Indomable Angelica (59 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Por la mañana, dos eunucos que habían domado a la fiera corrían por el palacio en su busca. Cuando por fin era atrapada, tocaban una especie de cuerno «Alchadi está encadenada». Hasta entonces no respiraban a gusto y el harén comenzaba a animarse. Una sola mujer era respetada por la pantera: Leila Aicha, la maga. La enorme negra no temía ni a las fieras, ni al Rey, ni a sus rivales. No temía más que a Osmán Ferradji, el Gran Eunuco. En vano concitaba contra él a sus hechiceros y los hacía preparar filtros. El Gran Eunuco se libraba de ellos porque él también poseía la Ciencia de lo Invisible.

Angélica contemplaba desde el borde de su balcón la llama sombría de los cipreses erguidos sobre la palidez de los muros. Surgían del patio interior, de donde ascendía su aroma amargo, el de las rosas y el rumor del surtidor. ¡Aquel patio cerrado sería en lo sucesivo todo su horizonte! Del otro lado, del lado en que estaban la vida y la libertad, los muros eran lisos. Como los de una prisión. Y Angélica llegaba a envidiar a los esclavos, hambrientos y abrumados por el trabajo, pero que del otro lado de aquel muro podían ir y venir a su antojo. Ellos se quejaban de estar bajo el yugo y en la imposibilidad de salir de Mequinez y de llegar al «bled», es decir al interior de las tierras.

Pero a Angélica le parecía que si lograba franquear aquel muro cerrado del harén, el resto de la evasión sería cosa fácil. Era en primer lugar imposible lograr complicidades en el exterior, y había sido un milagro haber podido, gracias a la indulgencia muy calculista del Gran Eunuco hablar dos veces con Savary.

Este organizaría la evasión desde fuera, y ella se fugaría del harén sola y por su cuenta. Y su espíritu inventivo fallaba, tropezaba con demasiados obstáculos solapados. Al principio parecía fácil todo. En la realidad, todo era duro y cruel. De noche, la pantera. De día y de noche, los eunucos, a los que ninguna pasión podía hacer flaquear, armados de lanzas, erguidos junto a las puertas al claro de luna, o efectuando laronda, por las altas terrazas, empuñando el yatagán. ¡Inmutables! ¡Implacables!

¿Y las sirvientas?, se preguntaba Angélica. La vieja Fátima la quería realmente y le era profundamente adicta. Pero aquella abnegación no llegaría hasta ayudar a su ama en una aventura que juzgaba, por su parte, estúpida y en la que, si fracasaba, se exponía a la muerte. Angélica le pidió un día que hiciese llegar un papelito a Savary. La vieja se defendió lo mejor que pudo. Si la sorprendían con un papel de parte de una concubina del Rey para un esclavo cristiano, por lo menos la arrojarían al fuego como haz de leña seca. En cuanto al esclavo cristiano, no se atrevía a imaginar cuál sería su suerte. Temiendo por Savary, Angélica no insistió. Pero ya no sabía qué hacer. A veces, para darse ánimo, evocaba a sus dos pequeños cristianos tan alejados: Florimond y Charles-Henri; pero aquello no bastaba para estimular su voluntad. ¡No podía franquear tantos obstáculos para reunirse con ellos!

Pensaba que el olor de las rosas era exquisito y que la tímida melodía de un «ukele» cuyas cuerdas algo más lejos pinzaba una esclavita mora, para adormecer a su dueña, parecía la voz misma de aquella noche pura. ¿Para qué luchar? A la mañana siguiente habría «bestilla», aquel pastel de hojaldre, fino como encaje que contenía la sorpresa de un picadillo de pichones en que la pimienta rivaliza con la canela y el azúcar… Tenía terribles deseos de una taza de café. Sabía que con sólo dar una palmada la vieja provenzal o la negra que la ayudaba, reanimarían los carbones ardientes de un hornillo de cobre y harían hervir el agua en la reluciente cafetera. El aroma del negro brebaje disiparía su angustia y le traería como sueño apaciguador el recuerdo de una hora extraña que había conocido en Candía.

