Al día siguiente, sacaron de allí a Angélica y la condujeron al embarcadero. Se encontró ante el Reis-bachi, Alí Hadji, rodeado de una nube de muchachos vestidos con un simple taparrabos de seda amarilla, en cuyo nudo llevaban metido un cuchillo. Se tocaban con un turbante del mismo color. La mayoría eran moros o negros, pero la piel atezada de algunos era debida al sol, y aun uno de ellos, en su cara color de pan dorado, abría unos ojos azules de nórdico. Parecían contemplar a la cautiva con gesto en que el desprecio rivalizaba con la arrogancia y con un odio frío. Tuvo la impresión de encontrarse rodeada de cachorros de león, o más bien de jóvenes tigres feroces, al lado de los cuales el corsario árabe, en la fuerza de la edad, parecía ameno y simpático.
Un caique se balanceaba al pie del muelle. Diez galeotes encadenados, rubios y rojos, rusos sin duda, manejaban los remos y un chaouch turco con un gran látigo, esperaba impasible, cruzando sus recios y musculosos brazos. Uno de los mozos se plantó de un salto en popa y tomó la barra. Angélica se colocó, bajo las miradas insolentes de los muchachos de turbante, taparrabo y cuchillo, encaramados sobre la borda como cuervos marinos.
¿Adonde iba aquel caique? Hacia el muelle no. Se dirigió a alta mar, bordeando el malecón, y luego huyó a todo remo fuera de Argel, hacia un promontorio montañoso. Se oían allí sordos mosquetazos, a los que respondían los castañeteos más gangosos de las pistolas.
—¿Adonde vamos? —preguntó ella.
Nadie respondió. Uno de los jóvenes escupió en su dirección sin alcanzarla y lanzó una risotada cuando el reis le dirigió una advertencia amenazadora. Aquellos granujas parecían no temer a nadie.
Apareció la salpicadura de unas balas que rebotaban sobre las olas.
Angélica tuvo un gesto nervioso y contempló alternativamente a los ocupantes del caique. El Reis-bachi no se estremeció, pero al ver la mirada interrogante de su cautiva, su boca se distendió en suave sonrisa, haciendo un ademán solícito como si la invitase a presenciar un espectáculo selecto. Al dar la vuelta al promontorio, aparecieron dos grupos. Una falúa de dos palos tripulada por unos cristianos barbudos armados de sable y de fusil y un enjambre de jóvenes nadadores con turbantes amarillos, que desde unas barcas muy alejadas habían alcanzado a nado la falúa y emprendían su abordaje. Se zambullían, pasando por debajo del barco para reaparecer en un sitio menos defendido, trepaban como monos, cortaban los cordajes y peleaban a mano limpia con los esclavos, esquivando sus sablazos para acabar venciendo en la lucha cuerpo a cuerpo.
Desde lo alto de la toldilla, un hombre con chilaba corta y tocado igualmente con turbante amarillo, encuadrado por dos pajes, seguía con atención el simulacro de combate que él dirigía. De cuando en cuando, tomaba la bocina y vomitaba un montón de injurias en árabe, franco e italiano, destinado a los torpes jóvenes que se dejaban lanzar por la borda o a los que, heridos o llenos de cansancio, vacilaban en volver al asalto.
La escolta de cachorros de león del caique se sintió llena de zozobra ante el combate. Impacientes por participar de nuevo en el ejercicio, saltaron como un montón de ranas, nadando rápidamente hacia el navio. Los remeros, distraídos por el espectáculo, aminoraban la boga. Un latigazo los llamó al orden. El caique brincó hacia delante y se acercó a la popa del navio.
—Soy Mezzo-Morte en persona —dijo el hombre en un francés con marcado acento italiano.
