La negra y la inglesa.
Angélica se tapó los oídos. Hacía varias horas que los gritos histéricos de las mujeres de Abd-el-Maleck, llegaban del fondo del palacio penetrantes, prolongándose en entrecortada melopea de estertores. Una jaqueca lancinante martilleaba las sienes de Angélica. Sentía escalofríos.
Fátima intentaba en vano ofrecerle alguna bebida caliente o helada, frutas, pasteles. La sola vista de aquella comodidad melosa y glotona de las odaliscas, la revolvía como si todo aquel amontonamiento de golosinas rosas y verdes, de selectos perfumes, de ungüentos dulzones con que las sirvientas moras le habían dado masaje para descansarla de las fatigas del viaje, le recordasen tenazmente su espantosa condición: encerrada en el harén del príncipe más cruel del Universo.
—Tengo miedo. Quiero irme de aquí —repetía ella, con voz entrecortada, infantil.
La vieja esclava provenzal no comprendía las razones de aquella súbita depresión cuando ya había terminado el largo viaje durante el que su dueña había dado pruebas de valentía y resignación edificantes. Fátima-Mireya estimaba que ya no había nada mejor que aquel inmenso caravasar en donde el férreo puño del Gran Eunuco hacía reinar tranquilizadora disciplina. Pese al desorden de los recientes acontecimientos, la efervescencia en que se encontraba la ciudad, el temor que hacía pesar sobre todos el furor de Muley Ismael escarnecido por su sobrino, y aunque el Gran Eunuco hubiera sido retenido por el Rey para hablarle y aconsejarle después de aquella larga ausencia, los recién llegados y todos los miembros de la caravana habían sido objeto de una opulenta y eficaz acogida.
Los baños de las sultanas estaban a punto; el vapor humeaba en los «hammam» de mosaicos verdes y azules donde se afanaba un ejército de jóvenes y sirvientas. La vieja Mireya se vio en seguida investida con el mando sobre tres negritas y otros tantos negritos que le eran necesarios para proveer las innumerables cosas que faltan indefectiblamente en toda nueva mansión, aun siendo regia. De las cocinas salían sin cesar fuentes de vituallas olorosas. Cada nueva cortesana tenía ya su apartamento personal preparado según su categoría. Los muchachos entraron en grandes dormitorios donde los dómines, regla en mano, comenzaban ya a educar a aquella inquieta juventud mientras que unos juglares se encargaban de distraerlos en aquel período inicial de adaptación. Los caballos fueron llevados al magnífico establo para ser allí almohazados y baldeados. Era del público dominio que Muley Ismael sentía mayor pasión por sus caballos que por sus mujeres. El elefante enano devoraba una montaña de blanda hierba, seca y olorosa; la jirafa un guacal de bananas y las avestruces tenían la alegría de reanudar, en un criadero modelo, gratas relaciones con sus congéneres llegadas del lejano sur.
El serrallo del Gran Eunuco era una casa bien ordenada. Fátima gozaba al sentir aquel abrigo cerrarse sobre ella después de los difíciles años que había vivido en la alcazaba hedionda de Argel, cual pobre vieja vagabunda, alimentándose apenas con un puñado de higos y un sorbo de agua pura. Aquí, había muchas viejas, llenas de experiencia y chismes que propalar en todas las lenguas antiguas: esclavas elevadas al rango de sirvientas o de amas de gobierno de casa grande o, contrariamente, antiguas concubinas del Rey y de su antecesor; éstas, al no tener derecho al dorado retiro en lejanas fortalezas como las sultanas favoritas, aportaban su hiel y su afición a la intriga entre las filas de la servidumbre. Responsable de cada cortesana o favorita, así como de sus vestidos, de su adorno, de su belleza, tenían mucho que hacer, en pintarlas, depilarlas, peinarlas, aconsejarlas, satisfacer sus caprichos, facilitarles recetas amorosas eficaces para retener los favores de su dueño y señor. Fátima se consideraba capacitada para ello. Le habían hablado incluso de una acompañanta de la sultana Leila Aicha, muy apreciada por su ama y que era también de Marsella. Además, éste era un harén en el que los eunucos se mostraban, en general, muy corteses. No sucede lo mismo en todos los harenes. Pero Osmán Ferradji no desdeñaba la influencia de las viejas sirvientas sobre sus huéspedas y sabía atraérselas para hacer de ellas excelentes carceleras.
