Indomable Angelica (64 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

—¡No!

—¡Van a arrancarte los senos! Van a mutilarte con tenazas enrojecidas al fuego… —dijo Osmán Ferradji.

Los párpados de Angélica se cerraron de nuevo. Quería estar sola consigo misma y con el dolor. Las personas iban haciéndose borrosas. Estaban ya muy lejos… ¿Tardaría mucho aquello…? Oyó gruñir a los cautivos en el fondo de la sala y se estremeció. ¿Qué preparaba el verdugo…?

Luego hubo una espera interminable. Después le desataron las manos y ella resbaló a lo largo de la columna muy lejos, muy lejos, durante mucho tiempo…

Cuando recobró el conocimiento, con la mejilla sobre un cojín de seda, estaba acostada de lado y las manos de Osmán Ferradji parecían posadas, inmóviles, no lejos de allí. Angélica recordó. Se había aferrado en su delirio a aquellas manos patricias, de uñas más rojas que los rubíes de sus sortijas. Se volvió un poco. Recobró por completo la memoria y se sintió invadida por la especial alegría experimentada en el momento en que sus hijos acababan de nacer y cuando comprendía que habían terminado los dolores para ella y que había realizado algo maravilloso.

—¿Se ha terminado ya? —preguntó—. ¿Me han martirizado? ¿He resistido bien?

—¿Me he muerto? —remedó Osmán Ferradji, riendo— ¡Tontuela rebelde! Alá fue muy poco misericordioso cuando te puso en mi camino. Te haré saber que si aún estás viva y sin otro daño que unos latigazos en la espalda, es porque anuncié a Muley Ismael tu consentimiento. Pero como no estabas en condiciones de probar, en el momento, tu docilidad, ha accedido a dejar que te trajesen y curasen. Hace tres días que te agitas en la fiebre y no estarás presentable de nuevo hasta la próxima luna.

Los ojos de Angélica se llenaron de lágrimas.

—Entonces, ¿habrá que volver a empezar? ¡Oh! ¿Por qué habéis hecho esto, Osmán Ferradji? ¿Por qué no me habéis dejado morir esta vez? No tendré ya valor para repetirlo.

—¿Cederás?

—¡No! ¡Ya sabéis que no!

—Entonces, no llores, Firuzé. Tienes hasta la próxima luna para prepararte para tu nuevo martirio —dijo con ironía el Gran Eunuco.

Volvió a verla por la noche. Ella recuperaba fuerzas y podía apoyar a medias, sobre los cojines, la espalda cubierta de emplastos.

—Me habéis robado mi muerte, Osmán Ferradji —dijo ella—. Pero no ganaréis nada con esperar. No seré jamás la tercera esposa, ni siquiera la favorita de Muley Ismael, y se lo diré en su misma cara en cuanto se presente la ocasión… ¡Y… todo volverá a empezar! No tengo miedo. Es cierto que Dios manda su gracia a los mártires. Después de todo, esta flagelación no era tan terrible.

El Gran Eunuco echó hacia atrás la cabeza y se permitió reír, lo cual le sucedía rara vez.

—Lo sospecho —dijo—. ¿Sabes acaso, necia, que hay varias maneras de azotar? Hay golpes aplicados de cierto modo que arrancan pedazos de carne a cada golpe y otros que apenas rozan la piel; lo suficiente para hacerla sangrar y ofrecer el espectáculo impresionante del otro día. Hay también látigos cuyas tiras han sido empapadas con narcóticos y cuyo toque embota la herida y comunica al paciente un embrutecimiento bienhechor. ¿Que no era tan terrible…? ¡Pardiez! Porque yo había dado órdenes de tratarte con miramiento.

Angélica pasó por sentimientos diversos y su sorpresa acabó por dominar la vejación de haber sido engañada.

—¡Oh! ¿por qué habéis hecho eso por mí, Osmán Bey? —preguntó gravemente—. Os había, sin embargo, decepcionado. ¿Esperabais que yo cambiase aún de opinión? No, no cambiaré nunca. No. No cederé nunca. ¡Sabéis muy bien que es imposible!

