—He aquí una concha del Juicio de Dios —dijo Escrainville—. Cara, es el reverso al aire. Cruz, es la abertura canela, al aire. Cara, es la muerte. A ti te toca, Mustafá. Comienza. Los labios del negro se movieron.
—¡Inch Alá! —Cogió la concha y la tiró al aire—. Cruz.
—A ti te toca, Santario.
El sardo se persignó y tiró la concha a lo alto.
—¡Cara!
Una expresión indecible de alivio apareció en el rostro del negro. El sardo bajó la cabeza. Escrainville soltó una risotada.
—La suerte te ha designado, Santario. Y, sin embargo, quizá no seas culpable. Si hubieses hablado, habrías sido perdonado. ¡Ahora es demasiado tarde! ¡A las vergas!
Unos marineros se adelantaron y apresaron al hombre.
—Esperad —dijo el pirata—, no se le va a dejar que parta solo. Ahora les toca a los esclavos. No han visto nada de la evasión, ni oído nada tampoco y, naturalmente, ninguno hablará. Pero pagarán también y la suerte designará a uno de ellos. Como el anterior fallo se ha pronunciado contra un cristiano, esta vez no echaremos a suelte más que entre los musulmanes.
Apenas había terminado de traducirlo se elevó un clamor en las filas de los cautivos moros y turcos. Un hombre de edad, de fino rostro árabe, y de barba enrojecida con alheña, protestó violentamente. Coriano tradujo:
—Dice que la justicia de Dios debe elegir por sí misma entre fieles e infieles.
Escrainville soltó una carcajada.
—Bien, bien, hijos míos, el cautiverio no acaba con vuestras disputas de Creyentes. Pues bien, que ese viejo almuédano tire la concha. Si sale cara, él mismo designará la víctima entre sus correligionarios.
El viejo se volvió hacia levante, se prosternó tres veces y luego pronunció unas palabras.
—Dice que si Dios elige un mahometano para pagar, será él mismo quien acepte la muerte porque es «mollah», es decir, sacerdote de Argel.
—¡De acuerdo! Y basta de mojigangas. ¡Tira la concha, viejo macaco!
El religioso lanzó a lo alto la ligera pieza.
—¡Cruz! —gritó Escrainville lanzando una risa histérica—. ¡Viejo comediante! Has tenido suerte librándote a poca costa. Ahora corresponde a los cristianos entregar un sacerdote de los suyos para sacar la lengua. Hala, vosotros, enviad vuestro bendecidor. ¿Cómo? ¿No hay sacerdote? ¿No lo hay…? ¿No hay sacerdote? —aulló Escrainville con su risa de loco—. Entonces, vamos a divertirnos. Echaremos a suertes entre el más viejo y el más joven de los esclavos cristianos. Desde luego que no tenga menos de diez años. Yo no soy el Minotauro.
Reinó un silencio de muerte, luego unas lamentaciones de mujeres y madres que intentaron hacer escudo con sus cuerpos a unos chiquillos de una docena de años que se agarraban a ellas.
—¡Daos prisa! —aulló Escrainville—. La justicia debe ser expeditiva en un barco. Salid de la fila o yo…
En aquel momento una sorda y violenta detonación que parecía venir del interior del navio, resonó cortando la palabra al energúmeno. Hubo un instante de estupor y luego estalló un grito:
—¡Fuego!
Una humareda blanca comenzaba a brotar en la popa del
Plutón
, saliendo lentamente por unas aberturas de ventilación, con rejillas de madera. Un viento de pánico agitó a los esclavos, que pronto fueron llamados al orden por los látigos de los guardianes. Escrainville y su estado mayor se precipitaron hacia la popa.
—¿Dónde está el primer maestre de puente? —aulló.
Un grupo de marineros asustados y vacilantes, se lanzó hacia delante.
—¡Cuatro hombres para levantar la trampa de la escotilla otros cuatro para que bajen a ver lo que sucede! Esto viene del anejo de los víveres junto a las cocinas.
Pero nadie se movió ni una pulgada. Los espectadores parecían petrificados por algo insólito.
—Es el fuego del diablo, señor —balbució uno de los marineros—. Mirad ese humo, no es humo natural, cristiano…
En efecto, las nubes que salían de la escotilla se arrastraban pesadamente a ras del suelo; de cuando en cuando tomaban la densa blancura del yeso, para esparcirse de pronto como la bruma que se eleva de la hondura de un lugar húmedo. Escrainville se adelantó como si quisiera cogerlo en el hueco de la mano y se lo llevó a la nariz.
—Es un olor raro.
Se dominó y arrancando la pistola del cinturón de Coriano, vociferó:
—Os tiro al culo si no bajáis en seguida, como he ordenado.
De pronto, el panel enrejillado pareció alzarse entre los vapores. Los testigos aullaron y el propio Escrainville retrocedió un paso.
—¡Un aparecido!
—¡Un resucitado!
De una nube más espesa surgió una forma envuelta en lienzo blanco. Salió de allí una voz sofocada.
