Y, sin embargo, no estaba el cabo de todo. La velada le reservaba otras sorpresas.
Florimond, después de permanecer largo rato en silencio, levantó de nuevo la cabeza. Su rostro versátil reflejó de pronto una expresión de turbación y tristeza.
—Mamá —prosiguió—, ¿es que el Rey ha condenado a mi padre? He pensado mucho en esto y me ha atormentado, porque el Rey es justo…
Le apenaba derribar un ídolo. Ella dijo, para calmarle:
—Son los envidiosos quienes han causado su pérdida y es el Rey quien le ha indultado.
—¡Oh! ¡Cuánto me alegro! —exclamó Florimond—. Porque quiero al Rey, pero quiero más aún a mi padre. ¿Cuándo volverá? Puesto que el Rey le ha indultado… ¿No podría recobrar su rango?
Angélica suspiró, con el corazón oprimido.
—Es una historia muy oscura y difícil de desembrollar, pobre hijo mío. Hasta hace poco yo también creía que tu padre había muerto y ahora hay momentos en que tengo la impresión de soñar. No ha muerto, se evadió, vino aquí para buscar su oro… Esto es innegable… y, sin embargo, imposible. Las puertas de París estaban custodiadas, con centinelas apostados en los alrededores del hotel, ¿por dónde podría haber entrado?
Vio que Florimond la miraba moviendo la cabeza con una sonrisa de superioridad, y como ya se esperaba cualquier revelación de aquel chiquillo sorprendente, exclamó:
—¿Lo sabes tú?
—Sí.
Inclinado hacia ella, murmuró:
—¡Por el subterráneo del pozo!
—¿Qué quieres decir?
Misterioso, Florimond se irguió y le tomó la mano.
—¡Ven!
Al pasar por el corredor, cogió una lamparilla que ardía cerca de la puerta de entrada, y luego arrastró a su madre a los jardines. La luna casi llena, iluminaba lo suficiente las avenidas trazadas entre los bojes recortados, hasta el fondo, junto al ancho muro, donde Angélica quiso que dejasen los hierbajos y el desorden poético de aquel rincón medieval. Una columna medio truncada, un escudo de armas apoyado en un banco y el vetusto pozo de remate de hierro forjado, recordaban allí el antiguo esplendor del siglo XV, cuando aquel mismo barrio del Marais no formaba más que un solo e inmenso palacio de numerosos patios, residencia de los reyes de Francia y de los príncipes.
—Fue Pascalou quien nos enseñó el secreto —explicó Florimond—. Decía que mi padre había cuidado él mismo de restaurar el antiguo subterráneo cuando hizo construir el hotel. Pagó elevado precio a tres obreros para que guardasen el secreto. Pascalou era uno de ellos. Entonces, nos lo enseñó todo, puesto que éramos sus hijos. Mirad.
—No veo nada —dijo Angélica, inclinándose por encima del negro agujero.
—Esperad.
Florimond dejó la lamparilla dentro del gran cubo de madera con cerco de cobre que pendía de la cabeza y lo hizo bajar suavemente. La luz iluminó las paredes brillantes de humedad.
A mitad de camino, el muchacho detuvo la cadena.
—¡Ya! Inclinándose se ve en la pared una puertecita de madera. Ahí es. Cuando el cubo ha quedado detenido exactamente delante, se abre y se penetra en el subterráneo. Es muy profundo. Pasa por debajo de las cuevas de las casas vecinas. Franquea las murallas por el lado de la Bastilla, y en otro tiempo llegaba al barrio de Saint-Antoine donde se une a unas viejas catacumbas y al antiguo lecho del Sena. Pero como han edificado encima, mi padre lo hizo prolongar hasta el bosque de Vincennes. Se sale por una capillita en ruinas. Y he aquí cómo se realiza la jugarreta. Mi padre era muy precavido, ¿verdad?
—¿Y cómo saber si ese subterráneo sigue siendo practicable? —murmuró Angélica.
