Se extendió un murmullo, que degeneró de nuevo en clamores:
—¡Colin! ¡Colin Paturel! ¡Colin-el-Normando!
Un mozo flaco y rojo gritó en francés, inclinándose hacia él:
—¡Colin, compañero, lucha! Mata, acogota, pero no mueras. ¡No mueras!
El esclavo, desde el foso de los leones, alzó sus macizas manos con gesto tranquilizador. Angélica vio entonces los agujeros ensangrentados en el hueco de sus palmas y recordó que era el hombre a quien habían crucificado sobre la Puerta Nueva. Con paso tranquilo, contoneándose ligeramente, avanzó hasta el centro del foso y alzó la cabeza hacia Muley Ismael.
—Te saludo, señor —dijo en árabe, con voz bien timbrada y segura—. ¿Cómo estás?
—Mejor que tú, perro —respondió el sultán—. ¿Has comprendido que ha llegado al fin el día de pagar las insolencias con que me hartas desde hace años? Ayer mismo osaste calentarme los oídos con tu petición de que hiciera venir a unos «pappas»
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a mi reino para venderles mis propios esclavos… ¡Pero si yo no quiero vender mis esclavos! —gritó Muley Ismael, irguiéndose en su blanco ropaje—. Los esclavos me pertenecen. Yo no soy de Argel ni de Túnez, no tengo por qué imitar a esos comerciantes podridos que olvidan lo que deben a Alá para no acordarse más que de sus intereses… Has agotado mi paciencia. Pero no como esperabas. ¿Te imaginabas ayer, cuando al despedirte te colmé de caricias y promesas que te ibas a encontrar hoy en el foso de los leones? ¡Ja! ¡Ja! ¿Te lo imaginabas?
—No, señor —contestó el normando en tono humilde.
—¡Ja! ¡Ja! Te regocijabas y te jactabas ante los tuyos de manejarme a tu antojo. Colin Paturel, vas a morir.
—Sí, señor.
Muley Ismael volvió a sentarse con gesto sombrío. Empezaron a elevarse de nuevo los gritos en las filas de esclavos y los guardias negros levantaron hacia ellos los mosquetes. El Sultán miró también en aquella dirección. Su expresión se ensombreció más aún.
—No me agrada condenarte a muerte, Colin Paturel. Me he resignado ya varias veces y me he felicitado después de verte volver sano y salvo de los tormentos en los que esperaba hacerte perecer. Pero esta vez, no dejaré a los demonios la posibilidad de socorrerte, puedes estar seguro. No me moveré de aquí hasta que no te hayan roído el último hueso. Sin embargo, ¡me desagrada tanto verte morir! Sobre todo pensando que mueres en la ceguera de tus creencias y que te condenarás. Aún puedo concederte la gracia. ¡Hazte mahometano!
—Eso es imposible, señor.
—¿Qué imposibilidad —rugió Muley Ismael— puede haber para un hombre que sabe el árabe, de pronunciar estas palabras: «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta»?
—Si las pronunciase, sería moro. Y entonces te entristecerías, señor. Pues ¿por qué te desagrada verme morir y deseas conservarme la vida? Simplemente porque soy el jefe de tus cautivos de Mequinez, que gracias a mí tienen más corazón y obediencia para construir tus palacios y mezquitas; y necesitas que yo siga con ellos. Pero si me hago moro, seré un renegado, ¿y qué voy a hacer después entre los esclavos cristianos…? Me pondré el turbante, iré a la mezquita y no tendré ya que manejar la llana a tu servicio. Renegado, me pierdes con tu gracia. Cristiano, me pierdes con tus leones.
—Perro, bastante me ha trastornado ya la cabeza tu lengua endemoniada. ¡Muere, pues!
