Osmán Ferradji y sus preocupaciones comerciales.
No tardó en encontrar de nuevo a maese Savary. Señal evidente de que el Cielo velaba por ella.
El caravasar en que los marroquíes recibían de Argel hospitalidad era un edificio que superaba en dimensiones al «batistan» de Candía y que, como aquel, tenía algo de hotel y de almacén. El plano general era el mismo: un inmenso rectángulo, como el marco de un cuadro, y dos pisos con habitaciones hacia el fondo, abriéndose sobre un gran patio interior con columnas, que a su vez encuadraba un patio-jardín con tres surtidores, adelfas, limoneros y naranjos. Sólo había una puerta de entrada, defendida por un cuerpo de guardia armada. Ninguna ventana daba a la calle. Los muros hacia el exterior eran totalmente lisos, los tejados llanos, con rebordes y almenas con aspilleras y centinelas permanentes. Las cuarenta o sesenta habitaciones de aquella imponente construcción, verdadera fortaleza en el corazón de Argel, estaban atestadas de gente y de animales. Varias piezas de la planta servían de cuadra, de establo, a los fogosos caballos de silla, a los asnos, a los camellos.
Por allí había visto surgir Angélica un curioso animal, de largo y moteado cuello serpentino, coronado por minúscula cabeza con dos ojazos enternecedores y orejas muy pequeñas. El animal no parecía malo, contentándose con estirar su largo cuello por encima de las columnatas del patio para alcanzar y ramonear las hojas de una adelfa. Angélica lo contemplaba con extrañeza cuando una voz le advirtió en francés:
—Es una jirafa.
Un montón de paja se movió para dejar aparecer la silueta encorvada y cada vez más andrajosa de su amigo el viejo boticario.
—¡Savary! ¡Oh, mi querido Savary! —murmuró ella, sofocando un grito de alegría—. ¿Cómo os halláis aquí?
—Cuando supe que estabais en manos del Gran Eunuco Osmán Feradji, no he parado hasta acercarme a vos. El azar me ha ayudado. Me había comprado un faquín turco encargado de barrer el patio del cuartelillo de jenízaros. Pero la importancia de este indispensable funcionario, le obligaba a tener un esclavo para mover la escoba en su lugar. Era amigo del guardián de aquella casa de fieras. Supe que el elefante estaba malo. Me propuse y logré curarlo. El guardián me ha rescatado del faquín y aquí estoy en mi puesto.
—Savary, ¿qué va a ser de nosotros? Quieren llevarme a Marruecos, para el harén de Muley Ismael.
—No os preocupéis. Marruecos es un país muy interesante y hace mucho tiempo que deseaba yo tener ocasión de volver. He dejado allí muchos conocidos.
—¿Otro hijo vuestro? —interrogó Angélica con débil sonrisa.
—¡No, dos! El uno es hijo de una hebrea. No hay como esos lazos de la sangre para crear sinceras complicidades. Debo confesaros que, con gran sentimiento mío, no tengo heredero en Argel. Lo cual hace que las posibilidades de evasión sean sumamente difíciles. Vos misma habréis visto a lo que os exponéis intentando evadiros…
—¿Habéis oído hablar de mi evasión?
—Las cosas se saben aquí con rapidez. Una esclava francesa que se fuga y que resulta inhallable: no podía ser más que vos. ¿No habéis sido castigada con demasiada severidad?
—No. Osmán Ferradji ha sido todo atenciones conmigo.
—La cosa es muy singular, pero regocijaos.
—Gozo incluso de bastante libertad. Me dejan ir y venir por la casa y hasta puedo salir del apartamento de las mujeres. En suma, no es todavía el harén, Savary. El mar está cerca. ¿No sería el momento de planear otra tentativa de fuga?
Savary suspiró, cogió un cepillo de un cubo y se puso a frotar vigorosamente a la jirafa. Preguntó al fin qué había sido de Mohamed Raki. Angélica le hizo relato de las revelaciones de Mezzo-Morte. Toda esperanza se derrumbaba para ella. Y ya no aspiraba más que a una cosa: huir y regresar a Francia.
