Indomable Angelica (57 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

—No es tan terrible, ¿sabes…? Ha procurado hacerme reír para secar mis lágrimas… Me ha regalado un brazalete. Su mano era suave sobre mi hombro. Su pecho es como un escudo de plata… Yo no era mujer y ahora lo soy… Y aprendo cada noche nuevos placeres.

«La circasiana le gusta a Muley Ismael —había dicho Osmán Ferradji—. Le distrae y le retiene como una gatita. Está bien así. Esto me da tiempo para prepararle su tigresa».

Angélica se encogía de hombros. Decía que no, pero cada día sostenía con más dificultad una lucha insidiosa, colmada de pastas de almendra y confituras, de cuidados de belleza y confidencias eróticas que las cortesanas se musitaban unas a otras en su celoso afán de revelar las atenciones del dueño. En el harén, todos los sentidos eran exaltados, cuidadosamente mantenidos y sólo giraban alrededor de la persona omnipotente e invisible de Muley Ismael. Estaba presente en todas partes. Aquello se convertía en una obsesión. Angélica se despertaba sobresaltada por la noche, segura de que iba a verle surgir en la sombra.

Cuando tenía ocasión de verle realmente, en carne y hueso, como ahora, sentíase satisfecha. Readquiría forma y densidad; era un hombre con sus limitaciones, y no un mito abstracto, casi religioso. Angélica no había perdido nunca pie ante un hombre. Le tomaría la medida a éste, como lo hizo con otros, y entonces… ya se vería.

—¿Cuándo harás venir a nuestros Padres? —preguntó Colin Paturel mientras comía a dos carrillos. Iba hacia su objetivo con la tenacidad del uro.

—No tienen más que venir con entera confianza, cuando quieran. Hazles saber que accedo a tratar con ellos.

El normando propuso escribir inmediatamente dos cartas. Una de parte del Rey al alcaide Alí, hijo de Abdallah, que sitiaba Ceuta, la ciudad española, a fin de que iniciase aquella negociación. Y la otra a los Padres Trinitarios, que la recibirían por mediación de los comerciantes franceses de Cádiz.

Siendo los dos expeditivos, Muley Ismael hizo coger acto seguido la pluma a su amanuense y Colin Paturel hizo acercar a su escribiente, el esmirriado pelirrojo que hacía poco le había animado: «Mata. ¡No mueras!» Le llamaban Jean-Jean de París. Era uno de los pocos cautivos nacido en la capital de Francia. Antiguo pasante de un magistrado, había acompañado a su jefe a Inglaterra para cierto asunto. El barco, presa de la tempestad, habíase ido a la deriva; estuvo veinte veces a punto de estrellarse contra las costas de Bretaña, encontrándose al fin en el golfo de Gascuña donde unos corsarios berberiscos les dieron caza y capturaron. Colin Paturel le dictó una carta dirigida al R. P. Superior, suplicándole que organizara una misión de rescate para los cautivos de Mequinez que habían estado hasta entonces muy olvidados en relación con los de Inglaterra y Túnez. Recomendaba que trajeran ricos presentes para agradar al Rey, en especial relojes de pared; sí, relojes de pared, muy grandes, con un péndulo dorado que representase el sol. Los ojos del Sultán brillaron. Le entró de pronto la prisa de hacer partir a sus mensajeros.

Piccinino el Veneciano, banquero de los cautivos, sacó de la alcancía común cuatro ducados para el amanuense que había escrito la carta al alcaide Alí. Esta fue secada con arenilla, sellada y metida en un estuche que el mensajero debía llevar sobre su misma piel, bajo la axila. Una preocupación oscurecía aún el rostro de Ismael.

—¿Tú has dicho que los «pappas» se llaman Padres Trinitarios?

—Sí, señor. Son unos abnegados religiosos que recorren los campos y recogen los óbolos de las gentes piadosas a fin de poder rescatar también a los cautivos sin fortuna.

