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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (44 page)

Volvió sus ojos horrorizados hacia el renegado. Este la contemplaba con una mirada en la que brillaba demoníaca satisfacción. La habían llevado allí para presenciar uno de los suplicios más espantosos, en la persona de un ser al que ella estimaba y que representaba uno de los preclaros nombres del mundo cristiano. Angélica se irguió, jurándose al instante que no se avendría a ser espectáculo ante aquellos Infieles.

Hubiera querido gritar de horror y huir, pero estaba custodiada por todas partes y situada de modo que no podría escapársele detalle alguno de cuanto iba a ocurrir en el centro de aquel circo azul.

Con maniobra complicada pero impecable, las cuatro galeras habían virado de bordo a fin de presentar sus popas a los pontones, y deteniéndose a unas treinta toesas. Ahora, el caballero de Nesselhood aparecía colgado como un muñeco humano en el centro de la viga. Un cinturón de cuero le retenía al extremo de una cuerda; y de sus muñecas y tobillos partían, como en telaraña, los cables que le amarraban a la popa de cada una de las cuatro galeras. El público jadeaba con un mismo hálito; toda una multitud histérica bajo el ojo redondo de los cañones apuntando desde la fortaleza.

—¡
La il-la Ha il-la la
…!

El clamor agudo se elevó bajo el cielo de fuego. Angélica se tapó la cara con las manos. Los alaridos de las mujeres y de los niños dándose en la boca con cadencia, horadaban el aire desde mil puntos diferentes.

—El coro de las cigarras del Infierno —dijo la voz del gran Mago, que sonreía.

La locura se apoderaba de los espectadores, levantándolos, desencadenados. Más que a un suplicio asistían a una competición, al triunfo de la galera que primero lograse arrancar un miembro del cuerpo palpitante y dominar la fuerza de los otros.

Los cómitres corrían a bordo aullando como abejorros furiosos, dejando caer sus látigos sobre las espaldas desnudas y ensangrentadas de los galeotes. Aquella noche se contarían varios muertos en las chusmas.

El inmenso clamor retumbaba sin cesar, dominando el grito ronco del torturado:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Misericordia…!

—¡La il-la. Ha il-la la…!

—¡Dios mío! —imploraba Angélica—. ¡Vos que habéis creado a los hombres!

Una voz preguntó, llegada desde muy lejos:

—¿La creencia de los Cristianos no concede el Paraíso a los que mueren por la Fe?

El gran mago era el único que permanecía impasible, entre la ráfaga de violencia que trastornaba y retorcía a las gentes a su alrededor. Con mirada sagaz contemplaba la áspera lucha de las galeras; luego prestaba un interés discreto a la cautiva cristiana, que tenía al lado. Ella no temblaba, ni se desmayaba, pero el mago no veía de aquella mujer más que una amplia cabellera suelta cubriéndole los hombros, y su frente inclinada en la actitud de esas plañideras bíblicas que pintan los idólatras cristianos en sus libros de oraciones, en los misales, de los que el jesuita le había dejado un ejemplar como recuerdo.

Mientras, retumbó un clamor triunfal; luego otro. Él la vio levantar la cabeza y, ante los ojos de todos los Infieles, hacer el signo de la cruz sobre su cuerpo. Dos cadetes de Mezzo-Morte lo vieron. Saltaron como lobos, con espuma en los labios. Pero el corpulento negro se irguió con toda su elevada estatura, y sacando su puñal, con los ojos centelleantes, les conminó imperativamente a que se mantuvieran quietos.

Angélica no se había dado cuenta de aquella breve escena. Por el silencio sombrío y como exhausto que pesó sobre la multitud, supo que todo había terminado. Cuatro galeras huían hacia alta mar, arrastrando en su estela los sangrientos despojos del cuerpo del caballero-mártir. Efectuaban una especie de ruta triunfal en dirección hacia Levante, es decir, hacia La Meca, peregrinación de los Creyentes; luego, volverían a la hora en que la oración del almuédano desde lo alto del minarete hace inclinar prosternado al Islam.