—Siempre quiere uno huir —afirmó Savary—, y después lo lamenta. Es la magia del Islam. Ya lo veréis. Pero empecemos primero por huir, ya que así se presentan los primeros síntomas de la enfermedad.
Por la noche Osmán Ferradji vino a visitar a Angélica y le preguntó cortésmente si el viejo esclavo cristiano que limpiaba las cuadras era su padre, tío o pariente. Angélica enrojeció ante aquella prueba de vigilancia que ella creía poder eludir. Replicó vivamente que aquel hombre era un compañero de viaje hacia el que sentía amistad y que además era un gran sabio; pero que los musulmanes le habían puesto a barrer el estiércol porque era la manera de humillar a los Cristianos, colocando al criado en lugar del amo y a los espíritus elevados en el fango. Osmán Ferradji movió la cabeza con indulgencia ante aquellas explosiones de niña rebelde.
—Estáis en un error, como lo están todos los Cristianos. Porque el Corán dice: «En el día del Juicio la tinta del sabio pesará más en la balanza que la pólvora del guerrero». ¿Este digno anciano es médico?
Ante la respuesta afirmativa el rostro del Gran Eunuco se iluminó. La mujer islandesa estaba enferma y también el elefante, dos preciados regalos del Almirante de Argel al Sultán y era lamentable pensar que aquellos presentes sufriesen daño ya antes de haber abandonado la ciudad.
Savary tuvo suerte y consiguió que les desapareciera la fiebre a ambos, gracias a una remedio de su invención. Angélica se sorprendía de que en el fondo de unas faltriqueras cada vez más agujereadas y en toda clase de intemperie lograse conservar aquellos polvos, aquellas pastillas, aquellas hierbas cuyo secreto poseía.
El Gran Eunuco hizo que le dieran una chilaba decente y lo agregó a su casa.
—Y esto es todo —concluyó Savary—. Siempre empiezan por querer tirarme al mar o a los perros y luego, no pueden ya prescindir de mí.
Angélica sentíase ahora menos sola. La vieja esclava cristiana Fátima, con su francés infantil, contribuía también a enseñarle el lenguaje y las costumbres de aquel mundo exótico. Cuando pidió al Gran Eunuco autorización para tomar a su servicio a la vieja Fátima, Osmán Ferradji dijo que dudaba que aquella consintiese en penetrar en el Reino de Marruecos, donde los particulares no eran dueños de esclavos, ya que el Rey era el único propietario de todos los esclavos Cristianos ¡cerca de 40 000! Y la vieja Fátima era libre en todo el Islam, aunque ella se empeñase siempre en considerarse esclava; y le daría miedo, seguramente, vivir entre árabes que tenían otro acento y a quienes los argelinos, pese a sus zalemas, consideraban como salvajes.
Pero en contra de toda suposición, Fátima vino a decir que no quedándole muchos años de vida, y estando ya sola en Argel, prefería morir bajo la protección de una compatriota, marquesa como su primera dueña, cuando aún se llamaba Mireya.
—He aquí la prueba —comentó Osmán Ferradji— de que esa vieja bruja os ve rodeada de felices presagios y de que «la sombra de Muley Ismael caerá sobre vos» para exaltaros al gran favor que vuestra belleza e inteligencia merecen.
Angélica se guardaba mucho de desengañarle. Pensaba que el jefe del harén representaba para ella la única esperanza de trato humanitario junto a los otros poderosos desde el día en que llegó a la costa de aquel país hostil: Mezzo-Morte y sus lobeznos, el rey de Argel y sus «mudos» del serrallo, los reis y su Taiffe: todo asociaciones de piratas y salteadores de caminos.