Cuanto más reflexionaba, más lleno de cualidades le parecía a Fátima aquel serrallo. Llegaba así a creer que ni el del gran Sultán de Constantinopla podía superarle en opulencia y refinamiento. La única sombra en aquel cuadro era el comportamiento de la cautiva francesa, también a punto de echarse a llorar, de gritar y de arañarse el rostro, como las mujeres indígenas de Abd-el-Maleck en la habitación próxima, o como la pequeña circasiana, designada para ir al lecho real aquella noche, y a quien los eunucos se habían llevado aullando de terror por un dédalo de patios y corredores. Cuando las mujeres se ponen excitadas, habiendo más de mil reunidas, se puede augurar un buen alboroto y lamentables excesos. En Argel, Fátima había visto a algunas cautivas arrojarse desde los balcones y romperse el cráneo sobre las losas de los patios. Extrañas nostalgias se apoderan a veces de las extranjeras. Angélica le parecía a punto de ceder a uno de aquellos humores sombríos y peligrosos. Fátima no sabía ya qué partido tomar. Tenía que salvar su responsabilidad. Requirió la opinión del segundo de los eunucos, el brazo derecho de Osmán Ferradji, el grueso Rafai. Este ordenó que le dieran un calmante. Ya lo habían preparado para la circasiana.
Angélica atontada, huraña, con dolorosas punzadas en la cabeza, las miraba como a figuras de pesadilla, odiando la presencia de la vieja renegada, la de los negritos ingenuos de ojos muy abiertos y más aún la del solapado Rafai, con su aire falso de nodriza bondadosa y desolada. Él era quien ordenaba siempre la flagelación de las mujeres indómitas. No soltaba nunca las disciplinas. Los odiaba a todos… El olor penetrante del maderamen de cedro le aumentaba la jaqueca. Los gritos agudos pero lejanos, la hacían sufrir a veces menos que las risas femeninas, procedentes de una ventana enrejada, entre aroma de té verde y yerbabuena.
Se sumió en un sueño nauseabundo, para encontrar, al despertarse en la noche, otro rostro negro, que ella creyó al principio ser de un eunuco. Pero por la manera de estar velado y por el signo azul de Fatima la hija de Mahoma, que marcaba su frente, comprendió que era una alta y voluminosa mujei, envolviendo en los pliegues de muselina azul oscuro su amplio pecho de negra nutrida con la leche grasa de las camellas.
Inclinaba sobre Angélica su cara hocicuda, de mirada penetrante y cauta llevando en la mano una lámpara de aceite que bañaba en un halo de luz amarilla su nocturna aparición; y, a su lado, clara como una aurora, la de un ángel de tez de peladilla rosada, y cabellos de miel bajo las vaporosas muselinas. Las dos mujeres, la blanca y la negra, hablaban a media voz en árabe:
—Es bella —decía el ángel rosado.
El demonio negro contestaba:
—Demasiado bella.
—¿Crees que le cautivará?
—Tiene cuanto se necesita para ello. ¡Maldito sea Osmán Bey, ese tigre solapado!
—¿Qué vas a hacer, Leila?
—Esperar. Es posible que no le guste al Rey. Que no sea lo bastante hábil para retenerle.
—¿Y si así fuera?
—Haría de ella mi esclava.
—¿Y si continuase siéndolo de Osmán Ferradji?
