto su cautiva?
Pero él acababa de alejarse y quizás aquella ausencia era lo que había dado al joven príncipe la audacia de mirarla así. Morían las llamas, proyectando sombras gigantescas sobre el muro, cuya mancha purpúrea se sumía en las tinieblas. Los sobresaltos de las llamas parecían acompañar los de los cuerpos y las voces que no se elevaban más que para extinguirse, pasando de un grito ronco a un sordo murmullo, a un jadeo confuso, para alzarse de nuevo… y volver a apagarse… Nacían silencios en los que se oía el roce sobre la arena del pisar infatigable de las danzarinas. Cuando aquellos pies se detuvieran, cuando el último tizón hubiera despedido su último resplandor, un impulso lanzaría, uno hacia el otro, el grupo de los hombres y el de las mujeres.
Los ojos de Angélica se volvían irresistiblemente hacia aquel rostro inmóvil y como fascinado del joven príncipe. También la miraban otros, pero éste la deseaba con un ardor casi pavoroso, como la había deseado Naker-Alí. Se insinuó en ella el afán de responder a aquel deseo. Reconoció el hambre que vacía de pronto hasta las entrañas y se sintió débil, presa de vértigo. Quiso bajar los ojos y volvió luego a mirar. Debía haber en ella una expresión elocuente, porque una sonrisa triunfal distendió los labios del joven. Hizo una seña.
Angélica volvió vivamente la cabeza y se cubrió el rostro con su velo.
Oscurecía. En aquella sombra cómplice el movimiento de las danzarinas se aminoraba. Se desplomaban una a una, y desde la hilera de los hombres se producían deslizamientos furtivos, saltos silenciosos de cazador sobre la presa largo rato acechada.
Después de la espera infinita de las danzas y de los ritos, llegaba el momento final del rito supremo. Los instrumentos habían callado. El fuego lanzaba un último resplandor.
La cautiva custodiada por los guardianes fue conducida a su tienda, entre las tinieblas. La arrojaron sobre su diván sedeño y el pliegue de la abertura volvió a caer. Llamó a su compañera, la circasiana, pero no estaba allí aquella noche. Angélica se encontró ante la soledad y su turbación devoradora. Afuera, los eunucos, indiferentes a la fiebre erótica que invadía el campamento, reanudaban su custodia de las mujeres reservadas. Angélica respiraba fatigosamente. La noche era pesada. Todos los ruidos parecían haber cesado, salvo aquellos reveladores del inmenso acoplamiento que sobre el suelo mismo se desencadenaba afuera, reiterado, incansable. Sentíase enferma y avergonzada de su fiebre, con los nervios a flor de piel.
No percibió el crujido ligero de un puñal hendiendo la tela, en la parte posterior de la tienda, ni el deslizamiento de un cuerpo ágil en el interior. Hasta que una mano fresca y firme se posó sobre su carne ardorosa. Se sobresaltó, mortalmente asustada.
Una claridad difusa le permitió reconocer el rostro triunfante y alterado que se inclinaba sobre ella.
—¡Estáis loco!
A través de la muselina de su camisa, notó que él la acariciaba y la buscaba, mientras que la sonrisa del príncipe Abd-el-Kharam parecía un rayo de luna encima de ella. Con un arqueo de cintura, ella se arrodilló sobre los almohadones. Las palabras árabes huían de su memoria. Logró, sin embargo, componer una frase:
—¡Vete! ¡Vete! Te expones a morir.
Él respondió:
—Ya lo sé. Pero ¡qué importa! Es preciso… Es la noche del amor.
Estaba también de rodillas junto a ella. Sus brazos musculosos le rodearon el talle con cerco de hierro. Entonces vio que el joven había venido semidesnudo, sólo con un taparrabos, preparado para el amor. Su carne tersa, oliendo a pimienta, se adhería a la suya. Intentó rechazarle sin ruido, pero él la doblegaba ya bajo la fuerza salvaje de su deseo. La volcaba lentamente y ella desfallecía, entregada a aquella posesión desconocida, irresistible y violenta. La amenaza de muerte que se cernía sobre ellos, aumentaba la tensión de su cuerpo. El silencio temible acompañó sus gestos mesurados y ardientes a la vez, y como un fruto prohibido, hizo más sabroso el desbordamiento del placer.
De repente aparecieron allí los eunucos, rodeándolos. Habían entrado, negros y furtivos como demonios. Angélica los adivinó antes que su amante, sumido en las delicias de su voluptuosa entrega. Ella lanzó un agudo grito… Apresaron al hombre, lo arrancaron de allí, arrastrándolo hacia afuera…
Por la mañana, la caravana pasó bajo las murallas rojas de la fortaleza. Angélica iba a caballo. En las ramas de un añoso olivo plateado, entrevió un cuerpo ajusticiado. El hombre estaba suspendido por los pies. Sobre la tierra, debajo de él, humeaban los restos de una hoguera que había calcinado la cabeza y los hombros. Angélica tiró del bocado. No podía apartar los ojos del espectáculo atroz. Estaba segura, cierta, de que aquel cuerpo era el del bello dios broncíneo que la había visitado aquella noche. El caballo blanco del Gran Eunuco vino a colocarse a su lado. Angélica se volvió lentamente hacia él.