El gran Negro, por el contrario, le había dado muestras de indulgencia poco habitual en él, pues para Osmán Ferradji la disciplina y el orden tenían primacía sobre todo lo demás. La pequeña circasiana Matriamti había sido azotada por orden del Gran Eunuco por haber aparecido sin velo en el patio del piso cuando los camelleros se hallaban aún allí. En cambio, Angélica que se había permitido bajar a aquel mismo patio, no sólo sin velo sino con sus «indecentes» ropas europeas, no había escuchado censura alguna. Él no le pedía que se pusiera el velo más que en dos o tres ocasiones para acompañarla por las calles, a casas de comercio.
Desde su estancia en el palacio flotante de Mezzo-Morte, tenía un miedo terrible a los muchachos musulmanes. Además de los cadetes de amarillos turbantes, había pandillas de chiquillos que arrojaban pedazos de botella por los tragaluces de las mazmorras o clavaban trozos de caña en la espalda a los galeotes encadenados. Y era fácil imaginar cuál sería la suerte de una esclava perseguida cuando sonaba la alarma. ¡Se había, pues, librado de lo peor! Así comprobaba ahora una inquietante invasión de niños en su caravasar. Porque en aquellos momentos los había a centenares, agrupados en el césped y alrededor de los surtidores; y parecían no tener otra cosa que hacer más que comer almendras, buñuelos y golosinas.
Le preguntó a Osmán Bey.
—Forman parte de los presentes que mi ilustre señor el rey de Marruecos se digna aceptar de esos perros argelinos. El Rey adora la juventud que llega de todos los puntos del mundo: del lejano Cáucaso, de Egipto, de Turquía, del Sur de África, Grecia o Italia. Los adiestrará para sus tropas de asalto. A Muley Ismael le gusta tener muchachos, no con lujuriosa intención sino porque son guerreros en potencia. No olvidéis que le llaman «la Espada del Islam». Sabe lo que le debe a Alá. Entre nosotros, el Ramadán, o gran ayuno, dura dos meses y no uno solo como entre esos blandengues argelinos. Tenemos que sufrir doblemente para defendernos de la tibieza religiosa de los sedicentes musulmanes de aquí. Combaten bastante bien contra los Cristianos, ciertamente, pero son demasiado bribones en los negocios y aborrecen el trabajo. ¿Dónde están sus construcciones? En nuestro Marruecos se edifica mucho. He sugerido al Sultán que forme unas falanges de conquistadores, guerreros y constructores a un tiempo. Quince mil niños negros aprenden, lo primero, a construir y a hacer ladrillos. Esto dura dos años. Después, durante otros dos años, montan a caballo y guardan rebaños. A los dieciséis, hacen su aprendizaje de armas y participan en combates.
La compañía del Gran Enuco y su conversación no carecían nunca de interés. Parecía sentir por la cautiva francesa una estimación singular que aun a su pesar, no dejaba de halagarla. Angélica se preguntaba hasta dónde podría llegar a ser su aliado aquel Negro de fría inteligencia. Por el momento, dependía por completo de él. Las otras mujeres, esclavas cristianas a las que se unía una decena de bellas cabileñas y negras etíopes, le temían mucho. En cuanto la alta silueta de Osmán Ferradji proyectaba su sombra sobre el enlosado, ellas se inmovilizaban y ponían cara de colegialas culpables. La mirada olímpica del gran negro recorría aquel rebaño indócil y solapado. Les hablaba sin violencia, pero no se le escapaba ningún detalle.
Aquel día, le pareció preocupado. Acabó por confesarle su inquietud. La noble cautiva francesa que él había tenido el honor de conducir al serrallo del rey de Marruecos, ¿no había hablado un día del comercio que hacía ella por su cuenta? Costumbres extrañas, realmente, las de grandes damas ocupándose de tráficos considerados viles además. Equivocadamente, puesto que el propio Mahoma, en su gran sabiduría que le había transmitido Dios en persona, había dicho terminantemente que todos los oficios eran nobles para un verdadero creyente, y que de los cuarenta apóstoles reconocidos por el Islam, ¿no había sido Adán labrador, Jesús, carpintero, Job, mendigo, Salomón, rey, y otros varios, comerciantes? La francesa no debía, pues, avergonzarse de haberse dedicado en otro tiempo a los negocios, antes sin duda de haber alcanzado el título elevado de marquesa, y, siendo así, debía ser experta en paño; tela específicamente cristiana, pero cuya calidad no sabe reconocer con perfección un buen musulmán. ¿Seguiría siéndolo, la inestimable Turquesa?
