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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (54 page)

—¿No habrá cotorreo? Con una sola indiscreción se correría el riesgo de revelarme a Muley Ismael…

—Ya daré órdenes. Mis órdenes están sobre todo en el serrallo, aun sobre las del Rey. Todos deben someterse a ellas… incluida Leila Aicha, la Reina. Se callará, por propia conveniencia, pues no tardará en temerte.

—Quiere ya echarme vitriolo y estrangularme —murmuró Angélica—. Un buen comienzo.

Osmán Ferradji disipó con un gesto indulgente aquellas amenazas triviales:

—Todas las mujeres que ansian los favores de un solo dueño se odian y se combaten. ¿Son diferentes las Cristianas? ¿No has conocido nunca rivalidades en torno al rey de los Francos?

Angélica tragó saliva con dificultad.

—Ciertamente —dijo, viendo pasar en un relámpago azul a la invencible Montespan. Aquí o allá, la vida era sólo luchas, sueños truncados, ilusiones perdidas. Sentía mortal lasitud.

Osmán Ferradji observaba su rostro demacrado, marcado por la fiebre. Lejos de ver en aquella faz agotada las primicias de una derrota descubría lo que la viveza de expresión de Angélica y sus mejillas habitualmente llenas, disimulaban a veces: el armónico armazón óseo revelador de una férrea voluntad. La base de un carácter indomable se veía como dibujada bajo la ternura de la carne. Como si la viera tal y como sería más tarde en su vejez. Ella no decaería, no conocería las mejillas lacias ni los rasgos deformados, sino que se afinaría. Su carne se contraería tensa sobre el admirable dibujo de los huesos. Envejecería como el marfil, ennobleciéndose como las mujeres voluntariosas, de talento personal, que surgen por fin en su plenitud de los engañosos disfraces de la edad juvenil. Sería durante mucho tiempo bellísima, aun marcada por las arrugas, y hasta bajo una corona de cabellos blancos. El brillo de sus ojos sólo se extinguiría con su vida, pues el crepúsculo de los años daría más palidez, aclararía aún más su agua de turquesa y les daría limpidez insondable, y magnético poder.

Aquella mujer era la que hacía falta junto a Muley Ismael porque si ella se lo proponía, él la reclamaría siempre a su lado. Osmán Ferradji sabía qué dudas asaltaban a veces al tirano. Sus torbellinos de furor segando cabezas a sablazos eran con frecuencia la expresión de un vértigo que le invadía ante la necedad de los hombres, ante la inmensidad de la tarea por realizar y la conciencia de su propia flaqueza o de las asechanzas que le esperaban. Sentía entonces una endemoniada necesidad de probarse a sí mismo y de probar a los otros su poder.

¡Si encontraba refugio en una mujer sensual y atenta, no se cansaría nunca de ella! Angélica sería la base, el punto de apoyo desde donde se lanzaría para conquistar el universo bajo los pliegues del estandarte verde del Profeta. Murmuró en árabe:

—Tú, tú lo puedes todo…

Angélica le oía en su semisopor. Daba muchas veces la impresión de ser invencible. Y, sin embargo, ¡sentíase tan débil! «Lo podéis todo», le decía el viejo Savary al pedirle que recuperase su amada «mumie» mineral del rey Luis XIV. Y ella lo consiguió. ¡Qué lejano todo aquello! ¿Lo añoraba? Madame de Montespan había querido envenenarla, lo mismo que Leila Aicha y la inglesa…

—¿Queréis que haga venir a vuestro lado al viejo esclavo que sabe de tantas medicinas y con el que os agrada conversar? —preguntó Osmán Ferradji.

—¡Oh, sí! ¡Me gustaría tanto ver de nuevo a mi viejo Savary! ¿Le dejaréis, pues, entrar en el harén?