Sacó el pecho bajo la chilaba de raso rojo, que le hacía parecerse a un burgués de la Edad Media. Sus largas babuchas de cuero bordadas en oro y plata, completaban su semejanza. Era bastante rechoncho y las múltiples joyas que cubrían sus manos, los diamantes que refulgían sobre su turbante, no engañaban respecto a su origen. Habiendo empezado desde muy abajo, bajo su atuendo de príncipe de las Mil y Una noches se adivinaba al pobre pescador calabrés rústico, hambriento, ávido, que había sido en su juventud.
Sin embargo, sus ojos eran negros, perspicaces, con un fulgor irónico, mordaz. De su tiempo de mísero pescador calabrés, conservaba en la oreja un pequeño aro de oro… Angélica recordó a tiempo que tenía ante ella al gran almirante de Argel, jefe de la Taiffe y de la flota corsaria más temida del Mediterráneo. Podía dictar órdenes al Pachá y la ciudad entera dependía de él. Esbozó ella una reverencia, lo cual pareció colmar de contento al eminente personaje. La miró con gesto de profunda satisfacción y luego, dirigiéndose al reis Alí-Hadji, le habló con locuacidad. Angélica adivinó por su mímica y las pocas palabras en árabe que entendía, que le felicitaba por haber cumplido tan perfectamente su misión. Estaba angustiada porque aquellos guiños de ojos de complicidad le parecían más cargados de amenazas que la mirada de entendido con que un mercader de esclavos juzga una nueva cautiva.
—Almirante —dijo ella, dándole el título que la propia Cristiandad le reconocía—, ¿queréis tener la bondad de tranquilizarme sobre mi suerte? Fijaos en que yo no he intentado engañar a vuestra gente con nombre falso ni ocultarles que poseo una fortuna en Francia y que he emprendido este viaje para encontrar a mi marido, que reside en Bona y podrá mediar respecto a mi rescate.
Mezzo-Morte la escuchaba, moviendo la cabeza afirmativamente. Sus ojos se entornaban cada vez más y le sorprendió verle estallar y sofocarse en un acceso de risa silenciosa.
—Eso es muy justo, señora —dijo recobrando el aliento—. Es una gran satisfacción para mí saber que no tendremos que ir más allá de Bona para tratar de vuestro rescate. Pero ¿estáis muy segura de lo que decís?
Angélica afirmó con energía que no mentía, ya que además no lograría con ello ventaja alguna. Si dudaban de ella podían preguntar al musulmán Mohamed Raki que iba también en la galera maltesa. Era un mensajero que su marido había enviado desde Bona.
—Ya sé, ya sé —musitó Mezzo-Morte, mientras que el terrible fulgor irónico de su mirada adquiría una intensidad casi cruel.
—¿Conocéis acaso a mi marido? —preguntó Angélica—. En Islam se ha hecho llamar Jeffa-el-Khaldum.
El renegado movió la cabeza con un gesto que no significaba ni sí ni no. Luego, se echó a reír de nuevo. Sus dos pajes, envueltos en sedas verde pistacho y frambuesa, le hicieron coro. Él les lanzó una orden breve. Los dos mocitos se precipitaron para traer un cofre lleno de «rahat-lokum». Mezzo-Morte se llenó la boca de pastel y, luego, con rostro impenetrable, se puso a contemplar el combate que seguía desarrollándose sobre el puente, mientras mordisqueaba otras golosinas. Era un capricho que compartía con su colega del otro bando, el gran almirante de la flota francesa, el duque de Vivonne.
—Almirante —insistió Angélica, henchida de esperanza—, os lo suplico, ¡decidme la verdad! ¿Conocéis a mi marido?
Mezzo-Morte clavó en ella su negra mirada.
—¡No! —dijo brutalmente. ¡Y no tenéis que hablarme en ese tono! ¡Sois una cautiva, no lo olvidéis! Os hemos encontrado en una galera de Malta, la peor enemiga del Islam, y mandada por mi peor enemigo, el barón de Nesselhood, que me ha hundido 1 050 barcas, 31 galeras, 11 navios, 11 000 hombres de tripulación, y libertado a 15 000 cautivos. Sin embargo, éste es un hermoso día para mí. Hemos matado dos pájaros de un tiro. Se dice así en francés, ¿verdad? Pese al marcado acento, su francés era profuso y elocuente.
