Ella imaginó el voluminoso cuerpo torturado, envuelto ya en la blanca túnica de los condenados como en un sudario.
«Antes de entregarme al sueño, me informé de sus necesidades. Él no pareció oírme».
En realidad, el señor de Calistére, mientras se envolvía en su manto para «entregarse al sueño», esperaba encontrar al día siguiente a su prisionero más muerto que vivo. ¡Y no lo había encontrado allí! Angélica estalló de risa. Joffrey de Peyrac vencido, agonizante, muerto, era una imagen que siempre le había parecido falsa, incongruente. No lograba ella «verle» así. Lo veía más bien tal como debió permanecer hasta el final, con el espíritu alerta velando en su cuerpo agotado, y todo su instinto tenso rechazando la muerte, decidido a jugar la partida, sin flaquear, hasta el último instante. Un milagro de voluntad. Pero tal como ella lo había conocido, era muy capaz de aquello y mucho más.
«Por la mañana, no encontraron sobre el heno más que la huella de su cuerpo. El centinela tuvo que confesar lastimosamente que, como velaba a un moribundo, no se había creído obligado a una vigilancia extremada y, a fe, que con el cansancio encima, también él se había entregado al sueño».
La desaparición del prisionero no deja por ello de ser inexplicable. ¿Cómo pudo aquel hombre, que no tenía ya fuerza para abrir los ojos, deslizarse fuera de la barcaza sin llamar nuestra atención? ¿Y qué ha podido ser de él después? Si ha logrado arrastrarse hasta la orilla, en aquel estado, mediodesnudo, érale imposible ir muy lejos sin que lo reconocieran.
Iniciaron en seguida la búsqueda, y habiendo avisado a los campesinos, les pidieron la ayuda de sus perros. Estos vagaron largo rato por la orilla. De lo cual se infería que el prisionero, después de haber conseguido, con esfuerzo sobrehumano, deslizarse fuera de la barcaza, había sido arrastrado por la corriente. Y, demasiado débil para luchar, se había ahogado.
Sin embargo, un campesino vino más tarde a quejarse de que su barca le había sido robada aquella noche. Y el teniente de mosqueteros no quiso desatender aquel nuevo indicio. La barca fue encontrada cerca de Porcheville. Registraron toda la comarca. Interrogaron a gentes de aquellas tierras preguntándoles si no habían visto a un hombre flaco, cojitranco, vagando por allí. Algunas respuestas afirmativas llevaron a los mosqueteros hasta un pequeño convento, rodeado de álamos, donde el Padre Abad confesó que había albergado tres días antes a uno de aquellos leprosos errantes que aún quedaban por los campos: un pobre hombre cubierto de llagas y ocultando su rostro, demasiado horroroso sin duda, tras un trapo mugriento. Aquel hombre, ¿era alto? ¿Cojeaba? Sí, tal vez. Los recuerdos eran vagos. ¿Se expresaba en términos selectos, poco habituales en un vagabundo? No. El hombre era mudo. Lanzaba de cuando en cuando gritos roncos como hacen los leprosos.
El Padre Abad le habló de la obligación que tenía de conducirle hasta la próxima leprosería. El individuo no se negó. Subió al carricoche del hermano lego, pero encontró el medio de tomar el olivo. Y como cruzaban un bosque, sus huellas se perdían. Volvían a encontrarle por el lado de Saint-Denis, en las cercanías de París. ¿Era el mismo leproso, o se trataba de otro? La cuestión era que, por decisión de Arnaud de Calistére, provisto de poderes extraordinarios concedidos por el Rey, toda la policía de París había sido avisada.
Durante las tres semanas siguientes a la desaparición del prisionero, del que estaba encargado el teniente, las puertas de París no dejaron entrar ni un carricoche sin haberlo registrado de arriba abajo, ni a peatón o a jinete sin haberle medido las piernas y examinado cada rasgo de su rostro.
La carpeta que hojeaba Angélica estaba llena de informes redactados por la pluma aplicada de algún sargento de ronda, indicando que «aquel día habían detenido a un viejo pernicorto, pero retaco, nada agraciado pero tampoco desfigurado… o algún caballero con antifaz para ir a ver a una dama y cuyas piernas eran de la misma longitud», etc. El vagabundo leproso era inhallable. Sin embargo, se le señalaba dentro de París. Se le temía. Asemejábase al diablo. Su rostro debía ser harto espantoso puesto que llevaba siempre un paño o incluso una especie de cogulla. Un policía que lo apresó una noche no tuvo valor para levantarle aquella cogulla. El hombre desapareció antes de que aquél hubiera podido llamar a los soldados de la ronda. Allí se detenían las divagaciones con respecto al vagabundo leproso tanto más cuanto que, por aquel tiempo, encontraron en Gassicourt, entre los cañaverales, río abajo de Mantés, el cuerpo de un ahogado, que había permanecido allí cerca de un mes. Y ya en estado de putrefacción avanzada. Únicamente se pudo determinar que se trataba de un hombre muy alto.
El teniente de Calistére, lanzando un suspiro de alivio, hacía observar en un mensaje al Rey que aquella conclusión había sido siempre prevista por él como la única posible. El evadido ignoró la clemencia del monarca que le había sustraído
in extremis
de las llamas. Y Dios habíale castigado entregándole al agua helada del río. ¡Bien estaba todo aquello!
—¡No! ¡No! —protestaba Angélica.
Rechazaba horrorizada aquel triste epílogo. Se aferraba a las líneas añadidas por el bailío de Gassicourt, que redactara el acta concerniente al descubrimiento de aquel cadáver: «Aún estaban adheridos a sus hombros unos trozos de casaca negra».
Y el prisionero al evadirse de la barcaza no llevaba puesta más que su camisa blanca. Pero el texto de Arnaud de Calistére subrayaba: «Las señas particulares del ahogado coinciden perfectamente con las de nuestro prisionero».
—¿Y la camisa blanca? —dijo Angélica en alta voz.
Defendía ella su agotadora esperanza contra las sombras de la duda. Se insinuaba el temor en su espíritu. ¿Habrían quizá vestido los mosqueteros al condenado con casaca negra antes de arrastrarlo por el subterráneo, hasta el barco que debía transportarle fuera de París?
—¡Si pudiera yo encontrar a ese Arnaud de Calistére o a alguno de sus cómplices, e interrogarle! —se dijo. Rebuscó en su memoria.
Mientras estuvo en la Corte no oyó nunca pronunciar aquel nombre. Sin embargo, sería relativamente fácil saber qué había sido de un antiguo teniente de los mosqueteros del rey. Habían transcurrido apenas diez años desde aquellos sucesos. ¡Diez años! Era un plazo en apariencia muy corto y, al mismo tiempo, a ella le parecía haber vivido varias vidas desde entonces. Habíase visto alternativamente en lo más bajo de la miseria y en la cumbrede las riquezas. Se casó de nuevo. Había reinado en el corazón de Luis XIV. Todo aquello se disipaba como un sueño. Había una carta de Madame de Sévigné, abierta, sobre el tablero abatido de su escritorio, junto a otros papeles desparramados:
«Hará casi dos semanas, mi muy querida amiga, que no se os ha visto en Versalles. Todo el mundo se pregunta y no sabe qué pensar. El Rey está taciturno… ¿Qué sucede?»
Se encogió de hombros.
En verdad, había abandonado Versalles. No volvería allí
jamás
. Era inevitable. Los fantoches seguirían su danza sin ella. Olvidaba su existencia. Todo se concentraba en aquella visión lejana de cierta pesada barcaza junto a helada orilla, en una noche de invierno.
A partir de aquello, comenzaba a vivir de nuevo. Y se olvidaba de su cuerpo que otros habían poseído, de su nuevo rostro, aquel rostro de perfección consumada, cuya aparición hacía temblar al rey; y de las señales de la vida que un destino brutal había impreso en ella. Volvía a encontrarse milagrosamente purificada, con la salvaje ingenuidad de sus veinte años, como una mujer completamente nueva, adorablemente tierna ¡y que se volvía hacia
él
¡…
—Un hombre pregunta por vos! —La cabeza encanecida de Malbrant-la-Estocada, resaltaba curiosamente sobre el tapiz, ante ella—. Un hombre pregunta por vos —repitió la voz.
Tuvo un sobresalto, vaciló. Notó que había debido dormirse unos instantes, erguida, sobre el taburete, con las manos alrededor de las rodillas. Al abrir el criado la puertecita, disimulada en el tapiz, habíala despertado. Se pasó la mano por la frente.
—¿Eh? ¿Qué? Sí… ¿Un hombre? ¿Qué hombre…? ¿Qué hora es?
—Las tres de la mañana.
—¿Y decís que pregunta por mí un hombre…?
—Sí, señora.
—¿Y el portero le ha dejado entrar a estas horas?
—El portero no ha podido hacer nada. Este hombre no ha entrado por la puerta sino por mi ventana. Dejo a veces abierto el tragaluz y como ese caballero ha venido por el tejado…
—¡Os burláis de mí, Malbrant! Si se trata de un ladrón, supongo que le habréis reducido a la impotencia. —Veréis… No, ha sido este señor quien primero me ha reducido a la impotencia. Me ha afirmado después que le esperabais y me he dejado convencer. Es, sin duda, alguno de vuestros amigos, señora; me ha dado acerca de vos unos detalles que prueban…
Angélica frunció el entrecejo. ¡Otra historia de loco! Pensó en el hombre que parecía seguirla por doquier desde hacía una semana.
—¿Cómo es? ¿Pequeño, grueso, colorado?
—¡No, a fe mía! Me ha parecido más bien un mozo apuesto. En cuanto a decir a qué se parece es difícil dar opinión. Lleva un antifaz, el sombrero calado hasta los ojos y se emboza hasta la nariz. Pero si queréis saber mi opinión, señora, es alguien de categoría.
—¿Y se introduce, de noche, en las casas, por los tejados…? Está bien. Id a buscarle, Malbrant, pero teneos presto a prestar auxilio.
Angélica esperó, curiosa pese a todo, y desde el umbral no le costó trabajo reconocer la silueta que entraba.
La cajita de la capilla.
—¡Vos!
—Pues, sí —respondió la voz de Desgrez.
Angélica hizo una seña al escudero.
—Podéis retiraros.
Desgrez se despojó del chambergo, del antifaz y de la capa.
—¡Uf! —exclamó.
Fue hacia la joven, cogió la mano que ella no le tendía y besó ligeramente la punta de los dedos.
—Esto es para disculpar mi brutalidad de hace poco. Espero no haberos hecho demasiado daño.
—¡Me habéis partido, casi, las falanges con vuestro bastón! ¡Malvado…! Confieso que no comprendo vuestra conducta, señor Desgrez.
—La vuestra no es mucho más comprensible, ni agradable —dijo el policía pesaroso.
Tomó una silla y se sentó a horcajadas. No llevaba su severa peluca, ni sus impecables ropas. Vestido con la casaca raída que aún se ponía a veces para sus secretas salidas, con su pelo áspero, volvía a traslucirse su silueta de polizonte de los bajos fondos. Se vio ella entonces con los vestidos de Janine y, cruzados ante sí, los pies descalzos.
—¿Era necesario que vinierais a verme a estas horas de la noche? —le preguntó.
—Sí, era preciso.
—¿Habéis reflexionado en vuestra maldad incalificable y no habéis podido esperar a mañana para reparar vuestros yerros?
—No, no es esto exactamente. Pero como me repetíais en todos los tonos que queríais verme con urgencia, era preferible no esperar a que fuese de día. —Y tuvo un gesto fatalista—. Puesto que os obstináis en no comprender que estoy harto de vos, que no quiero oír hablar ya más de vuestra condenada personilla… ¡tenía que venir!
—Es muy importante, Desgrez.
—Naturalmente, que es importante. No hay cuidado de que molestéis a la policía por una broma. Con vos, la cosa es siempre seria: estáis a punto de ser asesinada, de suicidaros o bien habéis decidido cubrir de basura a la familia real, perturbar el reino, enfrentaros con el Papa, ¿qué se yo?
—Pero, Desgrez, yo no he exagerado nunca.
—Y es lo que os reprocho. ¿No podríais hacer un poco de comedia como toda linda mujercita que se respeta? ¡El drama, sí! Pero en fin ¡no el
verdadero
drama! Mientras que con vos no cabe más que correr implorando al cielo para no llegar demasiado tarde. En fin, aquí estoy… y según parece, a tiempo.
—Desgrez, ¿será posible?, ¿querréis ayudarme una vez más?
—Veremos —dijo él sombrío—. Hablad primero.
—¿Por qué habéis entrado por la ventana?
—¿No lo habéis comprendido, realmente? ¿No habéis notado todavía que estáis siendo vigilada por la policía desde hace una semana?
—¿Vigilada por la policía? ¿Yo?
—Sí. Sabed que debe redactarse el informe más detallado sobre las idas y venidas de Madame de Plessis-Belliére. No podéis ir a rincón alguno de París sin que os sigan dos o tres ángeles de la guarda. Ni carta que escribáis que no sea escamoteada y leída con el mayor cuidado antes de remitirla a su destinatario. Se ha organizado una red tupida de guardias en cada puerta de la ciudad, destinada solamente a vos. Sea cual fuere la dirección por la que intentéis salir, no daríais cien pasos sin que os detuvieran. Sabed que, un funcionario de alta categoría responde personalmente de vuestra presencia en la capital.
—¿Quién es?
—El propio teniente-ayudante de monsieur de La Reynie, un tal Desgrez. Habéis oído hablar de él, ¿verdad?
Angélica estaba aterrada.
—¿Queréis decir que habéis sido encargado de vigilarme y de impedirme salir de la ciudad?
—Exactamente. Como veis, en estas condiciones, érame difícil recibiros abiertamente. No iba yo a raptaros en mi propia carroza, ante los ojos de los que había yo apostado tras de vuestros pasos.
—¿Y quién os ha encargado de esta innoble misión?
—El Rey.
—¿El Rey…? ¿Y por qué?
—Su Majestad no me lo ha confesado pero creo que tenéis alguna idea sobre esto, ¿no? Yo no sé más que una cosa: el Rey no quiere que salgáis de París y yo he tomado mis medidas para ello. Aparte de esto ¿qué puedo hacer en vuestro favor? ¿Qué esperáis de vuestro servidor?
Angélica se apretaba nerviosamente las manos sobre las rodillas. ¡Así pues, el Rey desconfiaba de ella! No consentía que le desobedeciera… La retendría a la fuerza cerca de él. Hasta… hasta que ella se mostrara razonable. ¡Pero no sucedería
jamás
!
Desgrez la contemplaba pensando que con sus ropas sencillas y descalzos los pies, que ella cruzaba con gesto de frío, con la mirada inquieta de sus pupilas cercadas de ojeras que buscaban una salida, asemejábase al pájaro aprisionado que experimenta la salvaje pasión del vuelo. La jaula dorada con preciados muebles y suntuosos cortinajes alrededor, no parecía ya hecha para aquella mujer despojada. Suprimidos sus artificios mundanos y en aquel decorado creado por ella misma con gusto y entusiasmo, sin embargo, parecía insólita, extraña a todo ello. De pronto había vuelto a ser la pastora descalza, rodeada de soledad y tan lejana que Desgrez sintió oprimido el corazón. Se le ocurrió una idea que desechó con un gesto. «Ella no es para nosotros. ¡Es un error!»