Angélica devoraba. El antiguo ayuda de cámara abrió el frasco.
—¡Vino de Malvasía! He escamoteado unas gotas del cargamento de barricas que Osmán Ferradji ha venido a comprar para el harén del sultán de Marruecos. Cuando se piensa, señor Conde, que somos los dos oriundos de Turena y que quisieran obligarnos a beber agua clara o té con yerbabuena, ¡qué desastre! Espero que nuestras pequeñas libaciones no me traerán disgustos con el Gran Eunuco. Porque tiene buen ojo este hombre. ¡Bueno! digo
este hombre
; es un modo de decir… No puedo acostumbrarme a esta clase de individuos que tanto abundan aquí. Cuando me habla estoy a punto a veces de llamarle: ¡Señora! Pero tiene ojo, creedme. A él no se le puede engañar sobre la cantidad ni la calidad de la mercancía.
El nombre de Osmán Ferradji le cortó el apetito a Angélica. Dejó la tacita de plata. La angustia reaparecía. El conde Loménie se levantó diciendo que su ama iba a impacientarse. Su camisa mugrienta y andrajosa desentonaba con su perfil de joven lechuguino que conservaba, pese a los rigores del cautiverio y del sol africano. Se volvió hacia Angélica y al verla mejor a la luz de la vela, exclamó:
—¡Pero sois encantadora!
Suavemente apartó de su frente un mechón rubio.
—¡Pobre pequeña! —murmuró, ensombrecido. Angélica le dijo que había que procurar encontrar a su amigo Savary. Era un viejo mañoso y lleno de experiencia, a quien se le ocurriría seguramente alguna idea. Hizo su descripción y también la de los pasajeros de la galera maltesa, el banquero holandés, los dos franceses traficantes de coral y el joven español. El conde desapareció, doblando de antemano el espinazo para sufrir los reproches de su irascible y exigente dueña.
—Poneos cómoda, señora marquesa —dijo Lucas, retirando los platos.
Angélica saboreó el ligero alivio que la proporcionaba la presencia de un criado bien enseñado que la llamaba «señora marquesa». Se lavó las manos y la cara con el agua perfumada que él le trajo, además de una toalla y se tendió sobre los almohadones. Lucas el turonense iba y venía, arrastrando las babuchas y enredándose en su chilaba árabe.
—¡Ah, mi pobre señora! —suspiró— ¡lo que hay que padecer cuando se navega! ¡Por qué diablo tuvimos mi señor y yo la idea ridicula de poner los pies en aquella galera!
—Sí, ¿por qué? —suspiró Angélica, pensando en su propia inconsecuencia.
Había tomado por exageraciones meridionales las advertencias de Melchor Pannassave, que en Marsella le predijo que acabaría en el harén del Gran Turco. Ahora aquello resultaba una siniestra realidad y el Gran Turco sería tal vez preferible a Muley Ismael, el salvaje monarca del reino marroquí.
—Ya veis, señora, adonde me ha llevado aquello. Un buen sujeto como yo he estado siempre a bien con la Santa Virgen y con los Santos, ¡soy un renegado…! Claro está que yo no quería, pero cuando nos apalean, nos abrasan la planta de los pies y nos amenazan con descuartizarnos vivos, con cortarnos cierta parte y con enterrarnos en la arena para aplastarnos la cabeza con unos pedruscos, ¿qué queréis…? No se tiene más que una vida y una… en fin, ya me entendéis. ¿Cómo os habéis arreglado para escaparos? A las mujeres vendidas para los grandes harenes no se les vuelve a ver nunca más, y al miraros no hay duda de que habéis sido comprada para un gran personaje.
—Para el sultán de Marruecos —dijo Angélica. Y esto le pareció tan chusco que se echó a reír. El vinillo de Malvasía empezaba a surtir efecto.
—¿Eh? —dijo Lucas que no encontraba nada divertido el anuncio—. ¿Queréis decirme que formabais parte de los mil y un presentes que Mezzo-Morte piensa enviar a Mequinez para ganarse el favor del sultán Muley Ismael?
—Algo así, por lo que he comprendido.
—¿Cómo os habéis arreglado para escaparos? —repitió él. Angélica le relató su fuga, aprovechando un rincón oscuro y un momento de descuido de los eunucos que formaban la guardia de Osmán Ferradji.
—¿Y ese individuo es el que os anda pisando los talones?
—¿Tenéis negocios con él?
—Es preciso, pero ¡qué calvario! He intentado colarle algunos barriles de aceite enranciado, como debe hacerse en todo pedido grande de 500 barriles. ¡Pues lo ha descubierto! Ha vuelto aquí con unos esclavos portadores con toda exactitud de los diez barriles en cuestión; y por poco no me corta la cabeza, que es lo que hizo con uno de mis colegas que le había vendido sémola con demasiados gusanos.
—¿Nos referimos al mismo hombre? —dijo Angélica soñadoramente—. Yo le había tomado por un alto personaje y me pareció afable y cortés, tímido casi.