Pero la preocupación del Sultán era de otro género.

—¿Trinitarios, es decir, de la Trinidad? ¿No es el dogma que vosotros profesáis, el que Dios se divide en tres personas? Eso no es cierto. No hay más Dios que el Dios único. No puedo hacer venir a mi reino a unos Infieles que pertenecen a una creencia tan insultante.

—Pues bien, dirijamos mi carta a los Padres Redentoristas —dijo bonachonamente el normando, rectificando la dirección.

El mensajero partió al fin entre una nube de polvo rojizo y Muley Ismael prosiguió su requisitoria.

—Vosotros, los cristianos decís que hay el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Infligís un insulto a Dios. Creo que Jesús era el Verbo de Dios. Creo que era uno de los más grandes entre los profetas porque el Corán dice: «Todo hombre que nace del seno de su madre es abofetedo por Satanás, excepto Jesús y su Madre». Pero yo no creo que fuera Dios en persona, porque si lo creyese… Si lo creyese haría quemar a todos los judíos que están en mi reino —rugió, tendiendo el puño hacia Samuel Baidoran.

El ministro judío dobló el espinazo. El corazón de Muley Ismael era un embrollo de violentos rencores religiosos que le invadían hasta el sofoco. La mayoría de sus actos provenían del sentimiento de un Dios frustrado, vejado, envilecido por la necedad de los Descreídos y que él, Comendador de los Creyentes, debía hacer respetar. El Sultán respiró hondamente.

—Quisiera discutir sobre la Ley contigo, Colin Paturel. ¿Cómo puede un hombre de buen sentido complacerse en el mal que trae la condenación?

—No soy un buen teólogo —respondió Colin Paturel, royendo el ala de su pichón—, pero ¿a qué llamas tú el Bien y el Mal, señor? Para nosotros, matar a un semejante representa un crimen.

—¡Imbéciles! ¡Imbéciles que mezcláis detalles terrenales con las grandes verdades! El Mal… El único Mal imperdonable es rechazar la salvación, ¡es rechazar la Verdad! Y éste es el crimen que todos los días cometéis vosotros, los cristianos, y del que os hacéis culpables, y más todavía los judíos, que fueron los primeros en recibir la Verdad… Los judíos y los cristianos han mancillado nuestros libros sagrados, el Libro de Moisés, los Salmos de David, los Evangelios… y les han hecho decir lo que no han dicho nunca. ¿Cómo puedes vivir así en el error? ¿Vivir así en el pecado? ¡Responde, perro bastardo!

—No puedo responderte. Yo no soy más que un pobre marinero normando, nacido en Saint-Valéry-en-Caux. Pero te mandaré a Renaud de Marmondin, un caballero de Malta, muy versado en la ciencia de Dios.

—¿Dónde está tu caballero? Traémelo.

—No está en Mequinez. Ha salido al amanecer con la columna que va al Oued a buscar los cestos de grava para el mortero.

Aquellas palabras arrancaron de pronto a Muley Ismael de sus preocupaciones metafísicas. Su sangre de edificador hirvió al comprender que una parte de sus esclavos descansaban hacía tres horas.

—¿Qué hacen estos perros saciándose con los restos de mi mesa? —aulló—. Les había yo invitado a presenciar tu suplicio pero no a burlarse de la humillación que tú me has impuesto. Fuera de mi vista, ¡puerco infame! Te he concedido la gracia por este día. Pero mañana… ¡Ten cuidado…! ¡Mañana…!

E hizo administrar cien bastonazos a todos los franceses cautivos que, aquella mañana, habían faltado al trabajo para ver morir a Colin Paturel.

XLVIII Los jardines de Mequínez.

La esclava torturada.