—Puede hacerlo con mi alta autorización. Su edad, su gran ciencia y sus virtudes se lo permiten. A nadie le escandalizará verle, porque posee las cualidades y el aspecto de un santón. Si no fuese Cristiano yo sentiría la tentación de tomarle por uno de esos seres que veneramos por estar penetrados del espíritu de Alá. Durante el viaje parece haberse dedicado a trabajos mágicos, porque salían extraños vapores del caldero donde hacía cocer sus «bilongos»; y he visto a dos negros alucinados y aturdidos por haber respirado aquellos vapores. ¿Te ha revelado los secretos de su magia? —interrogó el Gran Eunuco con mucho interés. Angélica movió la cabeza.

—No soy más que una mujer —dijo ella, sabiendo que aquella modesta contestación realzaría la estima de Osmán Ferradji por la sabiduría y ciencia misteriosa de Savary.

XLV Savary ha vuelto a encontrar su “mumie” y prepara una segunda evasión.

Le costó a Angélica cierto trabajo reconocerle. Se había teñido la barba de un rojo-castaño, lo cual le daba el aspecto de un morabito, aspecto acentuado por una especie de chilaba, color herrumbre, de pelo de camello, en la que su cuerpo menudo se perdía. Parecía en buena forma física aunque flaco como viejo sarmiento y curtido como una nuez. Ella le reconoció por sus gruesas antiparras, tras de las que brillaban sus ojos.

—Todo marcha bien —murmuró él, cruzando las piernas para sentarse junto a Angélica—, jamás creí que los acontecimientos se arreglasen tan maravillosamente… Alá… ¡hum! quiero decir Dios, nos ha llevado de su mano.

—¿Habéis encontrado cómplices, un medio para huir?

—¿Huir…? ¡Ah, sí, sí! Eso vendrá en su momento, no os impacientéis. Entre tanto, mirad.

De los pliegues de su hopalanda, sacó una especie de bolsillo de tela y, con sonrisa que le llegaba hasta las orejas, extrajo una materia negra y pegajosa. Con ojos fatigados por la fiebre, Angélica dijo, con lasitud, que no veía bien lo que le enseñaba.

—Pues bien, si no veis, oled —dijo Savary poniéndole bajo la nariz la cosa sin nombre.

El olor hizo sobresaltar a Angélica y a su pesar se le escapó una sonrisa.

—¡Oh, Savary…! ¡La mumie…!

—Sí, la «mumie» —dijo Savary, exultante—. La moumie mineral, la misma que mana de las rocas sagradas en Persia, pero ahora en estado sólido.

—¡Pero… cómo es posible…!

—Voy a contároslo todo —dijo el viejo boticario acercándose más.

Con miradas furtivas y acentos de profeta hizo el relato de su descubrimiento. Había sucedido durante la larga marcha de la caravana, al atravesar la región de los lagos salados, los Chotts Naama en los confines de Argelia y Marruecos.

—¿Os acordáis de aquellas largas extensiones áridas, rebrillando por la sal bajo los rayos solares? Nada preciado parecen contener esos paisajes desolados. Y fue entonces… ¿adivináis lo que pasó?

—Un milagro, sin duda —dijo Angélica, conmovida ante tanta fe ingenua.

—Sí, un milagro, como decís, querida marquesa —exclamó Savary exaltado—. Si fuera yo un fanático hablaría del «milagro del camello» Escuchad… Había observado —prosiguió diciendo el boticario— un camello escamoso, parecido a una vieja roca de musgo amarillento, al que la sarna había pelado en parte. Una noche, en la parada, aquel camello se puso a husmear el suelo. Se adentró en el desierto, olisqueando a trechos la tierra de las dunas. Savary, que no dormía, le siguió con intención de traer el animal vagabundo al camellero que recompensaría al esclavo con una ración suplementaria de sémola. O quizás impulsado por una «premonición», por el dedo de Alá…, bueno… de Dios. Los centinelas que le confundían a menudo con un árabe o un judío, no se fijaron en él. La mayoría dormitaban. No había que temer ataques de bandidos, y menos aún evasiones de esclavos cristianos, en zonas donde se podía caminar días y días sin hallar rastro de alimento ni de agua potable. El camello marchó largo rato, atravesando las dunas en donde Savary estuvo a punto de ser tragado por la arena demasiado blanda y saliendo luego a un terreno más duro, de tierra y sal aglutinadas. Con sus extrañas patas que no son cascos sino una especie de suelas elásticas, el camello se puso a apartar los bloques de aquella costra y después a arrancar trozos con la boca y a abrir un hoyo. Un camello abriendo un hoyo con las patas que no pueden soportar el contacto de los guijarros, con las rodillas, con los dientes: yo lo he visto… ¿No me creéis? —preguntó Savary mirando a Angélica con recelo repentino.