—Es un alto personaje, señora, y es ciertamente afable y cortés. Lo que no le impide cortar las cabezas… cortésmente. Los seres así, hay que comprenderlo, no tienen entrañas. Les es igual ver a una mujer desnuda que cortarla en pedazos. Por eso son peligrosos. ¡Cuando pienso que le habéis hecho esa jugarreta ante sus narices…!
Angélica recordaba ahora quién le había hablado de Osmán Ferradji. Fue el marqués d'Escrainville. Le dijo: «Un gran hombre bajo todos los aspectos: genial, felino, feroz… Él fue quien ayudó a Muley Ismael a conquistar su trono…»
—¿Qué haría si me capturase de nuevo?
—Mi pobre señora, en tal caso, sería preferible que os tomaseis en seguida una bolita de veneno. Al lado de estos marroquíes, los argelinos son unos corderos. Pero no os inquietéis demasiado. Vamos a intentar sacaros del apuro. ¡No sé cómo, en verdad!
El conde de Loménie volvió al día siguiente, dejando en un rincón del patio a su antiguo criado, su carga de leña. No había podido encontrar ni rastro de Savary. Los vendedores de coral que estaban en el presidio de la Jenina como esclavos de rescate, no sabían nada del pobre viejo.
—Ha debido ser comprado por unos campesinos y llevado al interior…
En cambio, Loménie había oído hablar de la fuga de una soberbia cautiva francesa reservada para el harén del Sultán de Marruecos. Cinco negros de la guardia del Gran Eunuco, responsables de aquella evasión, habían sido ejecutados, ya que el sexto gozó de la circunstancia atenuante de haber sido designado muy recientemente por Osmán Ferradji. Mezzo-Morte, furioso ante la afrenta hecha a su huésped, ordenó por su lado pesquisas y los jenízaros registraban las casas acompañados del eunuco, que levantaba el velo a cada mujer.
—¿Pueden sospechar de ti, Lucas?
—No lo sé. Desgraciadamente, resido en el barrio donde sospechan que la esclava fugitiva ha hallado refugio. Nuestra dueña ¿sabrá callarse, señor Conde?
—Mientras sus celos no se inquieten con el interés que he demostrado por mi compatriota.
La angustia de los dos franceses no era fingida. Angélica les escuchaba discutir a media voz. El último viaje de los Padres Redentoristas, aquellos audaces religiosos que no vacilaban en afrontar las peores dificultades para el rescate de los cautivos, se había efectuado el mes anterior. Su reducido grupo había partido de nuevo llevándose apenas unos cuarenta esclavos.
Y además, su intervención no hubiera prestado auxilio alguno a Angélica, puesto que se trataba de un rescate. ¿Habría que intentar llevarla a bordo del navio francés libre? Era una idea que muchos otros cautivos habían pensado cuando el velamen de un barco libre de su nación se balanceaba en el puerto. Algunos se tiraban a nado, otros se amarraban sobre unas tablas y remaban a la pagaya con sus propias manos, procurando alcanzar el asilo inviolable. Pero los argelinos vigilaban con todo celo; y la Marina y el muelle estaban plagados de centinelas, y los faluchos recorrían la dársena sin cesar. Antes de partir el navio, éste era registrado de arriba abajo por un piquete de jenízaros o de «chaouchs», de modo que aquellas «fugas a bordo» eran casi imposibles. No había, pues, que pensar en ello.
Más imposible aún era la fuga por tierra. Llegar hasta Oran, otro enclave español, el punto más cercano en donde se encontraban tropas cristianas, representaba semanas de marcha por un país desconocido, hostil y desértico, expuestos a los peligros de extraviarse o ser devorados por las fieras. Ninguno de los que intentaron la aventura, tuvo éxito. Los volvían a traer para sufrir el apaleo o las mutilaciones y las torturas si su evasión iba acompañada de la menor violencia cometida con los guardianes.
Loménie habló de los mallorquines. En efecto, las islas Baleares no estaban muy distantes. En último caso, una buena balancela
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podía efectuar el trayecto en unas veinticuatro horas y los audaces bretones desde hacía cerca de dos siglos habían logrado organizar una empresa próspera de liberación de esclavos. Tenían unas embarcaciones ligeras fletadas casi únicamente para aquel servicio. La mayor parte de ellos habían sido esclavos y conocían perfectamente aquellos parajes. Los contratistas de evasiones corrían grandes riesgos. Si los cogían eran quemados vivos. Pero la industria era lucrativa y la mayoría de los osados marinos que la realizaban llevaban en la sangre el odio a los musulmanes, vecinos demasiado cercanos de sus islotes católicos. Por eso se encontraban siempre tripulaciones dispuestas a afrontar todos los peligros para arrancar a los argelinos algunos de sus cautivos cristianos.
