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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (23 page)

—Ya lo has dicho —interrumpió Escrainville, malhumorado.

—¡Y somos nosotros…! Nosotros los que le hemos echado mano. Cuando se tiene una suerte parecida no se hace el c… Os digo que se pueden sacar por ella 10 000 piastras, tal vez 12 000. ¡Con lo cual hay para comprar un barco…!

El pirata torció el gesto. Reflexionaba. Finalmente, giró sobre sus talones y se alejó. Coriano hizo salir a Angélica del antro repugnante. Subió con ella y la instaló en su camarote, vigilándola celosamente. Ella temblaba todavía.

—Quiero daros las gracias, señor —dijo Angélica.

—De nada —gruñó el tuerto, hoscamente—. No es por vos, es por mis escudos. No me gusta que se malgaste la mercancía.

XIX La justicia entre los piratas

—¡Señora! ¡Bella señora…! ¿Quieres beber…? —La voz dulce insistía. Angélica se incorporó sobre un codo. Le dolía la cabeza, su frente era como de plomo—. ¡Bebe! Tienes sed.

La joven avanzó los labios hacia la copa que le tendían. El agua fresca le sentó bien. Sí, tenía sed, una sed horrible.

—Ellis… —dijo.

La cara menuda de grandes ojos negros parecía danzar suavemente ante ella.

—¿Sabes francés?

—Es el amo quien me lo enseñó.

—¿De dónde vienes?

—Soy griega.

—¿Por qué estás en el barco?

—Porque soy esclava. Hace doce lunas que el amo me compró. Pero ahora se ha cansado de mí… Deja a sus hombres que me atormenten… El otro día, sin ti…

—¿Dónde estamos?

—Ante la costa de Sicilia. He visto el resplandor del volcán por la noche. Echa humo, el maldito.

—Sicilia… —repitió maquinalmente Angélica. Adelantó la mano y le acarició la rizada cabellera. La presencia casi fraternal de aquella mujer le producía bienestar—. Quédate un poco cerca de mí. La griega miró aterrada a su alrededor.

—No me atrevo mucho rato…, pero volveré. Te serviré porque has sido buena conmigo… ¿Quieres beber más?

—Sí, quiero beber. Ayúdame a quitarme la ropa. Me quema la piel… ¿Has sido tú la que la has secado y planchado ayer?

—Sí.

Con gestos muy delicados Ellis ayudó a Angélica a quitarse las botas, el traje, el calzón y la camisa. Veía los cercos morados que rodeaban los ojos de la cautiva francesa y le dirigía miradas llenas de pavor. Angélica se envolvió en la sábana y se desplomó pesadamente sobre su litera.

—Tenía demasiado calor —dijo—. Ahora estoy mejor.

No oyó a la esclava retirarse furtivamente. La rápida marcha del navio la arrastraba en su rítmico balanceo. Encima de ella vibraba a veces el seco restallar de las velas hinchadas por viento. El navio avanzaba y Angélica se decía que iba por el mar hacia su destino. Había ella soñado siempre con ello desde el día en que su hermano Josselin le gritó: «Me voy por el mar…»

El barco la llevaba hacia su amor… Pero su amor retrocedía hacia el horizonte… «Joffrey de Peyrac, ¿se acordará todavía de mí, me querrá aún? —se preguntó con repentina lucidez—. He renegado de su nombre, él ha renegado de mi recuerdo…» «Las cenizas del volcán caen por todas partes. Recubren los caminos por donde no ha pasado nadie desde hace mucho tiempo… No se encontrará su rastro… Voy a morir bajo estas cenizas, se dijo Angélica. Me ahogo, tengo tanto calor, me queman por todas partes, pero ahora ya sé que nadie vendrá en mi auxilio…»

La puerta se entreabrió sobre el halo de una linterna que horadó la oscuridad de la cabina. En la claridad turbia, el rostro color arcilla agrietada del marqués d'Escrainville se inclinaba sobre ella.

—¿Qué, bella furia, habéis meditado? ¿Estáis decidida a mostraros dócil?

