Indomable Angelica (10 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Angélica escogió uno de muselina de China, blanca y bordada. Se lavó en una jofaina en la que había preparada para el amo y su amante, agua perfumada con lavanda de Provenza. Se cepilló los cabellos polvorientos. Suspirando de alivio se envolvió en la suave prenda. Con los pies descalzos sobre las gruesas alfombras turcas, volvióse al tocador. Sentíase vacilante de cansancio. Escuchó un momento aún los rumores apagados del hotel, y luego se desplomó en el diván. ¡Qué importaban el futuro y todos los policías del mundo! Iba a dormir.

—¡Oh!

El grito agudo despertó a Angélica. Se incorporó con una mano en los ojos, cegada por la luz.

—¡Oh!

La muchacha morena, de la cara constelada de lunares, estaba a su cabecera, viva imagen del estupor y de la indignación. Bruscamente, se volvió y abofeteó a alguien a voleo.

—¡Granuja! ¡Esta era la sorpresa que me reservabais…! ¡Os felicito! Me la habéis dado. No olvidaré nunca afrenta tan irritante. ¡No os volveré a ver jamás en mi vida!

Con gran frufrú de vestidos y risrás de abanico al cerrarlo, franqueó la puerta y desapareció. El duque de Vivonne, apretándose la mejilla, miró alternativamente hacia la puerta, a Angélica y a su criado que traía dos candelabros. El sirviente fue el primero en dominarse. Dejó los candelabros sobre la consola, se inclinó ante su amo y, por si acaso, ante Angélica, y luego se escurrió cerrando la puerta con suavidad.

—Monsieur de Vivonne… estoy desolada —murmuró Angélica esbozando una sonrisa contrita.

Al sonido de su voz, él pareció comprender al fin que tenía delante una criatura de carne y hueso y no un fantasma.

—Era pues cierto… lo que me ha contado ese estúpido hace un rato… Estabais en Marsella… bajo mi techo… ¿Cómo podía yo suponerlo? ¿Por qué no os habéis presentado…?

—No quería que me reconociesen. He estado a punto de ser detenida, en varias ocasiones.

El joven se pasó la mano por la frente. Fue a un pequeño escritorio cuyo tablero bajó para tomar de allí una garrafita de aguardiente y un vaso.

—De modo que Madame de Plessis-Belliére ¡tiene a toda la policía del reino en su persecución…! ¿Habéis asesinado a alguien?

—¡No! ¡Peor aún…! Me he negado a acostarme con el Rey.

Las cejas del cortesano se alzaron de asombro.

—¿Y por qué?

—Por amistad hacia vuestra querida hermana, Madame de Montespan.

Con la garrafita en la mano, Vivonne la miró estupefacto. Luego su cara se distendió y soltó la carcajada. Se sirvió un vaso y vino a sentarse junto a ella.

—Creo que os estáis burlando de mí.

—Un poco… Pero no tanto como os figuráis.

Seguía ella esbozando una tímida sonrisa. Sus párpados, henchidos todavía de sueño, aleteaban lentamente sobre su verde mirada y por un instante cerraba los ojos dejando que las pestañas proyectasen sombra sobre sus mejillas tersas.

—Estaba tan cansada —suspiró ella—. Había estado horas enteras andando por la ciudad, me había extraviado… Aquí, me sentí como en un refugio. Perdonadme. Confieso que he sido muy indiscreta. Me he bañado en vuestro cuarto de aseo y he cogido este peinador de vuestro ropero —señaló la muselina ceñida alrededor de su cuerpo desnudo. Entre reflejos rosados se adivinaba la línea de los muslos y de las caderas bajo la blancura vaporosa.

Vivonne contempló el peinador y apartó los ojos. Se bebió de un sorbo un vaso de licor.

—¡Una historia endemoniadamente sucia! —gruñó—. El Rey os busca y van a acusarme de complicidad.