A ella le costaba trabajo seguirle. Angélica protestó con vehemencia: si se encontraba en Malta, era porque había sido recogida por una galera de la Religión cuando estaba a punto de naufragar sobre una mísera barca, viniendo de Candía.
—¿Veníais de Candía? ¿Qué hacíais allí?
—Poco más o menos lo mismo que aquí —dijo Angélica con amargura—. Había sido capturada por un pirata cristiano y vendida como esclava. Pero logré escaparme —terminó ella, en tono de reto.
—¿Sois entonces realmente esa esclava francesa que el Rescator compró por el precio extravagante de dos galeras y que huyó aquella misma noche?
—Sí, soy yo, en efecto.
Una risa homérica sacudió bruscamente a Mezzo-Morte. Daba brincos y se palmeaba los muslos, acompañado en aquella danza exuberante por sus dos barbilindos que lanzaban gritos agudos. Algo calmado, preguntó cómo se las había arreglado para escapar del Brujo del Mediterráneo.
—Prendí fuego al puerto —respondió Angélica, con cierta exageración.
—Entonces ¿es cierto ese incendio del que se lamentaban todos?
Los ojos de Mezzo-Morte chispeaban con alegría interior difícilmente contenida. Preguntó también si era exacto que el Rescator se la había «soplado» al sultán de Constantinopla, que llegó en su puja hasta las 25 000 piastras.
—¿Y por qué no os habéis quedado gozando de las delicias de ese maldito brujo? ¿No acababa él de probaros que os colmaría de riquezas?
—Yo no voy en busca de riqueza —respondió Angélica—. No he venido al Mediterráneo para hacer de odalisca junto a piratas cristianos o musulmanes, sino para encontrar a mi esposo, del que he estado separada diez años y a quien he creído muerto durante mucho tiempo.
Mezzo-Morte se retorció nuevamente de risa y Angélica se sintió llena de rabia. ¿Estaba loco aquel hombre? ¿O era ella la que lo estaba?
El renegado no se calmaba: lloraba de risa. De cuando en cuando su hilaridad se apaciguaba; luego parecía pensar en un detalle especialmente cómico de lo que acababa de saber y volvía a estallar en carcajadas.
—Es la misma —hipaba él—, lo oyes, Alí Hajdi, ¡es la misma…!
El reis árabe, aunque con más discreción, se reía también. Angélica repitió con paciencia lo que había ya expuesto y que podría valerles una mejor compensación: ella tenía dinero, podría hacer que se lo enviasen desde Francia para su propio rescate. Mezzo-Morte se resarciría ampliamente de los gastos de expedición de la emboscada organizada por él en la isla de Cam… La risa del italiano se cortó en seco, su voz se hizo incisiva.
—¿Creéis entonces que es una emboscada?
Ella hizo un gesto afirmativo. Mezzo-Morte levantó el dedo y dijo que en su larga carrera de marino y de raptor era la única mujer que había encontrado con juicio seguro y que lo conservase pese a la inquietud del cautiverio.
—Es realmente la misma, Alí Hadji. Esta francesa que había vuelto loco a ese idiota de Escrainville y que él no consiguió domeñar, según parece; y por la que el Rescator pagó un precio como no se ha visto dar nunca por una esclava, para perderla, en seguida… porque ella prendió fuego al puerto. ¡Ja, ja!
Observó a Angélica con toda fijeza, detallando su silueta con el vestido ajado, su rostro enrojecido por el sol, los cabellos que no había podido peinarse y que el viento enredaba. Ella sostuvo su mirada con firmeza. Mezzo-Morte era un palurdo, pero había recibido del Cielo como don especial, con un olfato de marino infalible, el de oler los seres, lo cual le sirvió con bastante celeridad para dominarlos. La apariencia lamentable de su cautiva no le engañó. Sus ojos de bandido calabrés brillaron como azabache y un rictus feroz y sardónico mostró sus dientes blancos.