Estaba ella echada sobre el vientre, con la cabeza entre los brazos. Parecía una estatua de mármol, con el esplendor de sus bellos hombros desnudos, en la penumbra, y de su cabellera esparcida. Pero su inmovilidad no era la del sueño. Él frunció las cejas, dejó vivamente su linterna sobre el tablero, y se inclinó para levantarla. El cuerpo de Angélica se abandonó sin repulsa entre sus brazos. Su cabeza pesó sobre el hombro del pirata.

La colcha resbaló, revelando la belleza de su torso de una blancura dorada, modelada por suaves sombras. Aquella carne ardía bajo la mano. El pirata se estremeció. Quiso levantar su rostro para examinarlo. La cabeza de Angélica cayó hacia atrás como arrastrada por el peso de su espesa cabellera. Unas palabras precipitadas salían de sus labios, que distendían una secreta sonrisa.

—¡Amor mío! ¡Amor mío!

Entre los párpados semicerrados, la mirada se esquivaba, desfallecida de placer. Los ojos del marqués d'Escrainville fueron de aquella fisonomía trastornada por una intensa expresión de dolor y de ternura, a aquel cuerpo desnudo, ebúrneo y flexible que se apretaba contra él.

Finalmente, él se irguió y con precaución la tendió sobre la litera y la tapó. Afuera, creyó ver una silueta que huía subrepticiamente. Llamó:

—¡Ellis!

Vino ella hacia el pirata, bajando con una mano su velo y descubriendo sus grandes ojos sombríos. Él hizo un gesto hacia el interior del camarote:

—Esta mujer está enferma. Cuídala.

Angélica creyó tener una pesadilla. Estaba en la oscuridad en un navio que volaba en medio de la noche hacia destino desconocido. Oía el zumbido del viento en los cordajes, el restallar de las velas y el choque sordo de las olas contra la madera del casco. Una ráfaga de aire pasó sobre ella. La puerta del camarote batía contra el marco, abierta sobre el puente. Veíase poco de aquella noche sin luna, pero una luz débil se filtraba hacia abajo por una trampilla y unos cantos son sordina, extraños, dulces y —hubiérase dicho— religiosos, salían de allí a intervalos y subían hasta ella.

Angélica se levantó. Sentíase débil. Tuvo que hacer un esfuerzo prodigioso para llegar hasta la puerta y permaneció adosada a la jamba, ciñendo maquinalmente a su cuerpo sudoroso el largo chal que lo envolvía.

En un aislado rayo de luna, saliendo de una nube, vio ante ella la espaciosa cubierta, como un camino de plata, y empezó a andar, feliz de sentir bajo sus pies, las tablas aún tibias. Pasaron dos sombras ante ella y la curva de un sable morisco y el cañón de un mosquete rebrillaron.

—Unos guardianes —se dijo.

Intentaba comprender, pero su pensamiento se escapaba como arena entre los dedos. La luna desapareció. Todo quedó oscuro y se sintió vacilar de nuevo en la nada. Y sin embargo, seguía estando allí. Una linterna se balanceaba entre los centinelas. Alzaron una escotilla. La claridad rojiza que venía del interior se agrandó, descubriendo la cala abierta pobremente alumbrada con quinqués y las manchas blancas y morenas de unos rostros reunidos que se levantaban hacia la abertura. Un olor fétido a humanidad amontonada salió de allí.

«Había este mismo olor en el Patio de los Milagros —se dijo Angélica— y también en la chusma de las galeras. Son los esclavos. Los pobres esclavos…»

Continuó su marcha, y pasó cerca de unos centinelas que se sobresaltaron, y luego se inclinaron el uno hacia el otro, cuchicheando aterrados. ¿Habrían creído acaso que vislumbraban un alma errante? Una forma blanca venía al encuentro de Angélica. Un brazo rodeó sus hombros.

—¿Dónde estabas? Te he buscado por todas partes. ¡Oh, cómo me has asustado! ¡Ven a acostarte otra vez! No te quedes aquí, la luna te hará daño. Ven, amiga mía. ¡Ven, hermana mía…!El navio estaba ahora anclado.