—Os lo ruego, señor Escrainville, no os molestéis vos. No es nada…
—¿Qué… qué significa? —balbució el pirata, desconcertado—. ¡Alquimista maldito! No contento con hacernos correr desde el amanecer ¿ahora prendes fuego a mi barco?
La aparición pareció desprenderse de su envoltura. La cabeza y la barbita de Savary aparecieron un instante; luego, estornudó, tosió, volvió a taparse con el sudario y haciendo unas señas tranquilizadoras al grupo, volvió a sumirse tras el panel, cuya trampilla se cerró de nuevo sobre la aparición.
Angélica y todos los presentes creían haber asistido a algún sortilegio. Pero pronto reapareció Savary, subiendo ahora por la escala que comunicaba con el segundo puente. Parecía tranquilo y de muy buen humor, aunque cubierto de hollín y sus ropas arrugadas, sucias y desgarradas estaban impregnadas de un olor dulzón y nauseabundo. Explicó reposadamente que no había tal incendio pero que aquellos vapores y la detonación los había causado simplemente «un experimento que permitía las mayores esperanzas para la ciencia y para la navegación marítima en particular». El jefe de los piratas le miró de arriba abajo, furioso.
—Entonces, ¿no te has evadido?
—¿Yo? ¿Evadirme? ¿Por qué? Me encuentro muy bien en vuestro barco, señor marqués.
—Pero entonces… ¿el caique? ¿Quién lo ha desaferrado de la borda?
La cara colorada de un marinero joven de nariz puntiaguda apareció en la toldilla. Subía la escala de cuerda por el costado del navio y se detuvo, sorprendido ante aquella reunión.
—¿El caique, patrón…? Lo he cogido yo para ir a por vino a la isla esta mañana.
Escrainville se calmó mientras Coriano se permitía reír.
—¡Ah, patrón! Desde la historia de ese condenado marsellés veis evasiones por todas partes. He sido yo mismo quien le dije a Pierrik que trajese una carga completa de mosto esta mañana.
—¡Imbécil!
El pirata, iracundo, se encogió de hombros y se apartó de ellos. Entonces vio a Angélica. Su rostro convulso se distendió. Pareció hacer un esfuerzo para ablandarse y parecer casi amable.
—¡Ah! Esta aquí nuestra bella marquesa. ¿Estáis ya bien? ¿Cómo os sentís?
Ella seguía apoyada en el mamparo, mirándole con una mezcla de horror y de incomprensión. Murmuró al fin:
—Disculpadme, señor, pero no acabo de comprender qué me ha ocurrido. ¿He estado entonces tan enferma?
—Más de un mes —dijo el pirata con una mueca.
—¿Un mes? ¡Oh, Dios mío! ¿Y dónde estoy ahora?
Con un ademán, el marqués presentó la isla coronada de ruinas.
—Delante de Keos, mi querida señora, cierto paraje en medio de las Cicladas, archipiélago de Grecia.
Angélica recordaba haberse dormido ante la costa siciliana, y ahora se despertaba un mes más tarde, al otro lado del mundo, en aquellas islas griegas abandonadas de los dioses, en manos de un pirata mercader de esclavos. Refugiada de nuevo en el cobijo de su estrecho camarote, intentó ella en vano acordarse de lo que había sucedido.
Ellis, agazapada a sus pies, le contó cómo Savary y ella la habían cuidado día y noche para arrancarla de la maligna fiebre que la consumía. Algunas veces el marqués d'Escrainville venía a verla. Miraba impasible la forma inconsciente en que se agitaba sobre la estrecha litera. Luego, con los puños cerrados, les decía que los desollaría vivos si dejaban «que perdiera él un lote semejante».
—Te he cuidado bien, ¿sabes?, amiga mía… Cuando empezó a dolerte menos la cabeza te cepillé los cabellos con polvos odoríferos. Ahora están muy bellos. Y pronto volverás a ser bella también.
—Dame un espejo —dijo Angélica, inquieta. Se contempló con una mueca: tenía las mejillas hundidas y pálidas, los ojos muy grandes. Pensó que quizá el pirata renunciaría a venderla.
—¿No te da vergüenza de ir así, vestida de hombre?
—No. Creo que es preferible.
—¡Qué lástima! Debes estar tan bella con esos vestidos de las francesas de los que tanto se habla.
Para complacerla, Angélica le describió algunos de los atavíos que había ella llevado en Versalles. Ellis, encantada, reía y aplaudía. Contemplando su rostro juvenil de ojos dulces oscuros, Angélica se preguntó cómo una criatura que había vivido un año en la intimidad de un marqués d'Escrainville podía haber conservado tan espontánea alegría. Se lo dijo. La joven griega desvió los ojos.
—¡Oh! ¿sabes…? donde estuve antes era peor… Él no es tan malo. Me ha hecho regalos… Me ha enseñado a leer, sí. Me ha enseñado el francés y el italiano… Me sentía dichosa cuando me estrechaba contra él y me acariciaba… Pero se ha cansado. Ahora ya no me ama.
—¿A quién ama?
Una nube de rencor flotó sobre la frente de la esclava.
—A su pipa de hachís. Y suspiró, resignada.
—Fuma porque piensa siempre en algo que no puede alcanzar.