Por medio de espías, se hacía contacto con un grupo de cautivos decididos a la fuga y que habían reunido la suma necesaria. Se fijaba el día y la hora. Escogían una noche sin luna y se convenía una señal y el santo y seña. Llegado el momento, el navio salvador que, durante el día, había arriado velas y permanecido lejos de las costas para no ser descubierto, se acercaba con precaución al lugar designado. Entre tanto los cautivos, que ya habían cuidado de que los empleasen en el cultivo de los jardines situados en las afueras de la ciudad, se emboscaban silenciosamente a lo largo de la orilla y esperaban impacientes la hora de la partida. Por fin llegaba una barca silenciosa, movida por remos engrasados y forrados de estopa. Intercambiando el santo y seña, se realizaba el embarque, silencioso y rápido y se navegaba inmediatamente hacia alta mar. Pero también ¡cuántos peligros! Se estaba a merced de una barca de pesca retrasada, del insomnio de algún ribereño, del ladrido de un perro guardián. Inmediatamente, resonaba el grito: «¡Los Cristianos! ¡Los Cristianos!» Los centinelas de las puertas de la ciudad daban la alarma; las galeras de vigilancia, siempre armadas y dispuestas, salían a toda prisa de la dársena. ¡Y ahora, sobre todo, que la construcción reciente de fuertes hacía más peligroso aún acercarse a la costa! Intentaban arreglárselas solos.
Lucas recordó la odisea de Yossef el Candiota, que había partido en un barco pequeño construido por él, con cañas y tela embreada. Y los cinco ingleses de Brest enrolados como marineros para conducirle a Civita Vecchia. Pero eso era otro caso. ¡No podía obrarse así con una mujer joven! ¡Además, no se había visto nunca fugarse una mujer…! Finalmente, el conde de Loménie se levantó diciendo que procuraría ver a Alférez el mallorquín, dueño de la taberna del presidio, que se encontraba tan a gusto en Argel que no quería ya retornar a su casa, pero que, sin embargo, mantenía algunos contactos con sus coterráneos.
El Conde volvió aquella noche, ahora más animado. Había visto a Alférez y éste, muy en secreto, le había asegurado que se preparaba una evasión y que un nuevo cautivo sería bien acogido en la expedición, pues uno de los que iban a figurar en ella acababa de morir.
—No he dicho que se tratase de una mujer, ni que erais vos —explicó Loménie— porque vuestra evasión ha promovido ya demasiado alboroto y han prometido una crecida prima a quien denuncie el sitio de vuestro retiro. Pero dadme una prenda y conseguiré saber el sitio de la cita y la fecha, para llevaros allí.
Angélica entregó unos brazaletes y unos escudos de oro que conservaba en un bolsillo interior de su amplia enagua.
—Pero, y vos, señor de Loménie, ¿por qué no aprovecháis estos informes para fugaros también?
El gentilhombre hizo un gesto de extrañeza. No había pensado nunca en afrontar los riesgos de una evasión.
Angélica pudo dormir aquella noche en el tabuco sofocante donde el fiel Lucas la encerró. Como muchos cautivos a quienes abruman el calor y el cielo demasiado sereno de África, soñó con una noche de nieve, una noche de Navidad fría y acolchada. Llegaba a una iglesia cuyas campanas sonaban y nunca había oído nada más agradable que el carillón de aquellas campanas católicas. En aquella iglesia con figuras había un belén bien distribuido sobre el musgo: la Santísima Virgen, San José, el Niño Jesús, los pastores y los reyes Magos. El rey Baltasar llevaba un manto singular y un alto turbante de oro parecido a una diadema. Angélica se movió y creyó despertarse. Pero hacía ya un momento que tenía los ojos abiertos y que le veía.
¡Osmán Ferradji, el Gran Eunuco, estaba ante ella!
Reinaba el silencio de la noche. Y sobre el suelo invadido por la claridad lunar, proyectaba un negro encaje la celosía de la ventana. Un perfume de té verde y yerbabuena flotaba en el aire. Angélica salió de su postración incorporándose. El silencio continuaba, roto a veces por un largo grito agudo, y lejano. Bien sabía de quién era aquel grito de animal cogido en la trampa: una de los dos islandesas que el Gran Eunuco llevaba como presente a su amo, entre el resto del bagaje. Ella, Angélica, no había gritado. Se dejó llevar, sujeta ahora por dos eunucos que la habían puesto en un palanquín escoltado y guardado por otros diez eunucos. Esto no le había impedido sorprender, al paso, las quejas del pobre conde de Loménie, a quien su dueño Mohamed Celibi Oigat hacía apalear vigorosamente. Ignoraba qué había sido del criado Lucas y quién los había traicionado. ¿Acaso el dependiente, quizá la musulmana celosa…?
Aquello no tenía ahora importancia alguna. Estaba separada del mundo. «Encerrada en un harén» y la soledad en que la habían dejado al capturarla de nuevo no presagiaba nada bueno. La abrumaba menos el miedo que la sensación de derrota total. Al revelarle su tortuosa añagaza, Mezzo-Morte le había hecho perder hasta el afán de rebelarse. Nada de cuanto la había sostenido dándole una valentía tenaz era cierto. La presencia cercana de su marido, que había sentido como cierta durante unos días, no era más que un engaño. No había nada tras de todo aquello. ¡Él no estaba en Bona, ni en ninguna parte! Habría muerto quizás, o quizá vivía; pero Mohamed Raki, sí que estaba muerto con seguridad. Y el inaprehensible recuerdo del evadido francés se perdía, se esfumaba. Angélica se había dejado capturar para «nada».