Angélica lo notó en su balanceo ligero y con sacudidas. Se incorporó y apoyó su espalda cansada sobre la madera. El sol entraba como una bala de cañón por la abertura. Era su calor casi abrasador lo que había despertado a la joven. Se apartó buscando la sombra. Ruidos violentos y confusos habían sustituido al silencio nocturno. Se oían carreras de pies descalzos por encima de ella. Gritos, pitidos dominando un rumor de hormiguero trastornado.

—¿Dónde estoy?

Se pasaba las manos sobre el rostro para intentar borrar el velo que embrollaba su mente. Sus dedos le parecieron diáfanos, transparentes. Ya no los reconocía. Sus cabellos, sobre los hombros, eran fluidos, sedosos, e incluso impregnados de un ligero perfume. Hubiérase dicho que unas manos cuidadosas los habían cepillado a conciencia. Buscó con los ojos su ropa y la vio bien doblada y limpia sobre el cofre.

—Es Ellis quien ha hecho esto. Ellis, esta gentil esclava que me llama «hermana».

Comenzó a vestirse, sorprendida de sentir la chupa flotar en torno a su talle. No encontrando las botas, se calzó unas babuchas. Luego, buscó largo rato su cinturón.

—¡Oh, es verdad! Me lo quitó el pirata.

Volvíale poco a poco la memoria. Se levantó. Sus piernas seguían estando inseguras. Sin embargo, apoyándose en los mamparos consiguió salir. El puente al que subió estaba desierto. El ruido venía de la proa. Se acercó unos pasos más. El aire fresco la hizo vacilar y estuvo a punto de caer. Entonces lanzó un débil grito de éxtasis.

Una isla aparecía allí proyectando, sobre un cielo de oro, el perfil blanco y puro de un pequeño templo antiguo. El monumento se erigía solitario en la cumbre de una estrecha montaña medio verde, medio gris, rocosa y arbolada a la vez, que lo lucía, como diadema rematada por una perla. Su blancor temblaba en el aire límpido, saturado de luz. Parecía un barco irreal dispuesto a lanzarse hacia la serenidad de unos Campos Elíseos. Alrededor, múltiples columnas como otros tantos lirios entre hierbas del monte, dibujaban el recuerdo de otros templos, de otras aras desaparecidas. ¡Ruinas…!

La mirada de Angélica bajó a lo largo de la montaña, y encontró, en la orilla, un pueblo de toscas casas cuadradas, reunidas en torno a una cúpula de estilo oriental. Hombres y mujeres vestidos de negro, agrupados en la playa, miraban en dirección al bergantín, anclado en la rada. Era allí donde se desarrollaba el espectáculo. Una puerta golpeó muy cerca de Angélica y un hombre salió bruscamente. Pasó a su lado sin verla. Reconoció ella su casaca roja, algo descolorida, de bordados rozados, y sobre todo su rostro atezado, marcado de arruguitas y que expresaba por el momento una cólera loca. «El marqués d'Escrainville». Le había visto, inclinado sobre ella cuando luchaba contra una terrible sensación de ahogo. Aquella cara gesteante le recordaba horas de lucha agotadora. Retrocedió, ocultándose lo mejor posible.

Una exclamación junto a ella la hizo estremecer.

—¡Oh! Entonces es verdad que estás curada —exclamó Ellis—. Por eso te has levantado esta noche… ¿Te sientes mejor?

—Casi bien, sí. Pero, ¿qué significa todo este bullicio?

La joven griega se puso sombría.

—Un esclavo se ha evadido esta noche, ese viejecillo que era tu amigo.

—¡Savary! —exclamó Angélica mientras una sensación de vacío la invadía.

—Sí. Y el amo está furioso porque le tenía mucho apego a causa de su ciencia.

Angélica quiso precipitarse hacia la proa, de donde venía el rumor.

Ellis la contuvo.

—Que no te vean… ¡El amo está como loco!

—Tengo, sin embargo, que enterarme.