Los jardines de Mequinez eran maravillosos. Angélica iba allí con frecuencia, entre un grupo de mujeres, o en palanquín de ruedas tirado por dos muías. Las portezuelas corridas la ocultaban a las miradas; pero ella podía ver y gozar de la belleza de las flores y de los árboles, exaltada por la luz ardiente del sol.

A veces temía aquellos paseos, pensando con ansiedad en si la diplomacia del Gran Eunuco no habría preparado un encuentro con el amo al revolver de una avenida. Ahora bien, esto ocurría a menudo, ya que Muley Ismael sentía por aquellos paseos una predilección que le hacía parecerse a su lejano ejemplo de soberano, Luis XIV. También él quería ver en persona la marcha de las obras. Sin embargo, aquella hora era propicia para abordarle en las mejores condiciones. Sobre todo cuando tenía en los brazos uno de sus hijos recién nacidos o uno de sus gatos, mientras recorría con paso mesurado las sombreadas avenidas, seguido de grandes personajes de su Corte. Todos sabían que era el mejor momento para presentarle una petición difícil. Muley Ismael no se enojaba entonces nunca, por temor a asustar a la muñequilla morena y ataviada que apretaba sobre su pecho o al gato opulento que acariciaba.

Tenía por los niños y los animales una pasión y una dulzura que sorprendían a cuantos se le acercaban, al igual que extrañaba su brutalidad salvaje con sus semejantes. Los jardines, los palacios estaban llenos de animales raros. Por todas partes, en los árboles, en los patios, por el césped, bajo las flores, gatos de todas las razas, cuidados por un ejército de servidores, exhibían sus opulentos pelajes grises, blancos, negros, listados o moteados. Sus ojos garzos, sus pupilas de oro fluido, seguían largamente a los paseantes a lo largo de las avenidas. Aquello creaba múltiples presencias invisibles y aterciopeladas, que moraban en los jardines como los «djinns» o espíritus protectores y les daban un alma soñadora y secreta. Los gatos no estaban amaestrados para custodiar a esclavos o tesoros, como en Oriente. Los mimaban por ellos mismos, lo que los hacía mansos y satisfechos. Los animales eran felices en la mansión de Muley Ismael. Los caballos, que junto con los gatos, era la especie animal que más adoraba, tenían cuadras espléndidas, con bóvedas de mármol y de trecho en trecho, entre las dos galerías, fuentes y abrevaderos de mosaicos verdes y azules. Los rosados flamencos, ibis, pelícanos, retozaban sin temor al borde de un estanque.

En algunos parajes el verdor era tan espeso, la hilera de olivos y de altos eucaliptos tan bien ordenada, que se ofrecía a la vista la perspectiva de un gran bosque, haciendo olvidar la prisión de las murallas almenadas que los encerraban. Los eunucos acompañaban generalmente a las mujeres en sus paseos, porque a pesar de los muros de la alcazaba, había demasiadas idas y venidas en el interior del inmenso recinto, a causa de las obras. Sólo les eran libremente accesibles los patios con surtidores y macizos de adelfas.

Aquella mañana, Angélica pensaba en ir a visitar al elefante enano. Esperaba así ver a Savary, que era el médico primero del preciado animal. La pequeña circasiana y otras dos concubinas de Muley Ismael se unieron a ella: una alta y alegre etíope, Muirá, y una «peuhl», de raza berebere, de rostro impasible, muy claro, color madera de limonero. Tomaron el camino de la casa de fieras, custodiadas por tres eunucos, uno de ellos Ramidan, el jefe de la guardia de la Reina, que llevaba en sus brazos al principito Zidan. Este, al oír hablar del elefante, había pedido ruidosamente que le llevasen allí.