Coriano el tuerto se presentó con una sonrisa que quería ser amable descubriendo los pocos dientes que le quedaban. Dijo que la joven debía subir al puente. El aire era fresco y haría mucho bien a su salud.
Ellis echó sobre los hombros de Angélica un ligero velo y la colocó sobre un rollo de cordajes, junto al portalón, frente a la isla. Habíase levantado un aire delicioso y permanecieron largo rato mirando los colores irisados del cielo y del mar.
Poco después se acercó el marqués d'Escrainville. Tuvo la diplomacia de no dirigir la palabra a su prisionera, contentándose con hacerle un gran saludo. Luego, se mantuvo cerca del portalón abierto, subido en la escala de cuerda, a fin de comprobar el embarque de la «mercancía».
Reinaba gran animación en la isla. Oíase a veces un grito penetrante, seguido de otros varios que cesaban bruscamente.
El caique abordó el
Hermes
. La «mercancía» subió a bordo, representada por un muchacho de diecisiete a veinte años y un niño de unos diez, ambos de belleza estatuaria, y cutis de melocotón maduro bajo largas cabelleras negras y rizadas. Llevaban sobre el hombro una veste de piel de cordero; la veste de los pastores, cuya mirada inocente habían conservado. El niño tenía aún en la mano la flauta de caña de cuatro notas que le servía para llamar a las cabras. Volvió los ojos hacia la isla y se puso a gritar tendiendo los brazos. Un marinero se lo llevó. Venía después una mujer. Era la que un momento antes lanzaba aquellos gritos desgarradores. Ahora, parecía medio desmayada. Un marinero la tomó en vilo para subir y ella se quedó desplomada sobre el puente, con la cabeza inclinada y los largos cabellos negros extendidos sobre el suelo viscoso del navio. Las mujeres que seguían tropezaban en ella. Desfilaron después unos hombres y numerosos viejos. El último, un mercader, hizo que izasen unos cestos llenos de uvas negras que presentó a Escrainville. Este cogió un racimo y fue a ofrecérselo a Angélica. La joven lo rechazó con un gesto.
—Hacéis mal —dijo el pirata— esto traería de nuevo el color a vuestras mejillas. Las uvas de la encantadora Keos son famosas y vuestro amigo Savary pretende que hay que tomarlas para evitar el escorbuto. ¡Vaya! ¿dónde se ha metido ahora ese viejo mono?
Un marinero respondió, con una risotada:
—Está en la isla, señor, peinando a los machos cabríos.
El marqués d'Escrainville soltó la carcajada.
—¡Peinando machos cabríos…! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No he oído nunca fábula tan chusca. Y, sin embargo, ha conseguido realmente hacerme creer que me ganaría una fortuna peinando a todos los machos cabríos de las islas griegas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —De pronto, tuvo un acceso de cólera frenética—… Pero que no se imagine que voy a dejarme manejar como un niño. ¿Dónde está? ¡Que me lo busquen! No tengo intención de dormir aquí.
—¡Ahí está! —gritó una voz.
Entre las siluetas negras de la orilla se vio correr una especie de negrito afanoso. Subió, in extremis, a la canoa que volvía hacia el barco.
El enteco boticario trepó por la escala de cuerda con la habilidad de un mono y sin interrumpir por ello sus locuaces discursos. Se dirigía a Escrainville:
—La escala os habrá reportado más que una satisfacción, señor, ¡una verdadera fortuna! He recogido más de 100 onzas de ládano o gomorresina; y no olvidéis que el famoso «bálsamo negro» que se extrae de él, se vende a varias decenas de libras la onza. Con los perfumes que vais a obtener, os meteréis en el bolsillo a todas las Cortes de Europa.
Para apoyar su gesto, Savary, que ponía pie en el portalón, hundió la mano en su casaca… que apareció a través de un agujero por el que se escapó la pipa del viejo sabio. Quiso atraparla, pero la lanzó involuntariamente por la borda.
Su mímica provocó la hilaridad de los filibusteros. La ropa raída del anciano aparecía toda pegajosa a causa de una especie de goma. La llevaba hasta en sus cabellos blancos, que sobresalían de su negro casquete. Su cutis aparecía cadavérico y marcado del modo más extraño por unos regueros azules y verdes, pero sus ojos seguían chispeando vitalidad. Arrancó de las manos de un grumete una pequeña cubeta, cuyo contenido puso bajo la nariz de Escrainville.
—Mirad esto. Aquí tenéis ládano auténtico, materia preciosa entre todas y que supera con mucho al almizcle de las Indias, tan difícil de conseguir. Señora, os saludo, al fin estáis curada… Contemplad esta maravilla. Se trata, digo, del ládano, sustancia gomorresinosa que exudan espontáneamente, en forma de gotas, las hojas de ciertos arbustos, del género Cistus ladaniferus. Se recoge peinando la barba de los machos cabríos que ramonean las hojas de esos arbustos. La sustancia grasienta que aquí veis será fundida y purificada. Dará ládano líquido o bálsamo negro, que guardaré en pequeñas vejigas.
—¿Y me prometes que podré sacar dinero de esa porquería? —preguntó d'Escrainville, receloso.