—Ciertamente, lo sé —dijo el Gran Eunuco con amargura. Sus rasgos hieráticos se deprimieron y tuvo, fugazmente, esa expresión de simio triste de los Negros abrumados por el Destino—. Ya he comprobado la energía de tu carácter… Eres como el diamante. Nada te romperá.

—Entonces, ¿por qué…? ¿Por qué no abandonarme a mi triste suerte?

Él agitó la cabeza cada vez más de prisa.

—No puedo… No podré nunca ver a Ismael destrozarte. Tú, la más bella y la más perfecta de las mujeres. No creo que Alá haya creado muchos seres semejantes a ti. Eres
La Mujer
, en verdad. Te he encontrado por fin, ¡después de tantas búsquedas por los mercados del mundo…! ¡No dejaré que Muley Ismael te destruya! —Angélica se mordía los labios, perpleja. Vio él su mirada incierta y dijo con una sonrisa—: —Estas palabras te parecen extrañas viniendo de mí. No puedo, en efecto, desearte, pero puedo admirarte. Y tal vez hayas inspirado a mi corazón…

¿Un corazón? ¿Él, que había colgado al jeque Abd-el-Kharim encima del fuego y que había conducido sin pestañear a la pequeña circasiana al suplicio…? Habló él con voz lenta y meditativa:

—Así es. Amo la armonía de tu belleza y de tu espíritu… La perfección con que tu cuerpo refleja tu alma. Eres un ser noble y caprichoso… Conoces las trampas de la mujer, tienes su crueldad y sus uñas afiladas ¡y, sin embargo, has sabido conservar la ternura de las madres…! Eres cambiante como el horizonte e inmutable como el sol… Pareces adaptarte a todo y sigues, sin embargo, siendo ingenuamente latina en tu voluntad dirigida hacia un solo fin… Te pareces a todas las mujeres y no te asemejas a ninguna… Amo las promesas aún por brotar tras de tu frente sensata, las promesas de tu vejez… Me place también que hayas podido desear locamente a Muley Ismael como Jezabel y que hayas intentado matarle como Judit mató a Holofernes. Eres el ánfora preciosa en la que el Creador parece haber vertido los tesoros universales de la femineidad… —Y terminó—… No puedo dejarte destruir. ¡Dios me castigaría!

Angélica le había escuchado, con débil sonrisa en sus labios pálidos. «Si algún día me preguntan cuál ha sido la más bella declaración de amor que he recibido en mi vida, responderé: fue la del Gran Eunuco Osmán Ferradji, guardián del harén de Su Majestad el sultán de Marruecos».

Una inmensa esperanza surgía en ella. Estuvo a punto de pedirle que la ayudase a fugarse. Una prudencia instintiva la contuvo, sin embargo. Ella había transgredido demasiado las leyes implacables del Serrallo para saber que la complicidad del Gran Eunuco era una utopía. Había que ser ingenuamente latina, como él decía, para pensar en ella.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir…? —preguntó.

Los ojos del Negro miraban a lo lejos, por encima de la muralla.

—Quedan todavía tres semanas antes de la luna nueva.

—¿Qué puede suceder antes de la luna nueva?

—¡Qué impaciente eres! ¿No pueden pasar mil y mil cosas en tres semanas, cuando Alá, con un gesto, puede destruir el mundo en el segundo que ha de seguir a nuestras palabras…? Firuzé, ¿te agradaría respirar el aire fresco de la noche desde lo alto de la Torre Mazagreb…?

—Sí.

—Entonces, sigúeme, voy a enseñarte las estrellas.

El observatorio del Gran Eunuco se hallaba en lo alto de la torre Mazagreb, menos elevada que los minaretes pero más que las murallas. Entre los puntiagudos merlones, veíase brillar el campo desértico moteado por los penachos oscuros de algunos olivos y, a lo lejos, desnudo y pedregoso bajo la luna.