—Pero sí…

—¿Os imagináis que he soñado?

—Nada de eso.

—…Entonces el animal arrancó esta tierra oscura, que vos misma habéis reconocido en seguida. Luego, la sacó a paletadas, que alineó al borde del hoyo, formando metódicamente un colchón, sobre el cual se revolcó restregándose por todas partes.

—¿Y su sarna curó milagrosamente?

—Se curó, pero debéis saber que no hay nada de milagroso —rectificó Savary—. Habéis comprobado como yo, el benéfico efecto medicinal de la «mumie» sobre las enfermedades de la piel. Sin embargo, al hacer yo mismo provisión de esos trozos de tierra, no había observado aún la analogía existente entre ellos y el divino licor persa, y pensaba emplearlo también como ungüento para mis enfermos. Pero entonces, ¡la reconocí! Y al mismo tiempo, hacía un descubrimiento científico prodigioso.

—¡Ah! ¿otro? ¿Cuál?

—Este, señora, que la sal sigue a la mumie mineral. Es exactamente como en Persia. Además, ya no necesito ir a Persia. Sé que volviendo al sur de Argelia encontraré allí quizás inmensos yacimientos de la preciosa sustancia que tienen por lo menos la ventaja de no estar custodiados como los de Persia reservados al Shah. Allí podré volver libremente.

Angélica suspiró.

—Los yacimientos no están quizá custodiados como en Persia pero vos sí que lo estáis, en Marruecos, querido Savary. ¿Es que eso va a cambiar mucho vuestra suerte?

Se reprochó Angélica su escepticismo respecto a su único amigo y cambiando de tono felicitó efusivamente a Savary que se derritió de agradecimiento, proponiendo en seguida hacer traer una brazada de espinos y una fuente de cobre o de barro.

—¿Para qué, Dios mío?

—Para destilar este producto. He hecho la experiencia quemándolo en una vasija de barro y estalló como un cañonazo.

Angélica le disuadió de efectuar de nuevo aquella experiencia en pleno harén. El dolor de cabeza se le quitaba con unas tisanas que le había hecho beber el Gran Eunuco. Su cuerpo empezaba a bañarse en abundante sudor.

—Os está desapareciendo la fiebre —dijo Savary echándole por encima de sus gafas una ojeada profesional. La mente de Angélica se hacía cada vez más lúcida.

—¿Creéis que vuestra mumie podría servirnos también de algo en nuestra fuga?

—¿Seguís pensando en huir? —preguntó Savary en tono neu-tral, volviendo a guardar cuidadosamente en su saquito los trozos de arena bituminosa.

—Más que nunca —exclamó Angélica, irguiéndose en sobresalto de indignación.

—Yo también —dijo Savary—. No puedo ocultaros que ahora tengo prisa en regresar a París para dedicarme a los trabajos que exige mi reciente descubrimiento. Sólo allí, en mi laboratorio, dispongo de los alambiques y retortas que requiere la prosecución del estudio científico de este combustible mineral que presiento hará progresar a la humanidad entera…

Sin poder contenerse, volvió a coger un fragmento de tierra y lo examinó con una pequeña lupa de concha y ébano. Una de las artes del viejo Savary consistía en que aun en la mayor penuria disponía de los más diversos objetos que parecía fabricarse con destreza de prestidigitador para las necesidades de la causa. Angélica le preguntó de dónde provenía aquella lupa.

—Me la regaló mi yerno.

—No la había visto hasta ahora.

—Hace sólo unas horas que la tengo. Mi yerno, ese muchacho encantador, al ver mi gesto de codicia, me la ha regalado en señal de bienvenida.

—Pero… ¿Quién es vuestro yerno? —preguntó Angélica, creyendo que el viejo divagaba.

Savary plegó la minúscula lupa y la escamoteó entre los pliegues de su ropa.

—Un judío del «ghetto» de Mequinez —murmuró él—, cambista de metales preciosos, como su padre. Es cierto, no he tenido ocasión de poneros al corriente, pero he aprovechado bien las pocas horas transcurridas desde nuestra llegada a esta buena ciudad de Mequinez. Ha cambiado mucho desde la época de Muley Archy. Muley Ismael hace edificar por todas partes; se circula entre andamios como en Versalles.

—Pero… ¿y vuestro yerno?

—A eso voy. Ya os dije que tuve dos agradables aventuras marroquíes en la época de mi primera esclavitud.

—Y dos hijos.

—Eso es, salvo que mis recuerdos eran algo vagos, porque de Rebeca Maimoran tuve, según parece, la alegría de ser padre de una hija, y no de un hijo. Esa hija es, por tanto, la que he vuelto a hallar hoy en la flor de la edad y casada con Samuel Cayan, el cambista que ha tenido la amabilidad de regalarme esta lupa.

—…en señal de bienvenida. ¡Oh, Savary! —dijo Angélica sin poder contener una débil risa—. Sois tan francés que me hace gran bien escucharos. Cuando pronunciáis las palabras «París» o «Versalles» me parece que huyo de este olor raro a cedro, sándalo y yerbabuena y que soy de nuevo la marquesa de Plessis-Belliére.

—¿Deseáis realmente volver a serlo? ¿Deseáis realmente huir? —insistió Savary.

—¡Pero si ya os lo he dicho y repetido! —exclamó Angélica con brusco gesto de cólera—. ¿Por qué tengo que repetíroslo?

—Porque es preciso que sepáis a qué os exponéis. Os arriesgaréis cincuenta veces a morir sólo antes de veros fuera del serrallo; a morir veinte veces antes de franquear las puertas de la alcazaba; a morir diez veces antes de haber salido de Mequinez, a morir quince veces antes de haber llegado a Centa o Santa Cruz
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, a morir tres veces antes de penetrar en uno u otro de esos baluartes cristianos.

—¿De modo que de cada cien no me dejáis más que dos probabilidades de salir con éxito de semejante empresa?

—En efecto.

—¡Pues lo conseguiré, pese a todo, maese Savary!

El viejo boticario movió la cabeza con aire preocupado.

—Me pregunto a veces si no sois demasiado terca. Forzar la suerte hasta ese punto, no es sensato.

—¡Oh! Habláis ahora como Osmán Ferradji —dijo Angélica con voz sofocada.

—Acordaos; en Argel queríais tenazmente intentar una evasión que hasta los esclavos más antiguos, hartos ya de quince o veinte años de cautiverio, no se habrían atrevido a intentar. Me costó mucho trabajo hacer que esperaseis con paciencia. ¡Pues bien! ¿no nos vimos recompensados…? ¡He encontrado la «mumie» en los caminos del desierto y de la esclavitud! Luego he pensado, a veces, que si este serrallo principesco os hubiera convenido, si la… personalidad del gran Muley Ismael no os desagradara demasiado… sería más sencillo… ¡Oh! No he dicho nada, consolaos…

Le había cogido de la mano y le daba en ella golpecitos suaves. Por nada del mundo hubiera querido hacer llorar a aquella gran dama que se había mostrado siempre como amiga excepcional, que había escuchado siempre con paciencia sus lucubraciones seniles y que había recogido para él, de manos de Luis XIV, la garrafa del precioso líquido persa. ¿Por qué aquella joven que todo lo podía no había sido amante del Rey? ¡Ah, sí! Estaba la historia de aquel marido de quien se había servido Mezzo-Morte como cebo para atraerla a una celada. Hubiera sido más razonable para ella no pensar más en aquello.

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