La joven le miró largo rato, intentado adivinar un vestigio de humanidad en aquel rostro que, cerca de ella, surgía de la sombra iluminado por el fanal que acababan de encender.
—¿Queréis realmente hacer eso?
—¿Y por qué creéis que conservo a bordo de mi barco una tunanta de vuestra especie?
—Escuchad —dijo ella con una súbita esperanza—, si es dinero lo que queréis, puedo proporcionaros mi rescate. Soy muy rica, en Francia.
El denegó con la cabeza.
—No. No quiero tener tratos con los franceses. Son demasiado astutos. Para cobrar el dinero tendría que ir a Marsella. Es peligroso… Y demasiado largo. No tengo tiempo de esperar. Necesito de precisión comprar un barco… ¿Tienes dinero bastante para eso?
—Tal vez.
Pero se acordaba del mal estado de sus asuntos, a su partida. Había tenido que hipotecar su navio y el futuro cargamento para hacer frente a sus gastos en la Corte. Además, habiéndose atraído la cólera del Rey, su situación en Francia ¿no era acaso de las más precarias? Se mordió los labios, desesperada.
—Como ves —dijo él—, estás realmente en mis manos. Soy tu dueño y haré contigo lo que me plazca.
El viaje continuó. El pirata, maldiciendo a Savary, echaba el ancla cada día ante una de aquellas islas secas y atestadas de estatuas blancas. La árida tierra no producía más que viñedos y ruinas suntuosas. Los habitantes fabricaban el vino cálido y aplastaban a mazazos los mármoles antiguos para reducirlos a polvo, quemarlos y obtener la cal para enjalbegar las casas. No se alimenta uno de vino y dioses soberbios.
Acechados por la penuria, vendían sus vinos, sus sacos de cal, y hasta sus mujeres y sus hijos a los escasos navios de paso.
El gendarme turco que la administración de Constantinopla enviaba para que arrastrase su sable curvo por aquellas islas deseheredadas, cerraba los ojos ante el tráfico del pirata cristiano. D'Escrainville le invitaba a bordo. Tomaban juntos café en la toldilla, fumaban el narguilé y el turco, después de haber cobrado algunos cequíes presenciaba la instalación de sus administrados en la cala de los esclavos. Pasaron Kytnos, Syra, Mykonos, Délos.
Pese a las promesas de Savary, Angélica sentíase devorada por la inquietud, y a veces Ellis no sabía cómo sacarla de su decaimiento.
—¡Lástima —exclamó ella un día— que el Rescator haya ido a visitar al rey de Marruecos! El te habría rescatado.
Angélica saltó.
—Pasar de las manos de un pirata a las de otro, no veo la ventaja.
—Sería eso mejor para ti que estar encerrada en un serrallo… Las puertas de un serrallo sólo la muerte vuelve a abrirlas a aquellas a quienes han hecho entrar un día los eunucos. Ni siquiera la vejez les da la libertad. Prefiero los piratas —dijo Ellis con aire razonable—. Y ese de que te hablo, no es con las mujeres un amo como los otros. Escucha, hermana mía, voy a referirte la historia de Lucía, la italiana a la que habían raptado los berberiscos en las costas de Toscana. Me la contó, cuando estuve en el presidio de Argel… una mujer que había conocido a Lucía después que el Rescator la hubo llevado a su país. En su mansión, en una isla fortificada, le servían comidas maravillosas, golosinas exquisitas a diario y mucho amor.
Angélica no pudo por menos de reír ante la ingenuidad de la muchacha.
—A mí no me gustan ni las golosinas ni el amor… Por lo menos en esas condiciones.
—Pero a Lucía le gustaban. No había comido nunca a satisfacción en su pobre Toscana. Y como era bella como una diosa, había conocido muy pronto el placer y estaba contenta con las golosinas y con el amor.
—¿Qué quieres? Yo no soy Lucía ni tengo esos gustos de odalisca.
Ellis pareció defraudada. Continuó, con una súbita inspiración:
—Escucha otra historia, hermana… Hubo en Candía, María la armenia. Llegada al «batistan» se echó sobre el suelo. Tuvo Erivan, el jefe de ventas, que cogerla por los cabellos para que pudieran verle la cara. Y aunque era bella como la noche, nadie quería comprarla a causa de su languidez… El Rescator sí la compró. Se la llevó a su palacio de Milo, fuera de la ciudad. La colmó de regalos. Pero nada podía curarla. Entonces el Rescator se embarcó y cuando volvió traía dos niñitos, los hijos de María la armenia, que habían sido vendidos a un etíope. —La joven griega se irguió de pronto en la luz, como si acariciase con sus gráciles miembros la escena que describía—. Cuando ella los vio gritó como un animal. Los tuvo contra sus senos todo el día y nadie podía acercarse a ella. Pero, llegada la noche, cuando estaban ya dormidos, se levantó, se perfumó el cuerpo y se puso las joyas que le había ofrecido el Rescator. Subió a la terraza y empezó a danzar ante él para hacer que la deseara… ¡Oh! ¿Comprendes ahora, hermana…?, ¿comprendes quién es ese hombre…? Con los brazos levantados en forma de ánfora, ella giraba sobre la punta de sus pies descalzos, danzando como había danzado María la armenia, como debían danzar en otros tiempos las vestales bajo los blancos pórticos de las islas.