La potente lente astronómica, el sextante, los compases, las esferas y todos los bellos instrumentos de precisión, recogían en sus cobres y en su lustre el reflejo del astro nocturno y el de las estrellas, especialmente brillantes sobre un cielo que no alteraba vapor alguno.

Un sabio turco que Osmán Ferradji había traído de Constantinopla, enclenque viejecillo que se derrumbaba bajo el peso del turbante y con enormes anteojos en la nariz, le servía de ayudante. Cuando se dedicaba a la astrología, Osmán Ferradji se complacía en revestirse con su manto sudanés bajo la inmensa cúpula del firmamento punteado de estrellas y sólo un trozo plateado hacía resaltar en la noche su negro perfil. Se tornaba algo inmaterial.

Intimidada, Angélica tomó asiento, aparte, sobre unos almohadones. El pináculo de la Torre Mazagreb tenía el aspecto de un santuario del espíritu. «Una mujer no debía haber penetrado nunca aquí», pensó ella. Pero el Gran Eunuco no sentía por la inteligencia de las mujeres el mismo desdén que los verdaderos hombres. Libre de la ceguera de los sentidos, las juzgaba a su medida, con atenta objetividad, alejaba a la necia pero se acercaba a aquella cuyo espíritu parecía digno de interés y con la que él mismo se instruía gratamente. Angélica le había enseñado mucho, no sólo en lo que se refería al paño francés y al piñonate persa, sino en cuanto al carácter de los occidentales y el del gran rey Luis XIV. Todos los informes que había obtenido serían muy valiosos en ocasión de la embajada que algún día iba a enviar Muley Ismael al potentado de Versalles.

Hubiera sido demasiado sencillo afirmar que Osmán Ferradji renunciaba de una vez para siempre a ver a Angélica convertida en la tercera esposa de Muley Ismael. El mirífico proyecto se alejaba solamente, huía por el espacio como aquellos planetas caprichosos que no vemos más que una vez en la vida, pero que no por ello dejan de estar suspendidos sobre los destinos humanos. Las conjunciones y cuadraturas misteriosas no se habían pronunciado aún. Las nebulosas, ¿se reunían o se dividían…? A los ojos de un latino, la situación tenía únicamente una salida trágica. Pero Osmán Ferradji esperaba… Allá estaban los astros que habían sido los primeros en revelarle que iba hacia un amargo fracaso. El destino de la francesa no cruzaba más que brevemente el de Muley Ismael. Ella se alejaba como estrella fugaz. Pero ¿sería al morir?

Los signos presentidos le habían producido un largo y estremecedor escalofrío y desde entonces seguía sintiéndose oprimido, como por el paso de Azrael. Tanto era así, que sus dedos tocaban ya con inquietud el frío metal del anteojo. Aquella noche quería él arrancar al Cielo secretos más profundos; había hecho venir a la mujer cuyo Destino interrogaba, a fin de reforzar el magnetismo que, desde los seres humanos, se une con las corrientes naturales emanantes de los objetos de la Creación. La fuerza invisible que poseía Angélica era de muy especial naturaleza. Él había desestimado primero su atracción. Se confesaba ahora que ella era uno de los pocos seres cuyo fluido real no había sabido medir en seguida. Grave error, que no se explicaba más que por el misterio de su femineidad, envolviendo como disfraz engañoso una Fuerza Invencible.

Tenía que rendirse a la evidencia de que su belleza de mujer ocultaba un carácter inesperado y un destino excepcional, del que ella misma no tenía conciencia. Mientras ponía a punto el mecanismo de su instrumento de observación, se preguntaba si no se habría alucinado hasta el embaucamiento.

Angélica contemplaba las estrellas. Prefería verlas pequeñas y encendidas de fulgores como joyeles sobre terciopelo negro, que aumentadas por el anteojo. ¿Qué buscaba, pues, Osmán Ferradji en aquel conjunto de mundos inmensos?