—¡Oh! Lo es. El viejo Pascalou lo ha cuidado con esmero. El pestillo está engrasado. Se abre a la menor presión y el mecanismo de la trampa que da a la capilla de Vincennes funciona también perfectamente. El viejo Pascalou decía que era preciso que estuviera todo en buen estado para cuando el amo volviera. Pero no ha vuelto aún y, a veces, en la capilla de Vincennes los tres —el viejo Pascalou, Cantor y yo— le estuvimos esperando. Escuchábamos. Esperábamos oír sus pasos. Los pasos del Gran Cojo del Languedoc…
Angélica le miró fijamente.
—Florimond, ¿no querrás hacerme creer que tú y Cantor… habéis bajado a este pozo?
—¡Sí, sí! —dijo con indolencia Florimond— y más de una vez, podéis creerme. —Se puso a subir de nuevo el cubo y, de pronto, se echó a reír—. Barbe nos esperaba aquí rezando el rosario, aterrada como la gallina que ha empollado unos patos.
—¡Esa gran loca estaba al corriente!
—¡Tenía que ayudarnos a subir otra vez el cubo!
—¡Es una indignidad! Os dejó cometer tales imprudencias y sin decirme nada…
—¡Pardiez! Temía que volviésemos a quemarle los pies.
—Florimond, ¿te das cuenta de que mereces un par de bofetadas…?
Florimond no dijo ni sí ni no. Se afanó en colocar bien el cubo y puso la lamparilla sobre el brocal. El pozo volvió a quedar oscuro y misterioso. Angélica se pasó la mano por la cara, intentando ordenar sus pensamientos.
—Lo que no comprendo… —dijo ella. Y volvió a reflexionar.
—Sí. ¿Cómo pudo salir solo del pozo, sin un cómplice?
—No es difícil. Hay unas pequeñas grapas de hierro clavadas en las paredes con ese objeto. Pero Pascalou no quería que las utilizásemos porque éramos demasiado pequeños y él, empezaba a ser demasiado viejo. Entonces teníamos que soportar a Barbe y sus jeremiadas para que nos volviera a subir. Cuando el viejo Pascalou se sintió morir, me hizo llamar. Estaba yo en Versalles. Montamos a caballo el Abate y yo. Mamá, qué triste es ver morir a un buen servidor. Le tuve cogida la mano hasta el final.
—Hiciste bien, hijo mío.
—Y él me dijo: «Hay que vigilar el pozo para cuando el amo vuelva». Se lo he prometido. Cada vez que regreso a París, bajo y compruebo si el mecanismo está en condiciones.
—¿Y haces eso… tú solo?
—Sí. Ya estoy harto de Barbe. Ahora ya soy mayor para arreglármelas solo.
—¿Y bajas por las grapas de hierro?
—¡Pues sí! Es muy sencillo, como os he dicho. Un poco de gimnasia.
—¿Y el abate no se ha opuesto nunca a tus locuras?
—El abate no está al corriente. Duerme. No creo que haya sospechado nunca nada.
—¡Ah! ¡Bien guardados están mis hijos! —dijo Angélica, con amargura—. Entonces ¿es por la noche cuando te dedicas a esas peligrosas fantasías? Y… ¿no has sentido nunca miedo, Florimond, cuando te encontrabas solo así, de noche, en un subterráneo?
El muchacho movió la cabeza. Si había sentido miedo a veces, no lo confesaría.
—Mi padre se ocupaba de minas, según me han dicho. Quizá por eso me gusta estar bajo tierra.
La miraba desde lo alto, halagado por la admiración que ella no podía disimular; y al claro de luna que marcaba sombras en el rostro infantil, reconocía ella el rictus de una boca burlona, el chispear de una mirada negra y aquella expresión un poco diabólica del último de los Señores de Toulouse a quien le agradaba tanto escandalizar, asustar y hacer que abrieran la boca de asombro los burgueses timoratos.
—Madre, si queréis, os llevaré hasta allí.