Entonces, Angélica, con los brazos bajo la nuca, soñaba… Sobre el mar azul, un navio blanco, inclinado como gaviota bajo el viento… ¡Un hombre que la había comprado al precio de un navio! Aquel hombre que la había querido locamente para él, ¿dónde estaba? ¿Se acordaría aún de la bella cautiva que se le había escapado? ¿Por qué había huido?, se preguntaba ahora. Ciertamente, era un pirata, pero también de su raza. Desde luego, resultaba un hombre inquietante, quizás horrendo bajo su máscara, pero, sin embargo, no la había inspirado temor alguno… A partir del instante en que su mirada oscura y magnética había captado la suya, Angélica supo que no había llegado allí para apresarla sino para salvarla, ahora se daba cuenta, de su propia locura imprudente. Locura ingenua la de imaginarse que, en el Mediterráneo, una mujer sola podía libertarse de su destino. Ahora bien, no era libre —si acaso— más que de escoger su dueño. Y por haber rechazado a aquel, había caído en manos de otro, ¡cuánto más implacable!

Angélica derramó lágrimas amargas, sintiendo pesar sobre ella su doble esclavitud de mujer y de cautiva.

—Toma café —murmuró la provenzal—, te encontrarás mejor después. Mañana te traeré bestilla muy caliente.

Los marmitones preparan ya la pasta en las cocinas… El cielo verdeaba por encima de la punta negra de los cipreses. Llevada en las alas del alba, desde lo alto de los minaretes, la voz quejumbrosa de los almuédanos llamaba a los fieles a la oración; y en los corredores del harén los eunucos corrían, llamando a Alchadi, la pantera.

L La plaza de los esclavos.

Llegada de los padres redentoristas.

Un día, muy cerca de su estancia pero disimulada en una esquina del muro, Angélica miró por una saetera de la fachada lisa que caía al lado de la ciudad. Era una ventana en forma de cerradura, demasiado estrecha para poder asomarse, demasiado alta para poder llamar a alguien, pero que daba sobre una amplia plaza, por la que pasaba mucha gente.

Permanecía en ella largas horas. Desde allí veía a los esclavos cristianos agotándose en las incesantes obras de Muley Ismael. Este, construía y construía. Al parecer sin otra satisfacción que la de demoler para volver a construir. Sus procedimientos de edificador permitían gran rapidez de ejecución. Ordenaba que hicieran mortero con tierra arenisca, cal y un poco de agua, comprimiéndolo luego fuertemente entre dos tablas, distanciadas entre sí por el espesor de la muralla a levantar. Los ladrillos y la piedra eran sólo empleados en las jambas y dinteles de las puertas.

Pronto fue para Angélica muy familiar el espectáculo de los talleres de los que no divisaba más que un rincón en la plaza. Los «chaouchs» negros con los palos levantados sin cesar sobre el espinazo de los cautivos: y éstos proseguían sus trabajos sin descanso bajo el sol implacable. Con frecuencia aparecía Muley Ismael, surgiendo a caballo o a pie bajo parasol, seguido de sus alcaides. Entonces el triste cuadro se animaba. Angélica se dejaba pillar en la trampa de su curiosidad de ociosa forzada. Al aparecer Muley Ismael, al instante ocurría algo. Era Colin Paturel que iba a pedirle que a la mañana siguiente se celebrase la Pascua dejando de trabajar, y el Sultán hacía que le dieran cien palos allí mismo. A veces era un esclavo a quien suprimía de un mosquetazo porque descansaba un poco, y no le había visto y a quien luego precipitaba desde lo alto de la muralla de treinta pies. Otras, eran dos o tres guardias negros decapitados por su propia mano, pues los hacía responsables de la lentitud de las obras. Ella no oía las voces ni las palabras. El escenario de la estrecha saetera representaba para ella escenas cortas, trágicas hasta lo burlesco, en sus mímicas silenciosas. Unas marionetas que caían, huían, suplicaban; que golpeaban, que trepaban por escalas y andamiajes; que no cesaban nunca hasta llegar las sombras de la noche.