Su propio cerebro, el de Angélica, que no se sentía ya a la altura de tan hermética ciencia. Y como el verse así tendida en lo más alto de una torre, bajo un cielo estrellado, le evocaba las lejanas noches de Toulouse, recordó que su marido, el sabio conde de Peyrac, le había hecho entrar varias veces en su laboratorio, tomándose el cuidado de explicarle algunos de sus trabajos. Ahora sin duda la encontraría estúpida. ¡Era preferible que no la hubiera vuelto a ver! Su alma estaba tan cansada y tan cruelmente desencantada… Su vida la había colocado en el nivel común de donde era inútil querer elevarse: el de una simple mujer.

Una mujer que no tenía otra elección que ceder a Muley Ismael, o morir neciamente, por terquedad. ¿Entregarse al rey de Francia o ser desterrada? ¿Venderse para no ser vendida? ¿Herir para no ser aplastada…? ¿Sería imposible hallar una salida que le permitiese vivir? ¡Vivir…! Echó el rostro hacia atrás, hacia la libertad inmensa del cielo. ¡Vivir, Señor…!¡No estar asfixiada siempre, entre el envilecimiento y la muerte!

¿Y si los cautivos pudiesen ayudarla? Pero ahora que ya no estaba Savary, no iban a preocuparse de ella; a cargar con el estorbo de una mujer. Sin embargo, si conseguía apoderarse de la llave de la puertecita y salir del primer recinto del harén, ¿se negaría Colin Paturel a llevarla…? Se lo suplicaría de rodillas. ¿Cómo apoderarse de aquella llave, que sólo el Gran Eunuco y Leila Aicha poseían…?

—¿Por qué te fugaste…?

Angélica se estremeció. Había olvidado la presencia del Gran Eunuco y su inquietante don de leer los pensamientos. Abrió la boca y no dijo nada, porque él no la miraba. Había hablado como para sí mismo, con los ojos perdidos hacia las estrellas.

—¿Por qué te fugaste de Candía? —La cogió del mentón con gesto meditabundo y cerró los ojos—. ¿Por qué abandonaste al Rescator, ese pirata cristiano que acababa de comprarte?

Su voz era tan extraña, tan turbada, que Angélica, estupefacta, buscó en vano una respuesta.

—¡Habla! ¿Por qué te fugaste? ¿No has sentido que el destino de ese hombre y el tuyo se unían? ¡Responde…! ¿No lo has sentido?

Ahora la miraba y su voz se hacía imperiosa. Ella balbució humildemente.

—Sí, lo he sentido.

—¡Oh, Firuzé! —exclamó él casi dolientemente—, ¿te acuerdas de lo que te dije? «No se debe forzar la suerte y cuando los signos nos advierten, no debemos ignorarlos». El Signo personal de ese hombre cruza tu camino y… no puedo verlo todo, Firuzé. Tendría que entregarme a cálculos infinitos para discernir en los astros la más extraña historia que creo leer en ellos. Lo que sé es que ese hombre es de la misma raza que tú…

—¿Queréis decir que es francés? —preguntó ella tímidamente—. Decían que era español o incluso marroquí…

—Lo ignoro… Quiero decir… que es de una raza sin crear todavía, como tú… —Sus manos trazaron en el espacio unas pautas misteriosas—… una espiral independiente… que se une a la otra y que…

Se puso a hablar en árabe con rapidez. El viejo effendi escribía, moviendo su pesado turbante de muselina verde. Angélica, en pleno trastorno, intentaba comprender el sentido de su discurso y leer sobre sus rostros y en el movimiento de los compases que manejaban y de los globos que consultaban, el significado de un veredicto del que estaba suspendida su vida.

Hacía un momento estaba lejos de pensar en el Rescator, imagen ya esfumada y que la violencia del conflicto que la había enfrentado con Muley Ismael había relegado ya a último término. Y de pronto, le oprimía la garganta el recuerdo de la aparición de la máscara negra. Viendo a Osmán Ferradji enfocar de nuevo hacia el cielo el instrumento óptico, se atrevió a interrumpirle.

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