—Está el espíritu de sal o el vitriolo para deshacer las caras demasiado bellas y también hay cordones de seda para ahogar a las demasiado seductoras.
Angélica lanzó un grito penetrante, grito de musulmana angustiada como los que seguían resonando en las profundidades del palacio. El ángel y el demonio se esfumaron en la noche.
Angélica se levantó palpitante, devorada por un ardor que la levantaba y le daba una fuerza loca. Gritaba sin cesar. Fátima, trastornada, sirvientas y negritos corrían en todos sentidos, tropezando en los almohadones, mientras la vieja se dedicaba a encender todas las lámparas para aclarar la situación. Apareció Osmán Ferradji. Su sombra gigantesca se alargó sobre el enlosado, y, como la otra vez, la sola aparición de aquella sombra calmó a Angélica. Era alto, sereno, implacable, y su inteligencia amplia como el mundo. No estaba encerrada entre demonios, puesto que aquel hombre estaba en el harén. Se dejó caer de rodillas, hundió su cara en los pliegues de la chilaba del rey mago, y sollozó repitiendo:
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
El Gran Eunuco se inclinó, poniéndole la mano sobre el cabello.
—¿De qué puedes tener miedo, Firuzé, tú que no lo tuviste a la cólera de Mezzo-Morte ni a fugarte de Argel?
—Tengo miedo de ese animal sanguinario, vuestro Muley Ismael; tengo miedo de esas mujeres que han venido aquí y que quieren estrangularme…
—Estás ardiendo de fiebre, Firuzé. Cuando tu fiebre se calme no tendrás ya miedo.
Dio órdenes para que la volvieran a su lecho, la tapasen bien y fueran a buscar tisanas febrífugas. Angélica jadeaba, apoyada en los almohadones. La fatiga del viaje, la quemazón del sol, el horror de los espectáculos a que hubo de asistir además de las exhalaciones insanas de los pudrideros, habían provocado en ella un nuevo acceso de aquella fiebre mediterránea que la había postrado cuando estaba prisionera en el velero de Escrainville. El Gran Eunuco se agachó junto al lecho. Ella gimió:
—Osmán Bey, ¿por qué me habéis sometido a esta prueba?
Él no preguntó cuál. Admitía que Angélica ante el espectáculo de Muley Ismael haciendo justicia, tuviera tales reacciones extremas, pues ya había notado que las Cristianas de las naciones occidentales son más propensas a conmoverse a la vista de la sangre que las moriscas o las Cristianas de origen oriental. No estaba seguro todavía de si en aquel caso se trataba de engañosa hipocresía o de sincera repulsión. ¿No es toda mujer, en el fondo, un pantera adormecida que se relame con el goce de ver sufrir? Sus cautivas, tanto las silenciosas moscovitas como las negritas risueñas, ¿no preferían a las diversiones, danzas o festines que él organizaba para distraerlas, la recompensa de ir a ver martirizar a los Cristianos? Pero la inglesa Daisy-Vanila, musulmana desde hacía diez años y muy enamorada del rey, seguía poniéndose el velo ante los ojos o mirando entre los dedos de la mano cuando ciertos espectáculos resultaban demasiado sangrientos.
Había que tener paciencia. Esta mujer, más inteligente, se desprendería pronto de estériles sensiblerías. La vio reaccionar con firmeza ante el cadáver de quien por unos momentos había sido su amante. Y le extrañaba verla ahora más profundamente trastornada por la ejecución de un príncipe como Abd-el-Maleck que nada era para ella y al que no había visto nunca anteriormente. Murmuró, perplejo:
—He creído necesario hacerte conocer en su fuerza y en su gloria, al dueño que te he elegido… y al que debes subyugar.
Angélica prorrumpió en nerviosa risa, que interrumpió llevándose la mano a las sienes. Cada sobresalto le hacía sufrir.