Mezzo-Morte, el renegado, vino a plantarse ante Angélica. Ella no quería verle, mirando a lo lejos alejarse las galeras. Estaba pálida, pero él se puso furioso al no ver a Angélica más trastornada y abrumada. Un rictus feroz torció su boca.

—Ahora, os toca a vos —dijo.

XXXVIII Mezzo-Morte revela su trampa.

Angélica huye de Argel.

Un pequeño cortejo subía por el camino que, desde el barrio de la Marina, conducía a una de las puertas de la ciudad. Aquel camino estaba bordeado de un lado por las murallas y del otro, por unas casuchas formando callejas estrechas como abismos, invadidas ya por el crepúsculo. Angélica andaba tropezando a veces en los guijarros puntiagudos, precedida por Mezzo-Morte, a quien escoltaba su guardia habitual. En la puerta Bab-Azum, hicieron alto. Los oficiales de los guardias vinieron a inclinarse ante el Gran Almirante, que efectuaba con frecuencia inspecciones de aquel género. Pero no era éste su fin aquella noche. Parecía esperar a alguien.

Poco después, de una calle, salió un caballero seguido de una guardia negra armada de lanzas. Por su manto verdicolor Angélica reconoció a su vecino el Negro del espectáculo de las galeras. Se apeó el gigante, saludó a Mezzo-Morte, que le devolvió su saludo, más reverencioso aún que el suyo. El temible italiano parecía demostrar gran consideración al oscuro príncipe que le llevaba casi tres cabezas. Cambiaron unas zalemas y numerosas protestas de amistad en árabe. Luego, con un mismo movimiento se volvieron hacia la cautiva. Con las manos tendidas, y las palmas vueltas hacia el cielo, el Negro saludó de nuevo. Los ojos de Mezzo-Morte refulgían con sardónico placer.

—Olvidaba —exclamó—, olvidaba las buenas maneras de la Corte de Francia. No os he presentado, señora: mi amigo Su Excelencia Osmán Ferradji, Gran Eunuco de Su Majestad el Sultán de Marruecos, Muley Ismael.

Angélica lanzó al gigantesco negro una mirada más sorprendida que aterrada. ¿Eunuco? Sí. Pensándolo bien, hubiese podido darse cuenta antes. Había achacado a la raza semita la femineidad de sus rasgos y su voz demasiado armoniosa. Su mentón imberbe no podía ser un indicio revelador, porque la mayoría de los negros no les crece la barba hasta una edad avanzada. Su elevada estatura engañaba por la impresión de vigor y majestad que inspiraba y parecía menos grueso de lo que en general son los eunucos, cuyas mejillas y papada dan a su fisonomía el aspecto desabrido de mujeres cuarentonas. Así se mostraban los seis negros de su guardia personal.

De modo que era Osmán Ferradji, aquel Gran Eunuco del Sultán de Marruecos. Había oído hablar mucho de él, pero no sabía dónde ni a quién. Estaba tan cansada, que no podía ya hacerse preguntas.

—Esperamos aún a alguien —le previno Mezzo-Morte. Él rebosaba alegría, como si le regocijase dirigir una excelente comedia, en la que cada actor desempeñaría el papel por él asignado—. ¡Ah! Aquí está.

Era Mohamed Raki, al que Angélica no había vuelto a ver desde el combate de la isla de Cam. El árabe no le dirigió ni una mirada pero se prosternó servilmente ante el almirante de Argel.

—Ahora, vamos ya.

Salieron de la ciudad, y fuera de las murallas recibieron en la cara la roja salpicadura del sol que se ponía tras las colinas leonadas y malvas. El sendero, apenas marcado en la grava, bordeaba el recinto de la izquierda, y una pendiente bastanteempinada a la derecha, que desembocaba rápidamente en una cortadura a pico y que, cargada de sombras, purpúreas por el ocaso, parecía una sima del infierno. El lugar tenía un aspecto maldito, acentuado por los revoloteos incesantes de las gaviotas, los cuervos y los buitres. Sus chillidos desoladores henchían el cielo y el estremecimiento del pavor aumentaba con las sombras de la noche.