En aquella hora, la blanca plaza veía prosternarse a los musulmanes con la frente en el polvo, vueltos hacia La Meca, la ciudad del sepulcro del Profeta. Los esclavos volvían a sus barrios o a las mazmorras subterráneas.

Angélica acabó por reconocer a algunos. Sin saber los nombres, distinguía las razas: los franceses que podían soportar un palo sonrientes y que se ponían con frecuencia a discutir con sus carceleros negros hasta que éstos, pasmados sin duda ante sus argumentos, les dejaban hacer lo que querían: descansar un poco, fumar una pipa a la sombra de la muralla. Los italianos que sabían cantar. Cantar entre el polvo acre de la cal viva y de las piedras. Se veía que cantaban porque sus compañeros interrumpían el trabajo para escucharles. Los italianos tenían también accesos de furiosa cólera, aunque se jugasen la vida. Los españoles se distinguían por la condescendencia altiva con que manejaban la llana y no se quejaban nunca del ardor del sol, del hambre ni de la sed. Por el contrario, los holandeses realizaban cuidadosamente su tarea, sin mezclarse en las riñas, viviendo unos cerca de otros. Se reconocía a los Protestantes por aquella misma serenidad severa. Los Católicos y los Cismáticos se odiaban cordialmente y entablaban verdaderas batallas de perros rabiosos siendo separados con dificultad por los palos de los «chaouchs». Los guardianes se veían a menudo obligados a ir en busca de Colin Paturel, cuya autoridad hacía renacer pronto la calma.

El normando seguía siempre cargado de cadenas. Mostraba con frecuencia brazos y espalda llenos de heridas sangrientas debidas a las flagelaciones y palizas que su audacia en reclamar justicia le acarreaba. No por ello dejaba de cargar sobre su hercúleo espinazo pesados sacos de cal; y subía así por las escalas, con las cadenas colgando, hasta lo más alto de las edificaciones. Tomaba las cargas de los más débiles y nadie se atrevía a decirle nada. Un día, asiendo con una mano las cadenas de sus muñecas, deshizo a uno de los Negros que se encarnizaba con el enclenque Jean-Jean de París. Los guardianes acudieron sable en mano pero retrocedieron: ¡era Colin el normando! Sólo el Rey tenía derecho a castigarle. Cuando éste vino por la noche a inspeccionar los trabajos de los esclavos, como tenía por costumbre, puso su lanza sobre el pecho del esclavo: Angélica creyó oír el fatídico:

—¿Moro? ¡hazte moro!

Colin Paturel movía la cabeza negativamente. ¿Iba a desplomarse allí, a expirar al fin, el invencible gigante rubio, que hacía años venía siendo el blanco de una persecución por la que hubiera debido morir cien veces? ¿Iba al fin Azrael a llevarse su presa?

Angélica se mordía los puños. Sentía deseo de gritarle en francés que apostatase, y no comprendía la especie de obstinación que mantenía al hombre frente a su verdugo, con la muerte sobre su corazón.

Muley Ismael tiró al fin colérico su lanza a un lado. Angélica supo más tarde que había dicho: «¡Este perro quiere condenarse!» La terquedad de Colin Paturel en desear arder entre los demonios y en rechazar el Paraíso de los Creyentes, causaba al Rey de Marruecos una amargura casi apenada.

Angélica suspiró con alivio tras sus muros y fue a tomar una taza de café para reanimarse. Se preguntaba con asombro cómo aquellos miles de cautivos, la mayoría buena gente sencilla, marineros de todos los países del mundo, tenían valor para afrontar la muerte o varios años de cautiverio por un Dios del que tal vez no se preocupaban cuando eran libres. Si uno de aquellos miserables, hambrientos, torturados, desesperados, apostataba, tenía en seguida de qué comer. Una vida cómoda, un puesto honorable y tantas mujeres como permite Mahoma a sus fieles. Y había, ciertamente, muchos renegados en Mequinez y Berbería, pero pocos en relación a los centenares de miles de cautivos que pasaban a poder de los sultanes desde hacía varias generaciones.