—Ahora lo comprendo —dijo a media voz—. Es realmente la misma, Alí Hadji, la misma mujer de la carta, y la misma que «el» compró en Candía. ¡Esto es, en verdad, demasiado hermoso, es inesperado! Ahora ya es mío el Rescator, ahora tendrá que humillarse, pasar por las horcas caudinas. He encontrado ya la falla de la coraza, la de todos estos imbéciles: «La Mujer». Nos dominaba. ¡Ah! Se creía ya el amo, con su dinero inagotable. Sin él yo sería ya gran Almirante del Sultán, pero sé que me ha desacreditado ante el Gran Señor. Se deslizaba por todas partes, desde Marruecos a Constantinopla. Con las manos repletas de oro y de plata, no tenía más que aliados. Pero ahora lo reduciré a mi antojo. Tendrá que desaparecer del Mediterráneo, ¿oyes, Alí Hadji? ¡Se irá del Mediterráneo y no volverá jamas! —Extendió los brazos como en éxtasis—… Y entonces yo seré el amo. Habré vencido a mi peor enemigo, al Rescator… Mi peor enemigo.
—Tenéis muchos peores enemigos, me parece —dijo Angélica, no pudiendo disimular su ironía. Su tono hiriente cortó en seco el delirio del renegado.
—Sí, muchos, en efecto —replicó glacial— y pronto veréis cómo los trato. Per Baco, empiezo a comprender cómo habéis estado a punto de volver loco a ese infeliz de Escrainville que no tiene ya la cabeza muy firme. Sentaos, pues.
Angélica se dejó caer más bien que sentarse sobre el cojín de terciopelo verde que él señalaba. Ya no veía con claridad. El almirante de Argel se acuclilló, a la turca, junto a ella y cogiendo el cofrecillo de «rahat-lokum» se lo ofreció. En su estado de debilidad e inanición, Angélica acogió con alegría aquellas golosinas a base de algas que no le habían gustado nada en Candía.
Adelantó la mano, pero la retiró en seguida, sintiendo un vivo dolor. Sobre su carne cuatro largas rayas sangraban. Las uñas rojas de uno de los barbilindos del almirante la habían arañado sañudamente. Aquel incidente devolvió el buen humor a Mezzo-Morte.
—¡Ja! ¡ja!, ¡los corderitos! —dijo con una risotada—. Habéis despertado sus celos. No están habituados a ver que me intereso tan de cerca por una mujer, hasta compartir los dulces que les están reservados. En verdad, la cosa es desusada. ¡Nada de mujeres! Es el principio que forja la potencia de los grandes jefes y de los grandes eunucos. La mujer es el desorden, la debilidad, las ideas embrolladas, la cabeza al revés y, finalmente, la causa de las mayores necedades que puede cometer un nombre que, aparte de esto, lo tenía todo para triunfar. Pero el método de los eunucos para preservarse de ese peligro me parece demasiado radical. Yo tengo otros gustos.
Rió de nuevo, acarició la cabeza rizada de su arisco favorito, un muchacho negro, pintado hasta los ojos. El otro favorito, pintado también, era blanco con los ojos negros. Un español, sin duda. Aquellos adolescentes raptados en las costas mediterráneas estaban destinados a ser renegados, de buen grado o a la fuerza. Empleando alternativamente las caricias y las amenazas, su amo acababa siempre por obtener su adhesión, porque tal consentimiento era necesario: nadie podía ser circunciso antes de haber pronunciado la fórmula sacramental. «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta». Los nuevos creyentes podían así llegar a ser después los Narcisos y los Palas de los grandes reis y de los Pachás.
—Los niños son fanáticos. Puede uno adueñarse de ellos en cuerpo y alma. Si yo se lo ordenase, mis pequeños os despedazarían como lobos. Ved las miradas que os lanzan. Cuando suban al abordaje de una barca cristiana, beberán la sangre de los cristianos. ¡Qué queréis, no tienen derecho al vino…!