Ellis, resignada, la dejó hacer. Se acercaron cuanto pudieron y observaron la escena escondidas tras unos rollos de cordajes.

Toda la tripulación estaba reunida a proa, al pie de la toldilla, así como una multitud de gentes dispares que debían ser los esclavos del fondo de la cala. Había allí mujeres y niños, hombres en la fuerza de la edad, jóvenes y aun viejos, toda una humanidad blanca, amulatada, morena o negra, con las vestimentas más variadas, desde las gruesas chaquetas bordadas en colores esplendentes de los campesinos ribereños del Adriático, hasta los albornoces árabes y los velos oscuros de las mujeres griegas.

Escrainville paseó sobre ellos una mirada alucinada y luego apostrofó a Coriano, que subía la escalera de la toldilla con su paso pesado y filosófico.

—¡Ya ves adonde conduce la suavidad! —aulló—. Me he dejado halagar por ese condenado cuervo viejo del boticario. ¿Sabes lo que ha hecho? Se ha evadido. El segundo esclavo que se escapa de mi barco en menos de un mes. Antes no me había sucedido esto nunca, a mí. ¡Yo que soy el Terror del Mediterráneo! Por algo dan este sobrenombre. Y ahora me dejo engañar por una mísera oruga del que no he podido sacar ni cincuenta piastras en Liorna y que me ha embaucado con sus discursos hasta hacerme navegar ante estas islas desdichadas con el pretexto de que encontraría en ellas la fortuna por medio de no sé qué producto milagroso que se recoge con pala. Y pensar que le he creído, ¡como burro con albarda que soy! Hubiera debido yo recordar que le había recogido con ese condenado provenzal que ha encontrado medio de largarse con su velero. Una cascara de nuez que había yo cuidado de reparar para obtener un buen precio. Nunca se habían burlado de mí de esta manera! ¡Y hoy el boticario!

—Ha tenido cómplices, con toda seguridad. Sea entre los centinelas, entre la tripulación o los esclavos.

—Eso es lo que voy a averiguar. Coriano, ¿está aquí todo el mundo?

—Sí, señor.

—Entonces, vamos a reírnos un poco. ¡Ja! ¡Ja! No se chancea uno mucho tiempo del marqués d'Escrainville. Y si vuelvo a encontrarme algún día a ese condenado boticario le aplastaré como una chinche. Debí, sin embargo, recordar que fue también ese viejo demonio el que nos mandó un caique al fondo. ¡Hala! ¡Venid todos!

Como todo el mundo estaba allí, nadie se movió. Todos callaban, mirando con inquietud hacia la toldilla.

—Esta noche un caique de a bordo ha sido descolgado y ha huido llevando a bordo a un esclavo. ¿Qué centinelas han tomado el relevo durante la noche? Ha habido seis. Que estos seis se presenten. Presentaos. Se os perdonará la vida. El o los culpables, si lo confiesan no tendrán más castigo que ser separados de mis tripulaciones y desembarcados en esta isla. Presentaos antes de que haya acabado de decir esto en italiano, en griego y en turco.

Repitió su discurso en las tres lenguas. El capitán Matthieu se encargó del árabe.

Un silencio absoluto acogió aquella declaración, cortada por algunos chillidos de niños acallados en seguida por las madres asustadas. Uno de los cómitres se irguió al fin y gritó algo. Escrainville y Coriano se consultaron con la mirada.

—No saben nada. Es lo clásico. Pues bien, señores míos, puesto que os mantenéis obstinados sufriréis el castigo habitual. Los centinelas van a echar a suertes. ¡El designado por la suerte como culpable será ahorcado! Para empezar. ¡Tú, el de allá y tú, adelantaos!

Los dos hombres designados salieron del grupo y subieron a la toldilla. Uno era un apuesto negro, el otro un tipo mediterráneo, corso o sardo quizá, de cabello claro y tez bronceada. Ninguno temblaba. Era costumbre frecuente entre los filibusteros dejar que la suerte designase al que debía pagar por la colectividad. Nadie la eludía.

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