—¡Allí!

Mezzo-Morte señalaba hacia abajo de la pendiente un montículo de piedras y guijarros amontonados. Angélica miró sin comprender.

—¡Allí! —insistió el renegado.

Ella entrevió entonces, saliendo del montón pedregoso, una mano humana, una mano blanca.

—Aquí yace el segundo caballero que mandaba vuestra galera, francés como vos, Henri de Roguier. Los Tagarinos y los Gitanos andaluces le trajeron aquí para lapidarle a la hora de la oración El Dharoc.

Angélica se santiguó.

—¡Dejad de hacer visages! —aulló el renegado—. Vais a atraer la desgracia sobre la ciudad.

Reanudó su marcha y dejó de señalarle, más lejos, un segundo montón de piedras blancas. Allí yacía el cuerpo mutilado del joven español, otro pasajero de la galera. Mezzo-Morte no era totalmente responsable de aquellas dos ejecuciones, debidas al furor vengativo de los moros españoles al saber la noticia de un auto de fe de la Inquisición, en Granada, donde seis familias musulmanas habían sido quemadas vivas. Les habían entregado dos víctimas: un español y un caballero de Malta. Entonces fue cuando para Henri de Roguier, el antiguo paje de la Corte de Francia, indolente segundón, y para el estudiante español comenzó un doloroso calvario por la ciudad.

Precedidos por los mercaderes que los habían comprado la víspera y que, al son de música bárbara, hacían colecta para desquitarse de su desembolso, seguidos de la multitud aulladora, los desdichados, desnudos hasta la cintura, con las manos atadas a la espalda, se habían encaminado lentamente, entre los insultos y los golpes de las mujeres y los niños, hasta el lugar situado fuera de la puerta Bab-el-Oued. Cuando llegaron allí no tenían ya forma humana. Arrancados los cabellos a manojos, la cara magullada a golpes y cubierta de lodo e inmundicias, el cuero erizado de trocitos de caña puntiagudos que los niños se habían divertido en clavarles en la carne, ofrecían el aspecto lamentable de unos infelices entregados a una multitud bestial que se embriagaba con su propia ferocidad. La lapidación puso fin a sus torturas. Angélica no sabía nada de aquello, pero lo adivinaba. ¿Iba ella también a su vez hacia su calvario?

Por último, la escolta se detuvo ante un alto muro de la ciudadela. En él estaban clavados a trechos regulares, de arriba abajo unos ganchos en forma de anzuelo. Desde arriba arrojaban a los condenados que se empalaban en la caída y agonizaban durante largos días. Dos cuerpos enganchados y medio devorados por las aves de presa, colgaban aún, pingajos horribles, resaltando sus sombras torturadas sobre la muralla que el sol poniente patinaba de oro viejo. Angélica, harta de los horrores de la jornada, apartó los ojos.

Entonces, Mezzo-Morte insistió con voz melosa:

—¡Miradles bien!

—¿Para qué? ¿Es ésta la suerte que me reserváis?

—No —dijo el renegado, riendo—. Sería una lástima. No soy muy entendido, pero una mujer como vos debe servir para otra cosa que para decorar los muros de Argel al solo fin de satisfacer a buitres y cuervos marinos. Sin embargo, fijaos bien ¡A uno de ellos le conocéis!

Angélica se sintió traspasada por una horrible duda: ¿Savary? A pesar de su repugnancia lanzó una mirada hacia la muralla y vio que eran dos moros.

—Disculpadme —dijo ella en tono irónico—, pero no estoy acostumbrada, como vos, a contemplar cadáveres. Estos no despiertan en mí recuerdo alguno.