Angélica había escuchado con buena voluntad la larga endecha comercial del Gran Eunuco. Accedió a seguirle hasta un fardo cuya envoltura dejaba asomar un paño verde y otro escarlata. No era aquella su especialidad, pero las quejas de Colbert la habían iniciado, en otro tiempo, en las fluctuaciones de aquella moneda de cambio, la más corriente con los países musulmanes.
Palpó ella una punta arrugada y la miró al trasluz.
—Estos dos paños no valen gran cosa… Uno, este rojo, es de lana, no lo niego, pero de lana «muerta», es decir, del pelo de la oveja perdido y recogido en las zarzas, pero no esquilado como debe ser. Además, no está teñido con raíz de granza sino con alguna otra sustancia: me sorprendería que no se decolorase al sol.
—¿Y el otro fardo? —preguntó Osman Bey, cuya habitual serenidad desaparecía ante una ansiedad que le era difícil disimular.
Angélica palpó la tela verde, demasiado tiesa.
—¡Esto es puro desecho! Mejor lana, sí, a la vista, pero mezclada con hilo y con demasiado apresto; si la tela se moja, se arrugará, encogiéndose y no pesará más que la mitad.
El Gran Eunuco se puso de color ceniza. Con voz insegura, rogó también a su cautiva que examinase otras dos piezas de paño. Angélica afirmó que aquellas eran de la mejor calidad. Y añadió, después de un momento de reflexión:
—Supongo que estas dos piezas os las han presentado como muestra para animaros a encargar un lote más importante.
La cara de Osmán Ferradji se iluminó.
—Y lo habéis adivinado con toda exactitud, señora Firuzé. Ha sido Alá quien os ha enviado a mí. Si no, me exponía a quedar desprestigiado ante el reino de Marruecos y las Regencias de Argel y de Túnez. Y a la reina, tan esquinada, a la sultana Leila Aicha, le sería bien fácil desacreditarme ante mi dueño. ¡Ah! Realmente es el mismo Alá quien detuvo mi brazo cuando en mi cólera ante vuestra fuga, había ya decidido torturaros ante las mujeres esclavas para que vuestra ejecución les sirviese de lección. Y después, cortaros la cabeza con mi sable, que había hecho afilar para eso. Pero la sensatez ha detenido mi brazo y mi más hermoso sable ha quedado cubierto de innoble herrumbre en este nido de ratas que es Argel; nido de inmundos comerciantes engañosos. ¡Ah, sable mío, consuélate! Ha llegado la hora de arrancarte de esta penosa inacción para una obra útil y justa.
La última frase fue pronunciada en árabe, pero Angélica comprendió sin dificultad el sentido, viendo al inmenso Osmán Ferradji desenvainar su cimitarra con gesto teatral y hacerla brillar al sol. Acudieron unas sirvientas que revistieron a la cautiva con un amplio «haik» de seda, y la introdujeron en una silla de manos escoltada por guardias armados; a poco se encontró Angélica en la tienda del comerciante sin escrúpulos.
Este se había ya prosternado con la frente en el suelo. El marroquí, muy sereno, rogó a Angélica que repitiese sus juicios sobre la calidad de los paños. Los fardos de tela habían sido traídos y desenrollados. Un esclavo francés, dependiente del comerciante, traducía algo balbuciente y mirando de soslayo el sable que el Gran Eunuco empuñaba. El comerciante argelino protestó enérgicamente de su buena fe. Había sin duda un equívoco. Jamás se hubiera permitido engañar a sabiendas al enviado del gran Sultán de Marruecos. Él mismo iba a ir a la trastienda para escoger todas las piezas para el Venerado y Altísimo Visir del Rey Muley Ismael. Con la espalda encorvada, se precipitó hacia su oscuro antro.