—Monsieur de Vivonne —protestó Angélica irguiéndose—, ¿seréis un necio? Os creía más interesado por la suerte de vuestra hermana… de la cual depende en cierto modo la vuestra. ¿Desearíais realmente verme caer en los brazos del Rey y a Athenaïs en desgracia?

—No, ciertamente —balbució el pobre Vivonne superado por aquella situación digna de Corneille—, pero tampoco quisiera disgustar a Su Majestad… Libre sois de negarle vuestros favores… Pero, ¿por qué estáis en Marsella?… ¿y en mi casa…?

Ella posó suavemente la mano sobre la de él.

—Porque quisiera ir a Candía.

—¿Eh?

El duque se puso en pie de un salto como si le hubiese picado una avispa.

—Partís mañana, ¿verdad? —insistió Angélica—. Llevadme.

—¡Esto es cada vez más asombroso! Creo que habéis perdido la razón. ¡A Candía! ¿Sabéis siquiera dónde está eso?

—¿Y vos? ¿Sabéis siquiera que soy el Cónsul de Candía? Tengo allí negocios muy importantes y me ha parecido oportuno el momento para ir a vigilarlos, dando así tiempo a que se calme la impaciencia del Rey. ¿No es una idea excelente?

—¡Es una insensatez…! ¡Candía…! —Alzó él los ojos al cielo, renunciando medir su locura.

—Sí, sí, ya lo sé —dijo Angélica—. El serrallo del Gran Turco, los berberiscos, los piratas, etc… Pero precisamente con vos, no temeré nada. Escoltada por la escuadra real francesa, ¿qué podría sucederme?

—Mi querida señora —declaró Vivonne solemne—, he sentido siempre por vos un infinito respeto…

—Demasiado quizá —deslizó ella con una sonrisa embaucadora.

La interrupción dejó cortado al joven almirante que farfulló antes de coger de nuevo el hilo de su discurso.

—¡Qué importa…! ¡Hum…! Sea como fuere, os he considerado siempre como una mujer cauta, que sabe dónde tiene la cabeza; y con gran pesar mío tengo que ver que no tenéis mucho más seso que esas damiselas que hablan antes de actuar y actúan antes de pensar.

—Como esa bonita morena que nos dejó hace unos momentos. Hubiera yo querido explicarme con vuestra encantadora amante. Furiosa, va a difundir el rumor de que estoy aquí.

—Ignora vuestro nombre.

—Le será fácil describirme en seguida y los indeseables reconocerán mi filiación. Llevadme a Candía.

El duque de Vivonne sintió seca la garganta. Los ojos de Angélica le daban vértigo. Su vista se turbaba ligeramente. Fue a su escritorio para servirse un segundo vaso.

—¡Jamás! —dijo al fin, respondiendo a su última súplica—. Soy un hombre sensato, prudente… Haciéndome cómplice de vuestra fuga, lo cual se sabría tarde o temprano, me expondría a la cólera del Rey.

—¿Y la gratitud de vuestra hermana?

—Sería segura mi desgracia.

—Desestimáis el poder de Athenaïs, querido. Y, sin embargo, la conocéis mejor que yo. Queda sola ante el Rey, que siente por ella… una inclinación muy pronunciada. Ha sabido seducirle con mil hábitos de los que él no ha sabido aún prescindir. ¿No la creéis lo bastante fuerte y hábil para recobrar su ventaja y reparar audazmente lo que yo haya podido destruir un poco en estos últimos tiempos, cosa que reconozco?

Vivonne con las cejas fruncidas, intentaba reflexionar.

—¡Diablo! —exclamó.

Y debió ver pasar la imagen de la deslumbrante Mortemart, oír el eco de su risa mordaz y de su voz inimitable, porque se calmó de nuevo.

—¡Diablo! —repitió—. Se puede confiar en ella. —Movió la cabeza repetidamente—. Pero vos, señora —dijo—, vos señora…

La observaba a hurtadillas. En cada una de las miradas ansiosas de él veía ella que el joven se iba dando cuenta de la presencia, en su casa, a aquella hora, de una mujer que había sido uno de los ornatos de Versalles, codiciada por el Rey. Iba detallando la perfección de Angélica con una especie de asombro, como si la viese por primera vez. Era cierto. Tenía una piel única, más dorada que la mayoría de las rubias, sus ojos eran verdes y de un verde claro junto a la negrura intensa de las pupilas. En Versalles, la había visto como un ídolo con sus tocados de Corte, que hacían palidecer de rabia a la Montespan.

Con aquel «deshabillé» de pliegues suaves, resultaba terriblemente femenina y viva. Por primera vez en su vida pensó en el Rey diciéndose: «¡Pobre hombre! Si es cierto que le ha rechazado…»

Angélica dejaba que el silencio pesara entre ellos. Era bastante divertido tener a un Mortemart en suspenso. Un momio del que muy pocos podían jactarse. La fogosidad y el carácter explosivo de la familia no parecían haber sido nunca cogidos en falta. Sentíase uno obligado a odiarles… o a adorarles, incluso a la hermana mayor, la abadesa de Fontevrault, de belleza de madona en sus tocas y oscuros velos, que fascinaba al Rey y encantaba a los cortesanos, sin que por ello dejase de poseer un alma ardiente; leyendo en latín a todos los Padres de la Iglesia y rigiendo su convento y a sus monjas subyugadas, por los senderos de la más elevada virtud.

Vivonne era también la imagen de sus hermanas, ricas en las mejores cualidades y los peores defectos, caprichoso y desenvuelto, rozando unas veces la grosería, otras la amabilidad extrema, otras la locura, otras el talento… Acababa por imponerse y de igual modo que una especie de amistad —la del rayo y el imán— había atraído a Angélica hacia Athénaïs, así también ella había concedido siempre al duque de Vivonne una preferencia divertida. Entre los otros gentiles-hombres, apegados a los pasos del amo y que vivían de sus subsidios, él le parecía de un metal más noble. Le miró, siempre sonriente, con sonrisa secreta que desconcertaba y se dijo que, en el fondo, a ella le gustaban aquellos Mortemart terriblemente ávidos, locos y apuestos. Alzó lentamente un brazo para apoyar en él su cabeza echada hacia atrás y lanzó al joven una mirada burlona.

—¿Y yo…? —repitió ella.

—¡Sí, vos, señora! ¡Sois una mujer extraña! ¿No acabáis de reconocer que habéis luchado por deshancar a mi hermana…? Y ahora os retiráis, deseáis incluso dejarle de nuevo el campo libre… ¿Qué fin perseguís? ¿Qué ventaja podéis obtener de esta comedia?

—Ninguna. Más bien disgustos.

—¿Y entonces?

—¿No tengo derecho como toda mujer a tener mis caprichos?

—¡Ciertamente…! Pero, escoged vuestras víctimas. Con el Rey esto puede haceros llegar lejos.

Angélica torció el gesto.

—¿Qué queréis? ¿Es culpa mía si no me gustan esa clase de hombres demasiado inaccesibles, de humor susceptible, que ríen poco y que aportan en la intimidad una falta de refinamiento rayano en la grosería?

—¿De quién habláis?

—Del Rey.

—¡Vaya! Os permitís juzgarle de una manera que…

Vivonne estaba muy irritado.

—Mi querido amigo, cuando se trata de la alcoba, concedednos el derecho de juzgar como mujeres y no como subditas.

—Todas esas damas no razonan, afortunadamente, como vos.

—Ellas son dueñas de soportar y de aburrirse. En esta materia lo perdono todo menos eso. Títulos, favores, honores no me han parecido que posean el suficiente valor para compensar ese género de esclavitud y de sujeción. Dejo muy gustosa unos y otros a Athenaïis.

—¡Sois… terrible!

—¿Qué queréis? No es culpa mía si he preferido siempre los jóvenes reidores, llenos de vivacidad… como vos por ejemplo. Esos nobles galantes que tienen tiempo para ocuparse de las mujeres. ¡Lejos de mí los apresurados que se lanzan ciegamente hacia la meta! Me gustan los que saben coger las flores del camino.

El duque de Vivonne desvió los ojos y refunfuñó.

—Ya veo lo que es. Tenéis un amante que os espera en Candía, un alférez jovencito de lindo bigotito que sólo sabe sobar a las muchachas.

—Estáis en un gran error. No he estado nunca en Candía y nadie me espera allí.

—Entonces, ¿por qué queréis partir hacia esa isla de piratas?

—Ya os lo he dicho. Tengo allí negocios. Y me ha parecido excelente la idea para hacer que el Rey me olvide.

—¡No os olvidará os digo! ¿Creéis ser una de esas mujeres a las que se olvida fácilmente? —preguntó Vivonne cuya garganta pareció cerrarse extrañamente.

—Me olvidará, os repito. Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿No sois así los hombres? Volverá complacido a su Montespan, su firme e inagotable festín, y se felicitará de encontrar con ella, la mesa… siempre puesta. No es hombre complicado, ni sentimental.

El duque de Vivonne no pudo contener la risa.

—¡Qué malas son las mujeres, entre ellas!

—Creedme, si llega a saber vuestro papel, el Rey os agradecerá que le hayáis ayudado a desprenderse de una pasión sin salida. Y no tendrá tampoco que portarse como un tirano, haciendo que me arrojen al fondo de una mazmorra. Cuando yo vuelva habrá pasado el tiempo. Él mismo se reirá de su cólera y Athenaïs sabrá sacar provecho del servicio que le habréis hecho escamoteando a la indeseable.

—¿Y si el Rey no os olvida?

—Entonces, ya veremos. Habré tal vez reflexionado, reconocido mi error. La constancia del Rey me conmoverá. Caeré en sus brazos, seré su favorita… y no os olvidaré tampoco. Ya veis que prestándome vuestra ayuda dirigís el porvenir y hasta podéis ganar a ambos colores, señor cortesano.

Puso ella en estas últimas palabras un tono algo despreciativo que fue un latigazo para el gentilhombre; enrojeció hasta la raíz de los cabellos y protestó con altivez.

—¿Me creéis un cobarde, un criado?

—No lo he creído nunca.

—No es esa la cuestión —prosiguió el joven almirante en tono severo—. Olvidáis con demasiada facilidad, señora, que mando una escuadra, y que la misión por la cual se hace a la mar la flota real es misión militar, es decir peligrosa. Estoy encargado de mantener la disciplina en nombre del rey de Francia, en esta Babel del Mediterráneo. Mis consignas son terminantes: ningún pasajero, y menos aún pasajera.

—Señor de Vivonne…

—¡No! —exclamó él con voz tonante—. Comprenderéis que soy el jefe a bordo y que sé lo que debo hacer. Un crucero por el Mediterráneo no es un paseo por el gran canal. Conozco la importancia del papel que se me ha encomendado y estoy convencido de que, en mi lugar, el propio Rey hablaría y obraría como yo.

—¿Lo creéis así…? Yo estoy persuadida, por el contrario, de que el Rey no desdeñaría lo que os ofrezco.

Había hablado con seriedad. Vivonne cambió nuevamente de color, y sus sienes latieron con violencia. La contempló con mirada desatinada, interrogadora.

Durante un minuto interminable le pareció que toda la vida se había concentrado en la lenta y suave palpitación de aquellos senos que asomaban al borde del descote de encaje. La sorpresa le petrificaba. Madame de Plessis-Belliére tenía fama de altiva, difícil de conmover y ella misma se reconocía caprichosa. Cortesano innato, no se le había ocurrido que pudieran ofrecerle lo que se negaba al Rey. Sintió sus labios repentinamente secos, bebió de un sorbo su vaso y lo dejó con cuidado sobre el tablero del escritorio, como si temiera que se le escurriera.

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