Lo que Angélica contemplaba desde lo alto de la saetera, era lo mejor que puede salir del pobre cuerpo maltratado de un hombre. ¡Ellos no lo sabían! Trabajaban, sufrían, esperaban… Angélica vio pasar un convoy de nuevos cautivos enviados al rey por los corsarios de Salé. No habían comido desde hacía ocho días. Sus ropas maltratadas y sucias no habían tenido todavía tiempo de parecerse a los uniformes andrajosos de los esclavos. Se distinguían los dorados del gran señor sobre su casaca y el chaleco rayado del marinero. Pronto serían todos hermanos: cristianos cautivos en Berbería. Y algunos habían tenido que llevar las cabezas de sus camaradas, muertos en el camino, pues los guardianes temían ser acusados de haberlos vendido por su cuenta.

En el centro de aquella plaza donde el sol de fuego proyectaba sombras color añil, y por su intensidad, era también lugar para producir espejismos, Angélica divisó una mañana al personaje más sorprendente, al más incongruente que hubiera esperado ver: un hombre vestido de etiqueta y con peluca. Sus altos tacones y zapatos de hebillas no acusaban una larga caminata. Destacaba la blancura de los puños. Fue preciso que un alcaide se acercara al personaje con tres saludos para que ella se convenciera de que no estaba soñando.

Entonces se precipitó adentro para enviar a una sirvienta a preguntar de qué se trataba. Luego pensó que al hacerlo descubriría su puesto de observación. Tuvo, pues, que esperar a que la noticia se difundiese por sí sola… lo cual ocurrió muy pronto.

El enviado extraordinario, con peluca, no era otro que un honrado comerciante francés de Salé, el señor Bertrand, que, a título de antiguo residente en las costas marroquíes se había encargado de venir a Mequinez a anunciar la tan reclamada venida de los Padres Redentoristas. Buen cristiano, deseoso de acudir en ayuda de sus hermanos desdichados, el comerciante había puesto su experiencia en aquel país al servicio de los Redentoristas, que desembarcaban por primera vez en el reino celosamente cerrado de Muley Ismael. Los religiosos llegaban por pequeñas etapas, montados en asnos, con sus presentes y cartas de recomendación.

Surgió en seguida la efervescencia entre los cautivos. Los hombres de mar, algunos de los cuales habían sufrido esclavitud varias veces en Argel o en Túnez, y debiendo su libertad a la intervención de los Padres, sentían gran afecto por aquellos religiosos, a los que llamaban también los Mareantes, o los Hermanos de los asnos, pues estaban habituados a verlos penetrar valientemente en el interior de las tierras, hasta los más alejados aduares, para rescatar cautivos. Pero el acceso a Marruecos, les había sido prohibido desde hacía quince años.

No era insignificante el triunfo obtenido por Colín Paturel al lograr que el especial carácter del Rey cediera en aquella cuestión.

Llegaban. El viejo Caloens, el decano de los cautivos, con sus 70 años y sus veinte de presidio, cayó de rodillas y dio gracias al cielo. ¡Al fin entreveía la libertad! Sus compañeros se sorprendían porque el viejo Caloens, jardinero del Rey, cuyos céspedes cuidaba con cariño, había parecido siempre muy dichoso con su suerte. Explicó que era cierto y que no abandonaría la tierra marroquí sin derramar lágrimas, pero que debía partir porque se quedaba calvo. Y al Rey no le agradaban los calvos. Cuando veía a uno, corría hacia él y le partía el cráneo con el puño de su grueso bastón. El viejo Caloens, por viejo que fuera, no tenía aún deseo de morir, sobre todo de aquella manera.

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