—Entonces, os diré sus nombres. El de la izquierda es Alí Mektub, el orfebre árabe de Candía al que confiasteis una carta para vuestro marido… ¡Ah! Veo que «mis» cadáveres empiezan a interesaros. ¿Sentís curiosidad por saber el nombre del otro?

Angélica le miró fijamente. Aquel hombre jugaba con ella como el gato con el ratón. Por muy poco se hubiera él relamido de placer.

—¿El otro? Pues bien, es Mohamed Raki, su sobrino.

Angélica lanzó una exclamación y se volvió hacia el individuo que se había presentado a ella en la Posada de Malta.

—Ya veo lo que pensáis —dijo Mezzo-Morte—, pero el fenómeno es sencillo, sencillísimo. Este es un espía que envié a vuestro encuentro, mi consejero Amar-Abbas. Un «falso» Mohamed Raki. El verdadero está ahí arriba.

Angélica no dijo más que una simple palabra:

—¿Porqué?

—¡Qué curiosas son las mujeres…! ¿Queréis explicaciones? Soy un buen príncipe y os las daré. No perdamos tiempo acerca de las circunstancias que han hecho llegar a mis manos esta carta de Alí Mektub… La leo. Y me entero de que una gran dama francesa va en busca de su esposo desaparecido hace largos años, que está dispuesta a hacer lo que sea para reunirse con él. Brota una idea en mi cerebro. Interrogo a Alí Mektub: «la mujer, ¿es bella?, ¿rica?» «Sí». Mi decisión está tomada. La capturaré. Se trata de poder atraerla a una trampa y el marido servirá de cebo. Interrogo al sobrino, Mohamed Raki. Ha conocido a ese hombre y le ha servido durante varios años en Tetuán, donde dicho hombre había sido comprado por un viejo sabio alquimista para convertirse luego en su ayudante y casi su heredero. La filiación es fácil de retener: cara cubierta de cicatrices, alto, flaco, moreno. Y para colmo de suerte ha dado a su fiel servidor, Mohamed Raki, una joya personal que su esposa no dejará de reconocer. Mi espía escucha y se guarda la joya. Después, lo más difícil es encontrar a la mujer que se ha expuesto, entre tanto, a ser vendida en Candía. Pero pronto me informo. Está en Malta, después de haber huido del Rescator, que la ha comprado en 35 000 piastras…

—¡Creí haber sido yo quien os dio ese detalle, que ignorabais!

—No, no lo ignoraba. ¡Pero me divertía tanto que me lo contasen…! ¡Ah, cuánto me divertía! Después, todo ha sido fácil. He enviado a mi espía a Malta con el nombre de Mohamed Raki y hemos preparado la celada de la isla de Cam que ha resultado muy bien, gracias a las complicidades que mi espía se había proporcionado a bordo. Entre otros, la de un joven grumete musulmán. No bien he sabido, por una paloma mensajera, el éxito de esa emboscada, he mandado ejecutar a Alí Mektub y a su sobrino.

—¿Por qué? —dijo de nuevo Angélica con voz apagada.

—Sólo los muertos no hablan —replicó Mezzo-Morte, con cínica sonrisa.

Angélica se estremeció. Despreciaba y odiaba de tal modo a aquel hombre que ya ni siquiera la amedrentaba.

—Sois innoble —dijo ella—, pero sobre todo ¡sois un falsario…! ¡Vuestra historia no tiene fundamento alguno! —gritó ella—. ¿Queréis hacerme creer que para capturar a una mujer a la que no habíais visto nunca y cuyo rescate no podíais calcular de antemano, ponéis en danza una flota de seis galeras y treinta faluchos y caiques y sacrificáis por lo menos el valor de dos tripulaciones en el combate de Cam? Sin contar las municiones, 20 000 piastras, la carena de las galeras, 10 000 piastras, los reis que habéis contratado y pagado por esta única expedición que no debía reportarles nada, 50 000 piastras. ¡Un gasto por lo menos de 100 000 piastras por una sola cautiva! Creo, sin duda, en vuestra codicia ¡pero no en vuestra estupidez!

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