Las predicciones de Angélica resultaron exactas. Encontraron a Savary armado de una enorme jeringa de plomo, disponiéndose, con ayuda de otros dos esclavos, a aplicar un clisterio a su paciente. El elefante había engullido demasiadas guayabas. El principito quiso ofrecerle más inmediatamente. El médico no tuvo inconveniente en ello. Unas guayabas más o menos no alterarían en nada la indisposición del paquidermo y era preferible no arrostrar la cólera del regio negrito. Angélica aprovechó aquel momento para dar a Savary dos panecillos tiernos que ocultaba bajo sus velos. El gordinflón Refei lo vio pero no dijo nada. Tenía órdenes muy precisas en lo concerniente a la cautiva francesa. No había que enfrentarse con ella por una minucia. Angélica murmuró:

—¿Habéis concebido algún plan para nuestra evasión?

El viejo boticario lanzó una inquieta mirada y respondió entre dientes:

—Mi yerno, el judío Samuel Cayan, ese muchacho encantador, está dispuesto a adelantarme una suma importante para pagar a los encubridores que han de servirnos de guías. Colin Paturel conoce a algunos que han logrado éxito en unas evasiones.

—¿Son de confianza?

Él los garantiza.

—Entonces, ¿por qué no se ha escapado él?

—Va siempre encadenado… Su evasión es por lo menos tan difícil como la vuestra. Dice que jamás ha intentado una mujer evadirse… O si lo ha intentado, nunca se ha sabido. A mi juicio, esperad mejor a la llegada de los Padres Redentoristas y haced que intervenga Su Majestad el rey de Francia.

Angélica quiso replicar vivamente, pero un gruñido de Rafai la hizo comprender que el coloquio secreto, del que no podía entender una palabra, había durado ya demasiado. Con lo cual los guardianes apremiaron a las mujeres para que se retirasen. Costó más trabajo convencer al príncipe Bombón. Ramidan tuvo que tomarlo de nuevo en brazos. Su cólera se calmó cuando, alrededor de una avenida, encontró al viejo esclavo, medio calvo, Juan-Bautista Caloen, un flamenco que recogía las hojas caídas. El niño gritó que quería cortarle la cabeza porque era calvo y ya no servía para nada. Promovió tan espantoso alboroto que los eunucos aconsejaron al esclavo que se dejase caer al suelo no bien le hubiera tocado. El principito levantó su cimitarra en miniatura y asestó el golpe con todas sus fuerzas. El viejo se desplomó, haciéndose el muerto. No por ello dejaba de tener en el brazo un extenso corte. A la vista de la sangre, el monigote encantador se calmó, siguiendo alegre su paseo.

Pasaron cerca de un jardín muy profundo que estaba lleno de trébol para los caballos de palacio. Una balaustrada prolongaba la terraza. Algo más lejos había un bosquecillo de naranjos y rosales. Era el lugar más atractivo de la alcazaba, cuyo plano había sido trazado por un jardinero español y armonizaban no sólo el verde azulado de los árboles, en donde se encendían las gruesas linternas de las naranjas, con los de los macizos de rosas que estaban a su pie, sino también los perfumes delicados de los frutos y de las flores. Dos esclavos estaban trabajando allí. Al pasar, Angélica los oyó hablar en francés. Se volvió para mirarlos. Uno de ellos, mozo apuesto de aspecto fino y noble, le hizo un guiño con mirada alegre. Ha de estar muy abrumado un francés por el yugo de la esclavitud para no sonreír al paso de veladas beldades misteriosas, aunque tenga por ello que perder la vida. La pequeña circasiana exclamó de pronto:

—Quiero esa naranja tan hermosa, la de arriba. Decid a los esclavos que la cojan.

En realidad, ella había visto al guapo joven y deseaba pararse, examinarle. La experiencia del amor en brazos del voluptuoso Ismael había hecho de la ignorante muchachita una mujer curiosa que deseaba probar sus encantos ante otros hombres. Aquellos, pese a sus caras de mal alimentados y a sus harapos miserables, eran los primeros a quienes veía aparte del Rey, desde que éste le había revelado las primeras reglas del juego sutil y violento que, desde que el mundo es mundo, opone y acerca a Eva y Adán.

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