Cayó un agobiador silencio sobre la multitud, porque, mientras el esclavo seguía hablando, habían visto levantarse detrás de él la segunda trampa. Con toda lentitud, salió de la sombra un soberbio león de Nubia. Movía la pesada cabeza coronada por negra melena y avanzaba con el paso de las fieras, pesado y ágil a la vez. A su zaga se estiró una leona menos corpulenta, y luego otro león del Atlas de pelaje como la arena caldeada y melena casi roja. Dieron silenciosamente unas zancadas, y se encontraron junto al esclavo que no se había movido. El león de Nubia empezó a azotarse los flancos nerviosamente, pero parecía irritarle mucho más la presencia de las cabezas ansiosas inclinadas allí arriba, que la presencia del hombre inmóvil abajo en su morada. Gruñó paseando impávida mirada sobre la multitud; y luego, de pronto, rugió varias veces, con el lomo en tensión. Angélica se tapó la cara con el haick. Oyó murmurar a la multitud y miró de nuevo. El león, completamente asqueado por la curiosidad malsana de que era objeto, había ido a echarse a la sombra de una roca, pasando cerca del cautivo con indiferencia. Un poco más y le habría rozado las piernas como un enorme gato.
La multitud árabe, frustrada en su espera, se puso a dar gritos histéricos, a arrojar piedras y terrones para excitar a las fieras. Estas rugieron a coro, y luego, después de haber dado una vuelta completa, fueron a tenderse ante las cerradas trampas, manifestando así el deseo de volver a continuar su siesta en sitio más tranquilo.
Los ojos de Muley Ismael se desorbitaron.
—Tiene la baraka —jadeó varias veces—, tiene la baraka. —Se levantó, y en su excitación se acercó mucho al borde del foso—. Colin Paturel, los leones no quieren hacerte daño. ¿Cuál es tu secreto? Dímelo y te concedo la vida.
—Concédeme la vida primero, y te diré mi secreto.
—¡Sea! ¡Sea! —dijo el Rey, impaciente.
Hizo una seña y los encargados de las jaulas levantaron las trampillas. Los leones se adentraron bostezando en la sombra mientras los batientes bajaban de nuevo. Una inmensa aclamación brotó del pecho oprimido de los esclavos. Los Cristianos se abrazaban unos a otros llorando. ¡Su jefe estaba salvado!
—¡Habla! ¡Habla! —gritó Muley Ismael, impaciente.
—Una gracia más, señor. Permite que los Padres Trinitarios vengan a Mequinez para ocuparse del rescate de los esclavos.
—¡Este perro quiere jugarse la piel! ¡Que me traigan mi mosquete y le suprimiré con mi propia mano!
—Y me llevaré el secreto conmigo.
—Bueno, sea también. Haced venir a vuestros sagrados «pappas». Ya veremos lo que me traerán de regalo y si les debo algo a cambio. Sal de ahí, Colin Paturel.
Con agilidad a pesar de sus gruesas cadenas, el hércules subió los escalones de piedra tallados en un talud del foso. Surgió por entre los árabes iracundos y defraudados, pero éstos no se atrevieron a tocarle ni a insultarle. Ante el trono de Muley Ismael, el esclavo cristiano se prosternó, con la frente en tierra. Los labios abultados del tirano se contrajeron en una especie de sonrisa indefinible y apoyó su babucha sobre el espinazo nudoso.
—¡Levántate, perro maldito!
El normando se irguió en toda su estatura. Angélica no pudo evitar el observar con intensidad a ambos personajes enfrentándose. Estaba tan cerca de ellos que no se atrevía a moverse ni apenas a respirar.
El uno tenía todo el poder, el otro estaba cargado de cadenas, pero resultaba que el Rey y el esclavo, el musulmán y el cristiano, reconocían un adversario común: Azrael, el Ángel de la Muerte. Ante hombres de aquel género, Azrael retrocedía espantado. Se iba a otra parte a llevarse vidas débiles, a segar hierbas silvestres y lánguidas… Aunque bien tendría que arrancarles la vida algún día; a Muley Ismael a pesar de la cota de mallas que llevaba siempre bajo su albornoz, a Colin Paturel a pesar de su astucia; pero la lucha que sostendrían con el Ángel sería encarnizada y Azrael no triunfaría al otro día precisamente. ¡No había más que mirar al uno y al otro…!