Luego volvió a acurrucarse a los pies de Angélica.
—¿Comprendes lo que quiero explicarte?
—No.
La esclava dijo, soñadora:
—Habla a cada mujer en su lengua. Es un mago.
—Un mago —dijo el marqués d'Escrainville con amargura—, ¡esto es lo que cuenta la puta! No hace falta mucho para trastornar su cerebro de pájaro. Un extravagante, sí; eso es el maldito Rescator.
—¿También vos le llamáis extravagante? ¿Por qué?
—Porque es el único, oís, el único pirata que no comercia con esclavos, siendo, sin embargo, el más rico, por un inverosímil mercado de plata que lo desorganiza todo y nos arruina. ¡Un mago…! ¡Un mago! ¡Bah…! Halla siempre el medio de aparecer en donde no se le espera. Nadie sabe dónde está su base. Durante largo tiempo estuvo en Djidjeli, cerca de Argel. Luego la señalaban en Rodas. Después en Trípoli. Creo que estará más bien en Chipre. Es un hombre terrible porque no se comprende cuáles puedan ser sus móviles. Debe estar algo trastornado. Esto sucede en nuestro oficio.
—¿Es cierto que redime a veces cargamentos de esclavos de los que se ha apoderado?
Escrainville rechinó los dientes y se alzó de hombros.
—¡Un loco! Como es rico de por sí, se divierte en desorganizar mercados y arruinar a los demás. Los comerciantes y banqueros de las grandes ciudades le hacen reverencias con el pretexto de que ha regularizado el precio de la plata. Se hace el amo en todas partes. Pero esto no durará. Por mucho que le proteja su guardia jerifiana, alguien surgirá un buen día que mande
ad patres
, a ese chato de nariz cortada, a esa máscara de carnaval, a ese mago de pacotilla… ¡El Mago del Mediterráneo…! ¡Ja! ¡Ja! Yo soy el Terror del Mediterráneo… ¡Ya veremos…! Le odio como le odian todos los piratas, mercaderes de esclavos; Mezzo Morte, Simón Dansat, Fabricio Oligliero, los hermanos Salvador, Pedro Garmantaz el español, e incluso los caballeros de Malta, todos, todos… ¿Cómo ha logrado gozar del favor de Muley Ismael, el rey de Marruecos? ¡Es un misterio! El temible sultán le ha prestado su pabellón, y los moros de su guardia. Pero ya hemos hablado bastante de este individuo. ¿Queréis unos kébabs…?
Le tendió la fuente con unos pasteles de carne con grano ácido de tamarindo y asados con grasa de cordero.
Ahora, cada noche, el marqués d'Escrainville la invitaba a subir a la toldilla y compartir así su comida. Sermoneado sin duda por Coriano, se mostraba tan cortés como podía. En ciertos momentos su naturaleza volvía a predominar; la tuteaba, le decía cosas malintencionadas. En otros, recobraba su antigua educación y sabía retener la atención de la joven con su conversación. Ella descubría entonces que era muy culto, que conocía todas las lenguas orientales y que podía leer los clásicos griegos en el original. Todo lo cual hacía de él un personaje extraño.
Junto a los caprichos sádicos que le impulsaban a torturar a sus esclavos, tenía para otros atenciones casi paternales. A menudo hacía subir a la pasarela, junto a ellos, a diez gentiles negritos que había comprado en Trípoli. Los niños se arrodillaban, discretos, con sus pies descalzos y permanecían allí muy juiciosos, con sus ojos de esmalte blanco brillando en el anochecer.
—¿No son lindos? —decía Escrainville contemplándoles con ojos enternecidos—. ¿Sabéis que estos pequeños salvajes del Sudán valen su peso en oro?
—¿Sí?
—Son eunucos.
—¡Pobrecillos!
—¿Por qué?
—¿No es horrible esa mutilación?
—¡Bah! Sus brujos son hábiles para hacer eso con rápida rudeza. Luego rocían la llaga con aceite hirviendo y les meten hasta la cintura en la arena ardiente del desierto hasta la cicatrización. El método es bueno puesto que los jefes de las tribus que nos los encaminan hacia la costa, afirman que no muere más del dos por ciento.
—¡Pobrecillos! —repitió la joven.
El pirata se encogió de hombros.