La galera real entró lentamente en el puerto de Marsella. La rada, un espejo azul, reflejó como en un incendio sus banderolas de seda carmesí, retorciendo al viento sus borlas de oro, sus gallardetes con escudos, llevando en la punta de los mástiles la enseña del almirante y el estandarte de la marina, rojo también y bordado con flores de lis, en oro. Hubo en seguida, en los muelles, un movimiento general de curiosidad. Las pescaderas y las floristas cogieron sus cestos de higos y de mimosas, de melones o de claveles, de escorpinas o de mariscos, y mientras cambiaban ruidosos comentarios se dirigieron hacia el punto donde debía atracar el navio real. Se acercaron a su vez unas elegantes que paseaban seguidas de sus perritos, unos pescadores con gorro rojo ocupados en remendar sus redes. Dos cargadores turcos, de calzón bombacho verde o rojo, con el torso de caoba chorreando de sudor, dejaron caer los enormes fardos de pescado seco que transportaban, se sentaron sobre ellos y sacándose del cinturón su larga pipa, la encendieron. La llegada de la galera iba a permitirles dar algunas chupadas porque el trabajo de hormiguero del gran puerto, disminuía. Los capitanes vigilaban el cargamento de un barco, los mercaderes barrigudos corrían de aquí para allá seguidos de sus escribanos y dependientes, y se decidían a dejar en el suelo sus romanas y descansar un poco.
Se iba a la galera como a un espectáculo; menos por admirar su gracia alada resbalando sobre el agua de la dársena y sus oficiales llenos de condecoraciones, que por ver pasar la chusma. Espectáculo horrible que hacía persignarse a las mujeres aunque no se cansaran nunca de presenciarlo.
Angélica se levantó de la cureña del cañón en que esperaba sentada hacía largas horas. Flipot la seguía llevando su bolsa. Se unieron a la multitud.
Allá lejos, cerca de la Torre Saint-Jean, la galera parecía vacilar, como enorme ave rutilante; y la luz prendía chispas al oro de sus esculturas.
Finalmente, se deslizó hacia el muelle con los grandes aletazos de sus veinticuatro remos, blancos y floridos de arabescos. Acababa de virar de bordo, volviendo hacia el mar un largo espolón afilado, de ébano, que terminaba en una sirena gigantesca de madera dorada; presentaba ahora a la multitud de los muelles su popa labrada, guarnecida de escudos y de esculturas de madera dorada también, coronados por el toldo de brocado rojo y oro. Era una amplia tienda cuadrada llamada también «tabernáculo» donde estaba la oficialidad.
Un poco antes de atracar, los remos se alzaron y permanecieron inmóviles. Se oyó el aullido de los silbatos de los cómitres, los redobles de un batintín que detenía la boga, y luego, dominándolo todo, los gritos del capitán a los marineros que enrollaban las velas.
Un grupo de oficiales, en uniforme de gala, apareció en la batayola cerca de la escala de madera dorada. Uno de ellos se inclinó hacia delante, se quitó el sombrero de grandes plumas y se puso a hacer señas en dirección a Angélica. Ella se volvió y con gran alivio suyo vio un grupo de damitas y de elegantes que acababan de apearse de una carroza. Era a ellos a quienes se dirigía. Una de las jóvenes, una morena de rostro agraciado aunque excesivamente constelado de «lunares» exclamó arrobada:
—¡Oh, este delicioso Vivonne! Aunque sea almirante y más poderoso en Marsella que Su Majestad el Rey, no por ello deja de ser tan amable ¡y con qué sencillez! Nos ha visto y no deja de dirigirnos sus cumplidos.
Al reconocer al duque de Vivonne, Angélica retrocedió precipitadamente entre la multitud. El hermano de Madame de Montespan posaba su tacón rojo sobre los adoquines viscosos e iba en derechura hacia la joven morena, con los brazos tendidos.
—Encantado de veros en esta orilla, bella Ariana. Y a vos también, Casandra. Pero ¿no es el querido Calistro quien diviso allí? ¡Qué alegría!
En un bullicio mundano, que los ociosos contemplaban con la boca abierta, el Almirante y sus amigos se cruzaban reverencias.
El duque de Vivonne estaba muy favorecido en su papel de casi virrey. Su tez bronceada armonizaba con sus ojos azules y abundante cabellera rubia. De buena talla, llevaba con soltura su ágil corpulencia que sabía lucir imponiendo su presencia como actor consumado. Reidor, ameno, de vivo ingenio, había en él mucho de su brillante hermana, la amante del Rey.
—Es una casualidad que haya podido arribar hoy —explicaba—. En realidad, debo partir de nuevo dentro de dos días para Candía. Pero las averías causadas por una borrasca y la mala salud de la tripulación me han obligado a hacer vela hacia Marsella. Y ya que estáis aquí, os invito a todos. Tenemos dos días para ir de francachela.
Un ruido seco parecido a un pistoletazo, hizo sobresaltar al grupo. Uno de los cómitres de galera, haciendo restallar el látigo, invitaba a la multitud a que se apartase.
—Alejémonos, encantos míos —dijo monsieur de Vivonne, posando su mano enguantada de piel blanca sobre los hombros de las damitas—. Los forzados van a bajar. He autorizado a cincuenta de ellos para que se lleguen hasta su campamento de la cala de la Roca y entierren a uno de los suyos que ha cometido la tontería de expirar cuando entrábamos en el puerto. Esto, además, nos ha retrasado. Mi segundo propuso, si yo lo aceptaba, arrojar el cuerpo al agua como es costumbre cuando la galera está en alta mar. Pero el limosnero se opuso. Dijo que no tendría tiempo de recitar los salmos y de efectuar las ceremonias habituales; que no se podía tratar a un cristiano como a un perro que estira la pata, en resumen, que deseaba enterrarle. He cedido, porque estábamos cerca del puerto y también porque la realidad me ha enseñado que ese menudo Padre lazarista acababa siempre por salirse con la suya. Ni la persuasión, ni la fuerza, le hacen doblegarse cuando se le mete una idea en la cabeza. Venid, pues. Quiero llevaros a la heladería de Scevola, a saborear unos sorbetes con pistachos y a tomar un café turco.
Se alejaron mientras que el cómitre, al pie de la pasarela, seguía haciendo restallar el látigo. Parecía uno de aquellos beluarios que a la puerta de las jaulas abiertas, avivaban la salida de las fieras a la arena en los circos romanos. Detrás de la batayola dorada sonaban ruidos terribles, arrastrar de cadenas y gritos roncos.
Hubo un murmullo cuando los primeros forzados aparecieron en lo alto de la pasarela, irguiendo sus siluetas rojas, cargadas de largas cadenas. Las sostenían sobre el hombro o al extremo de los brazos, para que en tierra no entorpecieran su andar precario. Uno tras otro franquearon la tabla que habían echado desde el navio al muelle. Iban encadenados de cuatro en cuatro. Sucios andrajos, atados alrededor del tobillo en que el anillo se ajustaba, intentaban proteger las carnes, pero aquellos harapos estaban con frecuencia manchados de sangre. Hombres y mujeres se santiguaban a su paso. Iban descalzos, rascándose la miseria, con los ojos bajos. Su indumento, una camisa y un pantalón de lana roja, anudados a un ancho cinturón, blanco en su origen, estaban empapados de agua de mar y exhalaban una fetidez insoportable. La mayoría llevaban barba. Un gorro de lana roja, metido hasta las cejas, coronaba su cabellera revuelta. En algunos, aquel gorro era verde. Eran los condenados «a perpetua». Los primeros pasaron indiferentes. Otros ofrecieron el espectáculo esperado. Con mirada fulgurante, interpelaban a las mujeres con grosería, esbozando gestos obscenos. Uno de los «perpetuos» la tomó con un plácido burgués sin otra culpa a sus ojos, que la de no estar en el sitio de él.