—Habla ya —dijo Muley Ismael—. ¿De qué magia te vales para apaciguar a los leones?
—No es cuestión de magia, señor. Pero al aplicame ese suplicio, ¿has olvidado que he estado mucho tiempo encargado de las jaulas y que aún ayudo a los beluarios? Los leones, por tanto, me conocen. He entrado ya impunemente en su jaula. Ayer aún me ofrecí para sustituir a los sirvientes que llevan la comida de las fieras y les hice servir ración doble… ¡Doble…! ¡qué digo! Triple ración. Esos tres animales que tú elegiste entre los más feroces para devorarme, han entrado en el foso atiborrados como un cañón hasta la boca. No es que ya no tuvieran hambre. La sola vista de un trozo de carne viva o sangrante les levantaba el estómago, tanto más cuanto que mezclé en su comida cierta hierba que predispone a la somnolencia.
Muley Ismael estaba negro de rabia.
—¡Perro descarado! ¡Tienes la osadía de decir ante mi pueblo que te has burlado de mí! Voy a quitarte la cabeza.
Se irguió y desenvainó su sable. El rey de los cautivos protestó:
—Te he entregado mi secreto, señor. He cumplido mi promesa. Tienes fama de ser un príncipe que mantiene las suyas. Me debes la vida por esta vez y has prometido hacer que vengan los Padres Trinitarios para nuestra redención.
—¡No me calientes más la cabeza! —aulló el tirano haciendo remolinear su cimitarra. Pero la volvió a envainar, murmurando—: ¡Por esta vez! ¡Sí, por esta vez…!
El desfile de los servidores trayendo la comida del Rey en una gran fuente de cobre fue motivo de diversión. Muley Ismael había dado orden de que le sirviesen su comida allí mismo, porque preveía que el apetito de los leones estimularía el suyo propio. Los servidores estuvieron a punto de caer de coronilla al ver la «comida de los leones» en pie, junto a su amo. El Rey se sentó sobre su colchón de almohadones e hizo que se agrupasen a su alrededor los notables que compartían su comida.
Volvió a preguntar al normando:
—¿Y cómo has podido adivinar que yo me disponía a hacerte arrojar al foso de los leones? No se lo he dicho a nadie antes de cantar el gallo. Por el contrario se difundía en palacio el rumor de que yo te había escuchado favorablemente.
Los ojos azules del cautivo se entornaron.
—¡Te conozco, señor, te conozco!
—¿Quiere eso decir que mis tretas son burdas y que no sé engañar a los que se me acercan?
—Tú eres hábil como el zorro, pero yo soy normando.
Los blancos dientes del sultán lanzaron un relámpago sobre su cara tenebrosa. Reía. Esto desató la hilaridad de los esclavos, entre quienes circulaba el «secreto» de Colin Paturel.
—Me gustan los normandos —dijo Muley Ismael, bonachón—. Voy a ordenar a los corsarios de Salé que vayan a navegar además hacia Honfleur y el Havre, para que me traigan un montón de ellos. Eres realmente muy alto. Me superas en estatura y esto es una insolencia que no puedo tolerar.
—Tienes varios medios de remediarlo, señor. Puedes cortarme la cabeza. O, si no, hacerme sentar a tu lado. Con el turbante serás más alto que yo.
—Sea —dijo el Rey después de un momento de reflexión en que decidió no enfadarse—. Siéntate.
El esclavo dobló sus largas piernas y tomó asiento sobre las suntuosas sederías junto al temido sultán que le ofreció un pichón. Los alcaides y grandes personajes del séquito del Rey y aun las dos reinas Leila Aicha y Daisy Valina murmuraron, ofendidos. Muley Ismael echó un vistazo a su alrededor.
—¿Qué tenéis que murmurar? ¿No os han servido a vosotros también unas tajadas?
Uno de los visires, Sidi Acmeth, un renegado español, respondió con malhumor:
—No nos quejamos de la comida, señor, sino de ver a un hediondo esclavo sentado junto a ti. —Los ojos le centellearon.