—¡Subyugar a un Muley Ismael! —Le veía de nuevo haciendo caracolear su caballo, henchido de rabia y de dolor bajo su manto amarillo, color de su cólera, y cortando de un solo sablazo la cabeza del carnicero negro—. No sé si comprendéis bien el sentido de la palabra francesa «subyugar» que acabáis de emplear, Osmán Bey. Vuestro Muley Ismael no me parece de una pasta suficientemente blanda para que una mujer lo pueda manejar a su antojo.
—Muley Ismael es un príncipe de fuerza aplastante. Ve claro y lejos. Actúa con presteza y en el momento preciso. Pero es un toro insaciable. Necesita mujeres y está siempre bajo la amenaza de caer bajo la influencia de un cerebro frágil y mezquino. Necesita junto a él una mujer que sepa disciplinar los caprichos de su espíritu inquieto… que llene la soledad de su corazón… que magnifique sus sueños de conquistador. Entonces será un gran príncipe. Podrá aspirar al título de Emir-El-Mumenine, es decir, Comendador de los Creyentes…
El Gran Eunuco hablaba pausadamente y no sin titubear. Aquella mujer, que tanto había buscado y hallado al fin, la que le ayudaría a traspasar a Muley Ismael sus propias ambiciones, no la tenía aún segura. La veía decaída pero la sentía, de pronto, escurrírsele de las manos, lejos de él, aunque se le agarrase puerilmente a la chilaba.
Las mujeres son seres difíciles. Sus peores flaquezas ocultan a veces un implacable despertar. Una vez más, Osmán Ferradji, Gran Eunuco del Serrallo de Su Majestad el Sultán de Marruecos, daba las gracias al Altísimo de que la suerte y la mano experta de un brujo sudanés, le hubieran apartado, desde su juventud, de la esclavitud natural que impulsa a veces al hombre de espíritu elevado a transformarse en juguete de esas muñecas caprichosas.
—¿No le has encontrado hermoso y joven? —le preguntó también con dulzura.
—Y más cargado sin duda de crímenes que de años. ¿A cuánto asciende el número de crímenes que ha cometido por su propia mano?
—Pero, ¿de cuántos atentados no se ha librado? Todos los grandes imperios se levantan sobre el crimen, ya te lo he dicho, Firuzé. Es la Ley de la Tierra. ¡Inch Al-lah! Quisiera, Firuzé —escúchame porque esta vez es mi voluntad— quisiera que introdujeses en Muley Ismael ese veneno sutil que tú sola posees, que deja en el corazón de los hombres una languidez, una sed de ti de la que no pueden curarse, como ese pelele, el pirata Escrainville, pero también como tu gran soberano, el rey de los Francos, a quien has herido para siempre. Sabes bien que tu rey de los Francos no puede olvidarte. Te ha dejado huir y ahora se consume. Quiero que emplees tu poder sobre Muley Ismael. Quiero que le hundas en el corazón el dardo de tu belleza. Pero no te dejaré huir —añadió en tono más bajo.
Con los ojos cerrados, Angélica escuchaba aquella voz clara y juvenil como la de una amiga, que hablaba francés con un acento algo infantil; y le extrañaba, al abrir sus párpados doloridos, descubrir un rostro tan negro, de expresión austera y marcado por la sabiduría secular de los grandes pueblos africanos.
—Escúchame, Firuzé. Y tranquilízate también. Dejaré a tu fiebre y a tu miedo el tiempo de apaciguarse, a tu razón el tiempo de comprender, a tu cuerpo el tiempo de desear. Esperaré para hacer mención de ti ante el soberano. Te desconocerá hasta el día en que, considerándolo tú, te revele yo a sus ojos.
Angélica sintió que se aliviaba súbitamente su malestar. ¡Había ganado la primera partida! Estaría más oculta entre aquella mezcolanza de cortesanas que una aguja en un pajar; y contaba con aprovechar aquel tiempo para libertarse y huir. Le preguntó: