—¿Qué hay? ¿Qué queréis de vuestro servidor? —repitió él en voz alta.
La mirada de Angélica se anegó con un brillo enternecido.
—¿Queréis realmente ayudarme? —volvió ella a decir.
—Sí, a condición que no abuséis de la dulzura de vuestros ojos y que guardéis las distancias. Quedaos donde estáis —la intimó cuando Angélica inició un movimiento hacia él.—. Manteneos tranquila. No se trata ya de una partida de placer. No la transforméis en tortura, insoportable endemoniada. —Desgrez sacó la pipa del bolsillo de su chaleco, y tomando la tabaquera empezó a llenarla con gesto metódico—. ¡Vamos, pequeña, vaciad el saco!
A ella le agradaba su actitud distante de confesor. Todo le pareció fácil.
—Mi marido vive —dijo.
Él no pestañeó.
—¿Cuál? Tuvisteis dos, si no me engaño, y los dos están muertos del todo, al parecer. El uno fue achicharrado, el otro perdió la cabeza en la guerra. ¿Hay acaso un tercero en la palestra?
Angélica movió la cabeza.
—Dejad de simular que no entendéis de qué se trata, Desgrez. Mi marido vive; no fue quemado en la Plaza de Gréve según la condena de los jueces. El Rey lo indultó en el último instante y preparó su evasión. El propio Rey me lo ha confesado. Mi marido, el conde de Peyrac, salvado de la hoguera pero considerado siempre como peligroso para la seguridad del reino, debía ser conducido en secreto a una prisión fuera de París. Pero se evadió… Ved aquí los documentos que atestiguan esta increíble revelación.
El policía puso suavemente la yesca sobre el hornillo de su pipa. Dio unas chupadas y se tomó el tiempo de volver a enrollarla cuidadosamente, antes de rechazar con mano indiferente el legajo que ella le tendía.
—¡Inútil! Los conozco.
—¿Los conocéis? —repitió Angélica con estupor—. ¿Habéis tenido ya estos papales en vuestras manos?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace ya unos años. Sí… Sentí una leve curiosidad. Acababa yo de comprar mi plaza de policía. Antes supe hacerme olvidar. Ya nadie se acordaba de aquel mísero abogado que se había metido estúpidamente a defender a un nigromante condenado de antemano. El asunto estaba enterrado, aunque a veces lo evocaban delante de mí… Corrían rumores. Busqué. Indagué. Cuando uno es policía tiene entrada en todas partes. Acabé por descubrir esto. Lo leí.
—¿Y no me habéis hablado nunca de ello? —murmuró ella quedamente.
—¡No!
La miraba, con los ojos entornados tras un hilillo de humo azul; y ella volvía a odiarle, a detestar su actitud de gato marrullero rumiando sus secretos. No era en absoluto cierto que la amase. El no tenía flaqueza alguna. Sería siempre más fuerte que ella.
—¿Os acordáis, querida —dijo al fin— de aquella noche en que me dijisteis adiós en vuestra fábrica de chocolate? Acababais de anunciarme que os ibais a casar con el marqués de Plessis-Belliére. Y por una de esas extrañas asociaciones de ideas cuyo secreto poseen las mujeres, me dijisteis: «¿No es muy raro, Desgrez, que no pueda yo destruir en mí esta esperanza de verle de nuevo algún día? Algunos han dicho que… no era él a quien quemaron en la Plaza de Gréve…»
—¡Debisteis hablarme entonces! —exclamó ella.
—¿Para qué? —replicó él con dureza—. ¡Acordaos! Estabais a punto de recoger el fruto de unos esfuerzos sobrehumanos. No habíais escatimado nada para ello, ni el trabajo, ni el arrojo, ni los más bajos manejos de chantaje, ni siquiera vuestra virtud. Lo echasteis todo en la balanza de vuestras ambiciones. Estabais a punto de triunfar. Si yo hubiese hablado, ¿lo habríais destruido todo… por una quimera…?
Ella apenas le escuchaba.
—Hubierais debido hablar —repitió Angélica—. ¡Pensad en el pecado atroz que me dejabais cometer entonces, casándome con otro hombre, estando mi marido vivo todavía!
Desgrez se encogió de hombros.
—¿Vivo…? Había muchas probabilidades de que fuera el ahogado de Gassicourt. Muerto quemado o muerto ahogado ¿qué diferencia había para vos?
—¡No, no, es imposible! —exclamó ella levantándose con agitación.
—¿Qué hubierais hecho de haber yo hablado? —insistió Desgrez duramente—. Lo habríais destruido todo, como lo estáis destruyendo todo en este momento. Hubierais echado al aire todas vuestras bazas, todas vuestras posibilidades, vuestro destino y el de vuestros hijos. Os habríais marchado como loca en busca de una sombra, de un fantasma, como estáis a punto ahora de hacerlo. Confesad, pues —dijo Desgrez amenazador—, que esto es lo que pensáis: partir…, partir en busca de un esposo ¡desaparecido desde hace diez u once años! —Se levantó para ir a plantarse ante ella—. ¿Dónde? ¿Cómo? —dijo él—. ¿
Y para qué
?
Ella se sobresaltó al oír la última palabra.
—¿Para qué?
El policía la contemplaba con aquella su mirada especial, que la traspasaba hasta el alma.
—Era el dueño de Toulouse —dijo él—. El dueño de Toulouse ya no existe. Reinaba en un palacio… Ya no hay tal palacio… Era el señor más rico del Reino. Le despojaron de sus riquezas… Era un sabio conocido en el mundo entero… Ahora es un desconocido ¿y dónde podría practicar su ciencia…? ¿Qué queda de lo que habéis amado en él…?
—Desgrez, no podéis comprender el amor que un hombre como él puede inspirar.
—Sí, creo comprender que sabía rodearse de seducciones bastante irresistibles para un corazón femenino. Pero, ¿una vez desaparecidas esas seducciones…?
—Desgrez, no me hagáis creer que tengáis tan poca experiencia. No sabéis nada de cómo aman las mujeres.
—Sé un poco de cómo lo hacéis vos. —Le puso las manos en los hombros y la hizo volverse para que se contemplase en el alto espejo ovalado, de dorado marco—. Hay diez años sobre vos, sobre vuestra piel, sobre vuestros ojos, sobre vuestra alma, sobre vuestro cuerpo. ¡Y qué diez años! Todos esos amantes a los que os habéis entregado…
Angélica se desprendió de él con las mejillas encendidas. Pero no por ello dejaba de mirarle con menos insolencia.
—Sí, ya lo sé. Pero nada que ver tiene con el amor que por él siento…, que sentiré siempre. Entre nosotros, querido Desgrez, ¿qué pensaríais de una mujer que ha recibido algunos dones de la naturaleza y que, al quedarse sola, abandonada de todos, en el último grado de la miseria, no los utilizara en parte para salir del apuro? Diríais que era una imbécil y tendríais razón. Voy a pareceros cínica pero, aun hoy si fuera preciso, no vacilaría en utilizar el poder que tengo sobre los hombres para conseguir mis fines. Los hombres, todos los hombres que han surgido después de él ¿qué han representado para mi? Nada. —Y le miraba con maldad—. Nada, ¿lo oís? Y aun hoy, siento por todos algo que se asemeja al odio. Por
todos
.
Desgrez se miraba las uñas con aire pensativo.
—No estoy tan persuadido de vuestro cinismo —dijo—. Y lanzó un hondo suspiro. Me acuerdo de cierto poetilla zarrapastroso… Y en lo que respecta al apuesto marqués Philippe de Plessis, ¿no hubo hacia él por vuestra parte… algo bastante dulce, bastante vivo?
Ella se sacudió la tupida cabellera con gesto vehemente.
—¡Ah, Desgrez, no podéis comprender! Tenía yo que ilusionarme, que procurar vivir… ¡A una mujer le es tan necesario amar y ser amada.! Pero su recuerdo ha quedado siempre en mí como una pena lacerante. —Y se miró la mano—… deslizó un anillo de mi dedo en la catedral de Toulouse. Es quizá lo único que queda entre nosotros, ahora, pero, ¿no tiene su fuerza este vínculo? Soy su esposa y él mi marido. Por eso le buscaré. La tierra es grande, pero si vive en algún lugar de la tierra, le encontraré, aunque tenga que caminar toda mi vida… ¡Hasta los cien años!
Su voz se ahogó, pues se veía ya muy vieja y sin esperanza, por un camino abrasador.
Desgrez se acercó a ella y la cogió en sus brazos.
—¡Basta!, ¡basta! He sido muy feroz con vos, encanto, pero puede decirse que me lo habéis devuelto. —La estrechó hasta hacerla gritar, luego se separó y volvió a fumar, absorto—. ¡Bueno! —declaró al cabo de un momento—. Puesto que estáis decidida a cometer locuras, a destruir vuestra existencia, a perder vuestra fortuna y nadie podrá deteneros, ¿qué pensáis hacer?
—
No lo sé
—dijo Angélica. Y reflexionó—. He pensado que habría quizá que intentar buscar a ese Calistére, ex-teniente de los mosqueteros. Sólo él, si tiene un poco de memoria, podría ayudarnos a eliminar la duda que planea sobre el ahogado de Gassicourt.
—Ya se ha hecho —dijo Desgrez lacónico—. He encontrado a ese oficial, le he sonsacado y he sabido hallar los argumentos necesarios para refrescar su memoria. Ha acabado por reconocer que el asunto del ahogado de Gassicourt había surgido a punto para ayudarle a dar carpetazo a una indagatoria que le colocaba en mala postura. Pero que ese ahogado no tenía más que muy vagos rasgos de semejanza con el prisionero evadido.
—¡Oh, sí! —dijo Angélica, anhelante de esperanza—. Entonces, ¿será la pista del vagabundo leproso la verdadera…?
—¡Quién sabe!
—Habría que ir a Pontoise e interrogar a los frailes de la pequeña abadía donde le vieron.
—Ya está hecho.
—¿Como lo otro?
—Es decir, ¡hum…! He aprovechado unas pesquisas que debía realizar en esas tierras, para tirar de la campana del convento.
—¡Oh, Desgrez, sois un hombre maravilloso!
—Quedaos en vuestro sitio —dijo él gruñón—. No he sacado de tal visita aclaraciones luminosas, no. El abad no ha podido decirme mucho más de lo que había contado a los mosqueteros cuando éstos le interrogaron. Pero un humilde lego, el enfermero de la comunidad, a quien encontré entre sus plantas medicinales, ha recordado un detalle. Apiadado del pobre desdichado, quiso aplicar un bálsamos sobre sus llagas y fue a la granja en donde el vagabundo, extenuado, parecía dormir con sueño cercano a la muerte. «No era un leproso —me ha dicho el lego—. Levanté el paño que llevaba puesto sobre el rostro. No estaba roído, sino tan sólo marcado por profundas cicatrices».
—¡Era él, entonces! ¡Era él! ¿verdad? Pero ¿por qué se hallaba en Pontoise? ¿Quería volver a París? ¡Qué locura!
—Era la locura que un hombre como él era capaz de cometer por una mujer como vos.
—Pero se pierden sus huellas en las puertas de la ciudad. —Angélica hojeó febrilmente los papeles—. Se dice, sin embargo, que señalaron su presencia en París.
—¡Lo cual me parece imposible! No pudo entrar en la capital. Sabed que en las tres semanas siguientes a la evasión, se dieron las órdenes más rigurosas para vigilar todas las salidas. Luego, el descubrimiento del ahogado de Gassicourt y las declaraciones de Arnaud de Calistére, vinieron a poner término a las inquietudes. El expediente se archivó. Por deber de conciencia, he registrado un poco más en los archivos. Nada relacionado con este asunto ha sido ya señalado después.
Hubo un pesado silencio entre ellos.
—¿Es todo lo que sabéis, Desgrez?
El policía se paseó un instante por la estancia antes de responder:
—¡No! —Mordisqueaba la punta de su pipa, con la mirada fija—. «¡Saber!» —gruñó entre dientes.
—¿Qué hay? ¡Hablad!
—Pues bien, escuchad. Hace… tres años… o poco más, recibí una visita. Era un sacerdote, un mozo de ojos como plomo fundido en un rostro de cera de esos que no tienen alientos pero que se empeñan en salvar al mundo. Se había informado: ¿era yo realmente aquel Desgrez que, en 1661, había sido nombrado defensor en el proceso del conde de Peyrac? Me había buscado en vano entre mis colegas del Palacio de Justicia y habíale costado mucho trabajo encontrarme bajo la ropa raída de un sombrío polizonte. Después de haberse cerciorado bien de que era yo el ex-abogado Desgrez, me dijo su nombre. Era el Padre Antonio, de la Orden fundada por Monsieur Vincent. Había sido limosnero de prisiones y con este título asistido al conde de Peyrac en la hoguera.
Angélica volvió a ver bruscamente al curita como un grillo aterido sentado ante la pira del verdugo.
—Después de muchos circunloquios, me preguntó si sabía yo qué había sido de la esposa del conde de Peyrac. Le dije que sí pero que yo, a mi vez, quería saber quién se interesaba por una mujer cuyo nombre estaba ya olvidado por todos. Quedó muy turbado. Era él mismo, dijo. Había pensado con frecuencia y rezado mucho por aquella infeliz abandonada y deseaba que la vida hubiera sido al fin clemente con ella. No sé por qué había algo que sonaba a falso en sus protestas. En mi profesión, se disciernen casi en un matiz las vacilaciones. Sin embargo, le dije lo que sabía.
—¿Qué le dijisteis, Desgrez?
—La verdad: que habíais salido muy bien de vuestro apuro, que estabais casada con el marqués de Plessis-Belliére y que erais, por tanto, una de las mujeres más envidiadas de la Corte de Francia. Cosa extraña, aquellas noticias, lejos de regocijarle, parecieron aterrarle. Quizá temía él que vuestra alma se encontrase, de allí en adelante, en estado de perdición, pues le di a entender que estabais en camino de suplantar a Madame de Montespan.
Angélica gritó con deseperación:
—¡Oh! ¿Por qué le dijisteis eso…? ¡Sois un monstruo!
—¿No era la estricta verdad? Vuestro segundo marido estaba perfectamente vivo entonces y vuestro favor era tan palmario que invadía la crónica mundana. ¿Qué había sido de vuestros hijos? me preguntó él también. Le dije que gozaban de buena salud y que estaban asimismo muy bien mirados en la Corte, perteneciendo a la Casa de Monsieur, el Delfín. Luego, cuando se retiraba, le dije a quemarropa: «Debéis haber conservado en efecto un recuerdo notable de aquella ejecución. No son nada frecuentes los pequeños escamoteos de ese género». Se estremeció: «¿Qué queréis decir?» «Pues que el condenado hiciera la del humo en el último momento mientras vos bendecíais un cadáver anónimo. ¿Debisteis sentiros muy turbado al notar aquella sustitución?» «Confieso que no lo noté al principio…» Entonces me acerqué a él hasta tocar la punta de su nariz: «Y
¿cuándo
os disteis cuenta, señor abad?», le pregunté. Se quedó tan blanco como su alzacuello. «No comprendo en absoluto vuestras alusiones», dijo para recobrarse. «Sí las comprendéis. Sabéis, como yo, que el conde de Peyrac no murió en la hoguera. Y, sin embargo, hay pocos que estén al corriente de ese hecho. No os han pagado para que calléis. No intereveníais en la conspiración. Pero
sabéis. ¿Quién
os ha informado…?» Siguió haciéndose el desentendido. Y se marchó.
—¿Y le dejasteis partir…? ¡No había que dejarle, Desgrez! Era preciso obligarle a hablar, amenazarle, sentarle en el potro, forzarle para que dijese quién le había informado, quién le enviaba… ¿Quién…? ¿Quién…?