—¿Y por qué me veo obligado a tratar, de igual a igual con un esclavo hediondo? —preguntó—. Voy a decíroslo. Porque ninguno de mis ministros quiere mancharse tomando la palabra por ellos. Si los esclavos quieren pedirme algo, tienen que acudir a mí directamente y esta es la causa de que me vea yo en el disgusto de castigarles por su insolencia y de que pierda así cada vez un esclavo por vuestra culpa. ¿No os incumbiría sobre todo
a vosotros
, interponeros entre ellos y yo; a ti, Sidi Acmeth Mouchady y a ti, Rodani, que fuisteis cristianos en otro tiempo? ¿Por qué no has sido tú, Acmeth, el encargado de pedirme que hiciera venir a unos «pappas»? ¿No tienes compasión de tus antiguos hermanos?
Muley Ismael se acaloraba a medida que iba hablando. El español no se turbó. Conocía lo sólido de su postura. Era el lugarteniente principal del Rey en sus campañas contra las tribus rebeldes. Fue capturado por los berberiscos siendo oficial de Su Majestad Felipe IV, cuando se dirigía a América con tropas de ocupación. El Sultán tuvo ocasión de comprobar sus cualidades de estratega durante una retirada en el Atlas, donde Juan de Alfaro, que había partido como esclavo, volvió al frente de una compañía de jenízaros. Muley Ismael que quería atraérsele, supo convencerle, gracias al tormento, de que abrazase la fe de Mahoma. A los reproches vehementes del Sultán, respondió, lanzando una mirada despectiva hacia los cautivos cristianos:
—He renegado del Maestro. No veo por qué iba a ocuparme de los servidores.
—¿Puedo comer, señor? —preguntó humildemente Colin Paturel, que esperaba con el pichón en los dedos.
Sufría allí un suplicio digno de los que Muley Ismael se complacía en inventar, porque su estómago subalimentado desde hacía años, no había conocido en todo aquel tiempo semejante momio. La pregunta provocó en el Rey un nuevo acceso de furor. En efecto, vio que los alcaides se habían puesto a comer sin esperarle y estalló en imprecaciones.
—¡Come! —gritó al normando— y vosotros, tragones, cesad de atiborraros como si los esclavos fuerais vosotros y os alimentaseis de pan y agua, y no unos ricos con todo el oro que me robáis.
Ordenó a sus negros que quitasen la fuente y llevasen inmediatamente lo que quedaba a los cautivos. Los alcaides querían al menos retirar la fuente, diciendo que los cristianos eran indignos de comer de la misma que el Rey. Pero él hizo que la entregasen tal como estaba, llena de pollos, pichones y arroz con azafrán. Los cautivos se arrojaron sobre el regio donativo y hubo una batalla de perros rabiosos alrededor de la cazuela.
Angélica miraba compasivamente a aquellos pobres desdichados, envilecidos por riguroso cautiverio y sin esperanza. Había seguramente entre ellos nobles, nombres distinguidos, eclesiásticos, personas de calidad; pero la miseria los cubría a todos con la misma gris uniformidad y los mismos andrajos. Observó su delgadez y pensó en maese Savary, cuyos dedos le habían parecido secos y duros como palitos. El pobre hombre se moría en realidad de hambre ¡y ella no había pensado siquiera en darle un bizcocho…!
Desde su sitio, había podido oír el coloquio del Rey y del normando y entender casi todo su sentido. Notó que la violenta personalidad, siempre en movimiento, de Muley Ismael la atraía y repelía a la vez. Domar a un hombre de aquella clase era domesticar una fiera, que sería siempre una fiera, conservando su ímpetu salvaje, y afición a la sangre. La pequeña circasiana, velada de verde, se apoyó en su hombro. Sus ojos no se apartaban del perfil del Sultán. Había hecho a Angélica unas confidencias vacilantes, en un árabe tan torpe como el de su compañera; pero sus gestos y mímica lánguida suplían su falta de elocuencia.