—Creedme, vuestra compasión va desencaminada. ¿Qué suerte más feliz pueden conseguir esas semillas de caníbales? Vienen de comarcas terribles donde el que se libra de los dientes del león no evita la azagaya de su enemigo que se lo come vivo. En sus tribus se alimentaban de raíces y de ratas. Ahora, comen hasta hartarse. Cuando los haya vendido representarán para sus dueños un objeto de lujo. De jóvenes no harán otra cosa que jugar al chaquete o al ajedrez en la escalinata de un palacio con los hijos del sultán o acompañarles a la caza con halcón. Cuando lleguen a adultos, tendrán un papel de primera categoría. ¿Olvidáis que ciertos eunucos según enseña la Historia, han sido coronados emperadores de Bizancio? Cuántos conozco que reinan, de hecho, sobre el espíritu del dueño, cegado por los placeres. Oiréis hablar del jefe de los eunucos negros del Sultán de Sultanes, del jefe de los Eunucos blancos, de su hermano Solimán, un tal Chemil-Bey o también de Osman Ferradji, el Gran Eunuco de Muley Ismael, rey de Marruecos. Un gigante que mide cerca de dos toesas. Un gran bonachón en todos los aspectos, feroz, felino, genial. El es quien ha colocado a Muley Ismael en el trono ayudándole a asesinar a las varias decenas de pretendientes que le cerraban el paso. —Se calló un momento y cruzando por su mente un pensamiento perverso, se echó a reír—. ¡Sí! ¡Sí! Creo firmemente que no tardaréis en medir el poder de los eunucos en Oriente, bella cautiva.
Angélica se apoyó en la columna estriada, sobre la que caía la luz de las Cicladas.
Estrujó entre sus dedos una brizna de albahaca. Hacía un momento, cuando atravesaba el pueblo, el pope ortodoxo, tocado con el Kamilafka de negros velos, había acudido a su encuentro y le había ofrecido la ramita odorífera en señal de acogida y de paz. El pobre viejo, embrollado en su ignorancia, intentaba preservar a sus feligreses de la férula de los piratas. Había procurado hacerse— comprender por aquel joven corsario rubio que desembarcaba en la playa acompañado de unos marineros de caras patibularias. ¿Tal vez se compadecería él de aquellas pobres gentes miserables…?
Escrainville no tardó en asirle de la barba y arrojarle al suelo, injuriándole en griego y asestándole una tanda de puntapiés.
—¡Impío! —gritó Angélica.
El pope volvió hacia ella sus manos descarnadas con elocuentes palabras. El marqués soltó la carcajada.
—Cree que sois mi hijo y os pide, por el amor que os tengo, que intercedáis para que le dejemos sus dos hijas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Es lo más chusco que he oído nunca.
—¿Y si yo os lo pidiese?
Él le dirigió por encima del viejo una mirada larga, indefinible.
—Apartaos —dijo él—. No tenéis por qué mezclaros en lo que hacemos aquí.
Angélica se alejó, separándose del espectáculo lamentable de que había sido testigo tantas veces.
Desde su curación, Coriano exigía que bajase ella en cada escala. El aire fresco le sentaría bien. ¡Como si le faltase en el puente de un navio! Pero Coriano se mostraba intransigente. La esclava tenía que hacer ejercicio. La primera vez, Angélica anduvo con pie tímido sobre la playa, sorprendida de sentir el suelo duro y estable. Se alejaba del pueblo dejando que los filibusteros disputasen en su áspero comercio. Y ella encontraba un poco de soledad a la sombra de un templo, entre los niveos restos de estatuas volcadas.
La brizna de albahaca exhalaba el olor mismo de aquella tierra consumida. Allí no había árboles. Todo era pobreza y desolación y, sin embargo, esplendor eterno. Faltaba el agua pero no la savia poética, gracias a la cual la leyenda y la fábula habían arraigado para siempre.
De las tierras altas llegaban los gritos agudos de los pastores mientras que Savary, armado con sus peines de madera retozaba alegremente por los campos, para peinar allí las cabras y machos cabríos. Aquella noche, llevaría su provisión de ládano.
Aquella noche, también, las plañideras estarían en la playa, desgarrándose el rostro, cubriendo de ceniza sus cabellos grises…
Cerró Angélica los ojos. El olor de la planta le hacía soñar y el sol difundía en su interior el gozo de vivir…
El marqués d'Escrainville, a unos pasos de ella, la examinaba. Estaba apoyada en aquella columna blanca en graciosa y juvenil postura, el perfil inclinado bajo la mata de sus rubios cabellos, con los labios posados sobre la ramita verde, los párpados soñadoramente bajos; y él se dijo que amaba el encanto ambiguo que le confería aquel disfraz de muchacho, que ella se obstinaba en ponerse. Vestida con ropas de mujer, se hubiera parecido demasiado a «la otra». Hubiese acabado por matarla. Hubiera sido demasiado mujer, demasiado sirena, demasiado inerme también. Al natural, con la vieja veste de jinete, cuya vuelta se abría sobre su cuello flexible, tenía una seducción equívoca de acuerdo con la sutil languidez de aquellos lugares donde en otro tiempo venían a amarse los efebos.
Angélica sintió la presión de una mirada, alzó los ojos y tuvo un movimiento de retroceso. Él hizo un gesto imperioso.
—Ven.
Avanzó ella sin apresuramiento, tocando con la punta de su babucha los guijarros del sendero. Bajo la hebilla de plata que ceñía en las rodillas su calzón, sus pantorrillas desnudas eran redondas y atezadas. Coriano había sido sagaz en sus consejos. Hoy, la cautiva había recobrado la plenitud de sus mejillas y la cálida prestancia de su tez mate.
Escrainville la asió del brazo e inclinándose hacia ella le dijo con una especie de complicidad burlona: